GA018 Berlín, 1914 - Enigmas de la filosofía- El mundo como ilusión

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ENIGMAS 
DE LA
FILOSOFIA

RUDOLF STEINER

 No es una "historia de la filosofía", aunque el enfoque sea histórico. Es una revisión de las concepciones históricas y actuales del mundo.

El mundo como ilusión

Además de la corriente conceptual del mundo que, a través de la idea de evolución, quiere llevar a la unidad completa la concepción de los fenómenos de la naturaleza y la del espíritu, existe otra que expresa su oposición en la forma más fuerte posible. Esta corriente procede también de la ciencia natural. Sus adeptos se preguntan: "¿En qué nos basamos cuando construimos un concepto del mundo por medio del pensar? Oímos, vemos y tocamos el mundo físico gracias a los sentidos. Luego pensamos en los hechos que nos proporcionan nuestros sentidos sobre ese mundo. En consecuencia, formamos nuestros pensamientos sobre el mundo a partir del testimonio de los sentidos. Pero, ¿Son realmente fiables las afirmaciones de nuestros sentidos?".

Consultemos observaciones reales. El ojo nos transmite los fenómenos de la luz. Decimos que un objeto nos envía luz roja cuando el ojo tiene la sensación de rojo. Pero el ojo también nos transmite sensaciones de luz en otros casos. Cuando es empujado o presionado, o cuando una corriente eléctrica fluye por nuestra cabeza, el ojo también tiene sensaciones de luz. Por lo tanto, es posible que en los casos en los que tenemos la sensación de un cuerpo emisor de luz, pueda ocurrir algo en ese objeto que no tenga ninguna semejanza con nuestra sensación de luz. Sin embargo, el ojo nos transmitiría luz.

El fisiólogo Johannes Mueller (1801-58) partiendo de estos hechos sacó la conclusión de que lo que el hombre tiene como sensación real no depende de los procesos externos, sino de su organismo. Nuestros nervios nos transmiten sensaciones. Así como no tenemos la sensación del cuchillo que nos corta, sino un estado de nuestros nervios que se nos aparece como dolor, tampoco tenemos una sensación del mundo externo cuando algo se nos aparece como luz. Entonces, lo que realmente tenemos es un estado de nuestro nervio óptico. Pase lo que pase en el exterior, el nervio óptico traduce este acontecimiento externo en la sensación de luz. "La sensación no es un proceso que transmite una cualidad o un estado de un objeto externo a nuestra conciencia, sino que transmite a nuestra conciencia una cualidad, un estado de nuestros nervios causado por un acontecimiento externo. A esto Johannes Mueller lo llamó "la ley de las energías sensoriales específicas". Si esto es correcto, entonces nuestras observaciones no contienen nada del mundo externo, sino sólo la suma de nuestras propias condiciones internas. Lo que percibimos no tiene nada que ver con el mundo exterior; es un producto de nuestro propio organismo. En realidad, sólo percibimos lo que hay en nosotros.

Científicos naturales de gran renombre consideraron este pensamiento como una base irrefutable de su concepción del mundo. Hermann Helmholtz (1821-94) lo consideraba como el pensamiento kantiano, que todo nuestro conocimiento se refería sólo a procesos dentro de nosotros mismos, no a las cosas en sí mismas-, traducido al lenguaje de la ciencia natural (compárese el Vol. I de este libro). Helmholtz era de la opinión de que el mundo de nuestras sensaciones nos suministra meramente los signos de los procesos físicos del mundo exterior.
Me he convencido de que es necesario formular los vínculos entre la sensación y su objeto declarando que la sensación no es más que el signo del efecto del objeto. La naturaleza del signo sólo exige que se dé siempre el mismo signo al mismo objeto. Más allá de este requisito, no hay más similitud necesaria entre la sensación y su objeto que entre la palabra hablada y el objeto que denotamos con ella. Ni siquiera podemos llamar imágenes a nuestras impresiones sensoriales, pues una imagen representa lo mismo por lo mismo. En una estatua representamos una forma corporal mediante otra forma corporal; en un dibujo expresamos la perspectiva de un objeto mediante la misma perspectiva en el cuadro; en una pintura representamos el color mediante el color.
Nuestras sensaciones, por lo tanto, deben diferir más de los acontecimientos que representan que las imágenes de los objetos que representan. En nuestra imagen sensorial del mundo no tenemos nada objetivo, sino un elemento completamente subjetivo, que nosotros mismos producimos bajo el estímulo de los efectos de un mundo exterior que nunca penetra en nosotros. Este modo de concepción es apoyado desde otro lado por la visión del físico de los fenómenos de la sensación. Un sonido que oímos atrae nuestra atención hacia un cuerpo del mundo exterior, cuyas partes se encuentran en cierto estado de movimiento. Una cuerda tensada vibra y oímos un tono. La cuerda transmite las vibraciones al aire. Se propagan y llegan a nuestro oído; se nos transmite la sensación de un tono. El físico investiga las leyes según las cuales las partículas físicas del exterior se mueven mientras oímos esos tonos. Comprueba que la sensación tonal subjetiva se basa en el movimiento objetivo de las partículas físicas. El físico observa relaciones similares con respecto a las sensaciones de la luz. La luz también se basa en el movimiento, sólo que este movimiento no es transmitido por las partículas vibrantes del aire, sino por las vibraciones del éter, la materia más fina que llena todo el espacio del universo. Por cada cuerpo emisor de luz, el éter se pone en estado de vibraciones ondulatorias que se propagan y se encuentran con la retina de nuestro ojo y excitan el nervio óptico, que produce entonces la sensación de luz en nuestro interior. Lo que en nuestra imagen del mundo aparece como luz y color es movimiento exterior en el espacio. Schleiden expresa este punto de vista con las siguientes palabras:

La luz fuera de nosotros en la naturaleza es movimiento del éter. Un movimiento puede ser lento y rápido; puede tener tal o cual dirección, pero evidentemente no tiene sentido hablar de luz u oscuridad, de movimiento verde o rojo. En resumen, fuera de nosotros mismos, fuera de los seres que tienen la sensación, no existen ni la luz ni la oscuridad, ni los colores.
El físico expulsadel mundo exterior  los colores y la luz porque sólo encuentra movimiento en él. El fisiólogo se siente obligado a relegarlos al alma porque opina que el nervio sólo indica su propio estado de irritación, independientemente de lo que lo haya podido excitar. El punto de vista que se da con estos presupuestos está agudamente delineado por Hippolyte Taine (1828-93) en su libro La razón. La percepción externa no es, según su opinión, más que alucinación. Una persona que, bajo la influencia de la alucinación, percibe un cráneo de muerte a tres pasos delante de ella, tiene exactamente la misma percepción que alguien que recibe los rayos de luz enviados por un cráneo real. Se trata del mismo fantasma interior que existe en nosotros independientemente de que nos enfrentemos a una calavera real o de que tengamos una alucinación. La única diferencia entre una percepción y la otra es que en un caso la mano extendida hacia el objeto agarrará aire vacío, mientras que en el otro caso encontrará alguna resistencia sólida. El sentido del tacto apoya entonces al sentido de la vista. Pero, ¿Este apoyo representa realmente un testimonio irrefutable? Lo que es correcto para un sentido también es válido para el otro. Las sensaciones del tacto también pueden resultar ser alucinaciones.

El anatomista Henle expresa la misma opinión en sus Conferencias antropológicas (1876) de la siguiente manera:

Todo aquello a través de lo cual creemos estar informados acerca de un mundo externo consiste meramente en formas de nuestra conciencia para las cuales el mundo externo suministra meramente la causa excitante, el estímulo, en el lenguaje de los fisiólogos. El mundo exterior no tiene colores, tonos ni sabores. Lo que realmente contiene sólo lo aprendemos indirectamente o no lo aprendemos en absoluto. El cómo afecte el mundo externo a un sentido, simplemente lo deducimos de su comportamiento hacia los otros sentidos. Por ejemplo, en el caso de un tono, podemos ver las vibraciones del diapasón con los ojos y sentirlas con los dedos. La naturaleza de ciertos estímulos, que sólo se revelan a un sentido, como, por ejemplo, los estímulos del sentido del olfato, sigue siendo inaccesible para nosotros. El número de las propiedades de la materia depende del número y de la agudeza de los sentidos. Quien carece de un sentido pierde un grupo de propiedades sin posibilidad de recuperarlas. Una persona que tuviera un sentido de más dispondría de un órgano para captar cualidades de las que no tenemos más idea que la que pueda tener el ciego del color.
Si echamos un vistazo a la literatura fisiológica de la segunda mitad del siglo XIX, veremos que este punto de vista de la naturaleza subjetiva de la imagen del mundo de nuestras percepciones se ha ido aceptando cada vez más. Una y otra vez nos encontramos con variaciones del pensamiento expresado por J. Rosenthal en su Fisiología general de músculos y nervios (1877). "Las sensaciones que recibimos a través de impresiones externas no dependen de la naturaleza de estas impresiones, sino de la naturaleza de nuestras células nerviosas. No tenemos ninguna sensación de lo que ejerce su efecto sobre nuestro cuerpo, sino sólo de los procesos de nuestro cerebro."

