GA226 Oslo, 20 de mayo de 1923 -Ser humano, destino humano y evolución del mundo -Cambios en el ser humano en la evolución de la humanidad desde la antigua India hasta la era cultural actual

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    RUDOLF STEINER 

Ser humano, destino humano y evolución del mundo
CAMBIOS EN EL SER HUMANO EN LA EVOLUCIÓN DE LA HUMANIDAD DESDE LA  ANTIGUA INDIA HASTA LA ERA ACTUAL

 Oslo, 20 de mayo de 1923

quinta conferencia

No podemos apreciar plenamente la naturaleza del ser del hombre, tal como aparece en la actualidad, sin fijar nuestros ojos en los largos períodos por los que ha pasado en el curso de su evolución. Esto se hará evidente al considerar los hechos descritos por mí durante los últimos días. Nuestras almas pasan por repetidas vidas terrestres, siempre separadas entre sí por la vida que media entre la muerte y un nuevo nacimiento. De este modo, nuestras almas han atravesado los más diversos períodos de la evolución humana. Reflexionando sobre estas cosas, reconoceremos claramente que la naturaleza del ser humano sólo puede ser comprendida cuando consideramos largos períodos durante los cuales nuestras almas han vivido repetidamente en la tierra.

Estas cuestiones han sido tratadas por mí en anteriores conferencias de Kristiania (Oslo), en las que traté de la secuencia de épocas evolutivas, como las que precedieron y las que siguieron al Misterio del Gólgota. Hoy deseo tratar este tema desde un punto de vista particular.

La humanidad ha experimentado grandes cambios en el curso de su evolución. Este hecho no es suficientemente apreciado. La gente sabe que existió un período griego, un período egipcio y otros períodos anteriores. Pero, aunque son conscientes de la evolución de los impulsos culturales, creen que los seres humanos, en lo que respecta a su vida anímica, eran iguales (al menos, en las épocas históricas) a los actuales, cosa que no es cierta. En esta retrospectiva histórica nos detenemos en cierto momento. Llegamos a una larga pausa que nos lleva a un período que los científicos actuales son muy aficionados a describir como el de los antepasados supuestamente simiescos del hombre.

La evolución de la humanidad, sin embargo, no fue en absoluto como la gente se la imagina ahora. Para comprender los cambios que ha sufrido, pensemos en la dependencia relativamente grande que existe en la época actual, durante los primeros años de vida del ser humano, de su organismo anímico y espiritual con respecto al organismo físico-corporal.

Basta con considerar la etapa de la primera infancia hasta el cambio de dientes, y la amplia transformación que acompaña al cambio de dientes y que debe impresionar a todo observador sin prejuicios. Toda la constitución anímica del niño cambia. A continuación, nos encontramos con otro período de la vida que dura hasta la pubertad. Todos sabemos que a esta edad el desarrollo del espíritu y del alma depende del desarrollo del cuerpo. Y, si observamos estas cosas sin prejuicios, nos damos cuenta de la misma dependencia del espíritu y del alma con respecto al cuerpo también en una edad posterior que dura hasta los veinte años, aunque hoy en día, en la época de los movimientos juveniles (esto no se dice en sentido crítico) son justamente los jóvenes a quienes no les gusta subrayar esta dependencia. Naturalmente, se consideran, a los dieciséis o diecisiete años, mujeres y hombres jóvenes plenamente desarrollados; y los que alardean de facultades mentales poco comunes escriben artículos periodísticos a los veintiuno. Estos jóvenes quisieran así callar el hecho de que su espíritu y su alma dependen en gran medida de su organismo corporal. En cualquier caso, el ser humano actual se vuelve más o menos independiente del cuerpo una vez alcanzada cierta edad. Un hombre de veinte años es un adulto que no se siente tan dependiente de su cuerpo como lo sería un niño si éste atravesara con plena conciencia las etapas comprendidas entre el cambio de dientes y la pubertad.

En épocas relativamente recientes todavía existía el sentimiento de esta maduración del ser humano, en el sentido de que se distinguía claramente que el ser humano debía ser tratado de forma diferente cuando pasaba por el llamado período de aprendizaje, el período de oficial, y el período de maestro llegaba relativamente tarde.

