GA063 Berlín, 6 de noviembre de 1913 Teosofía y Anti Sofía

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RUDOLF STEINER

 Teosofía y Anti Sofía

Berlín, 6 de noviembre de 1913

Hace ocho días, cuando traté de explicar aquí la naturaleza de la investigación científico-espiritual, y su relación con el mundo espiritual, me tomé la libertad de señalar que para aquellos que están dentro de esta ciencia espiritual, no es en absoluto sorprendente reconocer en ella, en cierto sentido, sus objetivos vitales, cuando esta ciencia espiritual encuentra la más variada oposición, incomprensión, etc., desde los más diversos puntos de vista del presente. Ahora bien, no consideraré que sea mi tarea entrar en una exposición no muy provechosa de las oposiciones individuales o de los puntos de vista individuales de los que surgen tales malentendidos y oposiciones; porque respecto a este asunto, existe otro punto de vista que se puede adoptar. Se trata de intentar descubrir las raíces de cualquier posible oposición a la ciencia espiritual. Cuando se entienden estas raíces, se pueden explicar muchos casos individuales de oposición.

Ahora me gustaría explicar que lo que desde hace años me he permitido presentar, desde este lugar como ciencia espiritual, no es en absoluto lo mismo que lo que se denomina «teosofía» desde este o aquel lado. Pues lo que a veces se denomina Teosofía hoy en día ofrece pocos incentivos para estar de acuerdo con ella en modo alguno. La ciencia espiritual aquí representada puede llamarse teosófica, pero no desde el punto de vista de los prejuicios contemporáneos, ni desde el punto de vista de cualquier aspiración ambiciosa que ocupe el nombre de Teosofía, sino desde un punto de vista justificado. Y esto justifica el tema de esta tarde, que consiste en discutir la relación entre la Teosofía y aquello que, me gustaría decir, se rebela contra ella en la propia naturaleza humana, que podría describirse como un estado de ánimo en el alma humana que se presenta con demasiada facilidad, y que por pasión, por afecto, pero a menudo también por una cierta creencia, piensa que debe volverse contra la Teosofía, y que debe describirse aquí como anti-Sofía.

Si se acuerdan ustedes de lo que se dijo hoy hace ocho días, recordarán que se señaló que la ciencia espiritual o, digámoslo hoy, porque la ciencia espiritual debe entenderse como teosófica, que la teosofía llega a sus conocimientos cuando el alma humana no se queda simplemente donde está en la vida cotidiana, sino cuando esta alma humana experimenta un desarrollo en sí misma a través de su propio impulso, a través de su propia actividad. Y este desarrollo puede experimentarse. 

Por las alusiones que se hicieron en la primera conferencia de este invierno, vimos que a través de tal desarrollo, el alma humana llega a una constitución interior muy diferente de la que tiene en la vida cotidiana, que su modo de sentirse a sí misma, su modo de situarse en el mundo, se vuelve muy diferente de lo que es en la vida cotidiana. A través del desarrollo al que nos referimos aquí, nace en el alma humana algo, que es como un yo superior en el yo ordinario, un yo superior que, para usar la palabra de Fichte, está dotado de sentidos superiores, de sentidos que perciben un mundo espiritual real, al igual que el alma percibe el mundo físico natural con la ayuda de los sentidos externos. En el saber teosófico, todo se basa en el hecho de que este saber no se busca a través de la percepción ordinaria del alma, sino a través de una constitución anímica que aún está por desarrollar. Sin embargo, es evidente de inmediato que en lo que se acaba de decir subyace una cierta condición previa, condición que, sin embargo, para aquellos que realmente siguen el camino indicado en la descripción de esta evolución, deja de serlo. Lo que parece ser una condición previa se convierte para él en una experiencia real, en un hecho experimentado. Aquello que parece ser una condición previa, en el fondo vive en cada alma humana como un anhelo, por mucho que se le objete y por mucho que se le cuestione; parece ser una condición previa que el ser humano, con sólo descender lo suficientemente profundo en su alma, encuentre algo en esta alma que le una a la razón de ser del mundo divino-espiritual. Encontrar dentro de uno mismo el punto en el que el alma autoconsciente está arraigada dentro del fundamento divino-espiritual del mundo, ésa es la meta, el anhelo de toda alma humana. Y todo lo que se llama a sí mismo Teosofía, o al menos tiene derecho a llamarse Teosofía, reconoce plenamente esta meta, este anhelo. En consecuencia, la «antisofía» sería muy fácil de resumir en una idea, en un concepto. Sería la oposición a todo lo que vive en el anhelo con el objetivo de captar ese punto profundo en el alma humana en el que esta alma humana está conectada con las fuentes primigenias eternas de la existencia.

¿Cómo puede desarrollarse tal antisofía en el alma humana?

Al principio se podría pensar que es paradójico, raro, que contra aquello que debe ser reconocido como la aspiración más noble del alma humana, pueda surgir una oposición. Pero he aquí: la ciencia espiritual muestra que la antisofía no es algo tan completamente arbitrario en el alma humana, sino que, por el contrario, está necesariamente fundamentada en el alma humana en cierto sentido, que pertenece en cierto sentido a la naturaleza, a la esencia de esta alma humana. En realidad, el alma humana no es teosófica de entrada, sino antisófica de entrada. Para apreciar correctamente esta afirmación aparentemente paradójica, hay que adentrarse en algunas de las ideas de la propia ciencia espiritual.

Cuando el investigador espiritual experimenta realmente algo de lo que se describió en la conferencia anterior, cuando alcanza la sintonización allí descrita, la otra condición de su alma, entonces entra en un mundo espiritual real. Es como si ante su mirada espiritual, lo que puede llamarse naturaleza exterior, el ser exterior de los sentidos, se extinguiera inmediatamente, sólo está todavía presente como un recuerdo de lo que se ha experimentado en la conciencia ordinaria, y aparece un mundo espiritual real, verdadero, un mundo espiritual en el que el alma humana no sólo ha de ser reconocida en el tiempo que vive entre el nacimiento o la concepción y la muerte, sino que también ha de ser reconocida en el tiempo que transcurre entre la muerte y un próximo nacimiento. En la última conferencia ya se ha llamado la atención sobre las repetidas vidas terrenas. 

