GA028 El curso de mi vida cap XVI - Entre eruditos y artistas, encuentros de Goethe

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1890-1897

Weimar

Cap. XVI Entre eruditos y artistas, encuentros de Goethe

Entre las horas más felices de mi vida debo contar las que pasé con Gabrielle Reuter, con quien tuve el privilegio de mantener una íntima amistad gracias a este círculo. Era una personalidad que llevaba en su interior profundas búsquedas de humanidad, y que se aferraba a ellas con cierto radicalismo del corazón y de la sensibilidad. Con respecto a todo lo que le parecía una contradicción en la vida social, se situaba con toda su alma a medio camino entre los prejuicios tradicionales y las reivindicaciones primigenias de la naturaleza humana. Contemplaba a la mujer, que tanto por la vida como por la educación se ve obligada desde fuera a someterse a este prejuicio tradicional, y que debe experimentar con dolor lo que desde las profundidades del alma querría surgir en la vida como "verdad". El radicalismo del corazón expresado de una manera serena y sagaz, impregnado de sentimiento artístico y marcado por un impresionante don para la forma, -esto se revelaba como algo grandioso en Gabrielle Reuter. Las conversaciones que se podían mantener con ella mientras trabajaba en su libro -De buena familia-, eran extraordinariamente agradables. Cuando reflexiono sobre el pasado, me veo de pie con ella en una esquina, bajo el calor abrasador del sol, discutiendo durante más de una hora sobre cuestiones que la conmovían. Gabrielle Reuter podía hablar sobre cosas con las que otras personas se excitaban visiblemente, sin perder ni por un momento su sereno porte. "Exultante hasta el cielo, apesadumbrada hasta la muerte", éste era, en efecto, su sentimiento interior, pero permanecía en el alma y no se reflejaba en sus palabras. Gabrielle Reuter ponía mucho énfasis en lo que decía, pero no lo hacía con la voz, sino con el alma. Creo que este arte de mantener la articulación enteramente en el alma, mientras la conversación audible fluye uniformemente, era peculiar de ella, y me parece que al escribir ha desarrollado este arte único en su encantador estilo.

La admiración que se sentía por Gabrielle Reuter en el círculo de los Olden era algo inexpresablemente hermoso. Hans Olden me dijo muchas veces muy solemnemente: "Esta mujer es grande. Ojalá yo también -añadió- pudiera elevarme a tal altura y exponer ante el mundo exterior lo que se mueve en el fondo de mi alma!".

Este círculo participaba a su manera en los asuntos del Goethe de Weimar. En un tono irónico, pero nunca de burla frívola, y sin embargo a menudo estéticamente airado, el "presente" juzgaba aquí al "pasado". Olden trabajaba todo un día ante su máquina de escribir después de una reunión de Goethe para escribir un relato de la experiencia que, según su sentir, diera el juicio de un hombre de mundo sobre los profetas de Goethe.

En este tono cayó pronto también el otro hombre del mundo, Otto Erich Hartleben. Rara vez faltaba a una reunión de Goethe. Sin embargo, al principio nunca supe por qué acudía.

Conocí a Otto Erich Hartleben en el círculo de periodistas, teatreros y escritores que se reunían las noches de las fiestas de Goethe en el Hotel Chemnitius, aparte de las celebridades eruditas. Enseguida comprendí por qué estaba sentado allí. Se encontraba en su elemento cuando podía entretenerse en conversaciones como las que entonces eran habituales. Allí permanecía largo rato. No podía marcharse. Así fue como me encontré una vez con él y con otros. A la mañana siguiente, los demás estábamos "por necesidad" en la reunión de Goethe; Hartleben no estaba allí. Pero yo ya me había encariñado con él y me preocupaba su ausencia. Así que al final de la reunión fui a buscarle a su habitación de hotel. Aún dormía. Le desperté y le dije que la reunión principal de la Sociedad Goethe ya había terminado. No entendía por qué había querido participar así en la fiesta de Goethe. Pero me contestó de tal manera que vi que para él era totalmente natural venir a Weimar para asistir a una reunión de Goethe con el fin de dormir durante el programa, pues dormía lo principal por lo que los demás habían venido.

Me acerqué a Otto Erich Hartleben de una manera peculiar. En una de las cenas a las que me he referido hubo una prolongada conversación sobre Schopenhauer. Se habían pronunciado muchas palabras de admiración y de desaprobación hacia el filósofo. Hartleben había permanecido largo rato en silencio. Entonces entró en las tumultuosas revelaciones de la conversación: "La gente se excita con él, pero no significa nada para la vida". Entretanto me miraba con una impotencia infantil; deseaba que le dijera algo, pues había oído que yo estaba ocupado entonces con Schopenhauer. Le dije: "¡A Schopenhauer debo considerarlo un genio de mente estrecha!".