Sin embargo, por lo que respecta al hombre actual, puede afirmarse que, a partir de cierta edad, su espíritu y su alma ya no dependen en gran medida de su cuerpo. Por supuesto, al llegar a una edad venerable, notamos una renovada dependencia de nuestro organismo físico. Cuando las piernas se vuelven temblorosas, cuando el rostro se arruga, cuando el cabello se vuelve gris, no podemos entonces negar la influencia del cuerpo. Sin embargo, esto no se atribuye a un verdadero paralelismo entre el cuerpo y el alma. La gente de hoy piensa que, aunque las fuerzas corporales declinen, el alma y el espíritu permanecen, y deben permanecer, más o menos independientes de lo físico-corporal. Sin embargo, no siempre ha sido así. Si nos remontamos a épocas anteriores de la evolución de la humanidad, encontramos que el ser humano, incluso en su vejez, sigue dependiendo tan intensamente de su cuerpo como el alma de un niño sigue dependiendo hoy de su cuerpo entre el cambio de dientes y la pubertad. Y si somos capaces, -no por la historia externa, sino por la ciencia espiritual-, de remontarnos al primer período de la evolución después de la gran catástrofe atlante que causó una nueva configuración de los continentes de la tierra, llegamos a lo que llamé en mi Ciencia Oculta la época india primigenia. El ser humano se sentía entonces, incluso después de haber llegado a la cincuentena, tan dependiente de lo físico como el alma del niño lo es del cambio de dientes, y el alma del joven de la pubertad. Esto significa: Así como hoy experimentamos durante la infancia la línea ascendente del crecimiento, de la misma manera el hombre antiguo experimentaba, a los cincuenta años, la línea descendente dentro del espíritu y del alma. Entonces las cosas sucedían de tal manera que el hombre, al llegar a los cincuenta años, maduraba interiormente por el mero hecho de envejecer, de manera similar a como madura el hombre moderno al alcanzar la pubertad. Y en aquella época, siete u ocho mil años antes del Misterio del Gólgota, los seres humanos esperaban con impaciencia, durante toda su vida, esta etapa de la existencia. Pues cada uno podía decirse a sí mismo: Algo se me revelará más allá de mi constitución corporal que no pude experimentar en años más jóvenes, antes de cumplir cuarenta y nueve o cincuenta años. Naturalmente al hombre moderno semejante idea le choca profundamente. Basta pensar en un hombre actual que esté absolutamente seguro de ser un producto acabado al llegar a los veinte años. ¡Qué podría decir si tuviera que esperar hasta que la edad de la madurez le revelara algo que antes no podía conocer ni podía sentir ni experimentar!

En la antigua India, sin embargo, la constitución corporal del hombre le permitía sentir, ya en la cincuentena, algo así como una separación gradual del cuerpo físico de su espíritu y su alma. Sentía cada vez más cómo lo físico se aproximaba, por así decirlo, al declive. Y sentía en este apartarse del cuerpo físico, en esta aproximación del cuerpo físico a los elementos de la tierra, una liberación del espíritu y del alma. Al considerar el cuerpo meramente como un vestido, sentía su relación con la tierra, con todo lo que pertenecería a la tierra después de la muerte. Para los hombres antiguos era menos sorprendente que para los modernos que el cuerpo tuviera que ser desechado, entregado a las fuerzas de la tierra. El hombre antiguo pasaba lenta y gradualmente por este proceso de desechar el cuerpo.

Esto suena paradójico, porque implica la concepción aterradora de tener un cuerpo físico que se va convirtiendo lentamente en un cadáver. Sin embargo, el hombre antiguo no concebía su cuerpo como un objeto pesado que, por así decirlo, entraba en una especie de putrefacción. Por el contrario, pensaba en él como una envoltura o caparazón independiente que, a pesar de volverse terroso, seguía estando lleno de vida. Sin embargo, el cuerpo físico, a la edad de cincuenta años, asumía un carácter de envoltura, de caparazón.

Esta progresiva similitud con la Tierra enseñaba al hombre antiguo algo que hoy sólo puede conocerse a través de la ciencia abstracta. Por ejemplo, conoció la naturaleza interna de los metales. A la edad de cincuenta años, era instintivamente capaz de diferenciar entre el cobre, la plata y el oro. Sentía la semejanza de estos metales con su propio organismo, que gradualmente se convertía en tierra. Un cristal de roca suscitaba en él otros sentimientos que la tierra labrada. Al envejecer, el hombre adquiría sabiduría respecto a los asuntos terrestres.

Este hecho influyó en la civilización primitiva. Los jóvenes, mirando a los viejos, se decían: Estos antiguos son sabios. Cuando sea tan viejo como ellos, también seré sabio". Tal actitud provocaba una profunda veneración y un enorme respeto por la vejez.

En aquellos antiguos días de la evolución de la humanidad (la época de la India primitiva), existía en cierta parte del mundo una elevada civilización, relacionada con una maravillosa veneración, un maravilloso respeto por la vejez (no en esa parte, sin embargo, habitada por hombres de frente retraída, como los que hoy excavan los antropólogos). Y debemos preguntarnos: Realmente ¿Cómo sucedió que los hombres pasaran por estas experiencias?

Sucedió, porque el hombre primitivo vivía menos intensamente en su cuerpo físico que nosotros. Hoy el hombre se arrastra hasta el núcleo mismo de su cuerpo físico, cuyas experiencias comparte. Así se siente identificado, uno con su cuerpo físico. Y debemos vivir un destino común con lo que se siente uno con nosotros. Porque, en aquellos tiempos antiguos, los hombres se sentían más independientes de sí mismos dentro del cuerpo físico; porque su pensar era más imaginativo; porque su sentir era como un tejer hacia dentro y vivir en el mundo de la realidad, -por todas estas razones su cuerpo físico les pareció desde el principio como una envoltura en la que estaban encerrados. Esta envoltura comenzaba a endurecerse a medida que la vida se acercaba a su fin. Un hombre de unos cincuenta años podía sentir cómo el cuerpo se desarrollaba cada vez más de acuerdo con el mundo exterior, convirtiéndose así en un mediador que podía infundirle sabiduría respecto al mundo exterior.

