GA028 El curso de mi vida cap. XXIII - Individualismo ético

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1890-1897

Weimar

Cap. XXIII Individualismo ético

Con la revolución mental así descrita debo cerrar la segunda gran división de mi vida. Tanto en el período de Viena como en el de Weimar, las señales exteriores del destino se me manifestaron en direcciones que coincidían con el contenido de mis esfuerzos mentales interiores. En todos mis escritos está vitalmente presente el carácter básico de mi concepto espiritual del mundo, aunque una necesidad interior requería que mis reflexiones se extendieran menos a las esferas espirituales. En mi trabajo como profesor en Viena, los objetivos fijados eran únicamente los que resultaban de las percepciones de mi propia mente. En Weimar, en lo que se refiere a mi trabajo en relación con Goethe, sólo estaba activo lo que yo consideraba la responsabilidad inherente a tal trabajo. Nunca tuve que superar dificultades para armonizar las tendencias procedentes del mundo exterior con las mías propias.

Sólo a partir de este curso de mi vida pude percibir la idea de la libertad en una forma que brillaba claramente dentro de mí, y así exponerla. No creo que la gran importancia que esta idea tuvo para mi propia vida me haya llevado a considerarla de forma unilateral. La idea se corresponde con una realidad objetiva, y lo que uno experimenta realmente de tal cosa no puede alterar esta realidad a través de un esfuerzo concienzudo por el conocimiento, sino que sólo puede permitirle a uno ver en ella en mayor o menor grado.

Con esta visión de la idea de libertad se unió el "individualismo ético" de mi filosofía, que ha sido malinterpretado por tantas personas. También esto, al comienzo de la tercera etapa de mi vida, pasó de ser un elemento de mi mundo conceptual que vivía dentro de la mente, a ser algo que se había apoderado de todo el hombre.

Tanto en la física como en la fisiología, la concepción del mundo de aquella época, a cuyas formas de pensar me oponía, así como la concepción del mundo de la biología, que, a pesar de su carácter incompleto, podía considerar como un puente que conducía a una concepción espiritual, me exigían que mejorase continuamente la formulación de mis propias concepciones en todos estos aspectos del mundo. Debo responder por mí mismo a la pregunta: ¿Pueden los impulsos para la acción revelarse al hombre desde el mundo exterior? Lo que descubrí fue lo siguiente: Las fuerzas espirituales divinas, que son el alma interior de la voluntad del hombre, no tienen ninguna vía de acceso desde el mundo exterior al hombre interior. Una manera correcta de pensar tanto en física y fisiología, como en biología, me pareció llegar a este resultado. No se puede descubrir una vía en la naturaleza que dé acceso desde fuera a la voluntad. Por lo tanto, ningún impulso moral espiritual divino puede por tal camino desde fuera penetrar hasta aquel lugar en el alma donde llega a existir el impulso de la propia voluntad que actúa en el hombre. Las fuerzas naturales externas, además, sólo pueden estimular en el hombre lo que pertenece a la naturaleza. En ese caso, sin embargo, no hay expresión real de una voluntad libre, sino la continuación del acontecer natural en el hombre y a través de él. Entonces el hombre no se ha apoderado todavía de todo su ser, sino que sigue siendo, en cuanto al elemento natural de su aspecto exterior, un agente no libre.

El problema no puede ser en modo alguno, -así me lo decía a mí mismo una y otra vez-, responder a esta pregunta: ¿Es o no libre la voluntad del hombre?. Sino responder a otra muy distinta: ¿Cómo se alcanza en la vida de la mente el camino que conduce de la voluntad natural no libre a la que es libre, es decir, a la que es verdaderamente moral? Y si queremos encontrar una respuesta a esta pregunta, debemos observar cómo vive lo divino-espiritual en cada alma humana individual. Es del alma de donde procede lo moral; en su ser enteramente individual, por tanto, debe tener su existencia el impulso moral.

