GA139 Basel, 18 de septiembre de 1912 -evangelio de s. Marcos BUDA Y SOCRATES

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Rudolf Steiner

BUDA Y SOCRATES, DOS CORRIENTES EVOLUTIVAS Y LA SINTESIS EN CRISTO JESUS

4ª conferencia

Basel, 18 de septiembre de 1912

Para empezar voy a referirme a dos hechos de la evolución de la humanidad. Dirijamos primero la mirada sobre un acontecer que tuvo lugar a mitad y hacia fines del quinto siglo de la era precristiana. Se trata de algo bien conocido; pero coloquémoslo ante la mirada de nuestra alma.

Vemos que allí en la India el Buda reunía en torno suyo un grupo de sus discípulos y que como resultado de lo acontecido entre el Buda y sus discípulos tomó su origen aquel grandioso movimiento que en Oriente en el transcurso de los siglos, se extendió enormemente, trayendo felicidad y liberación interior del alma, edificación y fortalecimiento de la conciencia, a un sinnúmero de seres humanos. Para caracterizarlo basta contemplar el aspecto principal de la enseñanza y el obrar del Buda:

Vivir, tal como el hombre lo experimenta durante su encarnación terrenal, es sufrimiento, es el efecto de que el hombre en el curso de sus encarnaciones está sujeto al deseo de reencarnaciones continuas. La meta, digna de esfuerzo, consiste en librarse de este deseo de reencarnar, borrar en el alma todo lo que provoque el deseo de volver a penetrar en la encarnación física; para ascender finalmente a una existencia en que el alma ya no siente el impulso de hallarse ligada, por medio de órganos físicos, a esta existencia, sino de elevarse al nirvana. Esta es la gran enseñanza que emanaba de la boca del Buda: que la vida es sufrimiento y que el hombre debe buscar los medios para librarse del sufrimiento y para llegar a ser partícipe del nirvana. Para expresarlo con términos que nos son habituales, podríamos decir: Buda, por la potencia de su

individualidad, dirigía la mirada de sus discípulos hacia la existencia terrenal y desde la plenitud de su compasión, trataba de proporcionarles los medios para elevar sus almas, con todo su contenido, desde lo terrenal a lo celestial; de conducir el pensamiento y la filosofía del hombre, desde lo terrenal a lo celestial.

De esta manera, como por medio de una fórmula en términos concisos, podemos expresar el impulso que emanó del Buda en su gran sermón de Benarés. Lo que vivió en el alma de sus fieles discípulos, y lo que llegaron a profesar, fue que el alma humana debe aspirar a librarse del deseo de reencarnar y de la inclinación a la existencia sensorial; a buscar la perfección del propio ser a través del independizarse de la existencia física, con el fin de unirse con todo lo que liga el propio ser a su origen divino espiritual. Estos fueron los sentimientos de los discípulos del Buda: librarse de las tentaciones de la vida, relacionarse, dentro del mundo, tan sólo con el sentimiento del alma que se ilumina por lo espiritual, el sentimiento de la compasión; por lo demás, entregarse al aspirar a la perfección espiritual, tornarse ascético y relacionarse lo menos posible con el aspecto exterior de la existencia. Esto fue la finalidad y la meta de los discípulos del Buda. Si miramos los siglos en los cuales el budismo se extiende en el mundo y nos preguntamos: “¿Qué vivió en el alma, en el corazón de los seguidores del budismo?” se nos contesta: ellos persiguieron grandes fines, pero en el centro de su pensar y sentir vivió la gran figura del Buda, la contemplación de todas sus sublimes palabras sobre el librarse del sufrimiento de la vida. Durante el transcurso de los siglos vivió en el centro de todo su pensar y sentir, en el alma, en el corazón de sus seguidores, la universal e imponente autoridad del Buda. Todo su mensaje lo consideraron como palabra sagrada.