La situación cambió cuando la humanidad civilizada de aquellos días pasó a la siguiente edad, llamada por mí en mi Ciencia Oculta la Antigua Persia. Entonces, un hombre de cincuenta años ya no podía experimentar esta dependencia de su cuerpo físico con respecto a lo terrenal. En cambio, el cuerpo físico envejecido ejercía una influencia diferente sobre los que aún tenían cuarenta años, desde el año cuarenta y dos o cuarenta y tres hasta el cuarenta y nueve o cincuenta. Durante estos años, participaban intensamente en el cambio de estaciones. Experimentaban en su cuerpo la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Por así decirlo, su cuerpo comenzaba a brotar y florecer durante la primavera y el verano, y entraba en decadencia durante el otoño y el invierno. La vida humana participaba de las estaciones, de las corrientes de aire cambiantes...

Y esta percepción del cambio de las corrientes de aire, del cambio de las estaciones, estaba relacionada con otra cosa. El hombre sentía que su habla se transformaba en algo que ya no le pertenecía esencialmente. Del mismo modo que el indio antiguo sentía que, al llegar a los cincuenta, todo su cuerpo físico no le pertenecía realmente a él, sino más o menos a la tierra, el persa antiguo sentía que el cuerpo, al producir el habla, pertenecía a la gente que le rodeaba. A los cincuenta, un miembro de la cultura india antigua ya no decía: Estoy caminando. Si expresaba sus propios sentimientos, decía: Mi cuerpo camina. No decía: Entro por la puerta, sino: Mi cuerpo me lleva a través de la puerta. Pues experimentaba su cuerpo como algo relacionado con el mundo exterior, con la tierra. Y, cinco o seis milenios antes del Misterio del Gólgota, un miembro de la civilización persa sentía que el habla surgía por sí misma, que la tenía en común con todo su entorno. En aquella época, la gente de todo el mundo no vivía de forma tan internacional como hoy, sino como miembros de un pueblo determinado en comunidades. Sentían cómo el habla se alejaba de ellos; cómo, al expresar sus verdaderos sentimientos, podían decir: "Está hablando dentro de mí".

En realidad, después de llegar a los cuarenta, la gente expresaba lo siguiente en cierto sentido muy respetuoso: Las fuerzas divino-espirituales hablan a través de mí. Y el ser humano también sentía como si su aliento ya no le perteneciera, sino que estaba dedicado al mundo circundante.

Al llegar al final de la treintena, un miembro de la cultura egipcio-caldea, -que duró desde el tercer o cuarto milenio hasta el octavo o noveno siglo precristiano-, tenía un sentimiento similar con respecto a sus pensamientos, sus representaciones mentales. El egipcio o el caldeo sentía en su trigésimo quinto año como si sus representaciones mentales estuvieran conectadas con las fuerzas celestes, con el curso de las estrellas.

Como el indio antiguo, al final de su vida, sentía la conexión de su cuerpo con la tierra, como el persa antiguo sentía la conexión de su habla, su respiración, con las estaciones y el mundo circundante, así un miembro del antiguo egipcio, de la antigua cultura caldea, sentía que sus pensamientos estaban dirigidos por el curso de las estrellas. Y sentía cómo los poderes divinos de las estrellas se entrelazaban con sus pensamientos.

En la cultura egipcio-caldea, el ser humano sentía esta dependencia de sus pensamientos respecto a los poderes celestes hasta los cuarenta y dos o cuarenta y tres años. Posteriormente, ningún elemento nuevo entraba en el desarrollo humano. También el persa antiguo sentía como si sus pensamientos le hubieran sido dados por las estrellas; pero, además, a los cuarenta años alcanzaba la relación con el habla que he descrito. Del mismo modo, el indio antiguo, a partir de los treinta y cinco años, poseía esta relación con los poderes estelares. Por lo tanto, consideraba la astrología como algo evidente. A los cuarenta años, también alcanzaba la dependencia del habla de su entorno. A los cincuenta, además, experimentaba cómo su cuerpo físico se objetivaba, se convertía en sombra. Se acostumbraba, por así decirlo, a morir, porque la muerte se le había acercado ya a los cincuenta. El alma estaba menos unida al cuerpo. De ahí que las condiciones externas pudieran provocar estos cambios corporales. Este hecho era percibido por el alma, experimentado por el alma. Y así el hombre, a medida que envejecía, se fundía cada vez más con el mundo.

Luego vino la era grecolatina, que duró desde el siglo VIII precristiano hasta el siglo XV postcristiano, pues hasta entonces el eco de la cultura grecolatina resonaba todavía en todos los países civilizados. Fue la época en que el hombre se sintió dependiente de su cuerpo físico hasta la treintena, pero ya no de las estrellas, las estaciones o la tierra. Se sentía firmemente arraigado en su cuerpo físico. El griego sentía una concordia, una armonía entre el elemento anímico y espiritual y el corporal-físico. Sólo que este elemento físico-corporal ya no se separaba de él. Todo esto es muy difícil de expresar, porque la enseñanza histórica habitual y totalmente inadecuada que se nos da en la escuela nos impide formarnos una concepción de estos cambios en la evolución de la humanidad.

