GA139 Basel, 15 de septiembre de 1912 evangelio de s. Marcos EL FIN DEL TIEMPO ANTIGUO Y EL PRINCIPIO DEL TIEMPO NUEVO

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Rudolf Steiner

EL FIN DEL TIEMPO ANTIGUO Y EL PRINCIPIO DEL TIEMPO NUEVO

1ª conferencia

Basel, 15 de septiembre de 1912

El Evangelio de Marcos comienza, como es sabido, con las palabras: “Esto es el principio del Evangelio de Jesucristo”. Mirándolo bien, estas primeras palabras ya contienen tres enigmas que se presentan a quien, en nuestros tiempos, trata de comprender este Evangelio. El primer enigma reside en las palabras: “Esto es el principio. “¿El principio de qué? ¿Cómo hemos de comprenderlo? El segundo enigma: “. . .el principio del Evangelio...” ¿Qué nos dice la palabra “Evangelio” en sentido antroposófico? El tercer enigma encierra lo que muchas veces hemos mencionado: la comprensión de la figura de Cristo Jesús mismo.

Quien trate de profundizar el conocimiento del propio ser tiene que ser consciente de que la humanidad está evolucionando y progresando de modo que la comprensión de estos o aquellos hechos, de esta o aquella revelación, no puede ser algo definitivo a que se llega en determinada época, sino que esa comprensión también progresa. Esto significa, si los términos “evolución” y “progreso” se toman en serio, que con el correr del tiempo los hechos más profundos de la humanidad exigen necesariamente una comprensión cada vez más exacta y más profunda. Para la comprensión de un documento como lo es el Evangelio de Marcos, hemos llegado en nuestro tiempo —la contemplación de los tres enigmas nos permitirá corroborarlo— a un punto en que comienza una nueva época: lenta y paulatinamente y, no obstante, en forma bien definida, ha venido preparándose lo que podrá conducirnos a la verdadera comprensión de este Evangelio, como asimismo a comprender lo que significa la palabra: el Evangelio comienza. ¿Cómo se explica esto?

Sólo hace falta echar una mirada retrospectiva sobre lo que en las almas vivía en tiempos pasados relativamente cercanos, para verificar que la característica de la comprensión puede haber cambiado; más aun, tiene que haber cambiado con relación a semejante asunto. Si nos remontamos más allá del siglo

XIX, encontraremos que, pasando por los siglos XVIII y XVII, nos acercamos, cada vez más, a un tiempo en que los hombres que en su vida cultural tenían que ver con los Evangelios, podían partir, para comprenderlos, de bases totalmente distintas que los hombres de ahora. ¿Qué visión pudo formarse un hombre del siglo XVIII acerca de toda la evolución de la humanidad, si él no pertenecía a los pocos que de alguna manera se relacionaban con una u otra categoría de iniciación, o bien con cierta revelación oculta, quiere decir, si semejante persona vivía en base a lo que la vida exterior le ofrecía? El horizonte de los hombres más cultos, en la cumbre de la cultura de aquella época, en cierto modo no abarcaba más que la vida de la humanidad dentro de un límite de tres milenios: uno precristiano que para la visión ya se perdía en las tinieblas; y cerca de dos milenios transcurridos desde la fundación del cristianismo. Mirando atrás al primero de estos tres milenios, se le presentaban al historiador los tiempos de la antigua Persia cual una místicamente sombría época prehistórica de la humanidad, época que, aparte de ciertos conocimientos acerca de la cultura egipcia, figuraba como tiempo precedente a la historia propiamente dicha la que comenzó con la cultura griega. En cierto modo, el helenismo formaba la base de la ilustración de la época, es decir, del siglo XVIII. Del