Hasta qué punto puede decirse que nuestra imagen subjetiva del mundo nos da una indicación del mundo externo objetivo, lo expresa Helmholtz en su Óptica fisiológica:

No tiene sentido preguntarse si el cinabrio es realmente rojo tal como lo vemos o si se trata sólo de un engaño sensorial. Alguien con ceguera para el rojo verá el cinabrio como negro o en un tono amarillo-gris oscuro; ésta es también una reacción correcta para la naturaleza especial de su ojo. Sólo debe saber que su ojo es diferente del de otras personas. En sí misma, una sensación no es ni más ni menos correcta o incorrecta que la otra, aunque las personas que ven el rojo tengan a la gran mayoría de su lado. El color rojo del cinabrio sólo existe en la medida en que la mayoría de los hombres tienen ojos de naturaleza similar. Se puede decir con exactamente el mismo derecho que es una cualidad del cinabrio ser negro para los ciegos al rojo. Sin embargo, la cuestión es distinta si sostenemos que la longitud de onda de la luz que refleja el cinabrio tiene una longitud determinada. Esta afirmación, que podemos hacer sin referencia a la naturaleza especial de nuestro ojo, sólo se refiere a las relaciones de la sustancia y los diversos sistemas de ondas de éter.
Es evidente que para tal concepción todos los fenómenos del mundo se dividen en dos partes completamente separadas, en un mundo de movimientos que es independiente de la naturaleza especial de nuestra facultad de percepción, y un mundo de estados subjetivos que están allí sólo dentro de los sujetos que perciben. El fisiólogo Du Bois-Reymond (1818-96) expresó este punto de vista con agudeza en su conferencia "Sobre los límites de la ciencia natural", que pronunció en la cuadragésima quinta asamblea de naturalistas y médicos alemanes, celebrada el 14 de agosto de 1872 en Leipzig. La ciencia natural es la reducción de los procesos que percibimos en el mundo a los movimientos de las partículas físicas más pequeñas de una "disolución de los procesos naturales en la mecánica de los átomos", ya que es un "hecho psicológico de la experiencia que, allí donde tal disolución tiene éxito", nuestra necesidad de explicación queda por el momento satisfecha. Además, es un hecho conocido que nuestro sistema nervioso y nuestro cerebro son de naturaleza material. Los procesos que tienen lugar en ellos también pueden ser sólo procesos de movimiento. Cuando las ondas sonoras o luminosas se transmiten a mis órganos sensoriales y de ahí a mi cerebro, también pueden ser aquí nada más que movimientos. Sólo puedo decir que en mi cerebro tiene lugar un cierto proceso de movimiento, y tengo simultáneamente la sensación "rojo". Pues si no tiene sentido decir del cinabrio que es rojo, no lo tiene menos decir de un movimiento de las partículas cerebrales que es brillante u oscuro, verde o rojo. "Mudo y oscuro en sí mismo, es decir, sin cualidades", así es el mundo según la visión que se ha obtenido a través de la concepción científica natural, la cual....

...conoce en lugar del sonido y de la luz sólo vibraciones de una materia fundamental sin propiedades que ahora puede ser pesada y luego es imponderable. . . . La palabra mosaica "Y hubo luz" es fisiológicamente incorrecta. La luz surgió sólo cuando la primera mancha ocular roja de los infusorios diferenció por primera vez entre luz y oscuridad. Sin la sustancia del sentido óptico y auditivo este mundo, que brilla en colores y resuena a nuestro alrededor, sería oscuro y silencioso. (Límites de la ciencia natural.)

A través de los procesos en la sustancia de nuestros sentidos óptico y auditivo un mundo resonante y colorido es, según este punto de vista, mágicamente llamado a la existencia. El mundo oscuro y silencioso es físico; el sonoro y colorido es psíquico. ¿Cómo surge este último del primero? ¿Cómo se transforma el movimiento en sensación? Aquí es donde nos encontramos, según Du Bois-Reymond, con uno de los "límites de la ciencia natural". En nuestro cerebro y en el mundo exterior sólo hay movimientos; en nuestra alma, aparecen sensaciones. Nunca podremos comprender cómo lo uno puede surgir de lo otro.
A primera vista parece como si, mediante el conocimiento de los procesos materiales del cerebro, pudieran hacerse comprensibles determinados procesos y capacidades latentes. Estoy pensando en nuestra memoria, la corriente de la asociación de nuestras imágenes de pensamiento, el efecto del ejercicio, talentos específicos y así sucesivamente. Pero un poco de concentración en este punto nos dice que este punto de vista es un error. Sólo aprenderíamos algo referente a las condiciones internas de nuestra vida mental que son aproximadamente de la misma naturaleza que nuestras impresiones sensoriales, pero no aprenderíamos nada que explicase cómo la vida mental llega a existir a través de estas condiciones. ¿Qué conexiones posibles puede haber entre ciertos movimientos de ciertos átomos en mi cerebro, por una parte, y, por otra, tales hechos innegables e indefinibles expresados por las palabras: Siento dolor; estoy encantado; pruebo algo dulce, huelo el aroma de las rosas, oigo el sonido de un órgano, veo rojo, y también la certeza que se sigue inmediatamente de todo esto, Por lo tanto, soy. Es del todo incomprensible que no sea una cuestión de perfecta indiferencia para un número de átomos de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, etc., cuál es su posición y cómo se mueven, cómo ha sido y cómo será.

No hay puente para nuestro conocimiento que lleve del movimiento a la sensación. Este es el credo de Du Bois-Reymond. Desde el movimiento en el mundo material no podemos llegar al mundo psíquico de las sensaciones. Sabemos que la sensación surge de la materia en movimiento, pero no sabemos cómo es posible. Además, en el mundo del movimiento no podemos ir más allá del movimiento. Por nuestras percepciones subjetivas podemos señalar ciertas formas de movimientos porque podemos inferir el curso de estos movimientos a partir del proceso de nuestras percepciones, pero no tenemos ninguna concepción de qué es lo que se está moviendo fuera en el espacio. Decimos que la materia se mueve. Seguimos sus movimientos mientras observamos las reacciones de nuestras sensaciones, pero como no observamos el objeto en movimiento sino sólo un signo subjetivo de él, nunca podemos saber qué es la materia. Du Bois-Reymond opina que podríamos resolver el enigma de la sensación si se desvelara el enigma de la materia. Si supiéramos qué es la materia, probablemente también sabríamos cómo produce sensaciones, pero ambos enigmas son inaccesibles a nuestro conocimiento. Du Bois-Reymond quiso poner en jaque a quienes querían ir más allá de este límite con estas palabras: "Que prueben la única alternativa que queda, a saber, el supranaturalismo, pero que estén seguros de que la ciencia termina donde empieza el supranaturalismo".
Los resultados de la ciencia natural moderna son dos opuestos muy marcados. Uno de ellos es la corriente del monismo. Da la impresión de penetrar directamente desde la ciencia natural hasta los problemas más significativos de la concepción del mundo. La otra se declara incapaz de ir más allá, con los medios de la ciencia natural, de la idea de que a un determinado estado subjetivo corresponde un determinado proceso de movimiento. Los representantes de ambas corrientes se oponen con vehemencia. Du Bois-Reymond rechazó la Historia de la Creación de Haeckel por considerarla una ficción (compárese el discurso de Du Bois-Reymond, Darwin contra Galiani). Los árboles ancestrales que Haeckel construye basándose en la anatomía comparada, la ontogenia y la paleontología le parecen a Du Bois-Reymond de "aproximadamente el mismo valor que tienen los árboles ancestrales de los héroes homéricos a los ojos de la crítica histórica". Haeckel, por su parte, considera la opinión de Du Bois-Reymond como un diletantismo acientífico que naturalmente debe dar apoyo a las concepciones reaccionarias del mundo. El júbilo de los espiritualistas por el "Discurso de limitación" de Du Bois-Reymond fue tanto más resonante y justificado, cuanto que Du Bois-Reymond había sido considerado hasta entonces un importante representante del principio del materialismo científico.

Lo que cautiva a mucha gente en la idea de dividir el mundo dualísticamente en procesos externos de movimiento y procesos internos, subjetivos, de sensación y percepción, es la posibilidad de una aplicación de las matemáticas a los procesos externos. Si se supone que existen partículas materiales (átomos) con energías, se puede calcular de qué manera tienen que moverse esos átomos bajo la influencia de esas energías. Lo que resulta tan atractivo en la astronomía con sus métodos de cálculos estrictos se traslada a los elementos más pequeños. El astrónomo determina el movimiento de los cuerpos celestes calculando las leyes de la mecánica de los cielos. En el descubrimiento del planeta Neptuno experimentamos un triunfo de la mecánica de los cielos. También se pueden reducir los movimientos que tienen lugar en el mundo exterior cuando oímos un tono y vemos un color a leyes que rigen los movimientos de los cuerpos celestes. Es posible que en el futuro seamos capaces de calcular el movimiento que se produce en nuestro cerebro cuando formamos el juicio "dos por dos son cuatro". El momento en que se haya calculado todo lo que puede expresarse en fórmulas matemáticas será aquel en que el mundo se haya explicado matemáticamente. Laplace ha dado una cautivadora descripción del ideal de tal explicación del mundo en su Essai Philosophique sur les Probabilités (1814):
Una mente que conociera en un momento dado todas las fuerzas que activan la naturaleza, así como la posición mutua de las entidades de que se compone la naturaleza, si su poder de comprensión fuera suficiente, comprendería en la misma fórmula los movimientos del cuerpo celeste más grande y del átomo más ligero. Nada sería incierto para tal mente, y tanto el futuro como el pasado estarían dentro del alcance de su conocimiento perfecto e inmediato. El poder de razonamiento del hombre ofrece, con la perfección que ha dado a la astronomía, una débil imitación de tal mente.

Du Bois-Reymond dice en relación con estas palabras:

Como el astrónomo predice el día en que un cometa resurge de la profundidad del espacio mundial después de años en el firmamento del cielo, así esta mente leería en su cálculo el día en que la cruz griega brillará desde la mezquita de Santa Sofía y en que Inglaterra quemará su último carbón.
No cabe duda de que ni el más perfecto conocimiento matemático de un proceso de movimiento me aclararía la cuestión de por qué este movimiento se me aparece como un color rojo. Cuando una bola golpea a otra, podemos explicar la dirección de la segunda bola, pero no podemos determinar así cómo un determinado movimiento produce el color rojo. Lo único que podemos decir es que cuando se da un determinado movimiento, también se da un determinado color. Si bien podemos explicar, aparentemente, por oposición a meramente describir, lo que puede determinarse mediante el cálculo, no podemos ir más allá de una mera descripción en nada que desafíe al cálculo.

Gustav Robert Kirchhoff (1824-87) hizo una confesión significativa cuando, en 1874, definió la tarea de la mecánica: "Consiste en describir de la manera más completa y sencilla los movimientos que se producen en la naturaleza". La mecánica aplica las matemáticas. Kirchhoff confiesa que con la ayuda de las matemáticas no se puede obtener más que una descripción completa y sencilla de los procesos de la naturaleza.

