LA CIENCIA OCULTA
Por Rudolf Steiner
capítulo II
CONSTITUCIÓN
DEL SER HUMANO
Al
considerar al hombre desde el punto de vista del conocimiento
suprasensible, se tiene de inmediato una aplicación de las
características generales de este conocimiento.
Se basa en el
reconocimiento de ese "misterio manifiesto" que consiste en
la propia entidad del hombre.
A los sentidos y al intelecto sobre
el cual se basan, sólo se puede acceder a una parte de lo que el
conocimiento suprasensible reconoce como una entidad humana
completa.
Esta parte es el cuerpo físico, a fin de iluminar el
concepto de que primero se debe prestar atención al fenómeno que se
presenta como el gran enigma en toda observación de la vida - la
muerte - y, en consecuencia, a la llamada naturaleza inanimada, el
reino mineral.
De esta manera se mencionan hechos cuya explicación
completa sólo es posible a través de un conocimiento suprasensible,
y a los que debe dedicarse una parte importante de este libro.
Pero
aquí daremos sólo algunas ideas para una primera orientación.
El
cuerpo físico es, en el mundo manifiesto, aquello en lo que el
hombre es similar al mundo mineral; por otra parte, no puede
considerarse el cuerpo físico lo que diferencia al hombre del
mineral.
Desde
este punto de vista, el hecho de mayor importancia es que la muerte
pone de relieve la parte de la entidad humana que, después de la
muerte, es de la misma naturaleza que el mundo mineral.
Podemos
destacar el hecho de que en este elemento constitutivo de la
naturaleza humana, es decir, en el cadáver, están activas las
mismas sustancias y las mismas fuerzas que en el reino mineral; pero
debemos insistir con igual fuerza en el hecho de que con la muerte
este cuerpo físico entra en descomposición.
También está
justificado decir que las mismas sustancias y fuerzas están
ciertamente activas tanto en el cuerpo físico del hombre como en el
reino mineral, pero su actividad se pone durante la vida al servicio
de algo más elevado.
Estas sustancias y fuerzas no actúan de
conformidad con el mundo mineral, hasta que la muerte interviene;
entonces entran en juego, tal como ha de ser en conformidad con su
naturaleza, es decir, como disolventes de la forma del cuerpo
físico.
Por lo tanto, es necesario distinguir claramente en el
hombre el elemento manifestado de lo oculto: ya que durante la vida
un elemento oculto debe llevar a cabo una lucha continua contra las
sustancias y fuerzas del mundo de la mineralidad dentro del cuerpo
físico.
Si esta lucha cesa, la actividad mineral se
manifiesta.
Aquí es donde la ciencia de lo suprasensible entra en
juego.
Debe determinar qué es lo que está llevando a cabo esa
lucha.
Esta es precisamente la que permanece oculta a la
observación de los sentidos, y accesible sólo a la observación
suprasensible.
La manera en que el hombre llega a ver lo "oculto"
tan abiertamente, como los ojos ordinarios ven los fenómenos
sensibles, se dirá en otra parte de este libro: aquí describiremos
sólo lo que resulta de la observación suprasensible.
La
indicación del camino hacia la visión superior puede de hecho ser
útil para el hombre sólo cuando se ha familiarizado con ella a
través de una simple narración, con lo que se revela por la
investigación suprasensible.
Porque
en este campo también se puede entender lo que aún no se puede
observar: en efecto, el buen camino hacia la percepción, hacia la
visión, es precisamente el que parte de la comprensión.
Si bien,
ese elemento oculto que en el cuerpo físico lucha implacablemente
contra la descomposición puede observarse sólo por medio de la
visión superior, sus efectos son claramente evidentes también por
un juicio limitado a las cosas manifiestas.
Y estos efectos se
expresan en la forma o figura, según la cual las sustancias
minerales y las fuerzas del cuerpo físico están conectadas durante
la vida.
Esta forma desaparece, poco a poco el cuerpo físico se
convierte en parte del mundo mineral cuando llega la muerte.
Pero
lo que durante la vida impide a las sustancias y fuerzas físicas
seguir sus propios caminos, que conducen a la disolución del cuerpo
físico, la visión suprasensible lo puede observar en el cuerpo
humano como un elemento constitutivo en sí mismo.
Podemos llamar
a este elemento independiente "cuerpo etérico" o "cuerpo
vital".
Para evitar malentendidos desde el principio, se
deben hacer dos observaciones sobre este segundo elemento de la
entidad humana.
La palabra "éter" se utiliza aquí en
otro sentido del que le da la física hoy en día.
Ésta denomina
éter, por ejemplo, el medio por el que se propaga la luz.
Aquí
la palabra debe limitarse, en cambio, al sentido indicado más
arriba; debe aplicarse a lo que, accesible a la visión superior, se
revela a la observación de los sentidos sólo en sus efectos, es
decir, en cuanto da una cierta forma o figura a las sustancias y
fuerzas minerales presentes en el cuerpo físico.
Y tampoco hay
que malinterpretar la palabra "cuerpo".
Para indicar las
cosas más elevadas de la existencia hay que utilizar siempre las
palabras del lenguaje ordinario; y éstas, cuando se trata de
observaciones de los sentidos, expresan sólo la parte
físico-sensorial.
En
un sentido físico, el "cuerpo etérico" no es, por
supuesto, nada corporal, no importa cuán ligero sea el cuerpo que
uno se pueda imaginar.
Tan pronto como se menciona este "cuerpo
etérico" o "cuerpo vital" en la descripción de lo
suprasensible, ya se toca un punto en el que uno se encuentra en
contradicción con muchas ideas de hoy en día.