helenismo partían todos quienes trataban de profundizar la comprensión de la vida humana, y dentro del helenismo se presentaba todo lo relacionado con los tiempos remotos de ese pueblo y su trabajo para la evolución de la humanidad, todo lo cual tiene su origen en Homero, en los poetas trágicos y todos los demás escritores griegos. Después se veía que paulatinamente el helenismo se acercó a su decadencia y que exteriormente fue dominado por los romanos. Pero tan sólo exteriormente, porque en el fondo el romanismo no venció al helenismo sino únicamente en sentido político, mientras que en realidad adoptó la cultura y la esencia griega; de modo que también se podría decir: políticamente los romanos vencieron a los griegos; espiritualmente los griegos vencieron a los romanos. En el transcurso de este proceso en que el helenismo espiritualmente vencía al romanismo, volcando a este último, a través de cientos y cientos de conductos, los frutos de su producción cultural los que, a su vez, se transmitían a toda otra cultura del mundo; durante este proceso el cristianismo fluyó en la cultura greco-romana y luego se transformó esencialmente cuando los pueblos nórdicos-germanos participaron en el progreso de aquella cultura. Con este confundirse del helenismo, romanismo y cristianismo, transcurrió el segundo milenio de la historia de la humanidad como ésta se veía en el siglo

XVIII, y con ello el primer milenio del cristianismo. Para el concepto del hombre del siglo XVIII comienza entonces el tercer milenio de la cultura de la humanidad, o sea, el segundo del cristianismo. Si lo concebimos más profundamente, vemos que, a pesar de que aparentemente, todo sigue su mismo curso, éste se encauza de un modo muy distinto en dicho tercer milenio. Basta remitirnos a dos figuras, un pintor y un poeta, los que, si bien aparecen unos pocos siglos solamente después del comienzo del nuevo milenio, dan prueba, no obstante, de que en el segundo milenio se nota un bien definido impulso para la cultura occidental, el que siguió obrando en la ulterior evolución. Se trata de Giotto, como pintor, y Dante, como poeta. Estas dos figuras representan el principio de todo lo que les sigue; y lo que ellas dieron a la humanidad, se transformó en la civilización occidental. Con esto hemos caracterizado los tres milenios que la visión abarcaba.

Empero, después llegó el siglo XIX. Sólo un profundo concepto de toda la cultura de nuestros tiempos podrá comprender lo que sucedió en el siglo XIX y lo que debió cambiar. Todo esto vive en las almas, pero muy pocos hombres llegan a comprenderlo. Hemos dicho que el horizonte de la humanidad del siglo XVIII sólo abarcaba al helenismo; el tiempo anterior a éste ya se presentaba como algo indefinido. Lo que sucedió en el siglo XIX, comprendido por pocos y, hasta ahora, apenas apreciado en lo justo, consiste en que el Oriente penetró —y eso de una manera muy intensa— en la cultura occidental. Esto es lo que hemos de tener bien presente si queremos comprender la transformación que se operó en la civilización del siglo XIX. En verdad, este penetrar del Oriente arrojó sombras y luces sobre todo lo que, paso a paso, fluyó en la cultura y seguirá influyéndola, cada vez más. Esto requiere una nueva comprensión de las cosas que hasta ahora la humanidad había concebido de un modo totalmente distinto. Si consideramos diversas figuras e individualidades que influyeron sobre la civilización de Occidente, individualidades en que se podrá encontrar todo lo que vivía en un alma del principio del siglo XIX, interesada en la vida espiritual, podemos nombrar a las que siguen: el rey David, Homero, Shakespeare y finalmente, Goethe quien entonces penetraba en la vida cultural. La futura historiografía tendrá bien presente que a fines del siglo XVIII y principios del XIX el tesoro espiritual de la gente de la época estaba determinado por las referidas cinco figuras. Mucho más de lo que podría suponerse, vivían hasta en los más sutiles sentimientos del alma, los afectos y las verdades de los salmos; vivía lo que en realidad ya se encuentra en Homero y que en Dante tomó forma tan grandiosa; vivía, además, lo que en Shakespeare — si bien indirectamente— había encontrado su expresión, tal como vive en el hombre del tiempo moderno. A todo esto se suma el aspirar a la verdad del alma humana el que encontró su expresión en el “Fausto” de Goethe, y que muchas veces se ha caracterizado, diciendo: todo hombre que aspira a la verdad, lleva en sí mismo algo que se parece a la naturaleza de Fausto. Sobrevino entonces una perspectiva totalmente nueva que trascendió el contorno de esos tres milenios con las referidas cinco figuras. A través de caminos, por de pronto insondables por la historia exterior, se añadió a la vida espiritual europea un Oriente interior. No solamente se juntó a las obras anteriormente mencionadas lo proveniente de las Vedas y de la Bhagavad Gita, poesías orientales que suscitaron sentimientos muy distintos de los creados por los salmos o las obras de Homero y Dante, sino que también surgió algo que penetró por caminos misteriosos, manifestándose cada vez más en el curso del siglo XIX. Basta hacer recordar un solo nombre que a mediados de dicho siglo causó sensación, y se verá claramente lo que acabamos de exponer. Me refiero a Schopenhauer. Si en vez de limitarnos a lo teórico de su sistema, consideramos lo que como fuerza de sentimientos impregna todo su pensar, se nos revelará la profunda afinidad de este hombre del siglo XIX con el modo de pensar en sentido oriental-ario. En todas sus expresiones y en el matiz de sus sentimientos vive lo que podría llamarse el elemento oriental en el Occidente; y esto se transmitió en la segunda parte del siglo XIX a Eduard von Hartmann.