¿Cómo se explica que los discípulos y seguidores del Buda hayan tomado sus palabras como un mensaje del cielo mismo? La causa de ello fue que ellos vivieron en la creencia, la que les fue confesión, que en lo acontecido bajo el árbol Bodhi se encendió en el alma de Buda el verdadero conocimiento de la existencia del mundo y que le iluminó la luz, el Sol del Universo. Lo importante es esta disposición de ánimo en el corazón de los discípulos y seguidores del Buda, lo sagrado y extraordinario de dicho estado anímico. Tengámoslo bien presente ante el ojo espiritual para aprender a comprender lo acontecido medio milenio antes del Misterio de Gólgota.

Contemplemos ahora otro cuadro de la historia universal. Para el largo curso de la evolución de la humanidad, podemos llamar “contemporáneo” lo que dista entre sí más o menos un siglo. Tratándose de milenios y milenios de la evolución, un solo siglo es muy poco. Por lo tanto, aunque el cuadro que vamos a contemplar pertenezca a un siglo más tarde, hemos de considerarlo, no obstante, como casi contemporáneo con lo acontecido en la época de Buda.

En el quinto siglo antes de nuestra era vemos que en la antigua Grecia, otra individualidad va reuniendo en torno suyo discípulos y seguidores. Se trata de otro hecho bien conocido, pero la imagen de esa individualidad nos servirá para llegar a la comprensión de la evolución de los siglos recién pasados. Me refiero a Sócrates. Para justificar esta referencia a Sócrates, basta considerar el cuadro que de él ha dibujado el gran filósofo Platón, imagen que en su esencia aparece confirmada por el otro gran filósofo, Aristóteles. Si consideramos el cuadro dibujado por Platón de una manera tan persuasiva, podemos decir que en Sócrates se originó un movimiento en Occidente. El “elemento socrático” puede denominarse de importancia trascendental para todo el carácter de la cultura occidental. Si bien este elemento socrático occidental se propaga de un modo más sutil que el elemento budista oriental, se puede, no obstante, a través de las fluctuaciones de la historia establecer un paralelo entre Sócrates y Buda. Sin embargo, hemos de caracterizar a los discípulos de Sócrates de una manera bien distinta a la de los discípulos de Buda. Si contemplamos esta diferencia fundamental entre Buda y Sócrates, se nos presenta, en cierto sentido, todo lo característico de la diferencia entre Occidente y Oriente.

¿Cómo se siente Sócrates frente a sus discípulos? Su manera genial de tratar a ellos se ha llamado obstetricia espiritual, porque él mismo quiso dar a luz, extraer del alma de sus discípulos lo que ellos debieron aprender. El formulaba sus preguntas de tal manera que el estado del alma de sus discípulos se vivificaba y que no hacía falta transmitirles nada, sino que lo hacía brotar de ellos mismos. El elemento más bien sereno de la filosofía socrática se debe a que él apelaba a lo espontáneo y a la razón intrínseca de sus discípulos, cuando con ellos pasaba por las calles de Atenas; no de la misma manera pero en forma parecida a que Buda caminaba con sus discípulos. Empero, Buda predicaba lo que por la iluminación bajo el árbol Bodhi había recibido y lo hacía fluir en los discípulos, de modo que en ellos siguió viviendo lo que en el Buda había vivido. Sócrates, en cambio, no pretendía de manera alguna seguir viviendo como “Sócrates” en el corazón de sus discípulos, ni tampoco deseaba transmitirles cosa alguna, al encontrarse frente a ellos, sino que ellos mismos suscitasen lo intrínseco del alma propia. Absolutamente nada debía transmitirse de Sócrates al alma de sus discípulos.

No hay diferencia más grande imaginable que la que existe entre Buda y Sócrates. En el alma del discípulo de Buda debía verdaderamente vivir el Buda; nada debía vivir de Sócrates en el alma de su discípulo, como tampoco no vive nada de la partera en el niño que sale a luz. En los discípulos de Sócrates, el elemento espiritual surgía por medio de la obstetricia espiritual de su maestro, apelando éste a las fuerzas propias del hombre, para suscitar lo intrínseco de su ser. La diferencia entre Sócrates y Buda también podría caracterizarse de la siguiente manera: una voz del cielo, para indicar lo que los discípulos de Buda debían recibir de él, podría haber exclamado: “Encended en vosotros lo que en Buda vivió, y encontraréis el camino a la existencia espiritual”. Y para caracterizar de un modo similar las intenciones de Sócrates, habría que expresarlo así: él exigía a sus discípulos: “Desarrolla en ti mismo lo que tú eres”.