Los ojos de Hartleben brillaron; se inquietó; vació su vaso y llenó otro. En este momento me había encerrado en su corazón; su amistad por mí estaba fijada. "¡Genio de mente estrecha!" - eso le convenía. Podría haber usado la expresión para referirme a cualquier otra personalidad, y para él habría sido lo mismo. Le interesaba profundamente pensar que se pudiera sostener la opinión de que incluso un genio podía ser estrecho de miras.

Para mí las tertulias sobre Goethe eran fatigosas. Pues la mayoría de las personas que se encontraban en Weimar durante estas reuniones estaban en uno u otro círculo, según sus intereses, bien en el de los filólogos discursivos o comensales, bien en el de los coloristas de Olden y Hartleben. Yo tenía que participar en ambos.

Mis intereses me impulsaban en ambas direcciones. Eso iba muy bien ya que las sesiones de uno eran nocturnas y las del otro diurnas. Pero yo no tenía el privilegio de vivir a la manera de Otto Erich. No podía dormir durante las sesiones diurnas. Me encantaban las múltiples facetas de la vida y, en realidad, era tan feliz al mediodía en el círculo del Instituto con Suphan, con quien Hartleben nunca se había relacionado -ya que esto no le atraía-, como por las tardes con Hartleben y sus compañeros de ideas afines.

Durante mis días en Weimar se revelaron a mi mente las tendencias filosóficas de una sucesión de hombres. Porque en el caso de cada uno de ellos, con los que era posible conversar sobre cuestiones del mundo y de la vida, tales conversaciones se desarrollaban en las relaciones íntimas de aquella época. Y muchas personas interesadas en tales conversaciones pasaron por Weimar.

Pasé por estas experiencias durante ese período de la vida en que el alma se inclina fuertemente hacia la vida exterior; cuando debe encontrar su firme unión con esa vida. Para mí las filosofías que allí se expresaban eran un fragmento del mundo exterior. Y me vi obligado a darme cuenta de que incluso hasta entonces había vivido realmente muy poco en contacto con un mundo exterior. Cuando me retiraba de alguna relación viva, entonces siempre me daba cuenta de inmediato de que hasta entonces el único mundo digno de confianza para mí había sido el mundo espiritual, que veía en visión interior. Con ese mundo podía unirme fácilmente. Así que mis pensamientos a menudo tomaban la dirección de decirme a mí mismo cuán difícil había sido para mí el camino a través de los sentidos hacia el mundo exterior durante toda mi infancia y juventud. Siempre me fue difícil fijar en mi memoria los datos externos, por ejemplo, que uno debe asimilar en el reino de la ciencia. Tenía que mirar una y otra vez un objeto natural para saber cómo se llamaba, en qué clase científica de objetos figuraba y cosas por el estilo. Incluso podría decir que el mundo de los sentidos era para mí algo así como una sombra o una imagen. Pasaba ante mi alma en imágenes, mientras que mi relación con lo espiritual tenía siempre el carácter de la realidad.

Todo esto lo experimenté en grado sumo durante los años noventa en Weimar. Entonces estaba dando los últimos toques a mi Filosofía de la Actividad Espiritual. Escribí -así me pareció- los pensamientos que el mundo espiritual me había proporcionado hasta mis treinta años. Todo lo que me había llegado del mundo exterior sólo tenía el carácter de un estímulo.

Esto lo experimenté especialmente en las relaciones vitales con los hombres en Weimar. Discutía cuestiones filosóficas. Tenía que entrar en ellos, en su manera de pensar y en sus inclinaciones emocionales; ellos no entraban en absoluto en lo que yo había experimentado interiormente y seguía experimentando. Entraba con intensidad vital en lo que otros percibían y pensaban; pero no podía hacer que mi propia actividad espiritual interior fluyera hacia este mundo de experiencias. En mi propio ser tenía que permanecer siempre atrás, dentro de mí mismo. En efecto, mi mundo estaba separado, como por un delgado tabique, de todo el mundo exterior.

En mi alma vivía en un mundo que lindaba con el mundo exterior, pero siempre tenía que cruzar una frontera si quería tener algo que ver con el mundo exterior. Mantenía las relaciones más vitales con los demás, pero en todos los casos tenía que salir de mi mundo, como a través de una puerta, para participar en esas relaciones. Me parecía que cada vez que entraba en el mundo exterior estaba haciendo una visita. Sin embargo, esto no me impedía entregarme a la participación más vital con aquel a quien visitaba de este modo; de hecho, me sentía completamente en casa mientras realizaba tal visita.