Los caminos misteriosos a que acabamos de referirnos se comprenden mejor, si se toma en cuenta que por la evolución del siglo XIX, efectivamente resultó una total transformación, cierta metamorfosis del pensar y del sentir humanos; pero no en un solo lugar, sino en la vida cultural de todo el orbe. Para comprender lo sucedido en Occidente basta comparar cualquier cosa que en el siglo XIX se escribió sobre religión, filosofía u otra materia de la cultura, con lo que al respecto pertenece a los primeros tiempos del siglo XVIII. Se verá entonces que se ha producido una transformación y metamorfosis fundamentales de manera tal que en los hombres se formularon todos los problemas de los más profundos enigmas del universo; todo tendió a plantear nuevos problemas, a crear un modo de sentir; y todo cuanto la religión y lo relativo a ella le habían dado al hombre, ya no pudo darse de la misma manera al alma humana. En todos los problemas de la religión se buscó algo más profundo, más escondido. Pero no solamente en Europa, sino que lo característico reside en el hecho de que al principiar el siglo XIX, surge en la gente de todos los países civilizados el impulso interior de pensar de otra manera que antes. Para ver más claramente de qué se trata, hay que darse cuenta de que se produce un mutuo acercamiento de los pueblos como asimismo de sus culturas y confesiones. De una manera rara, hombres pertenecientes a las más diversas confesiones empiezan a comunicarse unos con otros. Daremos un ejemplo característico que señala plenamente lo aludido.

En la cuarta década del siglo XIX apareció en Inglaterra un brahmín quien, dentro de su religión, sostenía como verdadera la filosofía de la Vedanta: Ram Mohun Roy, fallecido en Londres en 1836. Esta individualidad impresionó e influyó sobre gran parte de sus coetáneos quienes se interesaron por semejantes problemas. Lo notable de su actuar reside en que, por un lado, fue un —no comprendido— reformador del hinduismo y, por el otro lado, bien comprendido por todos los europeos quienes, en ese campo, se hallaban a la altura de su tiempo; él no les dio ideas que sólo hubiesen sido comprensibles en base al orientalismo, sino realmente concebibles en base al sentido común. ¿Cómo actuaba Ram Mohun Roy? Decía aproximadamente lo que sigue: Vivo dentro de la esfera del hinduismo, en que se veneran ciertos dioses, las más diversas figuras divinas. Si se pregunta a las gentes de mi patria por qué adoran a esos dioses, responden: es una vieja costumbre; no sabemos de otra cosa; así lo hacían nuestros padres, nuestros abuelos, etc. Y Ram Mohun Roy explicaba que, no habiendo otro motivo, surgió en mi patria la más grosera y más vituperable idolatría que deshonra o lo que fue la primitiva grandeza de la religión de mi patria. Hubo otrora una confesión, así decía, la que —en forma parcialmente contradictoria— se encuentra en las Vedas, pero que más tarde en su forma más pura para el pensar humano, fue insertada por Viasa en el sistema vedanta. Y agregaba que esto es lo que él reconoce. Para tal fin, de los idiomas inaccesibles, no sólo había hecho traducciones al lenguaje corriente de la India, sino también compendios de lo que él consideraba como la doctrina genuina, repartiéndolos entre el público. Ram Mohun Roy estaba convencido de que detrás de esos dioses y de aquella idolatría había una diáfana sabiduría de un primitivo único Dios, de un Dios espiritual que vive en todas las cosas, un Dios que la idolatría ya no vuelve a conocer, el cual, sin embargo, deberá nuevamente penetrar en el alma humana. Cuando este brahmín de la India hablaba de lo que él consideraba como la Vedanta genuina y la verdadera confesión india, no fue así como si se escuchara algo extraño, sino que la gente le comprendió correctamente; fue como una especie de fe concebible con el intelecto y asequible a toda persona que en base a la razón se dirigiera al único Dios universal. Hubo también sucesores de Ram Mohun Roy: Rabindranath Tagore y otros. Es particularmente interesante que uno de ellos, como indio, pronunciara en el año 1870 una conferencia sobre “Cristo y el cristianismo”. Es sumamente interesante oír a un indio hablar sobre el Cristo y sobre el cristianismo. No toca el tema del misterio del cristianismo, pues está lejos de comprenderlo. Toda la conferencia demuestra que él no es capaz de concebir el hecho fundamental, quiere decir, que el cristianismo no parte de un maestro personal sino, precisamente, del Misterio de Gólgota, de un hecho histórico-universal, de la muerte y la resurrección. Por otra parte, concibe y comprende que en Cristo Jesús vivió una entidad eminentemente significativa para todo corazón humano, entidad que debe considerarse como figura ideal para la historia universal. Es bastante llamativo oír lo que el indio dice del Cristo: al profundizar nuestra contemplación acerca del cristianismo, hemos de decirnos que en el Occidente mismo el cristianismo deberá experimentar una ulterior evolución, puesto que el cristianismo que los europeos traen a mi patria, no lo es, a mi parecer, verdaderamente.

