GA058 Berlín, 2 de diciembre de 1909 Budha y Cristo

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CAMINOS DE LAS EXPERIENCIAS DEL ALMA

BUDA Y CRISTO

RUDOLF STEINER


VIII conferencia

Berlín, 2 de diciembre de 1909

Desde sus inicios, el movimiento científico-espiritual se ha visto confundido con muchas otras tendencias y esfuerzos contemporáneos. En particular, se le ha acusado de querer trasplantar alguna corriente espiritual oriental, concretamente la corriente espiritual budista, a la cultura de Occidente. Por esta razón, la investigación espiritual debe estar especialmente interesada en el tema de hoy, que pretende analizar el significado de la religión de Buda, por un lado, y la del cristianismo, por otro, desde el punto de vista de la ciencia espiritual. Aquellos de nuestros honorables oyentes que hayan participado a menudo en estas conferencias sabrán que se trata de una consideración científica y amplia de los fenómenos del mundo desde el punto de vista de la vida espiritual.

Quien haya estudiado un poco la naturaleza del budismo sabrá que el fundador del budismo, Gautama Buda, en realidad siempre rechazó todas las cuestiones relacionadas con la evolución del mundo y los fundamentos de nuestra existencia; que él no quería hablar de ellas. Y que únicamente quería hablar del modo en que el hombre podía alcanzar una existencia que fuera satisfactoria en sí misma. Sólo a partir de este punto de vista, la ciencia espiritual o Teosofía, puesto que no se niega en absoluto a hablar de las fuentes de la existencia del mundo, ni de los grandes hechos de la evolución, no debe confundirse unilateralmente con el budismo. Y si existe un punto de vista bastante definido dentro de la ciencia espiritual que se une cada vez más al budismo, este punto de vista es, el de las repetidas vidas terrenales del hombre y de aquello que, como causalidad espiritual, se traslada de las vidas terrenales anteriores a las vidas terrenales posteriores, entonces puede decirse sin más:

Es extraño reprocharle a la ciencia espiritual que esta visión de la reencarnación del hombre, de repetidas vidas terrestres, se deban a un enfoque budista. Es extraño porque uno debería finalmente darse cuenta de que la ciencia espiritual no se ocupa de definirse con tal o cual nombre, sino de aquello que puede ser investigado en nuestro tiempo como verdad, independientemente del nombre que se le aplique. Sin embargo, aunque la doctrina de la reencarnación de los seres humanos o de las vidas repetidas en la tierra también puede encontrarse entre los puntos de vista de Gautama Buda, si bien en una forma completamente diferente, no por ello ha de ser diferente para la teosofía o la ciencia espiritual de hoy en día, de lo que sería si nuestras enseñanzas elementales sobre geometría se encontraran en Euclides. Y del mismo modo que no debe acusarse a un profesor de geometría de practicar el "euclidismo", tampoco debe acusarse a la ciencia espiritual de budismo cuando adopta como propia una doctrina como la de la reencarnación, porque en Buda puedan encontrarse puntos de vista similares. Pero, no obstante, es necesario señalar que precisamente la ciencia espiritual es un instrumento para examinar cualquier religión, -es decir, por un lado, también la religión en la que se basa nuestra cultura europea, el cristianismo, y por otro, el credo budista-, según sus fuentes en el sentido científico espiritual.

Decir que la ciencia espiritual esté llena de "budismo" no es sólo una acusación que hacen hoy quienes no conocen la Teosofía; sino que es algo de lo que, por ejemplo, el gran orientalista Max Müller, que hizo mucho mérito por los credos religiosos orientales y su popularización en Europa, no se dejó convencer; y una vez eligió un término para expresarlo en una parábola a un escritor. Dijo: Si un hombre apareciera en algún lugar con un cerdo que gruñe bien, nadie correría a encontrar nada especial en el hecho de que un hombre se pasee con un cerdo que gruñe bien. Pero si apareciera un hombre solo que pudiera imitar engañosamente el gruñido del cerdo, ¡entonces la gente correría y lo consideraría un milagro especial! Max Müller eligió esta analogía porque quería utilizar al cerdo, que por su naturaleza gruñe, para describir el budismo real que también se ha dado a conocer en Europa. Según él, nadie en Europa se interesa por esta verdadera enseñanza del budismo, mientras que el falso budismo o, como él dice, "la estafa teosófica de la señora Blavatsky" encuentra favor dondequiera que sea posible. Realmente no se puede encontrar esta analogía particularmente afortunada; pero aparte del hecho de que no se puede llamar acertada a ver la genuina enseñanza del budismo, que ha surgido de una manera tan laboriosa, comparada de esta manera, Max Müller también quiere decir que la Sra. Blavatsky acaba de presentar el budismo de una mala manera. Por lo tanto, tampoco se puede comparar con el hecho de que un ser humano haya logrado imitar el gruñido de un cerdo de manera engañosa; pues en este caso habría que suponer que la señora Blavatsky ha logrado imitar especialmente bien el gruñido de un cerdo. E incluso hoy en día, muy pocos teósofos inteligentes querrán creer que la Sra. Blavatsky, a quien hay que reconocer el mérito de haber echado a rodar la pelota, ha reproducido felizmente lo que es el budismo real y verdadero. Pero eso no es necesario. Así como no es necesario que alguien que quiera practicar la geometría reproduzca bien a Euclides, tampoco es necesario que practique el budismo en el verdadero sentido si quiere enseñar Teosofía.

Si queremos ahondar ahora en el espíritu del budismo desde el punto de vista de la ciencia espiritual para poder compararlo con el espíritu del cristianismo, lo mejor es que no vayamos directamente a las grandes enseñanzas, que pueden interpretarse fácilmente de tal o cual manera, sino que intentemos hacernos una idea del alcance y el significado del budismo a partir de los síntomas; es decir, a partir de lo que es efectivo en la forma de reprensentar y en toda la manera de pensar del budismo. La mejor manera de hacerlo es atenerse a una escritura muy respetada dentro de la confesión budista: las preguntas del rey Milinda al sabio budista Nagasena.