Llegó entonces el momento en que el ser humano se conectó con su cuerpo físico de tal manera que su cuerpo físico ya no estaba comprometido a participar en el curso del universo dirigido por leyes espirituales. Ahora el hombre estaba completamente ligado a su cuerpo físico. La humanidad no alcanzó este estadio hasta el octavo siglo precristiano.

De este modo se produjo una gran transformación en toda la evolución de la humanidad, en la medida en que afectaba a la humanidad civilizada. Aunque el ser humano, al llegar a la treintena, seguía sintiéndose uno con su cuerpo físico, ya no estaba separado de él. Se sentía unido a su cuerpo físico. Éste ya no podía desvelarle los misterios del mundo. Durante este período, por lo tanto, la humanidad alcanzó una relación totalmente nueva con la muerte. En una época anterior, cuando el ser humano se preparaba para morir, por así decirlo, separándose de su cuerpo físico, esta muerte no significaba para él más que una transformación en medio de la vida; pues, a los cincuenta años, se familiarizaba gradualmente con el proceso de morir. Experimentaba la muerte como un proceso que le unía, de forma sabia y dichosa, con el universo. Experimentaba la muerte como algo que le guiaba hacia un mundo en el que ya había vivido durante su vida terrenal. En aquella época, la muerte era algo totalmente distinto de lo que fue después. Se podría decir: El ser humano se enfrentaba cada vez más a la posibilidad de que el alma y el espíritu participaran en la muerte.

Comparemos el helenismo con la época de la antigua India. En la antigua India, el cuerpo adquirió independencia. El individuo era consciente de ser algo más que su cuerpo, que se independizó y se envolvió. No podía concebir la idea de que la muerte fuera el fin. Tal pensamiento no existía entre los seres humanos del período de la antigua India. Sólo gradualmente, y de forma más decisiva en el octavo siglo precristiano, el hombre se dijo a sí mismo, (todavía por un sentimiento inconsciente, porque era incapaz de pensar en estas cosas de forma racional): Mi cuerpo muere; pero, en lo que respecta al alma y al espíritu, soy uno con mi cuerpo. Ya no notaba la diferencia entre el elemento corporal y el anímico y espiritual.

Cuando el ser humano surgió por primera vez de las oscuras profundidades espirituales en el siglo IX u VIII, antes del Misterio del Gólgota, se vio dominado por un pensamiento que le aterrorizaba. Era el pensamiento siguiente: ¿No podría mi alma seguir el mismo camino que mi cuerpo que muriese como muere mi cuerpo?

Este pensamiento, que en la época de la antigua India habría sido totalmente inconcebible, se hizo cada vez más evidente. De este estado de ánimo surgieron palabras como las famosas del héroe griego: "Mejor un mendigo en el mundo superior que un rey en el reino de las sombras".

Esta fue la época en que la humanidad alimentó un estado de ánimo que creció en el camino correcto hacia el Misterio del Gólgota. Pues, ¿Qué hizo surgir en los antiguos seres humanos la capacidad de conservar una frescura de alma que les impedía concebir que el alma pudiera tomar el mismo camino de muerte que el cuerpo?

Esta frescura del alma, esta independencia del alma con respecto al sentimiento, le fue dada al hombre antiguo por este conocimiento: He tenido una vida, -pues podía mirar en esta vida-, que fue preterrenal; por ella pasé con mi alma y mi espíritu antes de descender al mundo físico. Mientras moraba en este mundo superior, estuve unido con el excelso Ser Solar.

Los antiguos Misterios habían desarrollado una enseñanza que señalaba que el hombre, en su existencia preterrenal, estaba unido al espíritu del sol, del mismo modo que en la vida terrenal su cuerpo está unido a la luz física del sol.

Los maestros de los antiguos Misterios decían lo siguiente a sus discípulos, quienes, a su vez, lo repetían a otros, ( ellos no designaban al excelso Ser Solar como el Cristo, pero Él era el Cristo, y por lo tanto hoy se nos permite usar este nombre): El Cristo es un Ser que nunca descenderá a la tierra. Tú, sin embargo, moraste en tu existencia preterrenal, antes de descender a la tierra, dentro de mundos espirituales en comunión con el Cristo. Y la fuerza del Cristo te ha dado la facultad de independizar tu alma del cuerpo.

Este recuerdo instintivo de una existencia preterrenal se perdió por la creciente identificación del alma con su cuerpo físico. Y, en la época griega, el hombre terreno sólo podía emplear las fuerzas instintivas de su conciencia contemplando la vida física. El griego pudo vivir una vida terrenal tan armoniosa, porque su mirada hacia los mundos divinos del espíritu se había desvanecido. Tuvo tanto éxito en someter lo físico-sensible que lo espiritual desapareció más o menos del horizonte de su vida. Los hombres civilizados ya no tenían conciencia del hecho de que, antes de descender a la tierra, moraban en presencia del excelso Ser Solar que más tarde fue llamado el Cristo. Ahora la oscuridad envolvía a quienes contemplaban la existencia preterrenal, prenatal. Y así surgió el misterio de la muerte.