Así se refiere el hombre a aquella existencia en la que él es un espíritu entre los espíritus, en la cual él se halla cuando ha dejado su existencia corporal con la muerte. Y este mundo es experimentado lo mismo que la naturaleza exterior es experimentada por los sentidos exteriores; el alma está en este mundo con aquellas fuerzas que no sólo se enfrentan al hombre en la conciencia ordinaria, sino que componen la propia conciencia ordinaria. En verdad, este mundo es también el que construye las herramientas para la conciencia ordinaria y todo el cuerpo con todo el sistema nervioso. 

Para el investigador espiritual es una verdad que nosotros, como seres humanos, no sólo estamos construidos a partir de lo que se encuentra en la línea hereditaria, con lo que desciende de nuestros antepasados, sino que en el sistema de estas fuerzas físicas interviene lo que desciende de las regiones anímico-espirituales y representa un sistema de fuerzas espirituales que se apoderan del organismo físico que nos ha sido dado por el padre y la madre, formando plásticamente lo que hemos de llegar a ser de acuerdo con las vidas terrenales anteriores que hemos vivido. A través de esa ciencia espiritual de la que hablé la última vez, tiene lugar algo así como una extensión de la memoria, una extensión de la memoria más allá de la presente existencia terrenal hacia regiones de experiencia espiritual. 

Cuando consideramos el mundo y el desarrollo humano de este modo, se presenta ante el alma, de un modo muy especial, un cierto límite que se produce en esta vida humana, una cierta encrucijada. Es la encrucijada que se encuentra en el desarrollo de la primera infancia del ser humano. Allí vemos que el hombre, en el primer desarrollo de la infancia vive algo así como una vida onírica, algo así como una vida que primero debe adquirir la plena claridad de la conciencia del yo, la plena claridad del recuerdo de las experiencias. En la primera infancia la conciencia del niño está adormecida. En esta etapa el ser humano duerme o sueña su existencia, por así decirlo, y lo que realmente nos hace sentir humanos, nuestra vida interior desarrollada con su claro centro de autoconciencia, sólo surge en un determinado punto de inflexión de nuestra vida infantil. 

En el sentido de la ciencia espiritual, ¿Qué es lo que se presenta antes de ese momento decisivo?

Cuando el investigador espiritual observa al niño antes de que haya alcanzado este punto de inflexión, ve en él cómo las fuerzas espirituales que han descendido del mundo espiritual y se han apoderado del organismo para formarlo plásticamente de acuerdo con las vidas terrenas anteriores, actúan plenamente sobre todo el organismo. Y como la totalidad de las fuerzas espirituales que componen el alma del hombre se vierte en todo lo que vive y se teje en el organismo, lo que forma y construye el organismo y lo organiza de tal modo que pueda convertirse más tarde en el instrumento del ser consciente de sí mismo.

Por consiguiente, puesto que todas las fuerzas del alma se utilizan para construir este organismo, no queda nada atrás que pueda dar lugar de algún modo a una clara conciencia de sí mismo en la primera edad de la infancia. Todas las fuerzas del alma se utilizan para construir el organismo; y una conciencia que se utiliza a sí misma para construir el ser orgánico puede alcanzar como mucho la cualidad de sueño, pero es en su mayor parte una conciencia dormida. 

¿Qué le ocurre al ser humano en el punto de inflexión que acabo de mencionar?

El organismo, el cuerpo, ofrece cada vez más resistencia. Esta resistencia podría caracterizarse diciendo que el cuerpo se solidifica gradualmente en sí mismo; el sistema nervioso en particular se solidifica, ya no se deja moldear plenamente libre y plásticamente por las fuerzas anímicas, ofreciendo resistencia. Esto significa que en la organización humana sólo puede verterse una parte de la fuerza del alma; otra parte es, por así decirlo, rechazada, no puede encontrar puntos de acceso para abrirse camino en esta organización humana. Tal vez pueda utilizar una imagen para mostrar lo que ocurre en realidad. 

¿Por qué cuando nos ponemos delante de un espejo siempre podemos mirarnos en él? Podemos hacerlo porque los rayos de luz se reflejan en la superficie del espejo. No podemos mirarnos en el cristal desnudo porque los rayos de luz lo atraviesan. Lo mismo ocurre con el niño en sus primeros años: no puede desarrollar la conciencia de sí mismo, porque las fuerzas anímicas que están presentes lo atraviesan como lo hacen los rayos de luz a través del cristal desnudo. Sólo a partir del momento en que el organismo se ha solidificado en sí mismo, una parte de la fuerza del alma se refleja, lo mismo que los rayos de luz se reflejan en el vidrio del espejo. Allí la vida anímica se refleja en sí misma; y esa vida anímica que se refleja en sí misma, que se auto experimenta en sí misma, es lo que resplandece como autoconciencia. Eso es lo que constituye nuestra experiencia humana-sustancial real en la vida terrenal. Y así, cuando se ha producido el punto de inflexión, vivimos en esta vida anímica auto reflejada.

¿Qué significa el desarrollo que experimenta el investigador espiritual en relación con esta vida anímica?