En primer lugar, se nos recuerda una conversación que realmente puede transmitirnos el espíritu del pensamiento budista desde dentro. El poderoso y espiritual rey Milinda quiere formular preguntas al sabio budista Nagasena. Él, el rey Milinda, que nunca ha sido vencido por un sabio, pues siempre supo rechazar lo que se oponía a sus puntos de vista, quiere hablar con el sabio budista Nagasena sobre el significado de lo eterno, de lo inmortal en la naturaleza humana; sobre lo que pasa de encarnación en encarnación.

Nagasena pregunta al rey Milinda: 

¿Cómo has llegado hasta aquí, a pie o en carro? 
- En carro. 
- Ahora averigüemos qué es el carro, dice Nagasena. 
¿Es la lanza el carro? 
- No. - 
¿Es la rueda el carro? 
- No. - 
¿Es el yugo el carro? 
- No. -
¿Es el asiento en el que estabas sentado el carro?
 - No. 

Y así, dice Nagasena, puedes nombrar todas las partes del carro; todas las partes no son el carro. Sin embargo, todo lo que tenemos ante nosotros, el carro, está compuesto sólo de partes individuales; eso es sólo un "nombre" para todo lo que está compuesto de las partes. Si no tenemos en cuenta las partes, no tenemos nada más que un nombre.

El significado y propósito de lo que Nagasena quiere presentar aquí al rey es desviar su mirada de aquello en lo que el ojo puede posarse en el mundo físico-sensorial. Él quiere mostrar que nada en el mundo físico constituye realmente aquello que se etiqueta con el "nombre" de cualquier contexto, para demostrar la inutilidad e insignificancia de lo físico-sensorial en sus partes. Para dejar bien claro el sentido de esta parábola, Nagasena dice: "Así sucede también con la forma compuesta que es el hombre, que pasa de una vida terrenal a otra. ¿Son las manos, la cabeza y las piernas las que pasan de una vida terrenal a otra? No. ¿Es lo que hace hoy o lo que hará mañana? No. ¿Qué es entonces lo que constituye un ser humano? El nombre y la forma. Pero, al igual que en el caso del carro, cuando consideramos la suma de las partes, sólo tenemos un nombre. No tenemos nada más que las partes".

Podemos resaltar el argumento aún más claramente recurriendo a otra parábola que Nagasena expone ante el rey Milinda. El Rey habla: "Dices, oh sabio Nagasena, que lo que pasa de una encarnación a otra son el nombre y la forma del ser humano. Cuando vuelven a aparecer en la tierra en una nueva encarnación, ¿Son el nombre y la forma del mismo ser?". Nagasena responde: "Mira, tu árbol de mango está dando frutos. Entonces llega un ladrón y roba la fruta. El dueño del árbol de mango grita: '¡Me has robado la fruta!' 'No es tu fruta', responde el ladrón. Tu fruta era la que enterraste en la tierra, donde se disolvió. La fruta que ahora crece en el árbol tiene el mismo nombre, pero no es tu fruta'". Nagasena continuó entonces "Sí, es cierto: la fruta tiene el mismo nombre y la misma forma, pero no es la misma fruta. Aun así, el ladrón puede ser castigado por su robo. Lo mismo ocurre con lo que reaparece en una vida terrenal en comparación con lo que apareció en vidas anteriores. Sólo gracias a que el dueño del árbol de mango plantó una fruta en la tierra, la fruta crece ahora en el árbol. Por lo tanto, debemos considerar que la fruta es de su propiedad. Lo mismo ocurre con los actos y el destino de la nueva vida del hombre en la tierra: debemos considerarlos como los efectos, el fruto, de su vida anterior. Pero lo que aparece es algo nuevo, como el fruto del mango".

De este modo, Nagasena intentaba disolver todo lo que constituye una vida terrenal, para mostrar cómo sólo sus efectos pasan a la siguiente vida en la tierra. 

Este enfoque puede darnos una idea mucho mejor del espíritu de la enseñanza budista que la que podríamos obtener de sus principios generales, ya que éstos, -como he dicho-, pueden interpretarse de diversas maneras. Si permitimos que el espíritu de las parábolas de Nagasena actúe sobre nosotros, podemos ver con suficiente claridad cómo el maestro budista desea alejar a sus discípulos de todo lo que se presenta aquí ante nosotros como un yo humano separado, una personalidad definida; de cómo pretende dirigir la atención sobre todo a la idea de que, aunque lo que aparece en una nueva encarnación es ciertamente un efecto de la personalidad anterior, no tenemos derecho a hablar en ningún sentido verdadero de un yo coherente que pasa de una vida terrestre a la siguiente.

Si ahora pasamos del budismo al cristianismo, podríamos, -aunque nunca se ha hecho-, reescribir los ejemplos de Nagasena en un sentido cristiano, más o menos como sigue. Supongamos que el rey Milinda ha resucitado de la muerte como cristiano y que la conversación subsiguiente está impregnada del espíritu del cristianismo. Nagasena tendría entonces que decir: "¡Mira tu mano! ¿Es la mano un hombre? No, la mano por sí sola no es un hombre. Pero si separas la mano del hombre, se pudrirá y en dos o tres semanas ya no será una mano. ¿Qué es entonces lo que hace que la mano sea una mano? Es el hombre el que hace que la mano sea mano. ¿Es el corazón un hombre? No. ¿Es el corazón algo autosuficiente? No, porque si separamos el corazón del hombre, pronto dejará de ser corazón, y el hombre pronto dejará de ser hombre. Por eso es el hombre el que hace del corazón un corazón y el corazón el que hace del hombre un hombre. El hombre es un hombre que vive en la tierra sólo porque tiene el corazón como instrumento. Así pues, en el organismo humano vivo tenemos partes que en sí mismas no son nada; sólo existen en relación con toda nuestra constitución. Y si reflexionamos sobre cómo es que las partes separadas no pueden existir por sí mismas, encontramos que debemos mirar más allá de ellas hacia alguna acción invisible que las gobierna, las mantiene unidas y las utiliza como instrumentos para servir a sus necesidades".