Para aquellas personalidades que exigen de una explicación algo esencialmente más que una simple descripción según ciertos puntos de vista, la confesión de Kirchhoff podría servir como confirmación de su creencia de que existen "límites a nuestro conocimiento de la naturaleza." Refiriéndose a Kirchhoff, Du Bois-Reymond alaba la sabia reserva del maestro, que caracteriza la tarea de la mecánica como la de describir los movimientos de los cuerpos, y la sitúa en contraste con Ernst Haeckel, que "habla de las almas de los átomos."
Un intento importante de basar su concepción del mundo en la idea de que todas nuestras percepciones no son más que el resultado de nuestro propio organismo lo realizó Friedrich Albert Lange (1828-73) con su Historia del materialismo (1864). Tenía la audacia y la coherencia del pensamiento que no se deja bloquear por ningún obstáculo, sino que sigue su concepción fundamental hasta su última conclusión. La fuerza de Lange residía en un carácter enérgico que se expresaba en muchas direcciones. La suya era una personalidad capaz de emprender muchas cosas, y tenía capacidad suficiente para llevarlas a cabo.
Una empresa importante fue su renovación de la concepción de Kant de que, con el apoyo de la ciencia natural moderna, percibimos las cosas no como ellas lo exigen, sino como lo exige nuestro organismo. Lange no produjo realmente ninguna concepción nueva, pero arrojó una luz en mundos de pensamiento dados que es rara por su brillantez. Nuestro cerebro, nuestro organismo, en conexión con nuestros sentidos, produce el mundo de las sensaciones. Veo "azul" o siento "dureza" porque estoy organizado de esta manera concreta. Combino las sensaciones en objetos. Combinando las sensaciones de "blanco" y "blando", etc., produzco, por ejemplo, la concepción de la cera. Cuando sigo mis sensaciones con mis pensamientos, no me muevo en el mundo externo. Mi intelecto produce conexiones dentro del mundo de mis sensaciones según las leyes de mi razón. Cuando he visto que las cualidades que percibo en un cuerpo presuponen una materia con leyes de movimiento, tampoco salgo de mí mismo. Descubro que me veo obligado, a través de mi organismo, a añadir a mis sensaciones los pensamientos de los procesos de movimiento.

El mismo mecanismo que produce nuestras sensaciones produce también nuestra concepción de la materia. La materia, igualmente, no es más que un producto de mi organismo, al igual que el color y el tono. Incluso cuando hablamos de las cosas en sí mismas, debemos ser claramente conscientes del hecho de que no podemos ir más allá de nuestro propio reino. Estamos tan organizados que no podemos ir más allá de nosotros mismos. Incluso lo que está más allá de nuestro ámbito sólo puede representársenos a través de nuestra concepción. Nos damos cuenta de que nuestro mundo tiene un límite. Argumentamos que debe haber algo más allá del límite que provoca sensaciones en nosotros. Pero sólo podemos llegar hasta ese límite, incluso hasta el límite que nosotros mismos nos fijamos, porque no podemos ir más allá. "Un pez puede nadar en el agua del estanque, no en la tierra, pero puede golpearse la cabeza contra el fondo y las paredes". Del mismo modo, vivimos en el ámbito de nuestras concepciones y sensaciones, pero no en el de las cosas externas. Sin embargo, chocamos contra un límite en el que no podemos ir más allá, en el que no podemos decir más que más allá está lo desconocido. Todas las concepciones que producimos acerca de este desconocido son injustificadas, porque no podemos hacer otra cosa que relacionar las concepciones que hemos obtenido en nuestro interior con lo desconocido. Si quisiéramos hacer esto, no seríamos más sabios que un pez que dijera: "Aquí no puedo ir más lejos. Por lo tanto, quiero ir a otro tipo de agua en la que intentaré nadar de otra manera". Pero el hecho es que el pez sólo puede nadar en el agua y en ninguna otra parte.
Esto se complementa con otro pensamiento que pertenece a la primera línea de razonamiento. Lange, como espíritu de un inexorable deseo de coherencia, los enlaza. ¿En qué situación me encuentro cuando me contemplo a mí mismo? ¿No estoy tan sujeto a las leyes de mi propio organismo como lo estoy cuando considero otra cosa? Mi ojo observa un objeto. Sin ojo no hay color. Creo que hay un objeto delante de mí, pero al observarlo más detenidamente descubro que es mi ojo, es decir, yo mismo, el que produce el objeto. Ahora dirijo mi observación hacia mi ojo. ¿Puedo hacerlo de otro modo que no sea por medio de mis órganos? La concepción que obtengo de mí mismo, ¿no es también sólo mi idea? El mundo de los sentidos es el producto de nuestro organismo. Nuestros órganos visibles son, como todas las demás partes del mundo fenoménico, sólo imágenes de un objeto desconocido. Nuestra organización real nos es, pues, tan desconocida como los objetos del mundo exterior. Lo que tenemos ante nosotros no es más que el producto de ambos. Afectados por un mundo desconocido a través de un yo desconocido, producimos un mundo de conceptos que es todo lo que tenemos a nuestra disposición.

Lange se plantea la pregunta: ¿Adónde conduce un materialismo consecuente? Dejemos que todas nuestras conclusiones mentales y percepciones sensoriales sean producidas por la actividad de nuestro cerebro, que está ligado a condiciones materiales, y de nuestros órganos sensoriales, que también son materiales. Nos enfrentamos entonces a la necesidad de investigar nuestro organismo para ver cómo funciona, pero sólo podemos hacerlo por medio de nuestros órganos. No hay color sin ojo, pero tampoco hay ojo sin ojo.

El punto de vista consecuentemente materialista se invierte inmediatamente en uno consecuentemente idealista. No hay que suponer ninguna ruptura en nuestra naturaleza. No debemos atribuir algunas funciones de nuestro ser a una naturaleza física y otras a una espiritual, sino que estamos justificados para suponer condiciones físicas para todo, incluido el mecanismo de nuestro pensamiento, y no debemos descansar hasta haberlas encontrado. Pero estamos igualmente justificados si consideramos como meras imágenes del mundo realmente existente, no sólo el mundo externo tal como se nos aparece, sino también los órganos con los que aprehendemos este mundo. El ojo con el que creemos ver es en sí mismo sólo un producto de nuestra imaginación. Cuando descubrimos que nuestras imágenes visuales son producidas por la estructura y la función del ojo, nunca debemos olvidar que el ojo con todos sus artilugios -el nervio óptico así como el cerebro y las estructuras que todavía podemos descubrir en él como causas de nuestro pensamiento- son sólo ideas que, sin duda, forman un mundo coherente e interconectado en sí mismo, pero meramente un mundo que apunta más allá de sí mismo. . Los sentidos nos suministran, como dice Helmholtz, los efectos de las cosas, no imágenes fieles, y ciertamente no las cosas mismas. Entre estos efectos se encuentran también los sentidos mismos, así como el cerebro y los movimientos moleculares que en él se suponen. (Historia del materialismo, 1887.)

Lange, por tanto, supone un mundo más allá de nuestro mundo que puede consistir en las cosas en sí o que puede incluso no tener nada que ver con esta "cosa en sí", ya que incluso este concepto, que formamos en el límite de nuestro propio reino, pertenece meramente al mundo de nuestras ideas.

La concepción del mundo de Lange conduce, pues, a la opinión de que sólo tenemos un mundo de ideas. Este mundo, sin embargo, nos obliga a reconocer algo más allá de su propia esfera. Además, es completamente incapaz de revelar nada acerca de ese algo. Esta es la concepción del mundo de la ignorancia absoluta, del agnosticismo.

Lange está convencido de que todo esfuerzo científico que no se limite a la evidencia de los sentidos y al intelecto lógico que combina estos elementos de evidencia debe permanecer infructuoso. Que los sentidos y el intelecto juntos, sin embargo, no nos proporcionan nada más que un resultado de nuestro propio organismo, lo acepta como una consecuencia evidente de su análisis del origen del conocimiento. El mundo es para él fundamentalmente un producto de la ficción de nuestros sentidos y de nuestro intelecto. Debido a esta opinión, nunca se plantea la cuestión de la verdad con respecto a las ideas. Una verdad que pudiera iluminarnos sobre la esencia del mundo no es reconocida por Lange. Cree que ha conseguido un camino abierto para las ideas y los ideales que se forman en la mente humana y que lo ha logrado por el hecho mismo de que ya no siente la necesidad de atribuir ninguna verdad al conocimiento de los sentidos y el intelecto. Sin vacilar, consideraba que todo lo que iba más allá de la observación sensorial y la combinación racional era mera ficción. No importa lo que pensaran los filósofos idealistas sobre la naturaleza de los hechos, para él pertenecía al reino de la ficción poética. 

A través de este giro que Lange dio al materialismo surgió necesariamente la pregunta: ¿Por qué no habrían de ser válidas las creaciones imaginativas superiores si incluso los sentidos son creativos? ¿Cuál es la diferencia entre estos dos tipos de creación? Un filósofo que piensa así debe tener una razón para admitir ciertos conceptos que es muy diferente de la razón que influye en un pensador que reconoce un concepto porque piensa que es verdadero. Para Lange, esta razón viene dada por el hecho de que un concepto tenga valor para la vida. Para él, la cuestión no es si un concepto es verdadero o no, sino si es valioso para el hombre. Una cosa, sin embargo, debe reconocerse claramente: Que yo vea una rosa como roja, que relacione el efecto con la causa, es algo que tengo en común con todas las criaturas dotadas del poder de la percepción y del pensar. Mis sentidos y mi razón no pueden producir ningún valor adicional, pero si voy más allá del producto imaginativo de los sentidos y la razón, entonces ya no estoy vinculado a la organización de toda la especie humana. Schiller, Hegel y cualquier Tom, Dick y Harry ven una flor de la misma manera. Lo que Schiller teje en imaginación poética alrededor de la flor, lo que Hegel piensa sobre ella, no es imaginado por Tom, Dick y Harry de la misma manera. Pero del mismo modo que Tom, Dick y Harry se equivocan cuando piensan que la flor es una entidad que existe externamente, Schiller y Hegel se equivocarían si tomaran sus ideas por algo más que una ficción poética que satisficiera sus necesidades espirituales. Lo que se crea poéticamente a través de los sentidos y el intelecto pertenece a todo el género humano, y nadie en este sentido puede ser diferente de los demás. Lo que va más allá de la creación de los sentidos y de la razón es asunto del individuo. Sin embargo, Lange concede también a esta creación imaginativa del individuo un valor para todo el género humano, siempre que el creador individual "que la produce sea normal, ricamente dotado y típico en su modo de pensar, y esté, por su fuerza de espíritu, capacitado para ser un líder".