Esta evolución, tal como la describí la última vez, es realmente, me gustaría decir, como saltar sobre un abismo. Es tal que el investigador espiritual debe abandonar la región de la vida anímica que ha sido 
reflejada, que debe abandonar todo lo que acaba de surgir como vida anímica a partir de este punto de inflexión, y debe penetrar en aquellas fuerzas anímicas creadoramente activas y maleables que estaban presentes antes de este punto de inflexión. El investigador espiritual debe sumergirse sólo en lo que estaba presente en el ser humano, antes de este punto de inflexión en la edad más tierna de la infancia con plena conciencia, con aquella conciencia que ha desarrollado en la vida anímica reflejada. Allí se sumerge en esas fuerzas que construyen el organismo humano en la más tierna infancia, que después ya no pueden percibirse porque el organismo se transforma como en un espejo. El desarrollo del investigador espiritual debe, en efecto, atravesar este abismo. Desde lo que es la vida anímica reflejada por la naturaleza orgánica, debe entrar en la vida anímica espiritual creadora. Debe, por utilizar esta expresión filosófica, avanzar de lo creado hacia lo creador. Cuando se sumerge en esas profundidades que se encuentran, por así decirlo, detrás del espejo orgánico, percibe algo muy definido. Entonces percibe realmente ese punto en el que el alma se une con la fuente creadora del mundo de la existencia. Pero también percibe algo más: percibe que el echo de que se haya producido este reflejo del alma, tiene sentido. Si no se hubiera producido el punto de inflexión, si no se hubiera producido la reflexión, entonces el hombre nunca podría haber llegado al pleno desarrollo de la conciencia terrenal, a la clara conciencia de sí mismo. En este sentido, la vida en la Tierra es la educación para la autoconciencia. 
El investigador espiritual sólo puede penetrar en la región que, de otro modo, sólo es vivida por el hombre como un sueño, adquiriendo primero las condiciones previas para ello dentro de la vida terrena, educándose a sí mismo en la autoconciencia, y penetrando después con esta autoconciencia en aquella región que, de otro modo, es vivida sin autoconciencia. Pero de esto se desprende que lo más valioso que el hombre puede adquirir para la vida terrena, la autoconciencia despierta, -para lo cual entramos realmente en la vida terrena-, está, para la experiencia ordinaria, cerrada a la experiencia de las raíces reales de la existencia. En la vida cotidiana y en la ciencia ordinaria el hombre vive dentro de lo que, después de este punto de inflexión, teje y entreteje a través de su vida anímica. Debe vivir en ella para poder alcanzar su meta terrenal. Esto no significa que, como investigador espiritual, no pueda abandonarla, por así decirlo, y mirar a su alrededor, en la otra región donde se encuentran sus raíces. Tal vez pueda expresarme también de este modo: El hombre debe salir de la región de la naturaleza creadora para enfrentarse a su ser, que se repliega sobre sí mismo, y encontrarse en relación con la naturaleza anímico-espiritual que está conectada con las fuentes de la existencia.

Así pues, como podemos ver, el hombre debido a su tarea terrenal, está realmente situado fuera de esa región en la que él, como investigador espiritual, debe encontrar lo que se puede encontrar dentro de la ciencia espiritual. Si el hombre, sin tener el entrenamiento de la ciencia espiritual, llegara a confundir lo que puede experimentar en una u otra región, nunca podría llegar a una comprensión realmente clara del mundo en esos momentos de confusión. Toda la sensorialidad humana se basa en el hecho de que el ser humano está situado fuera del lugar mismo donde se encuentran las fuentes y las raíces de la existencia, donde se encuentra el mundo espiritual en su intimidad. Y cuanto más quiere el hombre vivir en el mundo de los sentidos, cuanto más claramente quiere situarse y sentirse en él, tanto más debe salirse del mundo superior. Lo que tenemos como conocimiento práctico cotidiano tiene su fuerza, su poder, precisamente a causa de este salirse, tal como acabo de describirlo.

Por otra parte, que una persona aprenda primero a apreciar lo que tiene situándose fuera del mundo espiritual. ¿Es sorprendente? En la vida ordinaria no está en el mundo espiritual, no está en aquello que es la fuente de su existencia. Y tuvo que situarse fuera de él para poder vivir su existencia terrenal de la manera apropiada. Como resultado, el hombre desarrolla naturalmente una apreciación de todo lo que no está conectado con la fuente de su existencia. Se desarrolla una apreciación del conocimiento y un apego a todo lo que está fuera de la fuente de la existencia. Así que es natural que el ser humano, que desarrolla tal apego, en el momento en que se le acerca algo que quiere traerle noticias de un mundo en el que inicialmente no está presente, lo rechace. Pues, en el fondo, debe considerarlo como algo fuera de lo cual se encuentra naturalmente. A lo largo de su vida, por lo tanto, el hombre no está sintonizado en su alma para reconocer lo que lo mantiene unido, por así decirlo, con lo más íntimo del mundo, sino para reconocer lo que lo mantiene unido en sí mismo, en la medida en que se encuentra fuera de esta raíz anímico-espiritual del mundo. En la vida ordinaria el hombre es antisófico, no teosófico, y sería una ingenuidad creer que la vida ordinaria pudiera ser otra cosa que antisófica. Sólo puede sintonizarse teosóficamente si antes surge en el alma el anhelo, -como el recuerdo de una pátria perdida-, y luego, a través de un sano conocimiento, se arraiga cada vez más en él, el impulso de penetrar en el mundo anímico-espiritual. La actitud teosófica debe adquirirse antes, a partir de la actitud antisófica. En una época como la nuestra, esto es básicamente bastante repugnante para muchas almas. En nuestra época, cuando la cultura externa ha alcanzado logros tan admirables, se ha desarrollado algo que evoca un sentimiento natural por la experiencia externa, una inclinación natural por la experiencia externa, que reprime el anhelo que acabamos de indicar. Es muy comprensible, sobre todo en nuestro tiempo, que el alma humana sea antisófica. Pero hay que reconocer, en efecto, la necesidad de una profundización teosófica de la humanidad para nuestro tiempo, por una parte en toda la naturaleza del desarrollo humano y por otra parte precisamente en lo que se presenta en el presente. Pues el observador del desarrollo espiritual humano se enfrenta a muchas cosas. Una de ellas puede mostrarnos que en nuestro tiempo el estado de ánimo antisófico es algo natural.