Nagasena podría entonces volver a su parábola del carro y podría decir, hablando ahora en un sentido cristiano: "Cierto, el eje no es el carro, porque sólo con el eje no se puede conducir. Cierto, las ruedas no son el carro, porque sólo con las ruedas no se puede conducir. Cierto, el yugo no es el carro, pues sólo con el yugo no se puede conducir. Cierto, el asiento no es el carro, pues sólo con el asiento no se puede conducir. Y aunque el carro es sólo un nombre para el conjunto de piezas, no se conduce con las piezas, sino con algo que no son las piezas. Así pues, el "nombre" representa algo concreto. Nos lleva a algo que no está en ninguna de las partes".

Así, el espíritu de la enseñanza budista pretende desviar la atención de lo visible para ir más allá de ello, y niega el significado de todo lo visible. El enfoque cristiano ve las partes de un carro, o de cualquier otro objeto, de tal manera que la mente se dirige hacia el todo. De este contraste podemos ver que tanto el enfoque cristiano como el budista del mundo exterior tienen consecuencias definidas. Y si ahora seguimos el enfoque budista hasta su conclusión lógica, sus consecuencias serán evidentes.

Un hombre, un budista, está ante nosotros. Desempeña su papel en el mundo y realiza diversas acciones. Su enseñanza budista le dice que todo lo que le rodea carece de valor. Se le inculca la nada y la inexistencia de todo lo visible. Entonces se le dice que debe liberarse de la dependencia de esta nada para alcanzar un estado de ser real y superior. Con este objetivo en mente, debe apartar su mirada del mundo de los sentidos y de todo lo que pueda aprender sobre él a través de sus facultades humanas. ¡Aléjate del mundo de los sentidos! Porque si reducimos a nombre y forma todo lo que ofrece el mundo de los sentidos, se revela su nada. No hay verdad en el mundo de los sentidos que se nos presenta.

¿Qué piensa el cristianismo de todo esto? Considera cualquier parte del organismo humano no como una unidad separada, sino como abarcada por un todo real y unificado. La mano, por ejemplo, sólo es mano porque el hombre la utiliza como tal. Aquí la cosa que vemos apunta directamente a algo que hay detrás de ella. Esta forma de pensar conduce, pues, a conclusiones muy diferentes de las que se derivan de la forma budista. De ahí que podamos decir: Un hombre está ante nosotros. Existe como hombre sólo porque detrás de él hay un hombre espiritual que activa sus partes constituyentes y es la fuente que dirige todo lo que hace o logra. Lo que anima las partes de su organismo y vive en ellas se ha vertido en el ser visible, donde experimenta los frutos de la acción. De esta experiencia del mundo de los sentidos extrae algo que podemos llamar un "resultado", que se transmite a la siguiente encarnación, a la siguiente vida en la Tierra. Detrás del hombre exterior está este hombre activo, este hacedor, que no rechaza el mundo exterior sino que lo maneja de tal manera que sus frutos son recogidos y llevados a la próxima vida.

Si consideramos esta cuestión de las vidas terrenas repetidas desde el punto de vista de la Ciencia Espiritual, debemos decir: Para el Budismo, el principio que mantiene al hombre unido durante la vida no perdura; sólo sus acciones continúan en su próxima vida terrenal. Para el Cristianismo, el principio que mantiene unido al hombre es un Yo completo; y este Yo perdura. Lleva a la siguiente vida terrenal todos los frutos de la precedente. 

Vemos, pues, que lo que separa de manera decisiva estas dos concepciones del mundo es la diferencia muy clara entre sus respectivas maneras de pensar, y esto cuenta mucho más que las teorías o los principios. Si en nuestra época la gente no estuviera tan apegada a las teorías sobre todo, le resultaría más fácil reconocer el carácter de un movimiento espiritual a partir de sus conceptos típicos.

Todo esto está relacionado con una diferencia final entre las perspectivas cristiana y budista. El núcleo de la doctrina budista ha sido expuesto en palabras inmensamente significativas por el propio fundador del budismo. Ahora bien, esta conferencia no se da para promover la oposición al gran iniciador de la enseñanza budista. Mi intención es describir objetivamente la visión budista del mundo. Es precisamente la Ciencia Espiritual el instrumento adecuado para penetrar sin simpatía ni antipatía en el corazón de los diversos movimientos espirituales del mundo.

La leyenda de Buda muestra con suficiente claridad, aunque sea de forma pictórica, lo que pretendía el fundador del budismo. Se nos dice que Gautama Buda, hijo del rey Suddhodana, creció en un palacio real, donde todo a su alrededor estaba diseñado para mejorar la calidad de vida. Durante toda su juventud no conoció el sufrimiento ni la tristeza humana; sólo le rodeaban la felicidad, el placer y la diversión. Un día abandonó el palacio, y por primera vez los dolores y las penas, todo el lado sombrío de la vida humana, se encontraron cara a cara con él. Vio a un anciano que se marchitaba, vio a un hombre enfermo y, sobre todo, vio a un cadáver. Entonces comprendió que la vida debía ser muy diferente de lo que había visto en el palacio real. Ahora veía que la vida humana está ligada al dolor y al sufrimiento.

Sobre la gran alma de Buda pesaba el hecho de que la vida humana conlleva sufrimiento y muerte, tal como él los había visto en el enfermo, el anciano y el cadáver. Pues se dijo a sí mismo: "¿Qué valor tiene la vida si la vejez, la enfermedad y la muerte forman parte ineludible de ella?".

Estas reflexiones dieron lugar a la monumental doctrina de Buda sobre el sufrimiento, que él resumió en las palabras: El nacimiento es sufrimiento, la vejez es sufrimiento, la enfermedad es sufrimiento, la muerte es sufrimiento. Toda la existencia está llena de sufrimiento. Que no siempre podamos estar unidos a aquello que amamos -así es como el propio Buda desarrolló más tarde su enseñanza- es sufrimiento. Que tengamos que estar unidos a lo que no amamos, es sufrimiento. Que no podamos alcanzar en cada esfera de la vida lo que queremos y deseamos, es sufrimiento. Así pues, hay sufrimiento miremos donde miremos. Aunque la palabra "sufrimiento", tal como la usaba Buda, no tiene el significado que tiene para nosotros hoy en día, significaba que en todas partes el hombre está expuesto a cosas que vienen contra él desde fuera y contra las que no puede reunir ninguna fuerza efectiva. La vida es sufrimiento y, por lo tanto, decía Buda, debemos preguntarnos cuál es la causa del sufrimiento.