La evolución del
espíritu humano ha hecho que, en nuestra época, hablar de tal
elemento constitutivo del ser humano deba ser considerado como
anti-científico.
La concepción materialista ha llegado a ver en
el cuerpo vivo sólo una reunión de sustancias y fuerzas físicas,
como también se encuentra en los llamados cuerpos inanimados, en los
minerales; sólo que en el cuerpo vivo la combinación sería más
compleja que en el cuerpo inanimado.
Sin embargo, hasta no hace
mucho tiempo, en la ciencia ordinaria, había diferentes
ideas.
Quienes leen los escritos de ciertos científicos serios de
la primera mitad del siglo XIX ven que incluso los "verdaderos
científicos" eran entonces conscientes de que hay algo en el
cuerpo vivo que no está en el mineral inanimado.
De hecho, hablan
de una cierta "fuerza vital", que no fue realmente
concebida como lo que hemos llamado el "cuerpo vital", pero
en el fondo de su concepción había un presentimiento de su
existencia.
Representaron esta "fuerza vital" como algo
que se añade en el cuerpo vivo a las sustancias y fuerzas físicas,
de forma similar a como se añade la fuerza magnética al hierro del
imán.
Luego llegó un tiempo en que esta "fuerza de vida"
fue prohibida en el campo de la ciencia, y todo se explicó por
causas puramente físicas y químicas.
En
la actualidad se puede observar una cierta reacción de los
naturalistas más reflexivos: muchos admiten que la hipótesis de
algo parecido a la "fuerza vital" no es del todo absurda;
sin embargo, incluso el "científico", que está dispuesto
a tal concesión, no quiere adherirse a la mencionada concepción
sobre el "cuerpo vital".
Por regla general, no se
obtiene ningún resultado útil entrando en discusión con tales
ideas, desde el punto de vista del conocimiento suprasensible; más
bien, éste debe reconocer que la concepción materialista es un
fenómeno necesariamente relacionado con el gran progreso científico
de nuestro tiempo, que descansa en un extraordinario refinamiento de
los medios de observación sensibles.
Y es precisamente el hombre,
en su evolución, el que lleva a un cierto grado de perfección de
ciertas facultades a expensas de otras.
La observación sensorial
exacta, que se ha desarrollado en tan alto grado a través de las
ciencias naturales, fue para permitir que la educación de esas
facultades humanas que conducen a los "mundos invisibles"
pasara a un segundo plano.
Pero ahora estamos en una época en que
estas facultades son las que deben ser cultivadas.
Y el
reconocimiento de lo invisible no se logra luchando contra las ideas
que derivan como consecuencias lógicas de la negación de lo
invisible, sino poniendo lo invisible bajo la luz adecuada.
Entonces,
aquellos para los que "ha llegado el momento" reconocerán
lo invisible.
Hemos tenido que decir estas pocas palabras aquí
para no asumir que los puntos de vista de las ciencias naturales son
desconocidos para aquellos que hablan de un "cuerpo etérico",
que en muchos círculos sólo puede ser considerado como una cosa
completamente fantástica.
Este cuerpo etérico es, por lo tanto,
un segundo elemento constitutivo del ser humano; posee un grado de
realidad superior al del cuerpo físico para el conocimiento
suprasensible.
Una
descripción de la manera en que se presenta al conocimiento
suprasensible, sólo puede darse en un capítulo posterior de este
libro, cuando quede claro en qué sentido deben tomarse tales
descripciones.
De momento bastará con decir que el cuerpo etérico
interpenetra todo el cuerpo físico y debe ser considerado como una
especie de arquitecto del mismo. Todos los órganos mantienen su forma
y figura gracias a las corrientes y movimientos del cuerpo
etérico.
En la base del corazón físico se encuentra un "corazón
etérico", el cerebro físico, un "cerebro etérico",
etc.
El cuerpo etérico está dividido y organizado como el cuerpo
físico, sólo que es más complicado; en él todo es un flujo vivo y
un entremezclarse continuo de las diversas partes, mientras que en el
cuerpo físico las diversas partes están separadas.
El hombre
tiene en común con el mundo vegetal el cuerpo etérico, lo mismo que
tiene el cuerpo físico en común con el mineral.
Todo lo que
vive tiene un cuerpo etérico.
Desde el cuerpo etérico, la
observación suprasensible asciende a considerar un tercer elemento
constitutivo de la naturaleza humana; y para dar una idea de este
tercer elemento, llama la atención sobre el fenómeno del sueño, de
la misma manera que para el cuerpo etérico la había llamado sobre
el fenómeno de la muerte.
Todo el trabajo humano, en lo que
respecta a la esfera de lo visible, se basa en la actividad en estado
de vigilia.
Pero esta actividad sólo es posible cuando el hombre
reconstruye periódicamente su fuerza agotada a través del sueño.
En
el sueño la acción y el pensar desaparecen; la conciencia del
dolor y la conciencia del placer se pierden.
Cuando el hombre despierta, las fuerzas conscientes se levantan de la inconsciencia del sueño como de una fuente
oculta y misteriosa,.
Es la misma conciencia que, al dormirse, desciende a las oscuras profundidades y resurge al despertar.
Eso
que despierta continuamente la vida fuera del estado de inconsciencia
es, desde el punto de vista del conocimiento suprasensible, el tercer
elemento constitutivo del hombre, y se llama "cuerpo
astral".
Así como el cuerpo físico no puede retener su
forma por medio de las sustancias minerales y las fuerzas que se
encuentran en su interior, sino sólo por medio de su
interpenetración con el cuerpo etérico, así tampoco las fuerzas
del cuerpo etérico pueden por sí mismas iluminar la luz de la
conciencia.