Lo que ocurrió a partir de entonces debe considerarse como algo que no sólo concierne a la humanidad, sino también a los dioses. Las potencias divino-espirituales que habían enviado al hombre a la Tierra le dieron los impulsos para el desarrollo que acabo de describir. Ya que su espíritu y su alma se fundieron cada vez más con el cuerpo físico; ya que, por así decirlo, su espíritu y su alma se hicieron idénticos a lo físico, y ya que, por tanto, el misterio de la muerte se enfrentó también al espíritu y al alma, las potencias divino-espirituales que habían enviado al ser humano a la Tierra se vieron amenazadas por el peligro de que se perdiera para los dioses, de que su alma, al igual que su cuerpo, muriera.

Sin embargo, el hombre nunca habría llegado a ser un ser libre e independiente, si no hubiera crecido en su cuerpo durante esta época. El hombre sólo podía llegar a ser libre en la evolución si su visión de lo preterrenal se atenuaba. Estaba obligado a permanecer en la tierra, -totalmente abandonado, por así decirlo-, dentro de la morada de su cuerpo físico. Así su Yo independiente podía irradiar y resplandecer.

Pues este resplandor del Yo independiente puede lograrse mejor si el ser humano entra completamente en su cuerpo físico. Cuando el hombre se eleva hacia los mundos del espíritu y del alma, su Yo retrocede; él se está fusionando con el elemento objetivo del espíritu y del alma. El hombre sólo podía llegar a ser un Yo libre si los dioses le daban el impulso de fundirse cada vez más con su cuerpo físico. Sin embargo, de este modo se enfrentaba al misterio de la muerte, ya que el cuerpo físico estaba destinado a ser reclamado por la muerte.

Ahora bien, si por otra parte no se hubiera despertado la visión del hombre, toda la humanidad terrestre se habría convencido cada vez más de que el alma y el cuerpo físico morían juntos. Y, si no hubiera sucedido nada más; si la historia hubiera seguido su curso en línea recta, todos nosotros hoy habríamos llegado a la convicción común de que tanto el alma como el cuerpo están condenados a yacer en la tumba.

Llegados a este punto, las potencias divino-espirituales decidieron enviar a la tierra al sublime Ser Solar, el Cristo, para que los hombres, que ya no tenían conocimiento de su comunión con el Cristo durante la existencia preterrenal, pudieran tomar conciencia de su comunión con el Cristo después de que Él hubiera descendido a la tierra y hubiera compartido en el Gólgota y en Palestina su destino humano en el cuerpo de Jesús de Nazaret. El Dios descendió al mundo terrenal en el momento de la evolución histórica mundial de la humanidad, cuando los hombres habían perdido su sentimiento de comunión con el Ser Solar más allá del mundo terrenal.

¿Por qué vino Cristo a la Tierra? Porque los seres humanos, tras haberse esforzado por alcanzar la plena conciencia del Yo, lo necesitaban en la Tierra. Los hombres tenían que experimentar la presencia de un vencedor, que podía morir y resucitar, ser el vencedor de la muerte.

En el transcurso de la historia, este misterio tuvo que ser presentado ante la humanidad en un momento en que al hombre, que ya no podía mirar hacia atrás en la existencia preterrenal, se le concedió una visión de su comunión con el dador de la inmortalidad del hombre, con el Cristo. Que el Cristo fuera enviado a la tierra desde los mundos superiores es un acontecimiento divino, y no sólo para la humanidad. Pues el género humano se habría alejado de los dioses, si éstos no hubieran hecho descender a la tierra al más elevado de ellos, para que sufriera un destino humano, una existencia humana, entrelazando así un acontecimiento divino con los acontecimientos terrestres-humanos y toda la evolución mundial de la humanidad.

El Misterio del Gólgota no puede comprenderse si no se considera no únicamente como un acontecimiento humano, sino también como un acontecimiento divino. Hay que comprender el hecho de que algo que antes sólo podía concebirse en los mundos divinos, ahora podía concebirse en el mundo terrenal.

Posiblemente se podría plantear la objeción: No todos los hombres se han convertido en seguidores de Cristo; muchos no creen en Cristo. Debido a ello, ¿Deben todos ellos tener la opinión de que, al morir, su alma será depositada en la tumba con el cuerpo?

Sin embargo, el Misterio del Gólgota no puede interpretarse así. Es válido a través de todos los siglos que preceden al nuestro que el Cristo, en su infinita compasión desbordante de gracia, murió no sólo por sus seguidores inmediatos, sino por todos los hombres de todas las épocas, en todas partes de la tierra.

Todos los hombres de la tierra han sido redimidos del enigma de la muerte por Cristo. Al principio, este hecho no conmovió la conciencia humana. Es natural, sin embargo, que se encontraran algunos hombres capaces de captar conscientemente la grandeza y el significado del Misterio del Gólgota. Sin embargo, Cristo murió y resucitó tanto para los chinos, los japoneses y los hindúes como para los cristianos.

Sólo porque desde el siglo XV la evolución humana debe considerar cada vez más el intelectualismo como su fuerza anímica más elevada, y sólo porque este impulso intelectual será cada vez más poderoso en el futuro, nos hemos acercado a una época en la que incumbe a toda la población de la tierra comprender, con su conciencia cada vez mayor, lo que trajo consigo el Misterio del Gólgota.

Así, se hará necesario que el Misterio del Gólgota sea penetrado por un conocimiento que pueda ser realmente comprendido por todos los hombres de la tierra.