Las leyes morales, -como mandatos-, que provienen de un medio exterior dentro del cual se encuentra el hombre, aunque estas leyes tuvieran su origen primigenio en el mundo espiritual, no se convierten en impulsos morales dentro del hombre por el hecho de que éste dirija su voluntad de acuerdo con ellas, sino sólo por el hecho de que él mismo, puramente como individuo, experimenta la naturaleza espiritual y esencial del contenido de su pensamiento. La libertad tiene su vida en el pensamiento humano; y no es la voluntad la que es de por sí libre, sino el pensar el que faculta a la voluntad.

Así, pues, en mi Filosofía de la Actividad Espiritual me había parecido necesario poner todo el énfasis posible en la libertad de pensamiento al discutir la naturaleza moral de la voluntad.

Esta idea también fue confirmada en grado muy especial a través de la vida de meditación. El orden moral del mundo se presentaba ante mí con una luz cada vez más clara, como la única realización claramente marcada en la tierra de tales sistemas ordenados en acción, como los que se encuentran en las regiones espirituales elevadas. Se mostró como aquello a lo que sólo se aferra en su mundo conceptual aquel que es capaz de reconocer lo espiritual.

Precisamente durante la época de mi vida que estoy describiendo aquí, todas estas percepciones se vincularon para mí con la elevada verdad global de que los seres y los acontecimientos del mundo no se explicarán en verdad si el hombre emplea su pensar para "explicarlos"; sino sólo cuando el hombre, por medio de su pensar, es capaz de contemplar los acontecimientos en esa conexión en la que uno explica a otro, en la que uno se convierte en el enigma y otro en su solución, y el hombre mismo se convierte en la palabra para el mundo externo que percibe.

Aquí, sin embargo, se experimentó la verdad de la concepción de que en el mundo y su funcionamiento lo que domina es el Logos, la Sabiduría, la Palabra.

Yo creía que estas concepciones me permitían ver claramente la naturaleza del materialismo. Percibí el carácter nocivo de esta manera de pensar, no en el hecho de que el materialista dirija su atención a la manifestación de un ser en forma de materia, sino en la manera en que concibe la materia. El contempla la materia sin tomar conciencia de que en realidad está en presencia del espíritu, que simplemente se manifiesta en forma material. Él no sabe que el espíritu se metamorfosea en la materia para alcanzar formas de obrar que sólo son posibles en esta metamorfosis. El espíritu debe tomar primero la forma de un cerebro material para llevar en esta forma la vida del mundo conceptual, que puede conferir al hombre en su vida terrena una autoconciencia libremente actuante. Ciertamente, en el cerebro el espíritu surge de la materia, pero sólo después de que el cerebro material haya surgido del espíritu.

Tengo que rechazar la forma de pensar de la física y la fisiología sólo porque ésta hace de la materia que no se experimenta vitalmente, sino que sólo se concibe a través del pensamiento, la causa externa de la experiencia espiritual del hombre; y, además, esta materia se concibe de tal modo en el pensamiento que es imposible rastrearla hasta el punto en que es espíritu. Tal materia, que este modo de pensar postula como real, no lo es en ningún sentido. El error fundamental de los pensadores materialistas sobre la naturaleza consiste en su idea imposible de la materia. Con ello cierran ante sí mismos el camino que conduce a la existencia espiritual. Una naturaleza material que estimula en el alma meramente lo que el hombre experimenta dentro de la naturaleza hace del mundo una "ilusión". La intensidad con que estas ideas penetraron en mi vida mental me llevó cuatro años más tarde a elaborarlas en mi obra Concepción del mundo y de la vida en el siglo XIII, en el capítulo titulado "Die Welt als Illusion." (En ediciones ampliadas posteriores se dio a esta obra el título de Rötsel der Philosophie-.Enigmas de la Filosofía, GA018).

En la forma biológica de las concepciones es imposible de la misma manera caer en formas típicas de pensamiento que sacan la cosa así concebida totalmente fuera de la esfera que está abierta a la experiencia del hombre, y por lo tanto dejar atrás en su mente una ilusión en cuanto a esto. Aquí no se puede llegar realmente a esta explicación: "Fuera del hombre hay un mundo del que nada experimenta, que sólo le causa impresión a través de sus sentidos; una impresión, sin embargo, que puede ser totalmente distinta de la que la causa". Si un hombre suprime dentro de su vida mental los elementos más importantes del pensar, puede creer, en efecto, que ha dicho algo cuando afirma que para la percepción subjetiva de la luz la contrapartida objetiva consiste en una forma de onda en el éter, -tal era entonces la concepción; pero hay que ser un fanático absoluto si uno se propone "explicar" de esta manera lo que también se percibe en el reino de los vivos.