Entonces se presentó ante su alma el fenómeno que él llamó "sed de existencia". Si hay sufrimiento en todas partes del mundo, entonces el hombre está destinado a encontrar sufrimiento en cuanto entra en este mundo de sufrimiento. ¿Por qué tiene que sufrir así? La razón es que tiene un impulso, una sed, de encarnación en este mundo. El deseo apasionado de pasar del mundo espiritual a una existencia física-corpórea y de percibir el mundo físico-ahí reside la causa básica de la existencia humana. Por lo tanto, sólo hay una manera de liberarse del sufrimiento: luchar contra la sed de existencia. Y esto puede hacerse si aprendemos a seguir el óctuple sendero, de acuerdo con las enseñanzas del gran Buda. Por lo general, se entiende que éste abarca 

-los puntos de vista correctos, 
-los objetivos correctos, 
-el habla correcta, 
-las acciones correctas, 
-la vida correcta, 
-el esfuerzo correcto, 
-los pensamientos correctos 
-la meditación correcta. 

Esta manera correcta de tomar la vida y de relacionarse correctamente con ella, permitirá gradualmente al hombre eliminar el deseo de existir y, finalmente, le conducirá tan lejos que ya no necesitará descender a una encarnación física y se liberará de la existencia y del sufrimiento que la invade. Así pues, las cuatro nobles verdades, como las llamó Buda, son:

1. Conocimiento del sufrimiento 
2. Conocimiento de las causas del sufrimiento 
3. Conocimiento de la necesidad de poner fin al sufrimiento 
4. Conocimiento de los medios para acabar con el sufrimiento

Estas son las cuatro verdades sagradas que fueron proclamadas por Buda en su gran sermón de Benarés en el siglo V o VI a.C. tras su iluminación bajo el árbol Bodhi. 

La liberación de los sufrimientos de la existencia eso es lo que el budismo pone en primer plano, por encima de todo. Y por eso puede llamarse una religión de redención, en el sentido más eminente de la palabra, una religión de liberación de los sufrimientos de la existencia, y por lo tanto, puesto que toda existencia está ligada al sufrimiento, de liberación del ciclo de vidas repetidas en la tierra.

Esto concuerda perfectamente con las concepciones descritas en la primera parte de esta conferencia. Pues si un pensamiento dirigido al mundo exterior sólo encuentra la nada, si lo que mantiene unidas las partes de cualquier cosa es sólo nombre y forma, y si nada transporta los efectos de una encarnación a la siguiente, entonces podemos decir que la "verdadera existencia" sólo puede alcanzarse si el hombre va más allá de todo lo que encuentra en el mundo exterior de los sentidos.

Evidentemente, no sería correcto llamar al cristianismo "religión de redención" en el mismo sentido que el budismo. Si queremos situar al cristianismo en su justa relación con el budismo desde este punto de vista, podríamos llamarlo "religión de la reencarnación". Pues el cristianismo parte del reconocimiento de que todo en una vida individual da frutos que son de importancia y valor para el ser más íntimo del hombre y se trasladan a una nueva vida, donde se viven en un nivel superior de plenitud. Todo lo que extraemos de una vida individual se vuelve cada vez más casi perfecto, hasta que por fin aparece en forma espiritual. Incluso los elementos menos significativos de nuestra existencia, si son tomados por lo espiritual y se les da nueva vida en un nivel cada vez más perfecto, pueden entretejerse en lo espiritual. Nada en la existencia humana es nulo, pues pasa por una resurrección cuando el espíritu lo ha transformado de la manera correcta.

Como una religión de renacimiento, de una resurrección de lo mejor que hemos experimentado, es como debemos considerar al cristianismo, una religión para la que nada de lo que encontramos carece de valor, sino que es más bien una piedra de construcción para el gran edificio que ha de surgir de la unión de todo lo espiritual en el mundo de los sentidos que nos rodea. El budismo es una religión de liberación de la existencia, mientras que el cristianismo es una religión de renacimiento a nivel espiritual. Esto es evidente en sus formas de pensar sobre las cosas grandes y pequeñas y en sus principios finales.

Si buscamos las causas de este contraste, las encontraremos en las características totalmente opuestas de la cultura occidental y oriental. La diferencia fundamental entre ambas puede expresarse de forma sencilla. Toda auténtica cultura oriental que aún no ha sido fecundada por Occidente no es histórica, mientras que toda la cultura occidental es histórica. Y esa es, en última instancia, la diferencia entre la perspectiva cristiana y la budista. El punto de vista cristiano es histórico: reconoce no sólo que las vidas terrenales se repiten, sino que forman una secuencia histórica, de modo que lo que se experimenta primero en un nivel imperfecto puede elevarse en el curso de encarnaciones posteriores a niveles cada vez más altos y casi perfectos. Mientras que el budismo ve la liberación de la existencia terrenal en términos de ascenso al Nirvana, el cristianismo ve su objetivo como un proceso continuo de desarrollo, en el que todos los productos y logros de las vidas individuales brillan en etapas cada vez más altas de perfección, hasta que, impregnados por el espíritu, experimentan la resurrección al final de la existencia terrenal.

El budismo no es histórico, sino todo lo contrario que el trasfondo cultural del que surgió. Dirige su mirada a encarnaciones anteriores y posteriores del hombre y lo ve en oposición al mundo exterior. Nunca se pregunta si en épocas anteriores el hombre pudo haber estado en una relación diferente con el mundo exterior o si en el futuro esta relación puede volver a ser diferente, aunque éstas son preguntas que el cristianismo sí se plantea. Así pues, el budismo llega a la conclusión de que la relación del hombre con el mundo en el que se encarna es siempre la misma. Impulsado a encarnarse por su sed de existencia, entra en un mundo de sufrimiento; no importa si el mundo suscitó esta misma sed en él en el pasado o lo hará en el futuro. El sufrimiento, y de nuevo el sufrimiento, es lo que está destinado a experimentar siempre durante la vida terrestre. Así que las vidas terrenales se repiten, y el budismo nunca las relaciona verdaderamente con ninguna idea de desarrollo histórico. Es por eso que el budismo puede ver su Nirvana, su estado de dicha, como alcanzable sólo al retirarse del ciclo siempre repetido de vidas en la tierra, y por qué tiene que considerar al mundo mismo como la fuente del sufrimiento humano. Porque dice que si alguna vez entramos en el mundo físico, estamos destinados a sufrir: el mundo de los sentidos no puede sino traernos sufrimiento.