Diógenes Laercio nos cuenta que el antiguo sabio griego Pitágoras, que era considerado un hombre muy sabio por el gobernante de Flius, León, el cual una vez le preguntó acerca de cómo se veía a sí mismo en la vida, de cómo se sentía con respecto a la vida. Se dice que Pitágoras dijo lo siguiente: Me parece que la vida es como un encuentro festivo. Hay gente que acude a ella para participar en los juegos como combatientes; otros acuden como comerciantes con ánimo de lucro; pero hay un tercer tipo de gente que acude sólo para mirar las cosas. Ellos no vienen ni a tomar parte en los juegos con su participación personal, ni por afán de lucro, sino a mirar el asunto. Así me parece también la vida: unos persiguen su placer, otros su provecho; pero luego están los que, como yo, se llaman a sí mismos filósofos como investigadores de la verdad. Están allí para mirar la vida; se sienten como transportados de un hogar espiritual al mundo terrenal, miran la vida y luego regresan a este hogar espiritual.

Ahora, por supuesto, uno debe tomar tal dicho como un símil, como una imagen. Y probablemente sólo se obtendría la visión completa de Pitágoras si se le añadiera algo, sin lo cual este dicho podría interpretarse muy fácilmente como si los filósofos sólo fueran los mirones y los inútiles de la vida. Pues, por supuesto, Pitágoras quiere decir que los filósofos no pueden beneficiar a sus semejantes en su contemplación sólo estimulándolos a contemplar, sino buscando aquello que no es de utilidad inmediata en la vida. Esto, sin embargo, es lo que, desarrollándose cada vez más en sí mismo, conduce a la fuente donde radica la existencia; de modo que esto que se ve, por así decirlo, «sin utilidad», es lo que conduce a lo eterno en el alma humana. Habría que añadir eso. Pero Pitágoras quería expresar algo especial: que en el desarrollo del alma humana, aquello que no se pone en uso externo sino que se profundiza en sí mismo, se encuentra el impulso para sumergirse en lo eterno imperecedero; que, por tanto, hay que desarrollar algo en el alma que no puede aplicarse directamente en la vida externa, sino que el alma humana desarrolla a partir de un impulso interno, de un anhelo interior y de un esfuerzo hacia una meta. En el pasado lejano de la vida espiritual europea, se encuentra el reconocimiento de tal esfuerzo en Pitágoras 

Dirijamos ahora nuestra atención a un fenómeno de tiempos más recientes, que menciono no para resaltar curiosidades filosóficas, sino porque es verdaderamente indicativo de la naturaleza de la vida intelectual de nuestro tiempo.

Una cosmovisión del mundo llamada pragmatismo se ha extendido desde América hacia Europa, -y también es apreciada por personalidades específicas en Europa. Esta cosmovisión es bastante extraña comparada con lo que Pitágoras exige de una cosmovisión. Si algo de lo que el alma humana expresa como su conocimiento es verdadero o falso ante cualquier otra cosa que no sea esta alma humana, esta cosmovisión del pragmatismo básicamente no pregunta sobre eso en absoluto, sino sólo sobre si un pensamiento que el hombre se forma como pensamiento de cosmovisión es de provecho y útil para la vida. El pragmatismo no pregunta si algo es verdadero o falso en ningún sentido objetivo, sino, por ejemplo, lo siguiente. Tomemos uno de los conceptos más importantes del hombre: ¿Debe pensar el hombre que existe un yo unificado en su interior? Él no percibe este yo uniforme. Percibe la sucesión de sensaciones, percepciones, ideas y demás. Pero es útil percibir la sucesión de sensaciones, percepciones, representaciones como si hubiera un yo conjuntado; esto pone orden en la percepción, esto permite al hombre realizar lo que hace desde el alma como desde un solo molde, esto impide que la vida se fragmente. O vayamos a la idea más elevada. Al pragmatismo no le preocupa en absoluto la verdad del concepto de Dios, sino que se pregunta: ¿Debemos captar la idea de un ser divino? Y él llega a la respuesta: Es bueno que se asimile el concepto de un ser divino, pues si no se asimilara el concepto de que el mundo está regido por un ser divino primordial, el alma permanecería desolada y estéril; por tanto, es bueno para el alma que acepte este concepto. - El valor de la cosmovisión se interpreta en un sentido totalmente opuesto al de Pitágoras. Para Pitágoras, la cosmovisión debe interpretar aquello que no se pone en beneficio de la vida. En la actualidad, sin embargo, se está extendiendo, y hay perspectivas de que se apodere de muchas mentes, una cosmovisión que prácticamente dice, -y en la práctica ya lo ha hecho-, que lo valioso es aquello que se concibe como si estuviera ahí ¡para que la vida pueda proceder de la forma más beneficiosa para el hombre!