Contemplando las dos imágenes, hemos de decirnos: tenemos ante nosotros dos corrientes evolutivas de aspectos contrarios las que, no obstante, en cierto modo se tocan mutuamente; pero esto sólo ocurre en su aspecto final. No hay que mezclar las cosas, la una con la otra, antes bien, hay que caracterizarlas en sus diferentes aspectos, para señalar finalmente en qué puede haber una unidad. Si nos imaginamos al Buda frente a uno de sus discípulos, podemos decir: él se esfuerza (sus sermones lo hacen ver) con las palabras más sublimes y en continuas repeticiones (las que son imprescindibles, por lo que en las citas no hay que suprimirlas) de encender en el alma del discípulo lo necesario para conducirle a los mundos espirituales, apoyándose en lo que el Buda mismo vivenció bajo el árbol Bodhi. En sus palabras resuena el éxtasis experimentado, cual una revelación celestial, la que se exterioriza por la boca que habla bajo la impresión inmediata de la iluminación.

Sócrates, en cambio, hállase frente a su discípulo de tal manera que para explicarle, mediante el más sencillo raciocinio corriente, la relación del hombre con lo divino, le dice: reflexiona en qué relación hállanse las íntimas conclusiones lógicas. En todos los casos remítese al discípulo a lo más trivial y cotidiano para que, mediante la lógica corriente, lo aplique a la adquisición del conocimiento. Una sola vez nos aparece Sócrates ascendiendo a la altura en que habla a sus discípulos en forma igual que Buda. Esta sola vez es el momento en que Sócrates siente llegar la muerte, cuando él habla de la inmortalidad del alma. Habla entonces como un hombre altamente iluminado, pero a un mismo tiempo habla de modo que sus palabras sólo son plenamente comprensibles bajo el aspecto de su vivencia personal. Es por esta razón que la plática platónica sobre la inmortalidad del alma nos toca en el fondo de nuestra propia alma, cuando él dice aproximadamente lo que sigue: en toda mi vida me he esforzado en adquirir, a través de la filosofía, lo que el hombre puede alcanzar para independizarse del mundo de los sentidos; y ahora que mi alma está cerca de librarse de todo lo sensorio ¿no ha de penetrar alegremente en el elemento anímico, que es el mismo mundo a que ella siempre aspiraba en su búsqueda filosófica? Quien conciba íntimamente, a través del “Faedón” de Platón, aquella plática de Sócrates, se verá espontáneamente compenetrado del sentimiento que surge de las sublimes enseñanzas del Buda, cuando éste habla al corazón de sus discípulos. Y con respecto a la diferencia, al aspecto contrario de ambas personalidades, podemos entonces decir: en un punto peculiar, ellas se elevan de tal manera que dentro de lo enteramente opuesto se manifiesta, igualmente, una unidad. Dirigiendo la mirada hacia la naturaleza del Buda, encontraremos que, considerándolo todo, podemos decir que todas las prédicas de Buda suscitan en nosotros los mismos sentimientos que los que nos causa la plática de Sócrates sobre la inmortalidad del alma. Me refiero a la disposición anímica, al fervor con que todo lo acogemos. En cambio, lo que caracteriza las demás enseñanzas de Sócrates, las que siempre tienden a provocar el raciocinio propio del oyente, es algo que raras veces se encuentra en Buda; no obstante, hay casos en que sí se hace notar. Parecería escucharse una plática de Sócrates, cuando una vez Buda quiere explicar a su discípulo Sona que no es para el bien del hombre permanecer y relacionarse solamente con la existencia sensorial, ni tampoco el mortificarse o vivir como esto se hacía antiguamente; sino que lo correcto sería el justo medio. Buda le dice entonces a Sona: “Mira, Sona, ¿tocarás bien el laúd si las cuerdas están flojas?” Sona responde: “No tocaré bien el laúd, si las cuerdas están flojas”. “Pues bien,” pregunta Buda, “¿tocarás bien el laúd, si las cuerdas están demasiado tensas?”“Tampoco”, responde Sona, “no tocará bien el laúd, si las cuerdas se hallan demasiado tensas”. “Dime”, dice Buda, “cuándo tocarás bien el laúd?” Y Sona responde: “Cuando las cuerdas están ni demasiado flojas, ni demasiado tensas”. Y Buda le explica: “Lo mismo ocurre en la vida del hombre: no alcanzará todos los conocimientos si se entrega demasiado a la vida sensorial; ni tampoco los adquirirá si meramente se mortifica y se retira de la existencia corriente. Al igual como en el caso del laúd, así también en cuanto al estado del alma humana, hay que elegir el justo medio”.