Un cuerpo etérico, que fuese dejado a sí mismo,
debería estar permanentemente en un estado de sueño, es decir, sólo podría albergar en el cuerpo físico una existencia
vegetal.
Un cuerpo etérico está iluminado por un cuerpo
astral.
Para la observación de los sentidos, el efecto de este
cuerpo astral desaparece cuando el hombre se sumerge en el sueño:
para la observación suprasensible, el cuerpo astral permanece
siempre existente, pero sólo aparece separado, o fuera del cuerpo
etérico.
La observación de los sentidos no concierne realmente
al cuerpo astral en sí, sino sólo a sus efectos sobre lo que se
manifiesta; y éstos durante el sueño no son directamente
visibles.
En el mismo sentido que el hombre tiene en común con
los minerales el cuerpo físico y con las plantas el cuerpo etérico,
así tiene el cuerpo astral en común con los animales.
Las
plantas están permanentemente en un estado de sueño.
Aquellos
que no juzgan exactamente en estas cosas pueden fácilmente caer en
el error de atribuir un tipo de conciencia a las plantas, así como
los animales y los humanos lo tienen en un estado de vigilia.
Pero
esto sólo puede suceder cuando se forma una representación inexacta
de la conciencia.
Se dice, pues, que cuando se ejerce una
excitación externa sobre la planta, ésta realiza ciertos
movimientos, al igual que el animal; se habla de la sensibilidad de
ciertas plantas, que, por ejemplo, cierran sus hojas bajo la
influencia de ciertos estímulos externos.
Pero
lo que caracteriza a la conciencia en un ser, no es la aparición de
una reacción frente a una acción, sino el hecho de que el ser
verifica en su interior una experiencia que se suma a la simple
reacción como algo nuevo.
De lo contrario se podría hablar de
conciencia, incluso cuando un trozo de hierro se expande bajo la
influencia del calor.
La conciencia, en cambio, sólo se produce
cuando, por ejemplo, el ser, por la acción del calor, siente un
dolor interior.
El cuarto elemento, que el conocimiento
suprasensible asigna al hombre, ya no tiene nada en común con el
mundo visible que le rodea, pero es lo que le distingue de los demás
seres que viven con él, es lo que le convierte en la cumbre de la
creación a la que pertenece.
Para formar una representación de
este elemento adicional de la entidad humana, el conocimiento
suprasensible muestra que incluso dentro del ámbito de las
experiencias de la vigilia hay diferencias esenciales.
Esto es
evidente inmediatamente cuando el hombre considera que en el estado
de vigilia por un lado está constantemente en medio de experiencias
yendo y viniendo, y por otro lado, experiencias en las que esto
no ocurre.
Esto es especialmente evidente cuando se comparan las
experiencias del hombre con las de los animales.
Los animales se
ven afectados por las influencias del mundo exterior con gran
regularidad; bajo la influencia del calor y el frío, toman
conciencia del dolor y el placer, y a través de ciertos procesos de
sus cuerpos, que se repiten regularmente, sienten hambre y sed.
La
vida del hombre no termina en estas experiencias: puede desarrollar
necesidades y deseos que van más allá de todo eso.
Para el
animal, la causa decisiva de una acción o sensación siempre puede
encontrarse dentro o fuera del cuerpo - si se puede mirar lo
suficientemente adentro -.
No
es así en absoluto para el hombre, el cual puede mostrar deseos y
necesidades, cuyo origen no está ni fuera ni dentro de su cuerpo.
Lo
que cae dentro de este campo debe ser atribuido a una fuente
especial, que para la ciencia suprasensible es el "yo" del
hombre.
Por lo tanto, el "yo" se considera el cuarto
elemento constitutivo de la entidad humana.
Si el cuerpo astral se
dejara a sí mismo, se desarrollarían en él sentimientos de placer
y dolor y sentimientos de hambre y sed, pero no se desarrollaría la
sensación de que hay algo que permanece en todo esto.
No es lo
que queda, tomado como tal, sino lo que experimenta la sensación de
algo que queda, a lo que llamamos "yo".
Debemos tener
conceptos claros en este campo si queremos evitar
malentendidos.
Cuando uno descubre algo duradero, algo permanente
en medio de las cambiantes experiencias internas, el "sentimiento
del yo" comienza a emerger.
El hecho de que un ser tenga
hambre no puede darle el sentimiento del yo.
El hambre se produce
cuando las causas recurrentes que la provocan se sienten en el ser,
que se lanza a la alimentación precisamente porque existen esas
causas recurrentes.
El sentimiento del yo surge cuando no sólo
estas causas recurrentes conducen a la nutrición, sino cuando el
placer de saciar el hambre ha sido experimentado previamente y la
conciencia de este placer ha permanecido, de modo que la comida ha
sido traída a él no sólo por la experiencia presente del hambre,
sino también por el placer pasado.
De la misma manera que el
cuerpo físico se desintegra cuando no se mantiene unido por el
cuerpo etérico, así como el cuerpo etérico cae en la inconsciencia
cuando no es iluminado por el cuerpo astral, el cuerpo astral dejaría
caer el pasado continuamente en el olvido si el "yo" no lo
preservara llamándolo de nuevo a la vida en el presente.
El
olvido para el cuerpo astral equivale a la muerte para el cuerpo
físico y al sueño para el cuerpo etérico.
También se puede
decir: lo que le es propio al cuerpo etérico es vivir, lo que le es
propio al cuerpo astral es tener consciencia, lo que le es propio al
yo, es el recuerdo.
Incluso más fácil que el error de atribuirle
conciencia a las plantas es hablar de la memoria sobre los
animales.
Es fácil pensar en la memoria cuando se ve a un perro
reconocer a su dueño después de una larga ausencia.