Vemos que la evolución de la humanidad se ha producido de tal manera, que se considera como tal justamente lo contrario de lo que en los comienzos de la cosmovisión europea se consideraba como característica de una cosmovisión correcta. Este es el camino que ha recorrido la evolución de la humanidad desde la teosofía pitagórica hasta la antisofía pragmática moderna. Pues este pragmatismo es definitivamente antisofía, -es antisofía por la razón de que considera todas las ideas que el alma puede formarse sobre algo que está fuera del mundo de los sentidos, desde el punto de vista del valor práctico y de la utilidad para el mundo de los sentidos. Eso es lo importante, y ése es el otro punto de vista que tengo que mencionar: que en las almas humanas se está abriendo camino algo contra nuestra época actual, como un predominio del sentimiento antisófico. ¡Cuán extendido está hoy lo que Du Bois-Reymond desarrolló una vez como su discurso Ignorabimus como brillante representante de la ciencia natural en una reunión de científicos naturales en Leipzig (1872)! Du Bois-Reymond admite, y lo desarrolla de forma extraordinariamente intelectual, que lo que debe llamarse ciencia en el sentido correcto sólo puede tener que ver con las leyes del mundo exterior, el mundo del espacio y del tiempo, y nunca puede llevar a comprender ni el más mínimo elemento de la vida del alma como tal. Más tarde, Du Bois-Reymond habló incluso de «siete misterios del mundo» -la naturaleza de la materia y de la fuerza, el origen del movimiento, la primera aparición de la vida, la organización intencionada de la naturaleza, la aparición de la percepción sensorial simple y de la conciencia, el pensamiento racional y el origen del lenguaje, la libertad de la voluntad- que, según él, la ciencia no podía captar porque la ciencia ya dependía de un ámbito que tenía que ser el del «naturalismo». Y característicamente, Du Bois-Reymond terminó sus argumentos en 1872 diciendo que si se quería comprender el más mínimo elemento de la vida anímica, habría que penetrar en un ámbito muy distinto al del ámbito de la ciencia: Que ustedes prueben la única salida, la de lo sobrenatural. Y añadió las significativas palabras que deben añadirse no como una prueba, pues cualquiera que tome sus argumentos puede convencerse de que no son una prueba de nada que se derive de aquí o de allá, para lo cual se dan estas o aquellas razones, sino que se añaden como algo que él afirma de un modo enteramente dogmático y surgido del estado de ánimo de su alma: Sólo que donde comienza lo sobrenatural, termina la ciencia.

¿Qué significa tal complemento que se añade a la otra proposición, que para comprender sólo el elemento más simple del alma hay que recurrir a lo sobrenatural, que únicamente donde comienza lo sobrenatural termina la ciencia? Uno puede hacer un descubrimiento peculiar, que, sin embargo, sólo puedo exponer hoy como una especie de averigüación, pero que se dilucidará por mucho en las siguientes conferencias, -se puede hacer un descubrimiento extraño si mira a su alrededor lo que es hoy la vida científica. Y para decir al menos unas palabras en esta segunda conferencia de esta serie contra un malentendido que surge una y otra vez, quisiera señalar que todas estas conferencias no pretenden en modo alguno ser hostiles a la ciencia contemporánea, sino que se sostienen desde el punto de vista de un reconocimiento pleno de esta ciencia contemporánea, -en la medida en que ésta se mantenga dentro de sus límites. Tengo que decir esto porque una y otra vez, -no quiero decir qué tipo de acusaciones se están haciendo de que estas conferencias se celebran aquí en un sentido anticientífico. Pero no es así. A pesar de que en todo lo que aquí se dice subyace un reconocimiento pleno de los grandes, brillantes y admirables éxitos de la ciencia moderna, hay que señalar, no obstante, que puede demostrarse fehacientemente: En ninguna parte del amplio campo de toda la vida científica existe la más mínima justificación para la afirmación de que donde comienza lo sobrenatural, ¡termina la ciencia! No se puede encontrar ninguna justificación. Se descubre que tal afirmación se hace sin justificación alguna, por un acto de voluntad, por un sentimiento, por un estado de ánimo del alma, por un estado de ánimo antisófico. Y Habría que hacerse la siguiente pregunta. ¿Por qué se hace semejante afirmación? La ciencia espiritual puede nuevamente proporcionar  algún tipo de información al respecto.

Tal estado de ánimo puede entenderse externamente como un «estado de ánimo» a partir de todo lo que se ha discutido hoy. Sin embargo, debo presuponer algunas cosas antes de entrar en la explicación científico-espiritual de lo que se ha caracterizado anteriormente. En el alma humana hay mucho que puede describirse como experiencias anímicas subconscientes, como experiencias anímicas que tienen lugar de tal manera que están definitivamente presentes en el alma, que determinan nuestra vida anímica, pero que no brillan plenamente en la clara conciencia del día. Hay profundidades de la vida anímica humana que no se expresan en conceptos, ideas, actos de voluntad, al menos no en los conscientes, sino sólo en el carácter, en la naturaleza de la voluntad, en el carácter de la vida anímica humana. Hay una vida anímica subconsciente; y todo lo que puede haber en la vida anímica consciente, que entonces desempeña un papel, está también en la subconsciente. Afectos, pasiones, simpatías y antipatías, que sentimos claramente en el alma de un modo consciente en la vida ordinaria, también pueden estar en las regiones subconscientes, pero no se perciben en éstas, sino que actúan en el alma como una fuerza natural, actúan en el alma del mismo modo que, por ejemplo, la digestión tiene lugar inconscientemente en el organismo - sólo que son espirituales y no físicas. Existe toda una región de la vida subconsciente del alma. Y mucho de lo que el hombre afirma en la vida, de lo que él cree y presupone en la vida, no lo cree ni remotamente basándose en premisas de las que sea plenamente consciente; sino que lo cree y lo presupone y lo representa a partir de la vida subconsciente del alma, porque le impulsan a ello afectos, inclinaciones de las que no es consciente. Incluso los mejores representantes de la psicología empírica externa están llegando ya a la conclusión de que lo que el hombre afirma no reside en toda su extensión en la mera razón, en lo que el hombre controla conscientemente. 

Hay toda una rama de la psicología experimental actual que se ocupa de esto. Stern es un representante de esta rama, que se ocupa de mostrar que el hombre, incluso en las afirmaciones más científicas, tiene algo que está coloreado y matizado por sus simpatías y antipatías, por sus inclinaciones y afectos. E incluso la psicología meramente externa demostrará poco a poco que cuando alguien cree ver realmente en la vida cotidiana o en la ciencia ordinaria todo lo que le lleva a hacer sus afirmaciones, no es más que un prejuicio. Por lo tanto, ya no es en absoluto una afirmación absurda, incluso para la psicología externa o la doctrina del alma, caracterizar sin vacilación el descubrimiento que se acaba de mencionar diciendo en referencia a ello: Donde empieza lo sobrenatural, acaba la ciencia, -esto lo expresa Du Bois-Reymond, en efecto, como un estado de ánimo básico, pero este estado de ánimo es también el de innumerables almas de la actualidad que no saben nada de ello-, eso no es de extrañar si se entiende que surge de la vida subconsciente del alma. Pero, ¿Cómo surge ? ¿Qué impulsa al alma a afirmarlo como dogma? ¿Dónde empieza lo sobrenatural y termina la ciencia? ¿Qué estaba actuando entonces en la vida subconsciente del alma de Du Bois-Reymond? y ¿Qué está actuando hoy en la vida subconsciente del alma de miles y miles de personas que marcan la pauta en la vida cuando el enunciado suena o se siente como si en ellas subyaciera subconscientemente? La ciencia espiritual da la siguiente respuesta a estas cuestiones.