Estos ejemplos nos indican que no solamente las almas europeas empezaron, por así decirlo, a considerar lo que existe detrás de las distintas religiones, sino que también en la lejana India —y ciertamente en muchos otros lugares del orbe— empezaron a moverse los eruditos para contemplar, desde un nuevo punto de vista, lo que se había poseído durante siglos y milenios. No se comprenderá totalmente esta metamorfosis de las almas del siglo XIX, sino en el curso del tiempo venidero. Y sólo la futura historiografía reconocerá que a través de semejantes procesos debió producirse una total renovación y transformación de todos los problemas y de toda manera de comprender las concepciones antiguas. Son procesos que, si bien aparentemente interesaban a pocos, fluían, no obstante, en los corazones y las almas a través de miles y miles de conductos, y que actualmente se hacen notar en todas las almas que de alguna manera participan de la vida espiritual. Así existe realmente en todas partes del mundo una grandiosa y profunda contemplación de los problemas.

Responder a estas preguntas es la tarea de nuestro movimiento espiritual. Este movimiento está convencido de que a través de las antiguas tradiciones no es posible responder a las referidas preguntas, ni tampoco por la ciencia natural moderna, o concepción del mundo que sólo trabaje con los factores de dicha ciencia, sino que esto requiere el trabajo de la ciencia espiritual y la investigación de los mundos espirituales. Con otras palabras: que todo el curso de la evolución conduce a que sólo la investigación de los mundos superiores puede contestar las preguntas de la humanidad de nuestros tiempos. De la vida espiritual en Occidente también volvieron a surgir, lenta y paulatinamente, las cosas que tienen que ver con las más bellas tradiciones orientales. Siempre hemos destacado que la ley de la reencarnación surge como resultado de la vida espiritual de Occidente, y que no hace falta encontrarla, como un hecho histórico, en el budismo, como tampoco es necesario recurrir a la tradición histórica con respecto al teorema de Pitágoras. Empero, por haber surgido en el alma moderna la idea de la reencarnación, se ha construido el puente para la comprensión de aquellos tres milenios (dentro de los cuales la idea de la reencarnación no figuraba como punto principal del pensamiento) abarcando asimismo la figura del Buda. Así se amplió el horizonte y también la perspectiva más allá de esos tres milenios; y con ello se suscitaron nuevas preguntas que sólo la ciencia espiritual puede contestar.