Ciertamente, este diálogo del Buda con su discípulo Sona, lo mismo podría atribuirse a Sócrates; ya que él habla así, apelando a la razón de sus discípulos. Se trata pues, de un “diálogo socrático” de Buda con su discípulo Sona; pero en cuanto al Buda, tal diálogo se encuentra tan raras veces como, por otra parte, aquella “plática budista” sobre la inmortalidad del alma que Sócrates sostuvo con sus discípulos poco antes de su muerte. No llegamos a la verdad, si no caracterizamos las cosas de esta manera. Más fácil sería decir: la evolución de la humanidad progresa gracias a sus grandes conductores, los que, en el fondo, proclaman todos lo mismo, si bien en forma distinta; y las palabras de todos ellos no son sino descripciones de lo Uno.

Indudablemente, es la verdad, pero en forma de lo más trivial. Lo que importa es, esforzarse en llegar al conocimiento y buscar unidad lo mismo que diferenciación, es decir que es preciso caracterizar las cosas por su distinción y, dentro de lo distinto, buscar la unidad. Esta advertencia metódica corresponde a la contemplación espiritual de la vida. Bien puede decirse: “El contenido de todas las religiones es uno solo”, pero esto resulta muy trivial, por más que se caracterizase esta unidad con bellas palabras. Esto no conduce a nada, como tampoco no diría nada si dos figuras como las de Buda y Sócrates se caracterizaran simple y abstractamente como una unidad, sin entrar en lo hondo de la diferencia. Lo que importa es que se llegue a comprender estas consideraciones metódicas, y que no se acepte lo cómodo por lo verdadero.

Buda y Sócrates aparecen a nuestra mirada como dos figuras que en forma casi opuesta representan dos corrientes evolutivas de la humanidad; pero si, como lo hemos expuesto. las llevamos a una unidad superior, podemos agregar un tercer cuadro, el de otra gran individualidad, también con sus discípulos: Cristo Jesús. Sin referirnos a los demás, hablemos primero de sus discípulos más íntimos, los doce. Sobre la relación del maestro con estos últimos, nos dice el Evangelio de Marcos, con toda claridad, algo que podemos comparar con lo caracterizado con respecto a Buda y Sócrates. La expresión más concisa de ello se da en lo siguiente: el Cristo se halla frente a la multitud que desea escuchar sus palabras. Según el Evangelio, El habla a la multitud en “parábolas” o en imágenes. Sencilla y grandiosamente describe el Evangelio que el Cristo alude —mediante parábolas e imágenes— a sumamente significativos hechos de la evolución del mundo y de la humanidad. Después se nos dice que El, al encontrarse con sus íntimos discípulos solamente, les interpretaba a ellos esas imágenes. Una vez, el Evangelio de Marcos nos da un ejemplo de cómo el Cristo habla a la multitud, y cómo después lo interpreta para los discípulos:

Y les enseñaba por parábolas muchas cosas, y les decía en su enseñanza: Oíd, he aquí el sembrador salió a sembrar. Y aconteció sembrando, que una parte cayó junto al camino; y vinieron las aves del cielo, y la tragaron. Y otra parte cayó en pedregales, donde no tenía mucha tierra; y luego salió, porque no tenía la tierra profunda; mas salió el sol, se quemó; y por cuanto no tenía raíz, se secó. Y otra parte cayó en espinas; y subieron las espinas, y la ahogaron, y no dio fruto. Y otra parte cayó en buena tierra, y dio fruto, que subió y creció; y llevó uno a treinta y otro a sesenta, y otro a ciento. Entonces les dijo: el que tiene oídos para oír, oiga.” (Marcos 4, 1-9.)