En la vida humana estamos muy familiarizados con una emoción que llamamos miedo, terror, ansiedad. Cuando se produce este estado emocional de miedo, de terror, en la vida ordinaria, es algo que toda alma humana conoce. Hoy en día también existen estudios científicos externos muy interesantes sobre afectaciones como el miedo, el terror y la ansiedad; por ejemplo, recomiendo a todo el mundo que eche un vistazo a los excelentes estudios del investigador danés Lange sobre los movimientos emocionales; entre ellos también los hay sobre el miedo, la ansiedad, etc. Cuando experimentamos miedo en la vida ordinaria, sobre todo cuando el miedo alcanza un cierto grado, ocurre algo que de una manera silenciosa anestesia al ser humano, de modo que ya no tiene su organismo completamente bajo control. Uno se pone «rígido de pavor», tiene una expresión facial especial, pero también hay todo tipo de síntomas acompañantes especiales de terror en el cuerpo. Estos síntomas acompañantes ya han sido descritos bastante bien por la ciencia externa, por ejemplo por el investigador antes mencionado. Tal terror afecta a la naturaleza vascular del ser humano y se presenta sintomáticamente en él. Durante el miedo se producen estados físicos alterados y especialmente la necesidad de aferrarse a algo externo. Muchas personas asustadas han dicho «me voy a caer». Esto apunta más profundamente a la naturaleza del miedo de lo que se suele creer. Esto se debe al hecho de que cuando el alma experimenta miedo, el organismo sufre cambios. Las fuerzas del organismo se concentran en el sistema nervioso como en convulsiones; éste se sobrecarga, por así decirlo, con la fuerza del alma; como consecuencia, ciertos vasos se tensan y esta tensión acaba sin surtir efecto alguno. 

Pero ahora viene la investigación espiritual y examina el alma humana cuando está en la actividad de pensar e imaginar, actividad que está dedicada a la naturaleza externa, al mundo externo. Porque se puede investigar la naturaleza del tipo de actividad en el que hay un alma que deja el resto del cuerpo en reposo, en una cierta condición, y dirige el pensar orientado hacia el exterior, al experimento externo, a la observación externa. Si se visualiza la imagen de tal persona en términos de ciencia espiritual, es exactamente la misma que la de una persona que está en un estado de terror latente. Por paradójica que suene esta afirmación, es cierto que la desviación de las fuerzas del alma del organismo en su conjunto provoca algo bastante parecido al espanto, a la anestesia por espanto. Esa «frialdad» de ideas que debe producirse en la observación científica es, por paradójico que suene, afín al susto, a la ansiedad, especialmente al miedo; y un investigador esforzado que realmente vive dentro de sus pensamientos de investigación, cuando sus pensamientos se dirigen hacia el exterior, o cuando piensa en algo que está en el mundo exterior,  se encuentra en un estado similar al miedo.

Esto diferencia la entrega al mundo exterior con respecto al desarrollo de la investigación espiritual, en que esta última se basa en que las actividades del alma están desligadas del mero cerebro, de modo que no se produce lo que se produce por un esfuerzo espasmódico unilateral de la actividad del alma ni el dejar fluir una parte de la actividad del cuerpo a expensas de la otra. Y este estado, que está relacionado con el miedo, produce lo que he caracterizado antes. Este miedo del que ahora hablo puede, por supuesto, ser negado por cualquiera, ya que se produce en el subconsciente. Pero allí es tanto más cierto. En cierto sentido, el investigador que dirige su mirada hacia lo exterior fluye constante y perpetuamente, en tal estado de ánimo, que en las regiones subconscientes de su vida anímica actúa lo mismo que actúa conscientemente en un alma que tiene miedo. Y ahora diré algo que suena simple, que no pretende ser simple, pero que tal vez pueda formar una comprensión precisamente a través de su simplicidad. Cuando alguien tiene miedo, puede entrar muy fácilmente en el estado de ánimo que se puede describir con las palabras: Tengo que agarrarme a algo; necesito algo a lo que agarrarme, ¡de lo contrario me caeré! Este es el estado de ánimo del investigador científico tal como acaba de ser descrito: debe concentrarse en el pensamiento unilateral; desarrolla subconscientemente el miedo y necesita materia sensorial externa a la que pueda aferrarse, para no hundirse en el miedo subconsciente que, si no avanza hacia la Teosofía, no encuentra nada a lo que aferrarse, y que de otro modo, como el miedoso que quiere aferrarse a algún objeto, se aferra a la materia. ¡Dame algo en lo material exterior a lo que pueda aferrarme! -este sentimiento vive en el subconsciente del científico ordinario. Esto lleva a la afectación subconsciente de aceptar como ciencia sólo aquello que no admite temor, porque uno se aferra a la organización materialista del mundo. Y esto da lugar al talante antisófico: Donde comienza el supranaturalismo, (lo sobrenatural), termina la ciencia, es decir, termina aquello a lo que uno puede adherirse.