De este modo, Lange cree que puede asegurar al mundo ideal su valor declarando que también el llamado mundo real es un producto de la creación poética. Dondequiera que mire, Lange sólo ve ficción, empezando por el estadio más bajo de la percepción sensorial, donde "el individuo todavía aparece sujeto a las características generales de la especie humana, y culminando con el poder creativo en la poesía."
La función de los sentidos y del intelecto combinatorio, que producen lo que es realidad para nosotros, puede llamarse una función inferior si se las compara con el vuelo del espíritu en las artes creativas. Pero, en general y en su totalidad, estas funciones no pueden clasificarse como una actividad principalmente diferente de la mente. Por poco que nuestra realidad sea una realidad según el deseo de nuestro corazón, es sin embargo la base firme de toda nuestra existencia espiritual. El individuo crece a partir del suelo de la especie, y el proceso general y necesario del conocimiento forma la única base segura para que el individuo se eleve a una concepción estética del mundo. (Historia del materialismo.)
Lo que Lange considera el error del concepto idealista del mundo no es que vaya más allá del mundo de los sentidos y del intelecto con sus ideas, sino que cree poseer en estas ideas algo más que la fantasía poética del pensador individual. Uno debe construirse un mundo ideal, pero debe ser consciente de que este mundo ideal no es más que imaginación poética. Si este idealismo sostiene que es más que eso, el materialismo se alzará una y otra vez con la afirmación: yo tengo la verdad; el idealismo es poesía. Sea así, dice Lange: El idealismo es poesía, pero el materialismo también es poesía. En el idealismo, el individuo es el creador; en el materialismo, la especie. Si ambos son conscientes de su naturaleza, todo está en su sitio: la ciencia de los sentidos y el intelecto que aportan pruebas para toda la especie, así como la poesía de las ideas con todas sus concepciones que son producidas por el individuo y conservan su valor para la raza.
Una cosa es cierta: El hombre tiene necesidad de un mundo ideal creado por él mismo como complemento de la realidad, y las funciones más elevadas y nobles de su espíritu se combinan activamente en tales creaciones. Pero, ¿ha de permitirse que esta libre actividad del espíritu asuma repetidamente la forma engañosa de una ciencia que establece pruebas? Si es así, el materialismo surgirá una y otra vez para destruir las especulaciones más audaces y tratar de satisfacer la exigencia de unidad de la razón con un mínimo de elevación por encima de lo real y efectivamente comprobable. (Historia del materialismo.)

En el pensamiento de Lange, el idealismo completo se combina con una completa renuncia a la verdad misma. El mundo para él es poesía, pero una poesía que no valora menos de lo que lo haría si pudiera reconocerla como realidad.

Así, en el desarrollo de la concepción moderna del mundo pueden distinguirse dos corrientes de marcado carácter científico-natural que se oponen bruscamente entre sí: La corriente monista en la que se movía el modo de concepción de Haeckel, y la dualista, cuyo más enérgico y consecuente defensor fue Friedrich Albert Lange. El monismo considera que el mundo que el hombre puede observar es una realidad verdadera y no duda de que un proceso de pensamiento que depende de la observación también puede obtener conocimientos de significado esencial sobre esta realidad. El monismo no imagina que sea posible agotar la naturaleza fundamental del mundo con unas cuantas fórmulas audazmente pensadas. Procede a medida que sigue los hechos y se forma nuevas ideas respecto a las conexiones de estos hechos. Sin embargo, está convencido de que estas ideas proporcionan el conocimiento de una realidad verdadera. La concepción dualista de Lange divide el mundo en una parte conocida y otra desconocida. Trata la primera parte de la misma manera que el monismo, siguiendo la pista de la observación y del pensamiento reflexivo, pero cree que no se puede saber nada en absoluto sobre el verdadero núcleo esencial del mundo a través de esta observación y a través de este pensamiento. El monismo cree en la verdad de lo real y considera que el mundo humano de las ideas se sustenta mejor si se basa en el mundo de las observaciones. En las ideas e ideales que el monista deriva de la existencia natural, ve algo que satisface plenamente su sentimiento y su necesidad moral. Encuentra en la naturaleza la existencia más elevada, en la que no sólo quiere penetrar con su pensamiento a efectos de conocimiento, sino a la que se entrega con todo su saber y con todo su amor.
En el dualismo de Lange se considera que la naturaleza no es apta para satisfacer las necesidades más elevadas del espíritu. Lange debe suponer para este espíritu un mundo especial de poesía superior que conduce más allá de los resultados de la observación y de su correspondiente pensamiento. Para el monismo, el conocimiento verdadero representa un valor espiritual supremo que, por su verdad, otorga al hombre también el más puro pathos moral y religioso. Para el dualismo, el conocimiento no puede presentar tal satisfacción. El dualismo debe medir el valor de la vida por otras cosas, no por la verdad que pueda producir. Las ideas no son valiosas porque participen de la verdad. Tienen valor porque sirven a la vida en sus formas más elevadas. No se valora la vida por medio de las ideas, sino que se aprecian las ideas por su fecundidad para la vida. No es por el conocimiento verdadero por lo que el hombre se esfuerza, sino por los pensamientos valiosos.
Al reconocer el modo de pensar de la ciencia natural, Friedrich Albert Lange está de acuerdo con el monismo en la medida en que niega los usos de todas las demás fuentes para el conocimiento de la realidad, pero también niega a este modo de pensar toda posibilidad de penetrar en lo esencial de las cosas. Para asegurarse de que él mismo se mueve en tierra firme, recorta las alas de la imaginación humana. Lo que Lange hace de forma tan incisiva corresponde a una inclinación del pensamiento profundamente arraigada en el desarrollo de la concepción moderna del mundo. Esto se muestra con perfecta claridad también en otra esfera del pensamiento del siglo XIX. Este pensamiento desarrolló, a través de diversas etapas, puntos de vista de los que partió Herbert Spencer (1820-1903) al sentar las bases de un dualismo en Inglaterra. El dualismo de Spencer apareció aproximadamente al mismo tiempo que el de Lange en Alemania, que se esforzaba, por un lado, por el conocimiento científico natural del mundo y, por otro, se confesaba agnóstico en lo que respecta a la esencia de las cosas. Cuando Darwin publicó su obra El origen de las especies, pudo elogiar el modo de pensamiento científico natural de Spencer:
El Sr. Herbert Spencer, en un Ensayo (1852), contrastó las teorías de la Creación y de la Evolución de los seres orgánicos con notable habilidad y fuerza. A partir de la analogía de la producción doméstica, de los cambios que sufren los embriones de muchas especies, de la dificultad de distinguir especies y variedades, y del principio de gradación general, argumenta que las especies se han modificado; y atribuye la modificación al cambio de circunstancias. El autor (1855) también ha tratado la Psicología sobre el principio del requisito necesario de cada poder mental y capacidad por gradación. (El origen de las especies, Bosquejo histórico.)

También otros pensadores que seguían el método de la ciencia natural se sintieron atraídos por Spencer porque intentaba explicar toda la realidad desde lo inorgánico hasta lo psicológico en la forma expresada en las palabras de Darwin más arriba. Pero Spencer también está del lado de los agnósticos, de modo que Lange se justifica cuando dice: "Herbert Spencer, cuya filosofía está estrechamente relacionada con la nuestra, cree en un materialismo del mundo fenoménico, cuya justificación relativa, dentro del ámbito de la ciencia natural, encuentra su límite en el pensamiento de un absoluto incognoscible."

Es muy probable que Spencer llegara a su punto de vista a partir de supuestos similares a los de Lange. En Inglaterra le habían precedido pensadores guiados por un doble interés. Querían determinar qué es lo que el hombre posee realmente con su conocimiento, pero también estaban resueltos a no destrozar mediante la duda o la razón la sustancia esencial del mundo. Todos ellos estaban más o menos dominados por el sentimiento que Kant describió cuando dijo: "Tuve que suspender el conocimiento para hacer sitio a la creencia." (Compárese el primer volumen de este libro).
El comienzo del desarrollo de la concepción del mundo del siglo XIX en Inglaterra está marcado por la figura de Thomas Reid (1710-96). La convicción fundamental de este hombre puede expresarse en las palabras de Goethe cuando describe su propia actividad científica como no especulativa: "En último análisis me parece que mi método consiste meramente m las operaciones prácticas y autorrectificadoras del sentido común que se atreve a ejercer su función en una esfera superior." (Compárense las Werke de Goethe, vol. 38, pág. 595 en Deutsche National Literatur de Kürschner). Este sentido común no duda en absoluto de que se enfrenta a cosas y procesos esenciales reales cuando contempla el mundo. Reid cree que una concepción del mundo sólo es viable si mantiene esta visión básica de un sentido común sano. Incluso si se admitiera la posibilidad de que nuestra observación pudiera ser engañosa y de que la verdadera naturaleza de las cosas pudiera ser diferente de la imagen que nos proporcionan nuestros sentidos y nuestro intelecto, no sería necesario prestar atención a tal posibilidad. Sólo nos orientamos en la vida si creemos en nuestra observación; nada más allá de eso nos concierne.

Al adoptar este punto de vista, Reid está convencido de que puede llegar a verdades realmente satisfactorias. No intenta obtener una concepción de las cosas mediante complicadas operaciones de pensamiento, sino que quiere alcanzar su objetivo remontándose a los principios básicos que el alma asume instintivamente. Instintivamente, inconscientemente, el alma posee lo que es correcto, antes de que se intente iluminar la propia naturaleza de la mente con la antorcha de la conciencia. Sabe instintivamente qué pensar con respecto a las cualidades y procesos del mundo físico, y está dotada instintivamente de la dirección de la conducta moral, de un juicio relativo al bien y al mal. A través de su referencia a las verdades innatas en el "sentido común", Reid dirige la atención del pensamiento hacia una observación del alma. Esta tendencia hacia una observación psicológica se convierte en un rasgo duradero y característico en el desarrollo de la concepción inglesa del mundo.