Esto es lo enteramente típico de cómo el Cristo enseñaba. En cuanto al Buda, si empleamos el lenguaje occidental podemos decir: él conducía lo que el hombre experimenta en lo terrenal, a lo alto, a lo celestial. De Sócrates muchas veces se ha referido que toda su tendencia se caracteriza correctamente, diciendo que él hacía descender desde el cielo a la tierra la filosofía, puesto que apelaba directamente a la razón terrenal. Así nos formamos claramente la imagen de la relación con sus discípulos de estas dos individualidades.

Preguntémonos ahora en qué relación con sus discípulos se hallaba el Cristo. De una manera distinta hablaba a la multitud; enseñábale por parábolas; y de otra manera distinta se situaba frente a sus discípulos íntimos: les interpretaba las parábolas a través de lo que podían comprender, concebirlo directamente mediante la razón. Resulta, pues, que para caracterizar la manera de cómo el Cristo Jesús enseñaba, es preciso hacerlo de un modo más complicado. Un solo rasgo característico es común a todas las enseñanzas del Buda y, por lo tanto, hay una sola categoría de discípulos directos. También de un solo género son los discípulos de Sócrates, pues todo el mundo puede convertirse en su alumnado; y también su relación con sus discípulos es de una sola característica. El Cristo, en cambio, se nos presenta de dos maneras diferentes: de una manera, frente a sus íntimos discípulos, y de otra manera, frente a la multitud. ¿Cómo se explica esto?

Para comprenderlo, hay que tener presente que con el Misterio de Gólgota comienza una época totalmente nueva. Concluyen los tiempos de la antigua clarividencia como capacidad humana general. Cuanto más nos remontemos en la evolución de la humanidad tanto más llegaremos al período en que la antigua clarividencia, con la visión de los mundos espirituales, era un don general del hombre. ¿Cómo fue esta visión? Fue una clarividencia onírica, una visión en imaginaciones oníricas, en imágenes inconscientes o subconscientes de los misterios del mundo, pero no en conceptos basados en la razón como ahora los concebimos en el conocimiento. En aquellos tiempos antiguos no existieron la “ciencia” y el pensamiento popular, ni tampoco la razón y el discernimiento sensatos. El hombre, frente al mundo externo, lo vio, pero sin analizarlo conceptualmente pues no poseía el pensar lógico ni el espíritu de combinación. Es difícil comprenderlo, para el hombre de nuestro tiempo, quien suele reflexionar sobre todas las cosas; pero el hombre antiguo no reflexionaba. Veía las cosas y captaba las imágenes que le resultaban comprensibles cuando en sus estados intermedios entre la vigilia y el sueño percibía su mundo imaginativo, onírico, en imágenes.

Considerémoslo en forma más concreta. Pensemos que alguien en tiempos antiquísimos, muchos milenios antes de nuestra era, hubiera pasado por donde un maestro enseñaba a sus discípulos. Aquel hombre se hubiera unido a los oyentes para escuchar las palabras del maestro, y se hubiera dado cuenta que uno de aquéllos acoge con mucho fervor las palabras del maestro; otro también las acoge, pero muy pronto las pierde; un tercero se halla tan sujeto a su egoísmo que no presta atención. Al observarlo, aquel hombre antiguo no hubiera podido comparar intelectualmente la actitud de los tres discípulos. Pero en su estado entre la vigilia y el sueño, lo ocurrido volvía como imagen ante su alma; y quizá veía entonces a un sembrador echando la semilla —realmente podría habérsele presentado tal imagen clarividente— parte de la semilla cae en tierra buena, donde nace y crece; otra parte cae en tierra menos apropiada; una tercera parte cae sobre suelo pedrizo; de la segunda parte, nace poco; de la tercera nada. El hombre antiguo no hubiera hablado como el de ahora: “Uno de los discípulos capta las palabras; el otro no”, etc. Pero en aquel estado intermedio veía la imagen, y con ella la explicación. Y al preguntársele cómo juzgaba la relación entre el maestro y sus discípulos, hubiera narrado su ensueño como una realidad y como explicación de lo sucedido. Ahora bien, la multitud en torno del Cristo, si bien no poseía sino remanentes de la antigua clarividencia, tenía, no obstante, la habilidad de prestar atención cuando se le hablaba en imágenes con relación al origen de la existencia y de la evolución de la humanidad. El Cristo Jesús hablaba a la multitud como a los hombres que en su alma conservaban cierta herencia de la antigua clarividencia.