Pero en
realidad el reconocimiento no se basa en absoluto en la memoria, sino
en algo completamente diferente.
El perro siente una cierta
atracción por su amo; emana de su naturaleza.
Esta naturaleza da
placer al perro, cuando el amo está presente, y es la causa de una
renovación del placer cada vez que se repite el hecho de la
presencia del amo.
Pero sólo cuando un ser, además de sentir sus
experiencias presentes, conserva las del pasado.
Sin embargo,
también se podría admitir esta distinción y, sin embargo, caer en
el error de creer que el perro tiene memoria.
Se podría decir:
"El perro permanece triste cuando su dueño lo ha dejado, así
que el recuerdo de él permanece".
Pero incluso esto es un
juicio inexacto, ya que, para convivir con el dueño, la presencia de
éste se convierte en una necesidad para el perro, que por lo tanto
sufre la ausencia del dueño de la misma manera que sufre de
hambre.
Aquellos que no hacen estas distinciones nunca llegarán a
ver claramente los verdaderos hechos de la vida.
Sobre la base de
ciertas ideas preconcebidas se objetará que no es posible saber si
el animal posee algo similar a la memoria humana.
Esta objeción
se basa en una observación inexacta.
Quien sea capaz de observar
de manera adecuada cómo se comporta el animal en la conexión de sus
experiencias, podrá notar la diferencia entre este comportamiento y
el del hombre, y notar que el animal se comporta de la manera que
corresponde a la ausencia de memoria.
En
el caso de la observación suprasensible esto es ciertamente
evidente; pero también la percepción sensible y su elaboración
conceptual pueden reconocer de los efectos perceptibles lo que es
inmediatamente aparente a la observación suprasensible.
La
afirmación de que el hombre conoce su propia memoria a través de la
introspección, que no puede aplicar al animal, se basa en un grave
error.
Porque el hombre no puede en absoluto derivar de la
introspección la opinión que hace de su propia capacidad
mnemotécnica, sino sólo de la experiencia de su propia relación
con las cosas y procesos del mundo exterior.
Ahora efectúa estas
experiencias de la misma manera consigo mismo, con otro hombre y
también con los animales.
El hombre, por su apariencia falsa,
cree que juzga la existencia de la memoria sólo en base a la
observación interna.
Podemos llamar interior a la fuerza que está
en la base de la memoria; pero el juicio de esta fuerza se adquiere,
incluso para la propia persona, por el contacto con el mundo
exterior, a través de la observación de las relaciones entre los
fenómenos de la vida.
Y de estas relaciones podemos juzgar por
nosotros mismos, como en el caso de los animales.
Con respecto a
estos problemas, nuestra psicología habitual sufre de sus conceptos
que son completamente inexactos, imprecisos, altamente defectuosos
debido a errores de observación.
La memoria y el olvido
representan para el "yo" algo similar a lo que la vigilia y
el sueño representan para el cuerpo astral.
Así como el sueño
hace que las preocupaciones y los tormentos del día desaparezcan en
el aire, el olvido extiende un velo sobre las malas experiencias de
la vida, borrando así una parte del pasado.
Y,
así como el sueño es necesario para la recuperación de las fuerzas
viales agotadas, también es necesario que el hombre suprima de la
memoria ciertas partes del pasado, para que pueda afrontar nuevas
experiencias libremente y sin ideas preconcebidas.
Precisamente al
olvidar crece en él la fuerza para la percepción de cosas
nuevas.
Fíjense, por ejemplo en el hecho de aprender a escribir: todos los
detalles por los que el niño debe pasar para aprender a usar la
pluma son olvidados; lo que queda es la capacidad de escribir.
¿Y
cómo podría el hombre realizar tal acción, si cada vez que tuviera que realizarla, se alzasen en su alma los recuerdos de todas las
experiencias por las que tuvo que pasar para aprender a escribir?
Hay
que distinguir diferentes grados de memoria.
La forma más simple
de memoria es cuando el hombre percibe un objeto y, tras su
eliminación, conserva una representación del mismo.
El hombre ha
formado esa representación al percibir el objeto.
Entonces ha
tenido lugar un proceso entre su cuerpo astral y su yo: el cuerpo
astral ha hecho que la impresión externa se vuelva consciente debido
al objeto, pero el conocimiento del objeto sólo duraría mientras
estuviera presente, si el yo no lo acogiera en sí mismo haciendo suyo este
conocimiento. Aquí, en este punto, la observación suprasensible
marca la separación entre lo corpóreo y lo anímico.
Se habla
del cuerpo astral mientras se tenga a la vista el surgir del
conocimiento de un objeto presente, pero se denomina alma a aquello
que da duración al conocimiento; pero se ve inmediatamente por lo
que se ha dicho, sin embargo, cuán estrechamente conectado está en
el hombre el cuerpo astral con aquella parte del alma que da duración
al conocimiento.
En cierto modo, uno y otro forman un único
elemento constitutivo de la entidad humana, y por lo tanto esta
reunión es a menudo referida bajo el nombre de cuerpo astral.
Cuando
se requiere una indicación exacta del cuerpo astral del hombre se le llama
cuerpo anímico, y el alma, dado que está unida a dicho cuerpo, alma
sensible.
El yo se eleva un escalón más alto, cuando dirige su
actividad a lo que ha recibido del conocimiento de los objetos y lo
ha hecho suyo en su interior.
Esta es la actividad por la cual el
Yo se desprende cada vez más de los objetos de la percepción para
trabajar en su propio campo.
La parte del alma, a la que
pertenece, puede ser llamada alma racional.
Es tanto del alma
sensible como del alma racional desde donde elabora lo que estas
reciben a través de las impresiones de los objetos percibidos por
los sentidos y de los cuales conservan la memoria.