Personalidades destacadas dentro de este desarrollo son William Hamilton (1788-1856), Henry Mansel (1820-71), William Whewell (1794-1866), John Herschel (1792 - 1871), James Mill (1773-1836), John Stuart Mill (1806 - 73), Alexander Bain (1818-1903) y Herbert Spencer (1820-1903). Todos ellos sitúan la psicología en el centro de su concepción del mundo.
William Hamilton también reconoce como verdad lo que el alma desde el principio se siente inclinada a aceptar como verdadero. Con respecto a las verdades fundamentales cesan las pruebas y la comprensión. Lo único que se puede hacer es observar su aparición en el horizonte de nuestra conciencia. En este sentido son incomprensibles. Pero una de las manifestaciones fundamentales de nuestra conciencia es también que todo en este mundo depende de algo que nos es desconocido. En este mundo en el que vivimos sólo encontramos cosas dependientes, pero no absolutamente independientes. Sin embargo, tales cosas independientes deben existir. Cuando se encuentra una cosa dependiente, se supone una cosa independiente. Con nuestro pensamiento no entramos en la entidad independiente. El conocimiento humano está destinado a lo dependiente y se ve envuelto en contradicciones si sus pensamientos, que se adaptan bien a lo dependiente, se aplican a lo independiente. El conocimiento, por lo tanto, debe retirarse a medida que nos acercamos a la entrada hacia lo independiente. La creencia religiosa ocupa aquí su lugar. Sólo admitiendo que no puede saber nada del núcleo esencial del mundo puede el hombre ser un ser moral. Puede aceptar a un Dios que causa un orden moral en el mundo. En cuanto se ha comprendido que toda lógica tiene que ver exclusivamente con lo dependiente, no con lo independiente, ninguna lógica puede destruir esta creencia en un Dios infinito.

Henry Mansel fue alumno y seguidor de Hamilton, pero expresó el punto de vista de Hamilton en formas aún más extremas. No es ir demasiado lejos decir que Mansel era un defensor de la creencia que ya no juzgaba imparcialmente entre religión y conocimiento, sino que defendía el dogma religioso con parcialidad. Era de la opinión de que las verdades reveladas de la religión envuelven nuestro conocimiento necesariamente en contradicciones. Se supone que esto no es culpa de las verdades reveladas, sino que tiene su causa en la limitación de la mente humana, que nunca puede penetrar en las regiones de las que surgen las afirmaciones de la revelación.
William Whewell creía que la mejor manera de formarse una idea sobre el significado, el origen y el valor del conocimiento humano era investigar el método por el que los principales hombres de ciencia llegaban a sus conocimientos. En su Historia de las ciencias inductivas (1840), se propuso analizar la psicología de la investigación científica. Así, estudiando los descubrimientos científicos más destacados, esperaba averiguar cuánto de estos logros se debía al mundo exterior y cuánto al hombre mismo. Whewell descubre que la mente humana siempre complementa sus observaciones científicas. Kepler, por ejemplo, tuvo la idea de una elipse antes de descubrir que los planetas se mueven en elipses. Así pues, las ciencias no se producen por una mera recepción desde el exterior, sino por la participación activa de la mente humana que imprime sus leyes a los elementos dados. Estas ciencias no se extienden hasta las últimas entidades de las cosas. Se ocupan de las particularidades del mundo. Del mismo modo que, por ejemplo, se supone que todo tiene una causa, tal causa debe presuponerse también para el mundo entero. Como el conocimiento nos falla con respecto a esa causa, el dogma de la religión debe intervenir como suplemento. Herschel, como Whewell, también intentó comprender la génesis del conocimiento en la mente humana a través de la observación de muchos ejemplos. Su Discurso preliminar sobre el estudio de la filosofía natural apareció en 1831.
John Stuart Mill pertenece al grupo de pensadores profundamente imbuidos de la convicción de que nunca se es lo bastante cauto a la hora de determinar lo que es cierto e incierto en el conocimiento humano. El hecho de que en su niñez conociera las ramas más diversas del saber, muy probablemente dio a su mente su giro característico. Siendo un niño de tres años recibió instrucciones en lengua griega, y poco después se le enseñó aritmética. A una edad igualmente temprana conoció los demás campos de la instrucción. Aún más importante fue el método de instrucción utilizado por su padre, James Mill, que fue un importante pensador. A través de él, la lógica vigorosa se convirtió en la segunda naturaleza de John Stuart. De su autobiografía aprendemos: "Todo lo que podía averiguarse pensando nunca me lo decían hasta que había agotado mis esfuerzos por averiguarlo por mí mismo". Las cosas que ocupan el pensamiento de una persona así deben convertirse en su destino en el sentido propio de la palabra. "Nunca he sido un niño, nunca he jugado al cricket. Después de todo, es mejor dejar que la naturaleza siga su propio curso", dice John Stuart Mill como alguien cuyo destino había sido vivir casi exclusivamente pensando. Debido a su desarrollo, tuvo que experimentar al máximo los problemas relativos al significado del conocimiento. ¿Cómo puede el conocimiento, que para él era la vida, conducir también a la fuente de los fenómenos del mundo? La dirección en la que se desarrolló el pensamiento de Mill para obtener claridad sobre estos problemas fue probablemente determinada tempranamente por su padre. James Mill había procedido partiendo de la experiencia psicológica. Había observado el proceso por el cual una idea se enlaza con otra en la mente del hombre. Mediante la conexión de una idea concreta con otra obtenemos nuestro conocimiento del mundo. Debemos entonces preguntarnos: ¿Cuál es la relación entre el orden en que se vinculan las ideas y el orden de las cosas en el mundo? A través de tal modo de concepción, nuestro pensamiento comienza a desconfiar de su propio poder porque el hombre puede asociar ideas de una manera que es completamente diferente de la conexión de las cosas en el mundo externo. Esta desconfianza es la base de la lógica de John Stuart Mill, que apareció en 1843 como su obra principal bajo el título de Sistema de Lógica.
En cuestiones de concepción del mundo, es difícil imaginar un contraste más pronunciado que el existente entre la Lógica de Mill y la Ciencia de la Lógica de Hegel, aparecida veintisiete años antes. En Hegel encontramos la más alta confianza en el pensar, la plena seguridad de que no podemos ser engañados por lo que experimentamos en nuestro interior. Hegel se experimenta a sí mismo como una parte, un miembro del mundo, y lo que experimenta en su interior debe pertenecer también al mundo. Puesto que tiene el conocimiento más directo de sí mismo, cree en el contenido de este conocimiento y juzga al resto del mundo en consecuencia. Argumenta lo siguiente: Cuando percibo una cosa externa, es posible que la cosa me muestre sólo su superficie y que su esencia permanezca oculta. Esto no es posible en mi propio caso. Comprendo mi propio ser. Entonces puedo comparar las cosas externas con mi propio ser. Si revelan algún elemento de mi propia esencia en su superficie, estoy justificado para atribuirles algo de mi propia naturaleza. Por esta razón, Hegel espera encontrar fuera, en la naturaleza, el mismo espíritu y las mismas conexiones de pensamiento que encuentra dentro de sí mismo.