Y los íntimos discípulos, ¿quiénes fueron? Hemos visto que los doce se formaron de los siete hijos de la madre de los macabeos y los cinco hijos de Matatías. Ellos se habían desarrollado a través de todo el antiguo pueblo hebreo hasta la fuerte manifestación del yo. Ellos realmente fueron los primeros que el Cristo pudo elegir para apelar a lo que vive en toda alma, pero de tal manera que fue capaz de convertirse en punto de partida para el desarrollo humano. El Cristo hablaba a la multitud confiando en que ella fuese capaz de comprenderle según lo heredado de la antigua clarividencia; a los discípulos hablaba con el entendimiento de que ellos fuesen los primeros en comprender algo de cómo ahora hablamos de los mundos superiores. Esto quiere decir que por el hecho de iniciarse una nueva época, el Cristo tuvo que hablar de manera distinta a la multitud y a sus íntimos discípulos. Así se situaron los doce en medio de los demás. Comprender en base a la razón lo que en los tiempos venideros debió convertirse en un don humano general con relación a los mundos superiores y los misterios de la evolución de la humanidad: esto fue la tarea del núcleo más íntimo de los discípulos del Cristo Jesús. Al interpretarles las parábolas, El lo hacía de un modo parecido a cómo hablaba Sócrates, ya que lo que decía era extraído del alma misma del oyente; con la diferencia de que Sócrates se limitaba más bien a las condiciones terrenales, la lógica común, mientras que el Cristo hablaba de un modo socrático, con relación a lo espiritual. Cuando el Buda hablaba a sus discípulos les hacía presente los hechos espirituales como los da la iluminación, quiere decir, como resultado del hallarse el alma humana en los mundos superiores. El Cristo hablaba a la multitud tal como el alma del hombre común lo había experimentado en tiempos pasados en los mundos superiores; hablaba entonces cual un “Buda ante el pueblo”; a sus íntimos discípulos lo hacía cual un “Sócrates superior”, un Sócrates espiritualizado. Sócrates extraía del alma de sus discípulos la razón terrenal individual; el Cristo la razón celestial. El Buda revelaba a sus discípulos la iluminación celeste; el Cristo daba a la multitud, mediante las parábolas, la iluminación terrenal. Tomemos entonces los tres cuadros: Allí en el país del Río Ganges, el Buda con sus discípulos; la imagen opuesta: allí en Grecia, Sócrates con sus discípulos. Y luego, cuatro a cinco siglos más tarde: la síntesis, la singular unión entre ambas corrientes. Así se nos presenta en uno de los más grandiosos ejemplos, la evolución orgánica de la humanidad.

Este desarrollo progresa, paso a paso. Mucho de lo expuesto como conocimientos fundamentales de la ciencia espiritual, como por ejemplo la correlación entre alma sensible, alma racional y alma consciente, podría tomarse como mera teoría. Sin embargo, en el transcurso de los años ya e ha hecho evidente que tal conocimiento tiene un significado mucho más profundo que un simple sistema de la división del alma. Hemos expuesto que durante los tiempos post-atlantes se desarrollaron, una tras otra, las distintas culturas: la antigua india, la primitiva persa, la egipcio-caldea, la greco-romana, y después la nuestra, y que particularmente hemos de ver lo esencial del período babilonio-caldeo-egipcio en el especial desarrollo del alma sensible. Al igual se caracteriza el período grecorromano por el desarrollo del alma racional, y el nuestro por ser la cultura del alma consciente. De esta manera, en las tres épocas culturales se educa y evoluciona el alma misma. Sus tres miembros no son ningún invento caprichoso sino algo viviente que en épocas sucesivas se desarrolla sucesivamente.