Aquí el alma
es completamente absorbida por algo externo a ella; en efecto,
también ha recibido del exterior lo que ha podido asimilar a través
de la memoria; pero su actividad puede elevarse a grados
superiores.
No es sólo un alma sensible y un alma racional.
La
visión suprasensible puede dar fácilmente una idea de la etapa
posterior, llamando la atención sobre un simple hecho, pero debe ser
apreciada en su profundo significado.
Consiste en el hecho de que
en todo el campo del lenguaje hay un nombre que en su esencia se
distingue de todos los demás nombres: el nombre "yo".
Cualquier
otro nombre puede aplicarse a la cosa o al ser al que se refiere por
cualquier hombre.
El "yo", como indicación de un ser,
sólo tiene sentido si el ser lo utiliza para referirse a sí
mismo.
La palabra "yo" nunca puede penetrar desde el
exterior en el oído de un ser humano como su apelativo; sólo el
propio ser puede aplicarlo a sí mismo.
"Soy un yo sólo para
mí mismo; para todos los demás soy un tú, y todos los demás son
un tú para mí".
Este
hecho es la expresión externa de una verdad de profundo
significado.
La propia esencia del yo es independiente de todo lo
que es externo; por esta razón no puede ser llamado por su nombre
desde nada externo a él.
Las confesiones religiosas, que han
conservado conscientemente su conexión con la visión suprasensible,
llaman a la palabra "yo" el "nombre impronunciable de
Dios", porque cuando se usa esta expresión se alude
precisamente al hecho ahora mencionado.
Nada externo tiene acceso
a esa parte del alma humana de la que estamos hablando ahora.
Es
el "santuario oculto" del alma, en el que sólo un ser de
la naturaleza del alma puede penetrar.
"El Dios que habita en
el hombre habla cuando el alma misma se reconoce como yo".
Así
como el alma sensible y el alma racional viven en el mundo exterior,
un tercer elemento del alma se sumerge en lo divino cuando se trata
de la percepción de su propia esencia.
Esto podría fácilmente
dar lugar al malentendido de que tales concepciones consideran al yo
como uno con Dios.
Pero no afirman en absoluto que el yo sea Dios,
sino únicamente que es de la misma naturaleza y esencia que lo
divino.
¿Alguien creería que una gota de agua extraída del mar
sea el mar, cuando dice que la gota es de la misma esencia o de la
misma esencia que el mar?
Si se quiere hacer una comparación, se
puede decir que el "yo" es a la Divinidad lo que la gota es
al mar.
El hombre puede encontrar en sí mismo algo divino, porque
su esencia más íntima viene de lo divino.
El hombre alcanza, a
través de este tercer elemento de su alma, un conocimiento interno
de sí mismo, así como a través del cuerpo astral alcanza un
conocimiento del mundo, externo.
Por
eso la ciencia oculta llama a este tercer elemento del alma, alma
consciente.
Y considera que la parte del alma del hombre está
compuesta por tres elementos: el alma sensible, el alma racional y el
alma consciente, de la misma manera que la parte del cuerpo está
compuesta por tres elementos: el cuerpo físico, el cuerpo etérico y
el cuerpo astral.
Los errores de observación psicológica,
similares a los que hemos mencionado sobre el juicio de la facultad
mnemotécnica, dificultan incluso una visión correcta de la
naturaleza del Yo.
Se pueden considerar como refutaciones de lo
expuesto anteriormente a este respecto, argumentos que de hecho lo
confirman.
Esto se aplica, por ejemplo, a las siguientes
observaciones sobre el " Yo" de E. v. Hartmann (en su
"Elementos de Psicología"): "En primer lugar, la
autoconciencia es más antigua que la palabra Yo. Los pronombres
personales son un producto bastante tardío de la evolución del
lenguaje, y sólo tienen el significado de abreviaturas. La palabra
"Yo" es un sustituto corto para el nombre propio del que
habla, pero un sustituto que cada hablante usa para sí mismo,
cualquiera que sea su nombre propio. La conciencia de sí mismo puede
desarrollarse considerablemente entre los animales y los hombres
sordomudos sin educación, incluso sin reconectarse con un nombre
propio. La conciencia del nombre propio puede reemplazar
completamente el no uso del "yo". Y reconociendo este
hecho, el halo mágico que para muchas personas rodea a la palabra
"yo" cae; no puede añadir nada al concepto de
autoconciencia, del que recibe todo su contenido".
Podemos
estar perfectamente de acuerdo con estas opiniones, y también con el
hecho de que no se debe atribuir ningún halo mágico a la palabra
"yo", lo que sólo oscurecería el estudio desapasionado
del problema.
Pero para la esencia de una cosa, la manera en que se
forma gradualmente el nombre de la misma no tiene una importancia
decisiva.
Precisamente
se trata de eso, de que la verdadera entidad del Yo en la
autoconciencia "es más antigua que la palabra Yo"; y que
el hombre está obligado a aplicar esta palabra, con esas
características tan propias, a aquello que, en sus relaciones
intercambiables con el mundo, experimenta de una manera diferente a
como lo puede experimentar el animal.
Así como no podemos saber
nada esencial sobre el triángulo por mucho que estudiemos cómo se
formó la palabra "triángulo", tampoco el estudio del
origen de la palabra yo en la evolución del lenguaje nos dice nada
decisivo sobre su naturaleza.
Es en el alma consciente donde la
verdadera naturaleza del "yo" comienza a revelarse.
Porque
mientras que a través de las sensaciones y el intelecto el alma se
entrega a otras cosas, como alma consciente capta su propia
esencia.
Por lo tanto, este "yo" no puede ser percibido
por el alma consciente de otra manera que a través de una cierta
actividad interior.