Pero esto caracteriza algo que comprensiblemente debe estar presente en una época en la que toda la naturaleza, toda la esencia de la época exige en muchos aspectos ser absorbida en la contemplación externa y en la naturaleza externa. Esto indica algo que no vive en el individuo personalmente, sino que realmente vive en todos aquellos que hoy desarrollan un talante antisófico, aparezca o no de tal manera que se diga: La Teosofía es algo que sobrevuela la ciencia; no hay certeza en ella, abandona el terreno seguro de la ciencia, o si aparece de tal manera que alguien dice: Esto sólo conduce a tonterías internas o externas, lo que la gente representa como Teosofía; nada es seguro en este campo en el sentido científico, sino que hay que desarrollar una mera fe que viene de aquí o de allá. Si alguien dice: Mi orden familiar se desgarrará si un miembro de la familia profesa la Teosofía, o si otro dice: Si me dedico a la Teosofía, las alegrías de la vida se echarán a perder para mí - todas estas cosas, por supuesto, no son correctas, pero se dicen desde un cierto estado de ánimo: son un disfraz del estado de ánimo antisofista. Y este sentimiento antisófico es comprensible. Porque para la persona verdaderamente teosóficamente sensible, que sabe que el alma humana, para su salvación y salud, debe buscar siempre la conexión con el mundo con el que está conectada en sus raíces más profundas, nada es más comprensible que el estado de ánimo antisófico. Todo tipo de oposición, todo tipo de malentendido, todo tipo incluso de reproche, de agitación contra la Teosofía es comprensible, muy comprensible. Y quienquiera que plantee tales malentendidos, tales oposiciones y cosas por el estilo, sólo debe tener siempre presente que, por muy enfadado que esté, digamos lo peor, que se enfurezca o se enoje o descargue su ira contra la Teosofía, no dice la menor cosa incomprensible y sorprendente a la persona teosóficamente sensible, porque ésta puede comprenderle. La persona teosóficamente sensible únicamente difiere de él, en que el que pelea o se enfurece de esta manera, generalmente ni él mismo sabe por qué lo hace, porque lo que las origina subyace en el subconsciente, el cual estimula el estado de ánimo antisófico fuera de sí mismo; mientras que la persona teosóficamente sensible puede saber al mismo tiempo que este estado de ánimo antisófico es la cosa más natural del mundo, mientras uno no haya comprendido cuál es el esfuerzo más noble del alma humana. No es que uno haya hecho buenos juicios, no es que uno haya pensado lógicamente, lo que uno demuestra cuando está en un estado de ánimo antisófico, sino sólo que todavía no ha dado el paso para comprender que la Teosofía habla desde las fuentes de la existencia. 

E incluso aquellos que no son investigadores espirituales pueden comprender esta teosofía, pueden absorberla plenamente y hacer de ella el elixir vivo, en el sentido espiritual, de su vida anímica. ¿Por qué? Porque lo que experimenta el investigador espiritual, por así decirlo, más allá de la experiencia sensorial ordinaria, puede expresarse en el mismo lenguaje en que se expresan las experiencias de la vida cotidiana y de la ciencia cotidiana. Este es el empeño de estas conferencias en particular, que se hable el mismo lenguaje para las regiones espirituales, -no el lenguaje exterior, sino el lenguaje del pensar-, que el que se habla en la ciencia exterior. Sin embargo, uno puede experimentar las cosas más extrañas, por ejemplo, que uno no puede reconocer el lenguaje que usan para la vida exterior y la ciencia exterior, en aquellos que se vuelven contra la Teosofía por un sentimiento antisófico, cuando hablan del reino espiritual. 

Lo que la Teosofía puede ser para el hombre consiste en posibilitar una conexión con la fuente primordial de su existencia, señalarle ese punto donde las profundidades de su alma están conectadas con las profundidades del mundo. Al captar en la Teosofía las fuerzas divino-creadoras que lo organizan, que entran en la existencia con él y se apoderan de su cuerpo para darle forma plástica, el hombre se sitúa con la Teosofía dentro de esa fuerza del mundo que, además del cuerpo, también puede dar al alma salud y fuerza, seguridad y esperanza y todo lo que necesita para la vida. Así como el hombre penetra con la Teosofía en la fuente creadora de la existencia en relación con todo lo que está detrás del mundo físico, así también penetra en la fuente creadora de la existencia en relación con su vida moral. La existencia es elevada, elevada en el mejor sentido. En la Teosofía el hombre siente su destino, su valor, pero también siente sus tareas y deberes en el mundo, porque se encuentra en verdad conectado con aquello en lo que de otro modo no sería mas que un eslabón inconsciente. La vida fuera de esta fuente, la vida en antisofía, provoca desolación en la existencia del alma. En el fondo, toda la desolación del alma, todo el pesimismo, toda la duda sobre la existencia, toda la incapacidad de asumir la propia vida del deber, toda la falta de impulsos morales brotan del estado antisófico de la vida. La Teosofía no está ahí para dar exhortaciones y cosas por el estilo, sino para señalar la verdad de la vida. Quien reconozca este contenido de verdad, encontrará los impulsos de la vida misma, tanto en la esfera externa como en la moral. 

La Teosofía, por así decirlo, posiciona al alma humana en el lugar en el que debe estar; pues le da aquello que realmente la hace sentir como si hubiera sido transportada a una tierra extraña a la que tuviera que llegar. Pues la Teosofía no es hostil a la tierra. Si el hombre se comprende a sí mismo a través de ella, entonces se comprende a sí mismo de tal manera que debe elevarse de nuevo desde una tierra extraña, en la que debe estar para llegar a su plena significación humana, hacia el mundo en el que tiene sus raíces, en el que está su hogar. Y a partir de este conocimiento del hogar, de este sentimiento de hogar, que la Teosofía puede ofrecer, fluye al alma el valor para afrontar la vida, el conocimiento de la vida, la claridad sobre sus deberes, sobre los impulsos de la vida, que siempre permanecen oscuros y apagados bajo el estado de ánimo antisófico, aunque uno piense que siguen siendo tan brillantes y claros. La Teosofía en verdad produce ese estado de ánimo que, si no se usa mal la palabra, puede convertirse en un estado de ánimo monista del alma, un sentimiento de unidad con el espíritu que teje y vive a través del mundo. Y conocerse a sí mismo en este espíritu es teosofía, tal conocimiento de sí mismo en este espíritu que uno sabe: Lo que vive y teje en mí es pulsado y fortalecido por el espíritu que discurre a lo largo de toda la existencia.