Mill, sin embargo, no se experimenta a sí mismo como parte del mundo, sino como espectador. Las cosas exteriores son un elemento desconocido para él y los pensamientos que el hombre se forma en relación con ellas son recibidos por Mill con desconfianza. Uno observa a los hombres y aprende de sus observaciones que todos los hombres mueren. Uno se forma el juicio de que todos los hombres son mortales. El duque de Wellington es un hombre; por lo tanto, el duque de Wellington es mortal. Esta es la conclusión a la que llega el observador. ¿Qué le da derecho a hacerlo? Esta es la pregunta que se hace John Stuart Mill. Si un solo ser humano resultara ser inmortal, todo el juicio se vería trastornado. ¿Está justificado suponer que, como todos los hombres han muerto hasta ahora, seguirán haciéndolo en el futuro? Todo conocimiento es incierto porque sacamos conclusiones de observaciones que hemos hecho y las trasladamos a cosas de las que no podemos saber nada, ya que no las hemos observado directamente. ¿Qué tendría que decir alguien que piensa como Hegel sobre semejante concepción? No es difícil imaginar la respuesta. Sabemos por conceptos definidos que en todo círculo todos los diámetros son iguales. Si encontramos un círculo en el mundo real, sostenemos que también sus diámetros son iguales. Si lo observamos un cuarto de hora más tarde y descubrimos que sus diámetros son desiguales, no decidimos que en determinadas circunstancias el diámetro de un círculo también puede ser desigual. Pero decimos que lo que antes era un círculo se ha alargado por alguna razón hasta convertirse en una elipse.
Si pensamos como Hegel, ésta es la actitud que adoptamos ante el juicio, todos los hombres son mortales. No es a través de la observación sino a través de una experiencia de pensamiento interior como formamos el concepto de hombre. Para el concepto de hombre, la mortalidad es tan esencial como la igualdad de los diámetros lo es para el concepto de círculo. Si encontramos en el mundo real un ser que tiene todas las demás características del hombre, concluimos que este ser debe tener también la de la mortalidad, del mismo modo que todas las demás propiedades del círculo nos permiten concluir que tiene también la de la igualdad de los diámetros. Si Hegel se encontrara con un ser que no muriera, sólo podría decir: "Eso no es un hombre". No podría decir: "Un hombre también puede ser inmortal". Hegel parte del supuesto de que los conceptos en nosotros no se forman arbitrariamente, sino que tienen su raíz en la esencia del mundo, ya que nosotros mismos pertenecemos a esta esencia. Una vez que el concepto de hombre se ha formado en nosotros, es evidente que tiene su origen en la esencia de las cosas, y estamos plenamente justificados para aplicarlo a esta esencia. ¿Por qué se ha formado en nosotros este concepto de hombre mortal? Seguramente sólo porque tiene su fundamento en la naturaleza de las cosas. La persona que cree que el hombre se halla enteramente fuera del orden de las cosas y forma sus juicios como un extraño, puede argumentar que hasta ahora hemos visto morir a los hombres, y por eso formamos el concepto espectador: hombres mortales. El pensador que es consciente de que él mismo pertenece al orden de las cosas y que son ellas las que se manifiestan dentro de sus pensamientos, forma el juicio de que hasta ahora todos los hombres han muerto; morir, pues, es algo que pertenece a su naturaleza, y si alguien no muere, no es un hombre sino otra cosa. La lógica de Hegel se ha convertido en una lógica de las cosas: Para Hegel, la manifestación de la lógica es un efecto de la esencia del mundo; no es algo que la mente humana haya añadido desde una fuente exterior a esta esencia. La lógica de Mill es la lógica de un transeúnte, de un mero espectador que comienza cortando el hilo a través del cual se conecta con el mundo.
Mill señala que los pensamientos, que en una determinada época aparecen como experiencias interiores absolutamente ciertas, se invierten sin embargo en una época posterior. En la Edad Media se creía, por ejemplo, que no podía haber antípodas y que las estrellas tendrían que caer del cielo si no se aferraban a esferas fijas. Por tanto, el hombre sólo será capaz de adoptar una actitud correcta ante su conocimiento si, a pesar de ser consciente de que la lógica del mundo se expresa en este conocimiento, forma en cada caso individual su juicio mediante un cuidadoso examen metódico de sus conexiones conceptuales guiado por la observación, un juicio que siempre necesita corrección.
Es el método de observación que John Stuart Mill intenta determinar con frío distanciamiento y cálculo. Pongamos un ejemplo. Supongamos que un fenómeno se ha producido siempre bajo ciertas condiciones. En un caso dado, varias de esas condiciones vuelven a aparecer, pero ahora faltan algunas de ellas. El fenómeno en cuestión no se produce. Nos vemos obligados a concluir que las condiciones que no se dieron y el fenómeno que no se produjo guardaban una relación causal. Si dos sustancias siempre se han combinado para formar un compuesto químico y este resultado no se obtiene en un caso dado, es necesario averiguar qué condición falta que siempre había estado presente antes. A través de un método de este tipo llegamos a concepciones relativas a las conexiones de los hechos que pueden considerarse fundadas en la naturaleza de las cosas. Mill quiere seguir en su análisis los métodos de la observación. La lógica, que según Kant no ha avanzado ni un solo paso desde Aristóteles, es un medio de orientación dentro de nuestro propio pensamiento. Muestra cómo proceder de un pensamiento correcto al siguiente. La lógica de Mill es un medio de orientación dentro del mundo de los hechos. Pretende mostrar cómo se obtienen juicios válidos sobre las cosas a partir de la observación. Ni siquiera admite las matemáticas como excepción. Las matemáticas también deben derivar sus conocimientos básicos de la observación. Por ejemplo, en todos los casos observados hemos visto que dos rectas que se cruzan divergen y no vuelven a cruzarse. Por lo tanto, concluimos que nunca se volverán a cruzar, pero no tenemos una prueba perfecta de esta afirmación. Para John Stuart Mill, el mundo es, pues, un elemento extraño. El hombre observa sus fenómenos y los ordena según lo que anuncian a su vida conceptual. Percibe regularidades en los fenómenos y, mediante investigaciones lógicas y metódicas de estas regularidades, llega a las leyes de la naturaleza. Pero no hay nada que le conduzca al principio de las cosas mismas. Es fácil imaginar que el mundo también podría ser completamente distinto. Mill está convencido de que todo aquel que esté acostumbrado a la abstracción y al análisis y que utilice seriamente sus capacidades no tendrá ninguna dificultad, tras un ejercicio suficiente de su imaginación, con la idea de que podría existir otro sistema estelar en el que no se pudiera encontrar nada de las leyes que tienen aplicación en el nuestro.
Mill es simplemente coherente en su punto de vista espectador del mundo cuando lo extiende al propio yo del hombre. Las imágenes mentales van y vienen, se combinan y se separan dentro de su vida interior; esto es lo que el hombre observa. No observa un ser que permanece idéntico a sí mismo como "yo" en medio de este flujo constante de ideas. Ha observado que en su interior surgen imágenes mentales y supone que esto seguirá siendo así. De esta posibilidad, a saber, que un mundo de percepciones puede agruparse en torno a un centro, surge la concepción de un "yo". Así, el hombre es un espectador también con respecto a su propio "yo". Sus concepciones le dicen lo que puede saber de sí mismo. Mill reflexiona sobre los hechos de la memoria y la expectativa. Si todo lo que sé de mí mismo ha de consistir en presentaciones conceptuales, entonces no puedo decir: Recuerdo una concepción que he tenido en un tiempo anterior, o espero que suceda cierta experiencia, sino que debo decir: Una concepción presente se recuerda a sí misma o espera que se produzca en el futuro. Si hablamos, como sostiene Mill, de la mente como de una secuencia de percepciones, debemos hablar también de una secuencia de percepciones que es consciente de sí misma como devenir y transcurrir. Como resultado, nos encontramos en el dilema de tener que decir que, o bien el "yo" o la mente es algo que debe distinguirse de las percepciones, o bien debemos mantener la paradoja de que una mera secuencia de percepciones es capaz de tener conciencia de su pasado y de su futuro. Mill no supera este dilema. Contiene para él un enigma insoluble. El hecho es que ha roto el vínculo entre él mismo, el observador, y el mundo, y no es capaz de restaurar la conexión. El mundo sigue siendo para él un desconocido más allá de sí mismo que produce impresiones en el hombre. Todo lo que el hombre sabe de este desconocido trascendente es que puede producir percepciones en él. En lugar de tener la posibilidad de conocer cosas reales fuera de sí mismo, sólo puede decir al final que hay oportunidades de tener percepciones. Quien habla de cosas en sí utiliza palabras vacías. Sólo nos movemos en el terreno firme de los hechos mientras hablemos de la posibilidad continua de que se produzcan sensaciones, percepciones y concepciones.
John Stuart Mill tiene una intensa aversión a todos los pensamientos que se obtienen de cualquier manera excepto a través de la comparación de los hechos, la observación de lo similar, lo análogo y los elementos homogéneos en todos los fenómenos. Él es de la opinión de que la conducta humana de la vida sólo puede ser perjudicada si nos rendimos a la creencia de que podríamos llegar a cualquier verdad de cualquier manera excepto a través de la observación. Esta reticencia de Mill demuestra su vacilación a relacionarse en su afán de conocimiento con las cosas de la realidad de otra manera que no sea mediante una actitud de pasividad. Las cosas han de dictar al hombre lo que ha de pensar sobre ellas. Si el hombre va más allá de este estado de receptividad para decir algo de sí mismo sobre las cosas, entonces carece de toda seguridad de que este producto de su propia actividad tenga algo que ver con las cosas. Lo que es finalmente decisivo en esta filosofía es el hecho de que el pensador que la sostiene es incapaz de considerar su propio pensamiento espontáneo como perteneciente al mundo. El hecho mismo de que él mismo sea activo en este pensar le hace desconfiar y le induce a error. Lo que más le gustaría sería eliminar por completo su propio yo, para estar absolutamente seguro de que ningún elemento erróneo se mezcla en los enunciados objetivos de los fenómenos. No aprecia suficientemente el hecho de que su pensamiento forma parte de la naturaleza tanto como el crecimiento de una hoja de hierba. Es evidente que uno también debe examinar su propio pensamiento espontáneo si quiere averiguar algo sobre él.
¿Cómo va a conocer el hombre, por utilizar una frase de Goethe, su relación consigo mismo y con el mundo exterior si quiere eliminarse por completo en el proceso cognoscitivo? Por grandes que sean los méritos de Mill para encontrar métodos a través de los cuales el hombre pueda aprender aquellas cosas que no dependen de él, no se puede obtener por sus métodos una visión concerniente a la relación del hombre consigo mismo y de su relación con el mundo externo. Todos estos métodos sólo son válidos para las ciencias especiales, pero no para una concepción global del mundo. Ninguna observación puede enseñar lo que es el pensar espontáneo; sólo el pensar puede experimentarlo en sí mismo. Como este pensamiento sólo puede obtener información sobre su propia naturaleza a través de su propio poder, es también la única fuente que puede arrojar luz sobre la relación entre él mismo y el mundo exterior. El método de investigación de Mill excluye la posibilidad de obtener una concepción del mundo, porque una concepción del mundo sólo puede obtenerse a través de un pensamiento que se concentra en sí mismo y, de este modo, logra obtener una visión de su propia relación con el mundo exterior. El hecho de que John Stuart Mill sintiera aversión por este tipo de pensamiento autosuficiente puede comprenderse bien a partir de su carácter. Gladstone dijo en una carta (compárese Gompertz: John Stuart Mill, Viena, 1889) que en una conversación solía llamar a Mill el "Santo del Racionalismo". Una persona que practica el pensamiento de esta manera impone rigurosas exigencias al pensamiento y busca las mayores medidas de precaución posibles para que no pueda engañarle. De este modo, se vuelve desconfiado con respecto al propio pensamiento. Cree que pronto pisará terreno inseguro si pierde los puntos de apoyo externos. La incertidumbre respecto a todos los problemas que van más allá del conocimiento estrictamente observacional es un rasgo básico de la personalidad de Mill. Al leer sus libros vemos en todas partes que Mill trata tales problemas como cuestiones abiertas respecto a las cuales no se arriesga a emitir un juicio seguro.
La creencia de que la verdadera naturaleza de las cosas es incognoscible también es sostenida por Herbert Spencer. Él se pregunta: ¿Cómo obtengo lo que llamo verdades sobre el mundo? Hago ciertas observaciones sobre las cosas y formulo juicios sobre ellas. Observo que el hidrógeno y el oxígeno, en determinadas condiciones, se combinan para formar agua. Formo un juicio sobre esta observación. Se trata de una verdad que sólo se extiende a un pequeño círculo de cosas. Luego observo en qué circunstancias se combinan otras sustancias. Comparo las observaciones individuales y así llego a verdades más amplias y generales sobre el proceso por el que las sustancias en general forman compuestos químicos. Todo conocimiento consiste en esto; procedemos de verdades particulares a verdades más amplias. Finalmente llegamos a la verdad más elevada, que no puede subordinarse a ninguna otra y que, por tanto, debemos aceptar sin más explicaciones. En este proceso de conocimiento no tenemos, sin embargo, ningún medio de penetrar en la esencia absoluta del mundo, pues el pensamiento no puede, según esta opinión, hacer más que comparar las diversas cosas entre sí y formular verdades generales con respecto al elemento homogéneo que hay en ellas. Pero la naturaleza última del mundo no puede, debido a su unicidad, compararse con ninguna otra cosa. Por eso el pensamiento fracasa con respecto a la naturaleza última. No puede alcanzarla.