Las representaciones de los objetos externos
se forman de la misma manera que los objetos van y vienen; y estas
representaciones continúan en el intelecto trabajando por su propia
fuerza.
Pero cuando el "yo" debe percibirse a sí mismo,
no le basta con ofrecerse a sí mismo, sino que debe, por actividad
interna, extraer primero su propia esencia de sus profundidades para
adquirir conciencia.
Con la percepción del "yo" - con
el autoconocimiento - comienza una actividad interna del "yo".
Para
esta actividad, la percepción del "yo" en el alma
consciente tiene un significado completamente diferente para el
hombre, que la observación de todo lo que le penetra a través de
los tres elementos corporales y los otros dos elementos anímicos.
La
fuerza que revela el yo en el alma consciente es la misma fuerza que
se manifiesta en todas las demás partes del mundo; sólo que en el
cuerpo y en los elementos inferiores del alma no aparece
directamente, sino que se revela gradualmente en sus efectos.
Su
manifestación más baja es la que se tiene en el cuerpo físico;
después, gradualmente, se sube hasta el contenido del alma
racional.
Se podría decir que a cada grado cae uno de los velos
que envuelven el misterio.
Con lo que contiene el alma consciente
este misterio entra sin velos en el santuario del alma.
Y sin
embargo, aparece aquí sólo como una gota del mar espiritual que lo
impregna todo; y aquí el hombre debe aprender a captar esta
espiritualidad.
Debe reconocerlo en sí mismo, entonces podrá
encontrarlo también en sus manifestaciones.
Lo que penetra aquí,
como una gota, en el alma consciente es lo que la ciencia oculta
llama Espíritu.
El alma consciente se conecta así con el
Espíritu, que es la parte oculta de todo lo que se manifiesta.
Si
el hombre quiere captar el Espíritu en todo el mundo manifestado,
debe hacerlo de la misma manera en que capta el "yo" en el
alma consciente.
Debe dirigir al mundo manifestado la actividad
que le ha llevado a la percepción del yo.
Pero al hacerlo,
desarrolla aspectos superiores de su naturaleza.
Añade algo nuevo
a los elementos de su cuerpo y su alma.
En primer lugar se
convierte en maestro de lo que se esconde en los elementos inferiores
de su alma, y esto sucede por el trabajo que el yo hace dentro del
alma.
El hecho de que el hombre haga tal trabajo se desprende de
la comparación entre un individuo todavía dedicado a los deseos
inferiores y a los llamados placeres sensoriales y un alto
idealista.
El segundo deriva del primero, si abandona ciertas
tendencias inferiores y lleva a cabo otras superiores.
El hombre
actúa a través del yo en su alma, ennobleciéndola y
espiritualizándola.
El
yo se convierte en el señor de la vida del alma.
Esto puede
avanzar hasta el punto que ningún deseo o placer entra en el alma sin que el
yo, como autoridad competente, le permita entrar.
De esta manera
el alma interior se convierte en una manifestación del yo, mientras
que al principio esto sólo ocurría para el alma consciente.
Después
de todo, toda la civilización y todo el esfuerzo espiritual de la
humanidad consiste en un trabajo que tiene como objetivo esta
supremacía del yo.
Todo hombre vivo está actualmente
comprometido en este trabajo, sea o no consciente de ello.
Gracias
a este trabajo se asciende cada vez más alto en la naturaleza
humana.
El hombre desarrolla, por este medio, nuevos elementos
constitutivos de su ser.
Tales elementos están ocultos bajo lo
que se le manifiesta.
El hombre no sólo puede llegar a ser dueño
de su alma trabajando en ella con el yo de tal manera que pueda hacer
surgir lo oculto de lo que le es manifiesto, sino que también puede
extender este trabajo al cuerpo astral.
De esta manera el yo toma
posesión de este cuerpo astral, porque se une a su esencia
oculta.
Este cuerpo astral dominado y transformado por el yo puede
ser llamado el Yo Espiritual. (Es lo que, con una palabra tomada de
la sabiduría oriental, también se llama "Manas").
En
el Ser espiritual tenemos un elemento constitutivo superior de la
entidad humana, un elemento que está, por así decirlo, presente
sólo en germen, pero que a medida que trabaja en sí mismo emerge
cada vez más.
Así como el hombre se convierte en dueño de su
cuerpo astral al abrirse camino hacia las fuerzas ocultas que están
detrás de él, de igual modo, en el curso posterior de su evolución, se
convierte en dueño del cuerpo etérico.
Sin
embargo, el trabajo sobre el cuerpo etérico es más difícil que el
del cuerpo astral; porque lo que se oculta en el cuerpo etérico está
envuelto por dos velos, mientras que lo que se oculta en el cuerpo
astral está envuelto por un solo velo.
Podemos hacernos una idea
de la diferencia en el trabajo sobre los dos cuerpos, llamando la
atención sobre ciertos cambios que pueden producirse en el hombre
durante su evolución.
Consideren en primer lugar cómo se
desarrollan ciertas propiedades del alma humana cuando el yo trabaja
sobre ella: cómo pueden cambiar los placeres y los deseos, las
alegrías y las penas.
Bastará con que el hombre recuerde su
infancia.
¿De qué se derivaban entonces sus alegrías y sus
penas?
¿Qué cosa aprendida ha añadido a aquello que conocía de
niño?
La respuesta sólo será una prueba del dominio que el yo
ha adquirido sobre el cuerpo astral: porque es de hecho el vehículo
de los placeres y las penas, de las alegrías y las tristezas.
Y
consideremos cuán poco cambian, en comparación, ciertas otras
propiedades del hombre, como su temperamento, las más profundas
peculiaridades de su carácter, etc., a lo largo de los años.