Los mejores espíritus de la evolución humana se sintieron, sin embargo, en sintonía con esta teosofía, aunque no siempre estuvieran a la altura de lo que se puede dar como conocimiento del mundo a principios del siglo XX, pues la evolución del mundo avanza. Cuando Fichte intenta retratar la naturaleza del yo humano, agudamente perfilado en sus líneas de pensamiento, a lo largo de libros enteros, y cuando lo que para él surge como estado de ánimo de líneas de pensamiento muy diferentes a las aquí expuestas, se cristaliza, por así decirlo, en palabras como estas: El hombre, que realmente se experimenta a sí mismo en su yo, se experimenta a sí mismo en el mundo espiritual interior, entonces ése es el estado de ánimo teosófico, la conciencia teosófica del mundo. Pues esto es algo que, a partir de esta conciencia teosófica del mundo, dio forma a las bellas palabras de Fichte, que parecen una consecuencia necesaria de la conciencia teosófica del mundo. Es verdaderamente magnífico que Fichte acuñase unas pocas frases en sus conferencias «Sobre el destino del erudito», donde lo que había pensado mucho, mucho, y lo que parece ser un estado de ánimo teosófico, de nuevo cristaliza en palabras: Si me he reconocido en mi yo, erguido en el mundo espiritual, ¡entonces también me he reconocido en mi destino! Diríamos que el yo ha encontrado el punto en el que está conectado en su propio ser con las raíces del ser en el mundo.

Y Fichte continúa: «Levanto mi cabeza audazmente hacia las amenazadoras montañas rocosas, hacia el furioso torrente de agua y hacia las nubes que nadan en un mar de fuego y digo: ¡Soy eterno y desafío vuestro poder! Todos vosotros os derrumbaréis sobre mí, y vosotros, tierra y cielo, os mezclaréis en salvaje agitación, y todos vosotros, elementos, espumaréis y os enfureceréis, y en la salvaje batalla aplastaréis la última partícula de polvo de sol del cuerpo que yo llamo mío; sólo mi voluntad, con su firme plan, se cernirá audaz y fríamente sobre las ruinas del universo. Porque me he apoderado de mi destino, y es más permanente que tú; pues es eterno y yo soy eterno como él». Esta es una frase que proviene de un estado de ánimo teosófico. En otra ocasión, cuando escribió el prefacio a su «Destino del erudito», pronunció las significativas palabras contra el espíritu antisocial: «Que los ideales no pueden representarse en el mundo real, los demás lo sabemos quizá tan bien como ellos, quizá mejor. Sólo sostenemos que la realidad debe ser juzgada por ellos y modificada por quienes sientan en sí mismos el poder de hacerlo. Supongamos» -dice Fichte; tal vez no me permitiría decir esto con tanta facilidad si no fuera Fichte quien lo dijera- »que tampoco pudieran convencerse de ello, pierden muy poco con ello, una vez que son lo que son; y la humanidad no pierde nada con ello. Esto no hace más que poner de manifiesto que no se cuenta sólo con ellos en el plan de ennoblecimiento de la humanidad. Estos últimos seguirán sin duda su camino; que la bondadosa naturaleza los gobierne y les dé lluvia y sol a su debido tiempo, alimento favorable y circulación sin perturbaciones de los humores, y al mismo tiempo... ¡pensamientos sabios! »

Así lo dice Fichte. Y uno se siente unido en el estado de ánimo teosófico, aunque, como he dicho, los espíritus de tiempos pasados no pudieran hablar del mundo espiritual de una manera tan concreta como es posible hoy, uno se siente unido a estas personalidades que tenían este sentimiento teosófico, este estado de ánimo teosófico. Por eso, por muy osado que sea en estas conferencias, siempre siento que estoy de acuerdo con Goethe en cada palabra, en cada frase - y especialmente de acuerdo con Goethe en el estado de ánimo teosófico que impregna plena y vivamente todo lo que pensaba y escribía; de modo que él también podría decir una buena frase con referencia al estado de ánimo teosófico y antiteosófico, una frase con la que me tomaré la libertad de concluir la reflexión de hoy sobre «Teosofía y antiteosofía». Goethe había oído una expresión más bien antisófica que emanaba de un espíritu brillante e importante, Albrecht von Haller. Pero Albrecht von Haller vivió básicamente en un estado de ánimo particularmente antisófico, aunque fue un gran científico natural de su tiempo; sin embargo, es una expresión antisófica cuando dice:

¡En el interior de la naturaleza 
no penetra ningún espíritu creado.
Bienaventurado aquel a quien ella, 
solo le muestra la envoltura exterior!

Goethe sintió esto, aunque no utilizara las palabras teosófico y antisófico, como un estado de ánimo antisófico. Y caracteriza algo drásticamente, pero con palabras con las que quería rechazar tal modo de ver las cosas, la impresión que le produjo la expresión antisófica de Haller, expresando el pensamiento de que el alma tendría que perderse, por así decirlo, bajo tal modo de ver las cosas, tendría que perder la fuerza y la dignidad que le son dadas para reconocerse a sí misma:

¡Oh, filisteo! -
Que no nos recuerdes a mí y a mis hermanos tales fras
es;
Nosotros creemos, lugar por lugar, que estamos dentro.
«¡Bendito aquel a quien no muestra más que la cáscara exterior!»
Lo oigo repetir desde hace sesenta años, 
Lo maldigo, pero furtivamente;
Repítemelo miles y miles de veces: 
Ella todo lo da abundante y alegremente;
La naturaleza no tiene ni núcleo ni cáscara,
Ella es todo a la vez;
Sólo te pruebas a ti mismo más que nada, 
Si eres núcleo o cáscara.

Traducido por J.Luelmo nov.2024

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