Empero, debe de haber un nexo entre una y otra cosa. Lo anterior ha de trasladarse a lo posterior, como asimismo lo posterior anticiparse en lo anterior. Buda y Sócrates viven en la cuarta época cultural, la grecoromana, en que se manifiesta particularmente el alma racional; y este hecho les da su misión. La tarea de Buda consiste en llevar y conservar la cultura del alma sensible de la tercera a la cuarta época. Su mensaje al corazón de sus discípulos contiene lo que de la tercera (la cultura del alma sensible) debe irradiar a la cuarta época, la del alma racional. De modo que la era del alma racional recibe calor y fervor y es iluminada por la sabiduría del Buda, por lo que la época del alma sensible, aún dotada de clarividencia, había producido. El Buda se nos presenta como el gran conservador de la cultura del alma sensible en medio de la cultura del alma racional. Veremos ahora qué misión, un poco más tarde, incumbe a Sócrates.

Viviendo también en la época del alma racional, Sócrates se dirige al hombre como individualidad, a las cualidades que no llegan a manifestarse enteramente sino en la quinta cultura que es la nuestra. En forma más bien abstracta le incumbe, dentro de la época del alma racional, anticipar la era del alma consciente. Buda conserva lo anterior; su prédica aparece como una luz que da calor. Sócrates trae a su propia época lo que pertenece al porvenir: lo característico de la época del alma consciente y que, por consiguiente, aparece entonces como cosa prosaica, intelectual, seca. Así se juntan, dentro de la cuarta, las tres culturas, la tercera, la cuarta y la quinta: la tercera es conservada por el Buda, la quinta anticipada por Sócrates. A Occidente y Oriente incumbe representar las dos diversidades: el Oriente debe conservar la grandeza de los tiempos pasados, el Occidente anticipar en un tiempo anterior lo que más tarde aparecerá.

Un inmenso camino conduce a través de antiquísimos tiempos de la evolución de la humanidad, en el transcurso de los cuales el Buda siempre había obrado como Bodisatva, hasta la época en que ascendió a la dignidad de Buda; un inmenso tiempo continuo que con el Buda llega a su fin, también en el sentido de que él pasa entonces por su última encarnación terrenal, de modo que no volverá a descender a la tierra. Este largo tiempo concluye, trayendo desde tiempos remotos el contenido de la tercera cultura post-atlante del alma sensible, encendiéndola nuevamente. Quien, desde este punto de vista, lea las prédicas de Buda, alcanzará el justo estado de ánimo; y el haberse desarrollado el alma racional, quizá tendrá para él un significado particular.

Dirá entonces: estas prédicas hablan inmediatamente al corazón humano, pero detrás hay algo que se sustrae al sentimiento y que pertenece a un mundo superior. De ahí también compréndese el ritmo de las repeticiones en esas prédicas, peculiaridad que el intelecto común tiende a rechazar, la que, sin embargo, comprenderemos mejor, si de lo físico pasamos a lo etéreo como primera esfera suprasensible detrás de lo sensible. Lo que obra en el cuerpo etéreo, explica el porqué de aquellas repeticiones. Si las eliminamos, les quitamos a las prédicas del Buda lo peculiar de su repercusión anímica. No es cuestión del mero contenido, sino que todo hay que dejarlo tal como Buda lo ha dado.

Sin tomar en cuenta el inmenso material que hasta el presente se ha reunido en las esferas de las distintas disciplinas, pero considerando, con arreglo a los conocimientos de la ciencia natural, cómo Sócrates trata los asuntos corrientes, verificaremos que todo obedece al método socrático; todo sigue una línea bien definida, desde Sócrates mismo hasta el presente, según dicho método, el que resultará cada vez más perfeccionado.