Eso no es cristiano, porque la perspectiva cristiana es histórica hasta la médula. Reconoce que el hombre, al nacer de nuevo y de nuevo, se enfrenta a un mundo exterior; pero si estos encuentros le acarrean sufrimiento, o le dejan insatisfecho, privado de una existencia interiormente armoniosa, no es porque la vida terrena sea siempre tal que el hombre deba sufrir, sino porque su relación con el mundo exterior es errónea.

Tanto el cristianismo como el Antiguo Testamento apuntan a un acontecimiento definido, como resultado del cual el hombre ha desarrollado su vida interior de tal manera que puede hacer de su existencia en el mundo que le rodea una fuente de sufrimiento. El sufrimiento no nos lo inflige el mundo que percibimos a través de nuestros ojos y oídos, el mundo en el que estamos encarnados; la humanidad desarrolló una vez algo en su interior que la situó en una relación errónea con el mundo. Y como esto se hereda de generación en generación, sigue siendo hoy la causa del sufrimiento humano. En el sentido cristiano podemos decir que desde el principio de la existencia terrestre los seres humanos no han tenido una relación correcta con el mundo exterior.

Esta comparación puede extenderse a las doctrinas fundamentales de las dos religiones. El budismo insiste una y otra vez en que el mundo exterior es maya, ilusión. El cristianismo, por el contrario, dice El hombre puede creer que lo que ve del mundo exterior es una ilusión, pero eso se debe a que sus órganos están constituidos de tal manera que no puede ver a través del velo externo hacia el mundo espiritual. El mundo exterior no es una ilusión; la ilusión tiene su origen en las limitaciones de la visión humana. El budismo dice: Mira las rocas que te rodean; mira dónde relampaguean y truenan los truenos: todo es Maya, la gran ilusión. El pensamiento cristiano replicaría que es un error llamar ilusión al mundo exterior. No, es el hombre el que aún no ha encontrado la manera de abrir los sentidos espirituales, -sus ojos y oídos espirituales, en palabras de Goethe-, que podrían mostrarle cómo debe verse el mundo exterior en su verdadera forma. El cristianismo, en consecuencia, busca un acontecimiento prehistórico que haya impedido al corazón humano formarse una imagen verdadera del mundo exterior. Y el desarrollo humano a través de una serie de encarnaciones debe verse como un medio por el cual el hombre puede recuperar, en un sentido cristiano, sus ojos y oídos espirituales para ver el mundo exterior tal como es realmente. Las repetidas vidas terrestres no carecen, pues, de sentido: son el camino que permitirá al hombre mirar el mundo exterior, -del que el budismo quiere liberarlo-, y verlo irradiado por el espíritu. Superar la apariencia física del mundo adquiriendo la visión espiritual que el hombre aún no posee, y disipar el error humano por el que el mundo exterior puede parecer sólo maya, ése es el impulso más íntimo del cristianismo.

En el cristianismo, por tanto, no encontramos a un gran maestro que, como en el budismo, nos diga que el mundo es una fuente de sufrimiento y que debemos alejarnos de él hacia otro mundo, el mundo muy diferente del Nirvana. El cristianismo presenta un poderoso impulso para llevar el mundo hacia adelante: el Cristo, que nos ha dado la indicación más fuerte de las fuerzas que el hombre puede desarrollar a partir de su vida interior, fuerzas que le permitirán hacer uso de cada encarnación de tal manera que sus frutos serán llevados a cada encarnación sucesiva a través de sus propios poderes. Las encarnaciones no deben cesar para abrir el camino del Nirvana; pero todo lo que podemos adquirir en ellas debe ser utilizado y desarrollado para que pueda experimentar la resurrección en el sentido espiritual.

Aquí radica la diferencia más profunda entre la filosofía no histórica del budismo y la perspectiva histórica del cristianismo. El cristianismo se remonta a la Caída del hombre como fuente de dolor y sufrimiento, y mira hacia la Resurrección para su curación. No podemos liberarnos del dolor y el sufrimiento renunciando a la existencia, sino sólo corrigiendo el error que ha colocado al hombre en una falsa relación con el mundo circundante. Si corregimos este error, veremos efectivamente que el mundo perceptible por los sentidos se disuelve como una nube ante el sol, y también que todas nuestras acciones y experiencias dentro de él pueden resucitar en el plano espiritual.

El cristianismo es, pues, una doctrina de reencarnación, de resurrección, y sólo bajo esa luz podemos situarlo junto al budismo. Esto, sin embargo, implica contrastar los dos credos en el sentido de la Ciencia Espiritual y entrar en los impulsos más profundos de ambos. 

Todo lo que he dicho en términos generales puede corroborarse hasta en los detalles más pequeños. Por ejemplo, podemos encontrar en el budismo algo parecido al Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo: 

El que escucha la ley, -es decir, la ley impartida por el Buda-, es bienaventurado. El que se eleva por encima de las pasiones es bienaventurado. El que puede vivir en soledad es bienaventurado. El que puede vivir con las criaturas del mundo y no hacerles daño es bienaventurado. Y así sucesivamente.

Así, podríamos considerar las bienaventuranzas budistas como una contrapartida de las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. Sólo tenemos que entenderlas de la manera correcta. Comparémoslas con el texto de las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña del Evangelio de San Mateo. Allí escuchamos al comienzo las poderosas palabras: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque ellos encontrarán en sí mismos el reino de los cielos". No se dice sólo "Bienaventurados los que oyen la ley"; hay un añadido. Se nos dice: Bienaventurados los pobres de espíritu que tienen que mendigar, porque "de ellos es el reino de los cielos". ¿Qué significa esto? Sólo podemos comprender tal dicho si tenemos ante nuestra alma todo el carácter histórico de la perspectiva cristiana.