Alguien,
que de niño es irritable, a menudo conservará ciertos aspectos de la
irritabilidad incluso durante su desarrollo posterior y por el resto
de su vida.
Por lo tanto, es obvio que hay algunos pensadores que
descartan completamente la posibilidad de que el carácter
fundamental de un hombre pueda ser cambiado.
Creen que el carácter
permanece inalterado a lo largo de la vida, y que sólo ahora revela
uno y ahora otro de sus lados.
Tal juicio se basa en un defecto de
observación.
Aquellos que tienen el sentido de ver ciertas cosas
con claridad ven que el carácter y el temperamento del hombre
también cambian bajo la influencia del Yo, aunque es un cambio muy
lento comparado con la modificación de las propiedades mencionadas
anteriormente.
La
relación en la que proceden las dos variaciones puede compararse con
la relación entre las velocidades de la manecilla de los minutos y
la manecilla de las horas en un reloj.
Las fuerzas que producen
los cambios de carácter o temperamento pertenecen a las fuerzas
ocultas del cuerpo etérico.
Son del mismo tipo que las fuerzas
que dominan el ámbito de lo vital, es decir, las fuerzas del
crecimiento, la nutrición, la reproducción.
Estas cosas saldrán
a la luz en otra parte de este libro.
Por lo tanto, cuando el
hombre se entrega sólo al placer y a la pena, a la alegría y al
dolor, es porque el yo no trabaja en el cuerpo astral, y cuando se
modifican las características de estas cualidades del alma es
gracias a la labor del yo; y de la misma manera cuando el yo dedica su actividad a una modificación de las cualidades del carácter o del temperamento, el trabajo se
extiende al cuerpo etérico.
Incluso hasta en esta última modificación, todo
hombre vivo trabaja, sea consciente de ello o no.
Los impulsos más
poderosos, que en la vida ordinaria conducen a tal modificación, son
los impulsos religiosos.
Cuando el yo hace actuar continuamente
sobre sí mismo, una y otra vez, las incitaciones que provienen de la
religión, crean en él una fuerza que actúa hasta el cuerpo etérico
y lo transforma, de la misma manera que los pequeños impulsos de la
vida producen la transformación del cuerpo astral.
Estos impulsos
menores, que llegan al hombre a través del estudio, la reflexión,
el ennoblecimiento de los sentimientos, etc., siguen los múltiples
acontecimientos de la existencia; el sentimiento religioso, en
cambio, imprime una unidad a todos los pensamientos, a todos los
sentimientos, a todos los actos volitivos; difunde, por así decirlo,
una luz común y unificada sobre la vida interior del alma.
El
hombre piensa y siente hoy esto, mañana aquello, influenciado por
las más diversas causas; pero aquel que, gracias a un constante
sentimiento religioso, intuye algo que persiste a través de los
diversos cambios, vinculará ese sentimiento fundamental tanto a lo
que piensa y siente hoy como a las experiencias que su alma tendrá
mañana.
La fe religiosa se ha apoderado así de toda la vida del
alma; sus influencias se hacen cada vez más fuertes con el paso del
tiempo, ya que su acción se repite continuamente.
Y es así como
llegan a adquirir el poder de actuar sobre el cuerpo etérico.
De
manera similar, las influencias del verdadero arte actúan sobre el
hombre.
Cuando el hombre, en presencia de una obra de arte, a
través de la forma externa o el color o el sonido, penetra con la
representación y el sentimiento en el sustrato espiritual de la
obra, los impulsos que el yo recibe de ella llegan realmente al
cuerpo etérico.
Si se profundiza en este pensamiento, se puede
medir la enorme importancia del arte para toda la evolución
humana.
Aquí sólo se han mencionado algunas de las influencias
por las que el yo es impulsado a actuar sobre el cuerpo etérico.
En
la vida humana hay muchas influencias similares, que no aparecen tan
claramente a la mirada del observador como sus predecesoras.
Pero
de las ya mencionadas se puede ver que en el hombre se esconde otro
elemento constitutivo de su naturaleza, que el yo está elaborando
cada vez más.
Podemos reconocer en este elemento el segundo
elemento del espíritu, y llamarlo el espíritu vital. (Es el mismo
espíritu que, con una palabra tomada de la sabiduría oriental, se
llama "Buddhi").
La expresión "espíritu vital"
es apropiada, porque en lo que denota actúan las mismas fuerzas que
en el "cuerpo vital"; sólo cuando estas fuerzas se
manifiestan como cuerpo vital el yo humano no está activo en ellas,
mientras que, cuando son extrínsecas como espíritu vital, están
impregnadas por la actividad del yo.
El
desarrollo intelectual del hombre, la purificación y el
ennoblecimiento de sus sentimientos y voluntades nos dan la medida de
la transformación en Yo espiritual de su cuerpo astral; sus
experiencias religiosas, y varias otras pruebas y vicisitudes, se
imprimen en su cuerpo etérico y lo transforman en un espíritu
vital.
En el curso ordinario de la vida esto sucede más o menos
inconscientemente: la llamada iniciación del hombre se produce
cuando, por medio de un conocimiento suprasensible, se le da al
hombre los medios para tomar en sus propias manos, con plena
conciencia, la elaboración del Yo Espiritual y del Espíritu
Vital.
Estos medios se examinarán en un capítulo posterior.
Por
el momento sólo se trata de mostrar que en el hombre, además del
alma y el cuerpo, el espíritu también está activo.
Más tarde
también mostraremos que este espíritu pertenece a lo que es eterno
en el hombre, a diferencia de su cuerpo perecedero.
Sin embargo,
la actividad del Yo no se agota con el trabajo sobre el cuerpo astral
y el cuerpo etérico.