Así se evidencia que tenemos una corriente de la evolución de la humanidad que llega hasta el Buda, donde concluye, y otra que comienza con Sócrates y sigue su curso hasta un lejano porvenir. Si se permite establecer el parangón, podemos decir: Sócrates y Buda aparecen como dos núcleos de cometas cuyas colas, partiendo de sus centros, señalan distintas perspectivas: en cuanto al Buda, una perspectiva mirando hacia un indefinido, inmenso pasado; en cuanto a Sócrates la perspectiva que irradia hacia indefinidos, lejanos tiempos futuros. Dos cometas, moviéndose en direcciones opuestas y cuyos núcleos resplandecen a un mismo tiempo: esta es la imagen que me permito dibujar para caracterizar el significado de Sócrates y Buda, uno al lado del otro.

Pasa medio milenio y, con la aparición del Cristo Jesús, algo así como una unión de las dos corrientes tiene lugar. Ya lo hemos caracterizado al contemplar algunos hechos correspondientes. En la próxima conferencia trataremos de contestar la pregunta: ¿Cómo se caracteriza correctamente, con respecto al alma humana, la misión del Cristo Jesús?


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El objetivo de este blog es publicar en Internet todo el material fuente existente para las transcripciones de las conferencias de Rudolf Steiner de la forma más completa posible, para que este gran tesoro esté disponible para toda la humanidad. Se trata de notas de oyentes, transcripciones de conferencias y, en su mayor parte, transcripciones en texto plano de conferencias estenografiadas, también conocidas como transcripciones en texto plano. De este modo, cualquiera puede comprobar por sí mismo, mediante comparaciones, qué dijo realmente Rudolf Steiner y cómo fue editado (y, por tanto, modificado) en las distintas ediciones. Y por último, pero no menos importante, también encontrarán mucho material inédito. La obra de Rudolf Steiner es de dominio público desde 1996 y, por tanto, pertenece legalmente a toda la humanidad. Él mismo habría elegido una fecha mucho más temprana para la publicación de su obra, como se desprende de los pasajes sobre propiedad intelectual que citamos a continuación; Incluso el período de protección de 30 años que se aplicaba entonces le parecía demasiado largo. ¿Y qué habría dicho sobre el hecho de que 85 años después de su muerte, parte de su obra docente siga inédita y acumulando polvo en los archivos? Él mismo encontró una expresión adecuada para esto: Fue puesto en un ataúd. Este sitio web está destinado a ayudar a liberarlo de este ataúd. "Lo que el hombre puede crear a partir de sus capacidades intelectuales se lo debe a la sociedad humana, al orden social humano. En realidad, no le pertenece. ¿Por qué gestionamos nuestra propiedad intelectual? Simplemente porque la produces; al producirla, demuestras que tienes la capacidad de hacerlo mejor que los demás. Mientras tengas esa capacidad mejor que los demás, gestionarás mejor esa propiedad intelectual al servicio del conjunto. Ahora la gente se ha dado cuenta al menos de que esta propiedad intelectual no se perpetúa sin fin. Treinta años después de la muerte, la propiedad intelectual pertenece a toda la humanidad. Cualquiera puede imprimir lo que yo he producido treinta años después de mi muerte. Puede utilizarlo como quiera; y eso está bien. Incluso estaría de acuerdo si hubiera más derechos en este ámbito. No hay otra justificación para la gestión de la propiedad intelectual que el hecho de que, porque se puede producir, también se tienen las mejores capacidades [...] Será una forma sana de socializar el capital si hacemos fluir en el organismo social lo que hoy se acumula como capital en el derecho de sucesiones, en el surgimiento de las pensiones, del derecho de las manos ociosas, de los derechos humanos superfluos, lo que así se acumula en capital; eso es lo que importa. Ni siquiera hace falta decir que la propiedad privada debe convertirse en propiedad social. El concepto de propiedad no tendrá ningún significado". Rudolf Steiner el 25 de abril de 1919