En primer lugar, debemos recordar que todas las facultades del alma humana tienen una historia; han evolucionado. La Ciencia Espiritual toma muy en serio esta palabra "evolucionado", en el sentido de que lo que existe hoy no ha existido siempre. Nos dice que lo que llamamos nuestro intelecto, nuestra manera científica de pensar, no existía en los tiempos primitivos; en su lugar había algo que podríamos llamar una clarividencia tenue y nebulosa. La forma en la que ahora alcanzamos el conocimiento del mundo era desconocida para estos pueblos primitivos. Pero en ellos habitaba una especie de sabiduría primitiva que iba mucho más allá de todo lo que hoy hemos podido establecer. Cualquiera que entienda la historia sabe que esa sabiduría primitiva existió. En aquellos primeros tiempos, los seres humanos no sabían cómo construir máquinas o motores de ferrocarril, ni cómo dominar su entorno con la ayuda de las fuerzas naturales, pero su visión de los fundamentos divino-espirituales del mundo iba mucho más allá de nuestros conocimientos actuales.

Esta visión no surgió de la reflexión. Los hombres no podían entonces proceder como lo hace la ciencia moderna. Recibían inspiraciones, revelaciones, que surgían tenuemente en sus almas. No eran totalmente conscientes de ellas, pero podían reconocerlas como verdaderos reflejos del mundo espiritual y de la antigua sabiduría. Pero como en el curso de la evolución el hombre pasó de vida en vida, estaba destinado a perder la antigua clarividencia nebulosa y la antigua sabiduría y a aprender a captar las cosas con el intelecto. En el futuro unirá las dos facultades: será capaz de mirar clarividentemente en el mundo espiritual conservando las formas del conocimiento moderno. Hoy vivimos en una etapa de transición. La antigua clarividencia se ha perdido, y lo que ahora somos se ha desarrollado con el paso del tiempo. ¿Cómo ha llegado el hombre al punto de ser capaz, como ser autoconsciente, de conocer el mundo a través de su intelecto? En particular, ¿Cuándo llegó la autoconciencia al hombre?

Fue en ese momento, -aunque la evolución del mundo no suele interpretarse con tanta exactitud-, cuando Cristo Jesús apareció en la tierra. Los hombres se encontraban en un punto de inflexión dado por lo que ha producido los mejores logros de nuestro propio tiempo. La llegada de Cristo a la evolución humana marcó la transición de lo viejo a lo nuevo. Cuando Juan el Bautista proclamó "El Reino de los Cielos está cerca", estaba utilizando simplemente una expresión técnica para la experiencia que llegaría a los hombres cuando comenzaran a adquirir conocimiento del mundo a través de su propia autoconciencia y ya no a través de inspiraciones. La llamada del Bautista significa que el conocimiento del mundo en términos de conceptos e ideas está próximo. Los hombres ya no dependen de la antigua clarividencia, sino que ahora pueden investigar el mundo por sí mismos. Y el impulso más poderoso para esta nueva forma de conocimiento lo dio Cristo Jesús.

De ahí el profundo significado de las primeras palabras del Sermón de la Montaña. Podrían interpretarse así: Los hombres están ahora en la etapa en que son mendigos del espíritu. En el pasado tenían visión clarividente y podían mirar en el mundo espiritual. Ese tiempo ya pasó. Pero llegará un tiempo en que el hombre, a través de la fuerza interior de su Yo, podrá encontrar un sustituto para la antigua clarividencia a través de la Palabra que se revelará dentro de él. Bienaventurados, en consecuencia, no sólo aquellos que en la antigüedad adquirieron el espíritu mediante inspiraciones crepusculares, sino también aquellos que ya no tienen clarividencia porque la evolución los ha llevado a esa etapa. En verdad no son indoctos, los que mendigan el espíritu porque lo han perdido. Bienaventurados ellos, porque suyo es lo que se revela a través del Yo y puede alcanzarse a través de su propia autoconciencia.

Más adelante leemos: "Bienaventurados los que sufren", porque aunque el mundo exterior de los sentidos es una causa de sufrimiento debido a nuestra relación con él, ha llegado el momento en que el hombre, si toma conciencia de sí mismo y despliega las fuerzas que moran en su Yo, llegará a conocer el remedio para su sufrimiento. Dentro de sí mismo encontrará la posibilidad del consuelo, porque ha llegado el momento en que cualquier consuelo externo pierde significado, porque el Yo debe tener la fuerza para encontrar dentro de sí mismo el remedio para el sufrimiento. Bienaventurados aquellos que ya no pueden encontrar en el mundo exterior todo lo que una vez encontraron allí. Ese es también el significado más elevado de la bienaventuranza: "Bienaventurados los que tienen sed de justicia, porque ellos serán saciados." Dentro del propio Yo se encontrará una fuente de justicia que compensará la injusticia del mundo.

Así es como Cristo Jesús señala el camino hacia el Yo humano, hacia el elemento divino en el hombre. Lleva a tu interior lo que vive en el Cristo como prefiguración; entonces encontrarás la fuerza para llevar de una encarnación a otra los frutos de tu vida en la tierra. Es importante para la vida en el mundo espiritual que domines lo que puede experimentarse en la existencia terrenal.

En relación con esto, hay un acontecimiento que, en primer lugar, es un sufrimiento para el cristianismo: la muerte de Cristo Jesús, el Misterio del Gólgota. Esta muerte tiene un significado mayor que la muerte ordinaria; Cristo establece aquí la muerte como el punto de partida de una vida inmortal e invencible. Esta muerte no es simplemente como si Cristo quisiera liberarse de la vida; la sufre porque de ella obra un poder ascendente, y porque de esta muerte ha de brotar la vida eterna.

Esto lo sentían quienes vivían en los primeros siglos del cristianismo, y se reconocerá cada vez más ampliamente cuando se comprenda mejor el Impulso de Cristo. Entonces se comprenderá que seis siglos antes de Cristo, uno de los más grandes hombres saliera de su palacio, viera un cadáver y se formara un juicio, -la muerte es sufrimiento, la liberación de la muerte es salvación-, y resolviera que ya no tendría nada que ver con nada que estuviera bajo el dominio de la muerte. Pasan seis siglos hasta la venida de Cristo, y después de otros seis siglos se levanta un símbolo que sólo se comprenderá en el futuro. ¿Cuál es este símbolo?