En los siglos precedentes, el cristianismo se desarrolló de un modo que seguía ajustándose a las peculiaridades de las antiguas religiones étnicas. El desarrollo cristiano aún no había alcanzado la universalidad. Los misioneros cristianos que iban entre los seguidores de otras religiones encontraban poca o ninguna comprensión, porque se presentaba a Cristo como un dios aparte que tenía las mismas cualidades que poseían las antiguas deidades populares paganas. Así se había difundido el cristianismo. ¿Por qué Constantino, o Chlodvig, habían aceptado el cristianismo? - Porque creían que el dios cristiano sería un ayudante más poderoso que sus antiguos dioses. Cambiaron, por así decirlo, sus antiguos dioses por el dios cristiano. De ahí que Cristo tuviera que adoptar muchas cualidades de las antiguas deidades populares. Estas cualidades se han mantenido a lo largo de los siglos.

Sin embargo, de este modo, el cristianismo no pudo convertirse en una religión universal. Al contrario, tuvo que retroceder cada vez más ante el intelectualismo. Y hemos visto, particularmente en el siglo XIX, muchos desarrollos teológicos que no entendían nada en absoluto del acontecimiento de Cristo en su aspecto suprasensible. Aquí sólo se quería hablar de Jesús, el hombre, aunque se admitía que, como hombre, sobresalía por encima de todos los demás hombres. Sin embargo, en lo sucesivo sólo se quería hablar de Jesús, el hombre, y no de Cristo, el Dios.

Debemos, sin embargo, poder hablar de nuevo de Cristo, el Dios, porque este Cristo, mientras sufría su destino a través del Misterio del Gólgota, manifestó a los hombres de la tierra lo que él les había significado anteriormente, antes de descender a la tierra desde los altos cielos.

Por lo tanto, debemos afirmar que las antiguas religiones de los pueblos eran principalmente religiones locales. La gente rezaba al dios de Tebas, al dios del Olimpo. Eran deidades locales que sólo podían ser veneradas en lugares cercanos. Así, desde el principio, estas religiones antiguas estaban ligadas a determinados territorios.

Más tarde, los dioses locales, que tenían su morada en un lugar definido, fueron sustituidos por dioses ligados a la personalidad de hombres concretos, de los héroes nacionales que los guiaban. Sin embargo, el dios de un pueblo era un héroe nacional que aún vivía o su alma superviviente, el alma ancestral del pueblo. Todas las creencias religiosas tenían un carácter restringido.

Con el cristianismo, sin embargo, apareció una religión mundial que otorgaba un elemento espiritual a toda la tierra, igual que el sol otorga un elemento físico a toda la tierra. El clima en las proximidades del Monte Olimpo es diferente del clima en las proximidades de Tebas; este último, a su vez, es diferente del clima en las proximidades de Bombay. Si una fe religiosa anida cerca de una localidad, no puede extenderse más allá de ella. El sol, sin embargo, ilumina todas las localidades de la tierra, brilla sobre todos los hombres como el mismo sol.

Sin embargo, cuando ese Dios, cuyo reflejo físico brillaba en el resplandor del sol, adoptó la forma humana, la raza humana recibió un Dios que podía ser aceptado como Dios por todos los hombres de la tierra. Si se encuentra la posibilidad de penetrar en el ser de esta Divinidad Crística, podremos representarlo como el Dios aceptable para toda la humanidad. Hoy nos encontramos sólo en el comienzo de las enseñanzas antroposóficas. Por así decirlo, todavía estamos balbuceando el lenguaje de la Antroposofía. Sin embargo, la Antroposofía seguirá desarrollándose cada vez más. Y una parte de este desarrollo consistirá en su capacidad de encontrar palabras para describir el Misterio del Gólgota, -palabras de un tipo que la ciencia espiritual pueda llevar a los hindúes, a los chinos, a todos los hombres de la tierra; y que dilucidarán el Misterio del Gólgota de tal manera que los hindúes, los chinos, los japoneses serán incapaces de rechazar lo que se les diga acerca del Misterio del Gólgota.

Con este propósito, debemos conceder un significado verdaderamente serio a todo lo que representa la tradición cristiana. A lo largo de los siglos, la gente se ha sometido más o menos a las palabras de los Evangelios. Han estudiado estos Evangelios de una manera acorde con su comprensión de estos libros antiguos. Ciertamente, no tenemos la intención de hablar en contra de la validez de los Evangelios. Nuestros ciclos sobre cada uno de los Evangelios intentan penetrar, por medio de una interpretación antroposófica especial, en el significado más profundo de estos Evangelios. Sin embargo, hay que decir una cosa: ¿Por qué se toma tan a la ligera el pasaje al final de un Evangelio? Allí está escrito: Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no podéis soportarlas. ¿Y por qué no se toman más en serio las palabras de otro Evangelio? Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo? Porque el Cristo dijo toda la verdad. Él podría haber dicho a los hombres otras cosas que las registradas en los Evangelios. Sólo están registradas en los Evangelios aquellas palabras de Cristo, para cuya comprensión los hombres de aquella época, -pocos en número-, estaban preparados. Pero la humanidad debe madurar más y más en el curso de la evolución terrenal. A partir del Misterio del Gólgota, el Cristo habitó entre los hombres como el Cristo Vivo, y no como el Cristo muerto. Y todavía está presente entre nosotros. Si aprendemos a hablar Su lenguaje, reconoceremos Su presencia; reconoceremos la verdad de Sus palabras: Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los ciclos de la tierra. Y la visión antroposófica del mundo desea hablar Su lenguaje, Su lenguaje espiritual. La cosmovisión antroposófica desea hablar de tal modo de la naturaleza, de todos los seres de la tierra, de las estrellas y del sol que, por medio de este lenguaje, pueda comprenderse el Misterio del Gólgota; que pueda experimentarse al Cristo como Aquel que está siempre presente.