En ningún caso, me dije, tal concepción de las ideas relativas a la naturaleza penetra en las ideas relativas al orden moral del mundo. Tal concepción sólo puede ver esto como algo que cae en el mundo físico del hombre desde una esfera ajena al conocimiento del hombre.

No puedo considerar que el hecho de que estas preguntas se plantearan en mi mente tuviera importancia para la tercera fase de mi vida, pues ya lo habían hecho durante mucho tiempo. Pero fue significativo para mí que toda la esfera del conocimiento dentro de mi mente, -sin cambiar nada esencial en su contenido-, alcanzara por medio de estas preguntas una rapidez de actividad vital en un sentido enormemente elevado en comparación con lo que había sido el caso hasta entonces. En el Logos vive el alma humana; ¿Cómo vive el mundo exterior en este Logos? Esta es la pregunta básica en mi Teoría de la cognición en la concepción del mundo de Goethe (de mediados de los años ochenta); así continuó para mi escrito Wahrheit und Wissenschaft, (verdad y ciencia) y La filosofía de la actividad espiritual. En esta orientación del alma dominaban todas las ideas que pude formular en el esfuerzo por penetrar en los sustratos del alma de los que Goethe pretendía aportar luz para los fenómenos del mundo.

Lo que me preocupó especialmente durante la fase de mi vida aquí expuesta fue el hecho de que las ideas a las que me vi obligado a oponerme con tanta fuerza se habían apoderado con la mayor intensidad del pensar de aquella época. La gente vivía tan completamente de acuerdo con estas tendencias de la mente que no estaban en condiciones de darse cuenta en absoluto del alcance de cualquier cosa que apuntara en la dirección opuesta. Experimenté de tal modo la oposición entre lo que para mí era la pura verdad y las opiniones de mi época, que esta experiencia dio el color predominante a mi vida, especialmente en los años cercanos al cambio de siglo.

En cada manifestación de la vida espiritual, la impresión que me causaba procedía de esta oposición. No es que lamentara todo lo que esta vida espiritual me había traído; pero tenía un sentimiento de profunda angustia en presencia de las muchas cosas buenas que podía apreciar, porque creía ver los poderes de la destrucción extendiéndose contra estas cosas buenas, los gérmenes evolutivos de la vida espiritual.

Así que mi vida se centró en todas direcciones en esta pregunta: "¿Cómo se puede encontrar un camino por el que lo que se percibe interiormente como verdadero pueda exponerse en formas de expresión que puedan ser comprendidas por esta época?". Cuando uno tiene una experiencia así, es como si se enfrentara a la necesidad de escalar de un modo u otro la cima escasamente accesible de una montaña. Uno lo intenta desde los más variados puntos de aproximación; uno permanece allí todavía, forzado a sentir que todos los esfuerzos que uno ha hecho han sido en vano.

En una ocasión, en los años noventa del siglo XIX, hablé en Frankfort-am-Main sobre la concepción de la naturaleza de Goethe. En mi introducción dije que sólo hablaría de las concepciones de la vida de Goethe, ya que sus ideas sobre la luz y los colores eran tales que no existía ninguna posibilidad en la física contemporánea de tender un puente hacia esas ideas. En cuanto a mí, sin embargo, me vi obligado a considerar esta imposibilidad como un síntoma muy significativo de la orientación espiritual de la época.

Algo más tarde tuve una conversación con un físico que era una persona importante en su campo, y que también trabajaba intensamente en la concepción de la naturaleza de Goethe. La conversación llegó a su punto culminante cuando dijo que la concepción de Goethe sobre los colores es tal que la física no puede comprenderla.

Cuánto había entonces que decía que lo que para mí era verdad era tal que el pensamiento de la época no podía "en absoluto hacerse con ello".


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