No fue un Buda, ni una persona elegida, sino gente sencilla la que fue y vio el símbolo; vio alzarse la cruz y un cadáver sobre ella. Para ellos, la muerte no era sufrimiento, ni se apartaban de ella; veían en el cuerpo una promesa de vida eterna, un signo de aquello que vence a la muerte y se aparta de todo en el mundo de los sentidos.

El noble Buda vio un cadáver; se apartó del mundo de los sentidos y decidió que la muerte es sufrimiento. La gente sencilla que contempló la cruz y el cadáver no se apartó de la vista: para ellos era el testimonio de que de esta muerte terrenal brota la vida eterna. Así fue como seiscientos años antes de la fundación del cristianismo, Buda se presentó ante el cadáver, y seiscientos años después de la venida de Cristo, la gente sencilla vio el símbolo que expresaba para ellos lo que había sucedido con la fundación del cristianismo. En ningún otro momento se ha producido un punto de inflexión semejante en la evolución de la humanidad. Si observamos estas cosas objetivamente, veremos aún más claramente dónde residen la grandeza y la importancia del budismo.

Como hemos dicho, el hombre estaba dotado originalmente de una sabiduría primordial, y en el curso de las sucesivas encarnaciones esta sabiduría se fue perdiendo gradualmente. La aparición del gran Buda marca el fin de una antigua época de la evolución; proporciona la prueba histórica más contundente de que los hombres habían perdido la antigua sabiduría, el antiguo conocimiento, y esto explica el apartarse de la vida. El Cristo es el punto de partida de una nueva evolución, que ve en esta vida terrenal las fuentes de la vida eterna.

En nuestra época, este importante hecho relativo a la evolución humana aún no se comprende con claridad. Por eso puede suceder hoy que hombres de naturaleza fina y noble, incapaces de obtener de los puntos de vista modernos lo que necesitan para su vida interior, se vuelvan hacia algo diferente y encuentren liberación en el budismo. Y el budismo muestra, en cierto sentido, cómo un hombre puede elevarse fuera de la existencia de los sentidos y, mediante un cierto despliegue de sus fuerzas interiores, puede elevarse por encima de sí mismo. Pero esto sólo puede ocurrir porque el mayor impulso y la fuente más íntima del cristianismo todavía son muy poco comprendidos.

La Ciencia Espiritual debe ser el instrumento para penetrar cada vez más profundamente en los conceptos y perspectivas del Cristianismo. Y precisamente la idea de la evolución, a la que la Ciencia Espiritual hace plena justicia, podrá conducir a los hombres a una comprensión íntima del Cristianismo. Por lo tanto, la Ciencia Espiritual puede abrigar la esperanza de que un cristianismo correctamente entendido se distinga cada vez más claramente de todas las interpretaciones erróneas del mismo, sin necesidad de trasplantar el budismo a nuestra época. Cualquier intento de hacer esto sería, en efecto, miope, pues cualquiera que comprenda las circunstancias de la vida espiritual en Europa sabrá que incluso aquellos movimientos que aparentemente se oponen al cristianismo han sacado todo su arsenal de armas del propio cristianismo. No habrían podido existir Darwin o Haeckel, -por grotesco que esto suene-, si una educación cristiana no les hubiera hecho posible pensar como pensaban; si las formas del pensamiento no hubieran estado listas para quienes, tras una educación cristiana, las utilizan para atacar, por así decirlo, a su propia madre. Lo que estas personas dicen, y el tono de voz en que lo dicen, están a menudo aparentemente dirigidos contra el cristianismo, pero es la educación cristiana la que les permite pensar de esta manera. Sería poco prometedor, por no decir nada, que alguien tratara de injertar algo oriental en nuestra cultura, pues contradiría todas las condiciones de la vida espiritual en Occidente. Todo lo que tenemos que hacer es comprender claramente las enseñanzas fundamentales de las dos religiones.

Un estudio más exacto de la vida espiritual contemporánea pondrá de manifiesto, en efecto, tal falta de claridad en ella, que hombres de la más alta eminencia filosófica se ven impelidos a rechazar la vida y son movidos así a simpatizar con los pensamientos del budismo. Tenemos un ejemplo de ello en Schopenhauer: todo el temperamento de su vida tenía algo de budista. Por ejemplo, dice que el tipo más elevado de hombre es el que podemos llamar un "santo"; un hombre que en su vida ha superado todo lo que el mundo exterior puede ofrecer. Se limita a existir en su cuerpo, sin obtener ningún ideal del mundo que le rodea; no tiene ningún objetivo ni propósito, sino que simplemente espera el momento en que su cuerpo sea destruido, de modo que desaparezca todo rastro de su conexión con el mundo de los sentidos. Al apartarse del mundo de los sentidos, anula su propia vida sensorial, de modo que no quede nada de todo lo que en la vida lleva del miedo al sufrimiento, del sufrimiento al terror, de la pasión al dolor.

Se trata de una proyección del sentimiento budista en Occidente, y debemos reconocer que se produce porque no se comprende claramente el impulso más profundo del cristianismo. ¿Qué hemos ganado con el cristianismo? De la forma más pura del impulso cristiano hemos ganado precisamente lo que separa decisivamente a Schopenhauer de una de las personalidades más significativas de los últimos tiempos. Mientras que el ideal de Schopenhauer es un hombre que ha superado todo lo que la vida exterior puede darle en forma de placer y dolor, y sólo espera que se disuelvan los últimos vestigios que mantienen unido su cuerpo, Goethe nos presenta en su Fausto un personaje esforzado que pasa del deseo a la satisfacción y de la satisfacción, al deseo, hasta que finalmente se ha purificado y ha transformado sus deseos hasta tal punto que el elemento más santo que puede iluminar nuestra vida se convierte en su pasión. No se queda esperando hasta que se extinguen los últimos vestigios de su existencia terrena, sino que pronuncia las grandes palabras: "Ni en eones pasará la huella de mis días sobre la tierra ".