Y, también después del Misterio del Gólgota, podemos considerar como palabras de Cristo todo lo que hemos obtenido del mundo espiritual; ayudados por ese poder que, a través del Misterio del Gólgota, descendió del cielo a la tierra. Si como hombres hablamos de los mundos espirituales, podemos hacer verdad la palabra de San Pablo: No yo, sino el Cristo en mí. Porque hoy hemos entrado en una época en la que ni siquiera podemos emular a los griegos que, aunque se sentían todavía uno con su cuerpo físico, sentían este cuerpo físico como algo armonioso e independiente. Hoy penetramos en lo que subyace a nuestro cuerpo físico a una edad aún más temprana que la de los griegos, separándonos así de lo espiritual que nos rodea. Sólo podemos profundizar en nuestro ser buscando la unión con el Dios que descendió del cielo a la tierra. Y sólo podemos sentirnos unidos a ese Dios que entró en la esfera terrenal, porque los hombres de la tierra ya no podían entrar en la esfera celeste con su conciencia inmediata y ordinaria. Al encontrar al Cristo, encontramos también de nuevo el acercamiento al mundo suprasensible; ahora, sin embargo, no por medio del cuerpo físico, ( así era en la antigüedad), sino por medio de la elevada potencia del alma. Y hoy, cuando el paralelismo entre el desarrollo del cuerpo y del alma sólo dura hasta los veinte años, (más tarde durará un período aún más corto), esta elevada potencia del alma sólo puede alcanzarse sumergiéndose, en medio de los acontecimientos sensibles de la evolución terrestre, en el conocimiento de un acontecimiento suprasensible: el Misterio del Gólgota. Todo en la tierra ocurrió de forma sensible. Sólo en el Misterio del Gólgota se mezcló algo suprasensible con los acontecimientos terrenales. Y esto sólo puede comprenderse a partir de un conocimiento suprasensible.

De ahí que la unión con el Cristo despierte en nuestras almas humanas la poderosa facultad de alcanzar una relación con el mundo suprasensible, -una relación que antes alcanzaban los seres humanos al estar conectados con su cuerpo físico de tal manera que éste pudiese volverse envolvente. Así, sintiendo la proximidad de la muerte antes de que se produjera la muerte física, se fundían con el espíritu que prevalecía en su entorno.

Por medio del alma debemos alcanzar lo que en épocas anteriores podía lograrse por mediación del cuerpo. Porque, aunque admiramos en el más alto grado lo que se ha conservado de los escritos indios, -que no se originaron, sin embargo, en la más temprana época de la antigua India, sino en un período posterior-, aunque admiramos lo que nos ha sido legado a través de la gloria de los Vedas, la grandeza de la filosofía Vedanta, el radiante esplendor del Bhagavad-Gita, debemos, no obstante, reconocer el hecho de que esto sólo podía alcanzarse en la antigüedad porque el cuerpo reflejaba al ser humano, a medida que éste envejecía, cierta espiritualidad. El hombre antiguo compensaba el declive de su existencia física, que se producía después de los treinta y cinco años, haciendo que, por así decirlo, el espíritu saliera de su cuerpo, a medida que éste se endurecía, se marchitaba y se arrugaba. Y este espíritu era percibido por el ser humano. Los grandes poemas filosóficos de la antigüedad no fueron compuestos por jóvenes, sino por patriarcas que habían adquirido sabiduría. Era el resultado de lo que daba el cuerpo. En la etapa actual de la evolución humana, que difiere de las antiguas, debemos recibir del alma, a medida que se hace más poderosa, lo que antes aportaba el cuerpo. Nuestro cuerpo envejece. Debemos permanecer unidos a él. No podemos dejar que el espíritu emerja de este cuerpo, porque lo hemos utilizado desde la primera infancia.

Si no lo hiciéramos, nunca podríamos ser hombres libres. Debemos aceptarlo como nuestro legítimo destino terrenal. Un hecho, sin embargo, debe quedarnos claro: Nuestra alma tiene que ganar fuerza. Puesto que la fuerza espiritual que antes correspondía al cuerpo menguante ya no fluye hacia nosotros, debemos alcanzarla fortaleciendo nuestra alma mediante nuestro propio esfuerzo. Y experimentaremos este fortalecimiento del alma mirando, de manera auténtica y viva, hacia un gran y poderoso acontecimiento: El acontecimiento divino que tuvo lugar como Misterio del Gólgota en medio de la vida terrena. Al contemplar el Misterio del Gólgota y tomar conciencia de que sus secuelas siguen habitando entre nosotros, siguen existiendo en la esfera espiritual-suprasensible, nuestro espíritu y nuestra alma se fortalecen y se acercan de nuevo al mundo espiritual.