También se extiende al cuerpo físico.
Un
signo de la influencia del yo sobre el cuerpo físico puede verse
cuando ciertas experiencias provocan, por ejemplo, los fenómenos de
rubor o palidez.
Aquí, de hecho, el yo es la causa de un proceso
en el cuerpo físico.
Cuando, debido a la actividad del yo, se
producen cambios en el hombre en cuanto a su influencia sobre el
cuerpo físico, el yo se une verdaderamente con las fuerzas ocultas
de este cuerpo físico, es decir, con las mismas fuerzas que producen
sus procesos físicos.
Se puede decir entonces que durante esta
actividad el yo trabaja sobre el cuerpo físico.
La expresión no
debe ser malinterpretada.
No hay que pensar en un trabajo
toscamente material.
Lo
que aparece toscamente material en el cuerpo físico es sólo su
parte manifiesta.
Detrás de esta parte manifiesta están sus
fuerzas ocultas, que son de naturaleza espiritual.
Por lo tanto,
aquí no estamos hablando de un trabajo sobre la parte material
aparente del cuerpo físico, sino de un trabajo espiritual sobre las
fuerzas invisibles que provocan su formación y desintegración.
En
la vida ordinaria el hombre sólo puede llegar a una conciencia muy
poco clara de este trabajo del yo sobre el cuerpo físico.
Pero se
alcanza la plena claridad cuando el hombre, bajo la influencia del
conocimiento suprasensible, toma conscientemente este trabajo en sus
propias manos. Entonces se hace evidente que todavía hay un tercer
elemento espiritual en el hombre.
Esto es lo que podemos llamar el
Hombre-Espíritu, en oposición al hombre físico (en la sabiduría
oriental el Hombre-Espíritu se llama "Atma").
En cuanto
al Hombre-Espíritu, se puede también fácilmente caer en el error
por el hecho de que en el cuerpo físico vemos el elemento más bajo
del hombre y por lo tanto difícilmente podemos representar que el
trabajo sobre este cuerpo físico debe ser hecho por el elemento más
alto del hombre.
Pero, precisamente porque el cuerpo físico
oculta bajo tres velos el espíritu que está activo en él, se
necesita el más alto tipo de trabajo humano para unir el Yo con lo
que es su espíritu oculto.
Así, el hombre se presenta para la
ciencia oculta como una entidad compuesta de varios elementos.
De carácter corpóreo son el cuerpo físico, el cuerpo etérico y el cuerpo astral.
Son anímicos: el alma sensible, el alma racional y el alma consciente.
En el alma, el yo difunde su luz.
Y son espirituales: el Yo Espiritual, el Yo Vital y el Hombre-Espíritu.
Como
ya se ha dicho, el alma sensible y el cuerpo astral están
estrechamente unidos y en cierto modo forman uno solo, al igual que
de forma similar el alma consciente y el Yo espiritual.
Porque en
el alma consciente el espíritu brilla y desde él ilumina los otros
elementos constitutivos de la naturaleza humana.
Con respecto a
esto también podemos agrupar de otra manera los elementos
constitutivos del hombre.
El cuerpo astral y el alma sensible
están unidos en un solo elemento; lo mismo sucede con el alma
consciente y el Yo espiritual, y el alma racional que participa de la
naturaleza del Yo y que en cierto sentido ya es "el Yo",
pero que todavía no es consciente de su esencia espíritual, se
llama indudablemente "el Yo".
Esto nos lleva a siete
partes del hombre:
1. Cuerpo físico
2. Cuerpo etérico o
cuerpo vital
3. Cuerpo astral
4. Yo
5. El Yo Espiritual
6.
Espíritu vital
7. hombre espíritu.
Incluso el hombre
acostumbrado a las concepciones materialistas no encontrará en esta
estructura septenaria del hombre lo que es "vagamente mágico",
como se dice a menudo, si se adhiere estrictamente al sentido de las
explicaciones anteriores y no pone él mismo a priori la idea de
"magia" en la cosa.
La ciencia oculta habla de estos
"siete" elementos del hombre de la misma manera (desde el
punto de vista, sin embargo, de una forma superior de observación
del mundo) en la que habla de los siete colores que forman la luz
blanca o de las siete notas que forman la escala musical,
(considerada la octava como la repetición del sonido
fundamental).
Así como la luz aparece en siete colores y el
sonido en siete notas, así la naturaleza humana unitaria aparece en
los siete elementos mencionados.
En la ciencia oculta no hay nada
de "supersticioso" que se relacione con el número siete, mas que lo que se relaciona con el número siete en la óptica o la
acústica.
En
una ocasión en que estas cosas fueron expuestas verbalmente, se hizo
una observación sobre que no era correcto hablar del número siete
en cuanto a los colores, porque más allá del "rojo" y el
"violeta" hay otros colores que el ojo no percibe.
Por
el contrario, la comparación con los colores también encaja en
esto, porque, más allá del cuerpo físico por un lado y del
Hombre-Espíritu por el otro, la entidad humana también continúa;
pero estas continuaciones son "espiritualmente invisibles"
para los medios de observación espiritual, al igual que para el ojo
físico, los colores más allá del rojo y el violeta son
invisibles.
Era necesario hacer esta observación porque a menudo
se oye decir que la ciencia oculta no tiene en cuenta exactamente el
pensamiento científico, sino que lo hace con respecto al
amateurismo.
Quienes profundicen en el significado preciso de lo
expuesto anteriormente, encontrarán en verdad que nunca está en
contradicción con las ciencias naturales serias, ni cuando se citan
hechos naturales con fines ilustrativos, ni cuando sus afirmaciones
se refieren a una relación inmediata con las ciencias naturales.
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