El sentido y el espíritu de todo esto lo presenta Goethe en su Fausto tal como lo describió a su anciano secretario Eckermann: "Por lo demás, admitirás que el pasaje final, cuando el alma redimida es llevada a lo alto, fue muy difícil de manejar. Con cosas tan supersensibles, tan difícilmente imaginables, hubiera podido fácilmente perderme en vaguedades, si no me hubiera servido de figuras e imágenes de la Iglesia cristiana, claramente esbozadas, para dar la forma y el fondo necesarios a mis intenciones poéticas."

Así es como Fausto sube la escalera de la existencia, representada en símbolos cristianos, de lo mortal a lo inmortal, de la muerte a la vida.

En Schopenhauer vemos la inconfundible proyección de elementos budistas en nuestro modo de pensar occidental, de modo que su hombre ideal espera a alcanzar el estado de perfección hasta que se hayan borrado, junto con su cuerpo, las últimas huellas de su existencia terrenal. Y esta visión, cree Schopenhauer, puede interpretar las figuras creadas por Rafael y Correggio en sus cuadros. Goethe quiso presentarnos a un hombre que se esfuerza por alcanzar una meta, consciente de que todo lo que se consigue en la vida terrenal debe ser perdurable, entretejido con la eternidad. "Ni en eones pasará la huella de mis días en la tierra".

Ése es el verdadero impulso cristiano, realista, que lleva al despertar de nuestros actos terrenales en una forma espiritualizada. Es la religión de la resurrección. También es una filosofía realista en el verdadero sentido, pues sabe extraer de las alturas espirituales los elementos más elevados para nuestra vida en el mundo de los sentidos. Así podemos ver en Goethe, como el resplandor de una aurora, el cristianismo del futuro, que ha aprendido a comprenderse a sí mismo. Este cristianismo reconocerá toda la grandeza y significación del budismo, pero, en contraste con el budismo que se aparta de las encarnaciones, reconocerá el valor de cada existencia de una encarnación a la siguiente. Así, Goethe, en un sentido cristiano verdaderamente moderno, mira a un pasado que nos hizo nacer de un mundo, y al presente en el que todo lo que logramos, -si se captan correctamente sus frutos-, no puede pasar nunca. Por tanto, cuando vincula al hombre con lo universal en el verdadero sentido científico-espiritual, no puede sino unirlo por el otro lado al verdadero contenido del cristianismo. Así, en sus Palabras Órficas Primordiales dice:

"Como el día que te dio al mundo
El sol se puso de pie para saludar a los planetas, 
prosperaste de inmediato y sin cesar, 
según la ley por la que comenzaste. 
Así debes ser, no puedes escapar. 
Así lo dijeron sibilas, así lo dijeron profetas".

Goethe no podía escribir de este modo, al describir la conexión del hombre con el mundo entero, sin indicar que el ser humano, nacido de las constelaciones de la existencia, está en el mundo como algo que nunca puede pasar, sino que debe celebrar su resurrección en forma espiritualizada. De ahí que a estas líneas añadiera otras dos:

Ningún tiempo, ningún poder, puede llevar a la disolución
La forma una vez moldeada en la evolución viva.

Y podemos decir: Ningún tiempo y ningún poder pueden destruir lo que se logra en el tiempo y madura como fruto para la eternidad.

Traducido por J.Luelmo abr.2024

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El objetivo de este blog es publicar en Internet todo el material fuente existente para las transcripciones de las conferencias de Rudolf Steiner de la forma más completa posible, para que este gran tesoro esté disponible para toda la humanidad. Se trata de notas de oyentes, transcripciones de conferencias y, en su mayor parte, transcripciones en texto plano de conferencias estenografiadas, también conocidas como transcripciones en texto plano. De este modo, cualquiera puede comprobar por sí mismo, mediante comparaciones, qué dijo realmente Rudolf Steiner y cómo fue editado (y, por tanto, modificado) en las distintas ediciones. Y por último, pero no menos importante, también encontrarán mucho material inédito. La obra de Rudolf Steiner es de dominio público desde 1996 y, por tanto, pertenece legalmente a toda la humanidad. Él mismo habría elegido una fecha mucho más temprana para la publicación de su obra, como se desprende de los pasajes sobre propiedad intelectual que citamos a continuación; Incluso el período de protección de 30 años que se aplicaba entonces le parecía demasiado largo. ¿Y qué habría dicho sobre el hecho de que 85 años después de su muerte, parte de su obra docente siga inédita y acumulando polvo en los archivos? Él mismo encontró una expresión adecuada para esto: Fue puesto en un ataúd. Este sitio web está destinado a ayudar a liberarlo de este ataúd. "Lo que el hombre puede crear a partir de sus capacidades intelectuales se lo debe a la sociedad humana, al orden social humano. En realidad, no le pertenece. ¿Por qué gestionamos nuestra propiedad intelectual? Simplemente porque la produces; al producirla, demuestras que tienes la capacidad de hacerlo mejor que los demás. Mientras tengas esa capacidad mejor que los demás, gestionarás mejor esa propiedad intelectual al servicio del conjunto. Ahora la gente se ha dado cuenta al menos de que esta propiedad intelectual no se perpetúa sin fin. Treinta años después de la muerte, la propiedad intelectual pertenece a toda la humanidad. Cualquiera puede imprimir lo que yo he producido treinta años después de mi muerte. Puede utilizarlo como quiera; y eso está bien. Incluso estaría de acuerdo si hubiera más derechos en este ámbito. No hay otra justificación para la gestión de la propiedad intelectual que el hecho de que, porque se puede producir, también se tienen las mejores capacidades [...] Será una forma sana de socializar el capital si hacemos fluir en el organismo social lo que hoy se acumula como capital en el derecho de sucesiones, en el surgimiento de las pensiones, del derecho de las manos ociosas, de los derechos humanos superfluos, lo que así se acumula en capital; eso es lo que importa. Ni siquiera hace falta decir que la propiedad privada debe convertirse en propiedad social. El concepto de propiedad no tendrá ningún significado". Rudolf Steiner el 25 de abril de 1919