El Cristo ha descendido a la tierra para que los hombres, que ya no lo ven en el cielo por medio de su recuerdo, puedan verlo en la tierra. Visto desde el punto de vista actual, esto es lo que sitúa justamente el Misterio del Gólgota ante nuestra mirada espiritual.

Los discípulos, que habían conservado un remanente de la antigua clarividencia, pudieron tener todavía al Cristo como maestro cuando habitó entre ellos después de la resurrección en el cuerpo espiritual.

Sin embargo, este poder fue desapareciendo poco a poco. Y su completa desaparición se representa simbólicamente a través de la Fiesta de la Ascensión.

Los discípulos se hundieron en una profunda tristeza, porque se vieron obligados a creer que el Cristo ya no estaba entre ellos. Habían participado en el acontecimiento del Gólgota. Ahora, sin embargo, tenían que creer que el Cristo se había alejado de su conciencia, que el Cristo ya no estaba en la tierra. Así se sumieron en un profundo dolor, pues habían visto a la figura de Cristo desaparecer en las nubes, es decir, alejarse de su conciencia.

Pero todo conocimiento auténtico nace del dolor, del sufrimiento, de la pena. El conocimiento verdadero y profundo nunca nace de la alegría. El conocimiento verdadero y profundo nace del sufrimiento. Y del sufrimiento, que envolvió a los discípulos del Cristo en la Fiesta de la Ascensión, de esta profunda angustia del alma surgió el Misterio de Pentecostés. Los discípulos ya no podían ver al Cristo por medio de su clarividencia exterior e instintiva. Pero la fuerza del Cristo se desplegó dentro de ellos. Cristo les había enviado el espíritu que permitía a sus almas experimentar la existencia de Cristo en lo más profundo de sí mismas.

Esta experiencia dio sentido a la primera Fiesta de Pentecostés que tuvo lugar en la evolución humana. El Cristo, que había desaparecido de la visión exterior y clarividente que aún se aferraba a los discípulos como herencia de antiguos períodos evolutivos, apareció en Pentecostés dentro de la experiencia interior de los discípulos. Las lenguas de fuego no significan otra cosa que el surgimiento del Cristo interior en las almas de Sus discípulos, las almas de los discípulos. Por necesidad interior, la Fiesta de Pentecostés tuvo que seguir a la Fiesta de la Ascensión.

Traducido por J.Luelmo sept.2023

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El objetivo de este blog es publicar en Internet todo el material fuente existente para las transcripciones de las conferencias de Rudolf Steiner de la forma más completa posible, para que este gran tesoro esté disponible para toda la humanidad. Se trata de notas de oyentes, transcripciones de conferencias y, en su mayor parte, transcripciones en texto plano de conferencias estenografiadas, también conocidas como transcripciones en texto plano. De este modo, cualquiera puede comprobar por sí mismo, mediante comparaciones, qué dijo realmente Rudolf Steiner y cómo fue editado (y, por tanto, modificado) en las distintas ediciones. Y por último, pero no menos importante, también encontrarán mucho material inédito. La obra de Rudolf Steiner es de dominio público desde 1996 y, por tanto, pertenece legalmente a toda la humanidad. Él mismo habría elegido una fecha mucho más temprana para la publicación de su obra, como se desprende de los pasajes sobre propiedad intelectual que citamos a continuación; Incluso el período de protección de 30 años que se aplicaba entonces le parecía demasiado largo. ¿Y qué habría dicho sobre el hecho de que 85 años después de su muerte, parte de su obra docente siga inédita y acumulando polvo en los archivos? Él mismo encontró una expresión adecuada para esto: Fue puesto en un ataúd. Este sitio web está destinado a ayudar a liberarlo de este ataúd. "Lo que el hombre puede crear a partir de sus capacidades intelectuales se lo debe a la sociedad humana, al orden social humano. En realidad, no le pertenece. ¿Por qué gestionamos nuestra propiedad intelectual? Simplemente porque la produces; al producirla, demuestras que tienes la capacidad de hacerlo mejor que los demás. Mientras tengas esa capacidad mejor que los demás, gestionarás mejor esa propiedad intelectual al servicio del conjunto. Ahora la gente se ha dado cuenta al menos de que esta propiedad intelectual no se perpetúa sin fin. Treinta años después de la muerte, la propiedad intelectual pertenece a toda la humanidad. Cualquiera puede imprimir lo que yo he producido treinta años después de mi muerte. Puede utilizarlo como quiera; y eso está bien. Incluso estaría de acuerdo si hubiera más derechos en este ámbito. No hay otra justificación para la gestión de la propiedad intelectual que el hecho de que, porque se puede producir, también se tienen las mejores capacidades [...] Será una forma sana de socializar el capital si hacemos fluir en el organismo social lo que hoy se acumula como capital en el derecho de sucesiones, en el surgimiento de las pensiones, del derecho de las manos ociosas, de los derechos humanos superfluos, lo que así se acumula en capital; eso es lo que importa. Ni siquiera hace falta decir que la propiedad privada debe convertirse en propiedad social. El concepto de propiedad no tendrá ningún significado". Rudolf Steiner el 25 de abril de 1919