En tales modos de concebir siempre percibimos, como un trasfondo, el pensamiento que se desarrolló a partir de la base de la fisiología de los sentidos (compárese más arriba con la primera parte de este Capítulo). En muchos filósofos este pensamiento se ha insertado tan profundamente en su vida intelectual que lo consideran el pensamiento más seguro posible. Argumentan lo siguiente: Sólo se pueden conocer las cosas tomando conciencia de ellas. Luego cambian este pensamiento, más o menos inconscientemente, en: Sólo se pueden conocer las cosas que entran en nuestra conciencia, pero se desconoce cómo eran las cosas antes de entrar en nuestra conciencia. Es por esta razón que las percepciones de los sentidos se consideran como si estuvieran en nuestra conciencia, ya que uno es de la opinión de que primero deben entrar en nuestra conciencia y deben convertirse en parte de ella en forma de concepciones si queremos ser conscientes de ellas.
Además, Spencer se aferra a la opinión de que la posibilidad del proceso de conocimiento depende de nosotros como seres humanos. Por tanto, debemos suponer un elemento incognoscible más allá de lo que nos pueden transmitir nuestros sentidos y nuestro pensamiento. Tenemos una conciencia clara de todo lo que está presente en nuestra mente. Pero a esta conciencia clara se asocia una conciencia indefinida que afirma que todo lo que podemos observar y pensar tiene como base algo que ya no podemos observar ni pensar. Sabemos que se trata de meras apariencias y no de realidades plenas que existen independientemente por sí mismas. Pero sólo porque sabemos definitivamente que nuestro mundo es sólo apariencia, sabemos también que un mundo real inimaginable es su base. A través de tales giros de pensamiento Spencer cree posible arreglar una reconciliación completa entre religión y conocimiento. Hay algo que la religión puede captar en la creencia, en una creencia que no puede ser sacudida por un conocimiento impotente.

El campo, sin embargo, que Spencer considera accesible al conocimiento debe, para él, adoptar enteramente la forma de concepciones científicas naturales. Cuando el propio Spencer se aventura a explicar, lo hace en el sentido de la ciencia natural.
Spencer utiliza el método de la ciencia natural al pensar en el proceso del conocimiento. Cada órgano de un ser vivo ha llegado a existir por el hecho de que este ser se ha adaptado a las condiciones en las que vive. Pertenece a las condiciones humanas de vida que el hombre encuentre su camino por el mundo con la ayuda del pensar. Su órgano de conocimiento se desarrolla mediante la adaptación de su vida conceptual a las condiciones de su vida exterior. Al hacer afirmaciones sobre las cosas y los procesos, el hombre se ajusta al mundo que le rodea. Todas las verdades han surgido mediante este proceso de adaptación, y lo que se adquiere de este modo puede transmitirse por herencia a los descendientes. Se equivocan quienes piensan que el hombre, por su naturaleza, posee de una vez por todas una cierta disposición hacia las verdades generales. Lo que parece ser tal disposición no existía en una etapa anterior en los antepasados del hombre, sino que ha sido adquirida por adaptación y transmitida a los descendientes. Cuando algunos filósofos hablan de verdades que el hombre no tiene que deducir de su propia experiencia individual, sino que vienen dadas a priori en su organización, tienen razón en cierto sentido. Aunque es evidente que tales verdades se adquieren, hay que subrayar que no las adquiere el hombre como individuo, sino como especie. El individuo ha heredado el producto acabado de una capacidad adquirida a una edad más temprana.

Goethe dijo una vez que había participado en muchas conversaciones sobre la Crítica de la razón pura de Kant y que había observado cómo en esas ocasiones se había renovado el viejo problema básico: "¿Cuánto contribuye nuestro yo interior a nuestra existencia espiritual, cuánto el mundo exterior?". Y Goethe continúa diciendo: "Nunca había separado ambas cosas; cuando filosofaba a mi manera sobre las cosas, lo hacía con una ingenuidad inconsciente y estaba realmente convencido de que veía con mis ojos mi opinión ante mí."
Spencer aborda este "viejo problema básico" desde el punto de vista de la ciencia natural. Él creía poder demostrar que el ser humano desarrollado también contribuía a su existencia espiritual a través de su propio yo. Este yo, también se compone de los rasgos heredados que habían sido adquiridos por nuestros antepasados en su lucha con el mundo exterior. Si hoy creemos ver con nuestros ojos las opiniones que tenemos ante nosotros, debemos recordar que no siempre fueron nuestras opiniones, sino que en su día fueron observaciones que realmente hicieron nuestros ojos en el mundo exterior. El pensamiento de Spencer es, pues, como el de John Stuart Mill, un pensamiento que procede de la psicología. Pero Mill no va más allá de la psicología del individuo. Spencer va desde el individuo hasta sus antepasados. La psicología del individuo se encuentra en la misma posición que la ontogénesis de la zoología. Ciertos fenómenos de la historia del individuo sólo son explicables si se remiten a fenómenos de la historia de la especie. Del mismo modo, los hechos de la conciencia del individuo no pueden comprenderse si se toman aisladamente. Hay que remontarse a la especie. En efecto, debemos remontarnos más allá de la especie humana, a las adquisiciones de conocimientos que realizaron los antepasados animales del hombre. Spencer utiliza su gran perspicacia para apoyar esta historia evolutiva del proceso de cognición. Muestra de qué manera las actividades mentales se han desarrollado gradualmente desde estadios bajos al principio, a través de adaptaciones cada vez más precisas de la mente humana al mundo exterior y a través de la herencia de estas adaptaciones. Cada conocimiento que el ser humano individual obtiene a través del pensamiento puro y sin experiencia sobre las cosas ha sido obtenido por la humanidad o sus antepasados a través de la observación o la experiencia. Leibniz pensó que podía explicar la correspondencia de la vida interior del hombre con el mundo exterior suponiendo una armonía entre ellos preestablecida por el creador. Spencer explica esta correspondencia a la manera de la ciencia natural. La armonía no está preestablecida, sino que se desarrolla gradualmente. Encontramos aquí la continuación del pensamiento científico natural hasta los aspectos más elevados de la existencia humana. Linneo había declarado que toda forma orgánica viviente existía porque el creador la había hecho tal como es. Darwin sostenía que es como es porque se ha desarrollado gradualmente a través de la adaptación y la herencia. Leibniz declaró que el pensamiento es un acuerdo con el mundo exterior porque el creador había establecido este acuerdo. Spencer sostenía que este acuerdo existe porque se ha desarrollado gradualmente a través de adaptaciones y herencias del mundo del pensamiento.
El pensamiento de Spencer estaba motivado por la necesidad de una explicación naturalista de los fenómenos espirituales. Encontró la orientación general para tal explicación en la geología de Lyell (compárese en la Parte 2 el Capítulo I). En esta geología, sin duda, se sigue rechazando la idea de que las formas orgánicas se hayan desarrollado gradualmente unas a partir de otras. Sin embargo, recibe un poderoso apoyo a través del hecho de que las formaciones inorgánicas (geológicas) de la superficie terrestre se explican a través de tal desarrollo gradual y a través de violentas catástrofes. Spencer, que había recibido una educación científica natural y que durante un tiempo había ejercido también como ingeniero civil, reconoció enseguida todo el alcance de la idea de la evolución, y la aplicó a pesar de la oposición de Lyell. Incluso aplicó esta idea a los procesos espirituales. Ya en 1850, en su libro Estadísticas sociales, describió la evolución social por analogía con la evolución orgánica. También se familiarizó con los estudios de Harvey y Wolff sobre el desarrollo embrionario (compárese la Parte I, Capítulo IX de este libro), y se sumergió en los trabajos de Karl Ernst von Baer (compárese más arriba la Parte II, Capítulo II), que le mostraron que la evolución procedía del desarrollo de un estado uniforme homogéneo a otro de variedad, diversidad y abundancia. En los primeros estadios del desarrollo embriológico los organismos son muy parecidos; más tarde se vuelven diferentes entre sí (compárese más arriba en la Parte II Capítulo II). A través de Darwin este pensamiento evolutivo fue completamente confirmado. A partir de unas pocas formas orgánicas originales se ha desarrollado toda la riqueza del mundo altamente diversificado de las formaciones.
A partir de la idea de evolución, Spencer quería proceder a las verdades más generales, que, en su opinión, constituían el objetivo de todo esfuerzo humano por el conocimiento. Creía que se podían descubrir manifestaciones de este pensamiento evolutivo en los fenómenos más simples. Cuando, a partir de partículas dispersas de agua, se forma una nube en el cielo, cuando un montón de arena se forma a partir de granos de arena dispersos, Spencer veía el comienzo de un proceso evolutivo. La materia dispersa se contrae y se concentra hasta formar un todo. Es precisamente este proceso el que se nos presenta en la hipótesis Kant-Laplace de la evolución del mundo. Las partes dispersas de una nebulosa caótica del mundo se han contraído. El organismo se origina precisamente de esta manera. Los elementos dispersos se concentran en los tejidos. El psicólogo puede observar que el hombre contrae las observaciones dispersas en verdades generales. Dentro de este todo concentrado se produce la articulación y la diferenciación. La masa homogénea original se diferencia en los cuerpos celestes individuales del sistema solar; el organismo se diferencia en los diversos órganos.

La concentración se alterna con la disolución. Cuando un proceso evolutivo alcanza un cierto punto culminante, se produce un equilibrio. El hombre, por ejemplo, se desarrolla hasta alcanzar un máximo de armonización de sus capacidades interiores con la naturaleza exterior. Sin embargo, tal estado de equilibrio no puede durar; las fuerzas externas lo afectarán destructivamente. El proceso evolutivo debe ir seguido de un proceso de disolución; lo que se había concentrado se dispersa de nuevo; lo cósmico vuelve a ser caótico. El proceso de evolución puede comenzar de nuevo. Así, Spencer ve el proceso del mundo como un juego rítmico de movimiento. No deja de ser interesante para la historia comparada de la evolución de la concepción del mundo que Spencer, a partir de la observación de la génesis de los fenómenos del mundo, llegue aquí a una conclusión similar a la que Goethe expresó en relación con sus ideas sobre la génesis de la vida. Goethe describe el crecimiento de una planta de la siguiente manera:
Que la planta brote, florezca o fructifique, siempre es por los mismos órganos que la prescripción de la naturaleza se cumple en diversas funciones y bajo formas frecuentemente cambiantes. El mismo órgano, que en el tallo se expande como hoja y adquiere una forma muy diferenciada, ahora se contrae de nuevo en el cáliz, se extiende en el pétalo, se epitomiza en los órganos de la reproducción y, finalmente, vuelve a hincharse como fruto.