Así sucedía con las personas, y así también con los conceptos del mundo. Me gustaba ir a Suphan; me gustaba ir a Hartleben. Suphan nunca fue a Hartleben; Hartleben nunca fue a Suphan. Ninguno podía entrar en las formas características de pensar y sentir del otro. Con Suphan, y también con Hartleben, me sentía como en casa. Pero ni Suphan ni Hartleben venían realmente a mí. Incluso cuando venían a mí, seguían siendo ellos mismos. En mi mundo espiritual no podían, en la experiencia real, hacer ninguna visita. Percibí ante mi mente las más variadas concepciones del mundo: la científico-natural, la idealista y muchos matices de cada una de ellas. Sentía el impulso de entrar en ellos, de moverme en ellos; pero en mi mundo espiritual no arrojaban ninguna luz. Para mí eran fenómenos que se presentaban ante mí, no realidades en las que hubiera podido vivir verdaderamente.

Así fue en mi alma cuando la vida me puso en contacto inmediato con conceptos del mundo como los de Haeckel y Nietzsche. Me di cuenta de su relativa corrección. Con mi actitud mental nunca podría tratarlos como para decir "Esto está bien; aquello está mal". En ese caso habría sentido lo que había de vital en ellos como algo ajeno a mí. Pero no encontré uno más ajeno que el otro; porque me sentía en casa sólo en el mundo espiritual de mi percepción, y podía sentirme como en casa en cualquier otro.

Cuando describo así la cosa, puede parecer como si todo fuera para mí fundamentalmente una cuestión de indiferencia. Pero no era así en absoluto. En este asunto tenía un sentimiento completamente diferente. Era consciente de una plena participación en el otro, porque no me distanciaba de él por el hecho de llevar conmigo lo mío, tanto en el juicio como en el sentimiento.

Mantuve, por ejemplo, innumerables conversaciones con Otto Harnach, el dotado autor de 'Goethe en la época de su maduración', que venía a menudo en aquella época a Weimar, pues trabajaba en los estudios de arte de Goethe. Este hombre, que más tarde se vio envuelto en una terrible tragedia, me encantó. Podía ser totalmente Otto Harnach mientras hablaba con él. Recibía sus pensamientos, entraba en ellos como visitante -en el sentido que he indicado- y, sin embargo, como en casa. Ni siquiera se me ocurrió invitarle a visitarme. Sólo podía vivir solo. Estaba tan metido en su propio pensamiento que sentía como algo ajeno a él todo lo que no era suyo. Sólo habría podido escuchar hablar de mi mundo de tal manera que lo habría tratado como la "cosa en sí" kantiana que se encuentra al otro lado de la conciencia humana. Me sentí espiritualmente obligado a tratar su mundo de tal manera que no tenía que relacionarme con él al modo kantiano, sino que debía llevar mi conciencia hasta él.

De este modo viví no sin peligros y dificultades espirituales. Quien se aleja de todo lo que no concuerda con su manera de pensar, no se dejará imponer por la relativa corrección de las diversas concepciones del mundo. Puede experimentar sin reservas la fascinación de lo que se piensa en una determinada dirección. De hecho, esta fascinación del intelectualismo está ahora en la vida de muchas personas. Se adaptan fácilmente a un pensamiento muy diferente del suyo. Pero quien posee un mundo de visión, tal como debe ser el mundo espiritual, tal persona ve la corrección de varios "puntos de vista"; y debe estar constantemente en guardia dentro de su alma para no ser demasiado fuertemente atraído hacia un lado u otro.

Pero uno llega a ser consciente del "ser del mundo exterior" si puede entregarse a él con amor y, sin embargo, debe volver siempre al mundo interior del espíritu. Pero en este proceso también se aprende a vivir realmente en lo espiritual. Los diversos "puntos de vista" intelectuales se repudian mutuamente; la visión espiritual ve en ellos simplemente "puntos de vista". Visto desde cada uno de ellos, el mundo aparece de manera diferente. Es como si uno fotografiara una casa desde varios lados. Las fotos son diferentes; la casa es la misma. Si uno pasea por la casa real recibe una impresión completa. Si uno se sitúa realmente en el mundo espiritual, permite la "corrección" de un punto de vista. Uno considera una impresión fotográfica desde un "punto de vista" como algo "correcto". Entonces uno se pregunta sobre la corrección y el significado del punto de vista.

Fue de esta manera como tuve que acercarme a Nietzsche, y también a Haeckel. Me parecía que Nietzsche fotografiaba el mundo desde un punto de vista al que se veía abocada una personalidad humana profunda en la segunda mitad del siglo XIX si tenía que vivir sólo del contenido espiritual de esa época, si la percepción de lo espiritual no irrumpía en su conciencia y, sin embargo, su voluntad en el subconsciente se esforzaba con una fuerza inusitada hacia lo espiritual. Tal era la imagen de Nietzsche que vivía en mi alma; me mostraba la personalidad que no percibía lo espiritual, pero en la que el espíritu luchaba contra las opiniones poco espirituales de la época.

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