Si se piensa en esta concepción trasladada a todo el proceso del mundo, se llega a la contracción y dispersión de la materia de Spencer.
Spencer y Mill ejercieron una gran influencia en el desarrollo de la concepción del mundo en la segunda mitad del siglo XIX. El énfasis riguroso en la observación y la elaboración unilateral de los métodos de conocimiento observacional de Mill, junto con la aplicación de las concepciones de la ciencia natural a todo el ámbito del conocimiento humano por parte de Spencer no podían sino contar con la aprobación de una época que no veía en la concepción idealista del mundo de Fichte, Schelling y Hegel más que una degeneración del pensamiento humano. Era una época que sólo mostraba aprecio por los éxitos del trabajo de investigación de la ciencia natural. La falta de unidad entre los pensadores idealistas y lo que a muchos les parecía una perfecta fecundidad de un pensamiento completamente concentrado y absorbido en sí mismo, tuvo que producir un profundo recelo contra el idealismo. Se puede decir que una opinión generalizada de las últimas cuatro décadas del siglo XIX está claramente expresada en las palabras pronunciadas por Rudolf Virchow en su discurso La fundación de la Universidad de Berlín y la transición de la era de la filosofía a la de las ciencias naturales (1893): "Desde que la creencia en las fórmulas mágicas ha sido relegada a los círculos más atrasados del pueblo, las fórmulas del filósofo natural han encontrado poca aprobación". Y uno de los filósofos más significativos de la segunda mitad del siglo, Eduard von Hartmann, resume el carácter de su concepción del mundo en el lema que colocó a la cabeza de su libro Filosofía del inconsciente: resultados especulativos obtenidos por el método inductivo de la ciencia natural. Opina que es necesario reconocer "la grandeza del progreso realizado por Mill, gracias al cual todos los intentos de un método deductivo de la filosofía han sido derrotados y han quedado obsoletos para todos los tiempos." (Compárese Eduard von Hartmann, Geschichte der Metaphysik, 2 parte, página 479.)

El reconocimiento de ciertos límites del conocimiento humano que mostraron muchos naturalistas también fue recibido favorablemente por muchas almas en sintonía religiosa. Argumentaban lo siguiente: Los científicos naturales observan los hechos inorgánicos y orgánicos de la naturaleza e intentan encontrar leyes generales combinando los fenómenos individuales. A través de estas leyes se pueden explicar los procesos, e incluso es posible predeterminar con ello el curso regular de los fenómenos futuros. Una concepción global del mundo debe proceder del mismo modo; debe limitarse a los hechos, establecer verdades generales dentro de límites moderados y no mantener ninguna pretensión de penetrar en el reino de lo "incognoscible". Spencer, con su completa separación de lo "cognoscible" y lo "incognoscible", satisfizo en alto grado la exigencia de tales necesidades religiosas. El modo de pensamiento idealista era, por otra parte, considerado por tales espíritus de inclinación religiosa como una aberración fantástica. Por principio, el modo de concepción idealista no puede reconocer un "incognoscible", porque tiene que sostener la convicción de que a través de la penetración concentrada en la vida interior del hombre puede alcanzarse un conocimiento que abarque no sólo la superficie exterior del mundo, sino también su núcleo real.
La vida de pensamiento de algunos naturalistas influyentes, como Thomas Henry Huxley, se movía enteramente en la dirección de tales espíritus de inclinación religiosa. Huxley creía en un agnosticismo completo con respecto a la esencia del mundo. Declaró que el monismo, que coincide en general con los resultados de Darwin, sólo es aplicable a la naturaleza externa. Huxley fue uno de los primeros en defender las concepciones darwinianas, pero es al mismo tiempo uno de los representantes más francos de los pensadores que creían en la limitación de ese modo de concepción. Una opinión similar es la del físico Johaan Tyndall (1820-93), que consideraba el proceso del mundo como una energía completamente inaccesible al intelecto humano. Según él, es precisamente la suposición de que todo en el mundo llega a existir a través de una evolución natural lo que hace imposible aceptar el pensamiento de que la materia, que es, después de todo, la portadora de toda la evolución, no sea más que lo que nuestro intelecto puede comprender de ella.
Un fenómeno característico de su época es la personalidad del estadista inglés James Balfour (1840-1930). En 1879, en su libro A Defense of Philosophical Doubt, Being an Essay on the Foundations of Belief (Una defensa de la duda filosófica, un ensayo sobre los fundamentos de la creencia), expresó un credo sin duda similar al de muchos otros pensadores. Con respecto a todo lo que el hombre es capaz de explicar, se sitúa completamente en el terreno del pensamiento de la ciencia natural. Para él, no hay otro conocimiento que el de la ciencia natural, pero sostiene al mismo tiempo que su conocimiento de la ciencia natural sólo se entiende correctamente si se tiene claro que las necesidades del alma y de la razón del hombre nunca pueden ser satisfechas por ella. Sólo es necesario comprender que, en último análisis, incluso en la ciencia natural, todo depende de la fe en las verdades últimas para las que no es posible ninguna otra prueba. Pero no pasa nada porque esta corriente de pensamiento nos lleve sólo a la creencia, porque esta creencia es una guía segura para nuestra acción en la vida cotidiana. Creemos en las leyes de la naturaleza y las dominamos a través de esta creencia. De este modo forzamos a la naturaleza a servirnos para nuestro propósito. La creencia religiosa es producir un acuerdo entre las acciones del hombre y sus necesidades superiores que van más allá de su vida cotidiana.
Las concepciones del mundo que se han analizado bajo el título "El mundo como ilusión" muestran que tienen como base el anhelo de una relación satisfactoria del yo autoconsciente con la imagen general del mundo. Es especialmente significativo que no consideren conscientemente esta búsqueda como su objetivo filosófico y, por lo tanto, no dirijan expresamente su indagación hacia ese propósito. Instintivamente, por así decirlo, permiten que su pensamiento se vea influido por la dirección que determina esta búsqueda inconsciente. La forma que adopta esta búsqueda está determinada por las concepciones de la ciencia natural moderna. Nos aproximamos al carácter fundamental de estas concepciones si fijamos nuestra atención en el concepto de "conciencia". Este concepto fue introducido en la vida de la filosofía moderna por Descartes. Antes de él, era habitual depender más del concepto de "alma" como tal. Se prestaba poca atención al hecho de que sólo una parte de la vida del alma transcurre en relación con fenómenos conscientes. Durante el sueño el alma no vive conscientemente. En comparación con la vida consciente, la naturaleza del alma debe consistir, por tanto, en fuerzas más profundas, que en el estado de vigilia sólo se elevan a la conciencia. Sin embargo, cuanto más se planteaba la cuestión de la justificación y el valor del conocimiento a la luz de ideas claras y distintas, más se sentía también que el alma encuentra los elementos más seguros del conocimiento cuando no va más allá de sus propios límites y cuando no profundiza en sí misma más de lo que se extiende la conciencia. Prevaleció la opinión de que todo lo demás puede ser incierto, pero lo que es mi conciencia, al menos, como tal, es seguro. Incluso la casa por la que paso puede no existir sin mí; que la imagen de esta casa está ahora en mi conciencia: esto puedo mantenerlo. Pero tan pronto como fijamos nuestra atención en esta conciencia, el concepto del yo crece inevitablemente junto con el de la conciencia. Cualquiera que sea el tipo de entidad que el "yo" pueda ser fuera de la conciencia, el reino del "yo" puede ser concebido como extendiéndose tan lejos como la conciencia. No es posible negar que la imagen sensual del mundo, que el alma experimenta conscientemente, ha llegado a existir a través de la impresión que el mundo causa en el hombre. Pero tan pronto como uno se aferra a esta afirmación, se hace difícil deshacerse de ella, porque hay una tendencia a implicar el juicio de que los procesos del mundo son las causas, y que el contenido de nuestra conciencia es el efecto. Como se piensa que sólo el efecto está contenido en la conciencia, se cree que la causa debe estar en un mundo exterior al hombre como una "cosa en sí" imperceptible. La exposición que se hace más arriba muestra cómo los resultados de la investigación fisiológica moderna conducen a afirmar tal opinión. Es precisamente esta opinión a través de la cual el "yo" se encuentra encerrado con sus experiencias subjetivas dentro de sus propios límites. Esta ilusión intelectual sutilmente producida, una vez formada, no puede ser destruida mientras el yo no encuentre en sí mismo indicios de los que sepa que se refieren a un ser fuera de la conciencia subjetiva, aunque en realidad se representen dentro de esa conciencia. El yo debe, fuera de la conciencia sensual, sentir un contacto con entidades que garanticen su ser por y a través de sí mismas. Debe encontrar algo en su interior que lo conduzca fuera de sí mismo. Lo dicho aquí respecto a los pensamientos que son llevados a la vida puede tener este efecto. Mientras el yo ha experimentado el pensamiento sólo dentro de sí mismo, se siente confinado con él dentro de su propio límite. Cuando el pensamiento cobra vida, emancipa al yo de una mera existencia subjetiva. Se produce un proceso que el yo experimenta subjetivamente, pero que, por su propia naturaleza, es un proceso objetivo. Esto libera al yo de todo lo que sólo puede sentir como subjetivo.
Así vemos que también las concepciones para las que el mundo es ilusión se mueven hacia un punto que se alcanza cuando la imagen del mundo de Hegel se transforma de tal modo que su pensamiento cobra vida. Estas concepciones adquieren la forma que es necesaria para una imagen del mundo que se deja llevar inconscientemente por un impulso en esa dirección. Pero en ellas, el pensamiento carece aún de la fuerza necesaria para abrirse camino hacia ese objetivo. Sin embargo, incluso en su imperfección, estas concepciones reciben su carácter general de este objetivo, y las ideas que aparecen son los síntomas externos de fuerzas activas que permanecen ocultas.
Traducido por J.Luelmo jun.2023




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