Empecemos con la pregunta que resulta de las primeras palabras del Evangelio de Marcos: que se da el “principio del Evangelio de Jesucristo”. Recordemos, además, que a estas primeras palabras sigue, no solamente la caracterización del pasaje bíblico del antiguo profeta, sino el anunciamiento del Cristo por Juan el Bautista, anunciamiento que se expresa con estas palabras: “El tiempo es cumplido; el reino de Dios se extiende sobre la existencia terrestre”. ¿Qué significa todo esto? Tratemos, con la luz de la moderna investigación científico-espiritual, de contemplar los tiempos en cuyo medio se produce el “cumplirse”; tratemos de comprender lo que significa: un tiempo antiguo es cumplido, comienza un tiempo nuevo.

Será fácil comprenderlo si dirigimos la mirada hacia algo de tiempos antiguos, y después hacia algo de los tiempos modernos, de tal manera que en medio, poco más o menos, se halle el Misterio de Gólgota. Consideremos, pues, algo de antes y algo que se halla después del Misterio de Gólgota y tratemos de profundizar en qué consiste la diferencia, con el fin de reconocer en qué sentido se había cumplido un tiempo antiguo y comenzado un tiempo nuevo; pero sin extendernos en abstracciones, sino considerando lo concreto.

Consideremos, a tal fin, algo que pertenece al primer milenio, según lo anteriormente caracterizado. De los primeros tiempos de aquel primer milenio se perfila la figura de Homero, el poeta y rapsoda griego. Apenas algo más que su nombre es lo que sabemos de esa personalidad a la cual se le atribuyen las poesías que son de las más grandiosas de la humanidad: la Ilíada y la Odisea; y hasta su nombre se ha puesto en duda en el siglo XIX. Homero es una figura a la que tanto más se admira cuanto más se llega a conocerla; y las figuras creadas por él en la Ilíada y la Odisea aparecen ante nuestra alma como personajes más vivientes que cualesquiera de hombres puramente políticos de Grecia. Las más diversas personas conocedoras de Homero se han formado la opinión que por lo preciso y por toda la manera de presentar las cosas, se puede deducir que Homero fue médico; otros piensan que fue escultor, e incluso una especie de artesano. Napoleón admiró la táctica estratégica en la descripción que da Homero. Otros le consideran mendigo que anduvo vagando por doquiera. Estas diversas opiniones de sus críticos hacen resaltar, al menos, lo singular de la individualidad de Homero. Nos ocuparemos de una sola de sus figuras, la de Héctor. Consideremos cómo la Ilíada caracteriza a Héctor y que él se nos presenta como personalidad de contornos fijos y bien definidos; consideremos, además, su relación con su ciudad natal, con su esposa Andrómaca, con Aquiles, como asimismo con el ejército troyano y la conducción de éste. Tratemos de representarnos a este hombre con su ternura como marido, su amor, típico de aquel tiempo, a la ciudad de Troya, como ciudad natal; pero también susceptible de hacerse ilusiones —pensemos, al respecto, en su relación con Aquiles— como sólo puede suceder a grandes personalidades. Homero nos describe en Héctor a un hombre de grandiosa y universal humanidad. Así se perfila como figura de tiempos antiquísimos; pues se entiende que lo relatado por Homero pertenece a tiempos más antiguos, de modo que para el hombre moderno se halla aún más en las tinieblas del pasado. Esta es una de las figuras a que me refiero. Escépticos y filólogos pueden poner en duda que un Héctor haya vivido, al igual que dudan de la existencia de Homero. No obstante, quien tome en consideración lo que nos dice lo puramente humano, podrá convencerse de que Homero describe hechos realmente históricos, y que Héctor lo mismo que Aquiles y los demás, son figuras que anduvieron en Troya. Ellas se nos presentan como figuras reales con vida terrenal, pero como hombres de naturaleza bien distinta y apenas comprensible; los que, no obstante, aparecen para nosotros, con todos los pormenores, gracias al relato del poeta. Representémonos a Héctor, quien fue vencido por Aquiles, como figura real y uno de los principales héroes del ejército troyano. En él se nos presenta una típica figura de los tiempos precristianos y que nos permite apreciar lo característico de los hombres de la época en que el Cristo aún no había venido.

Contemplemos ahora a otra figura: un gran filósofo del quinto siglo precristiano quien gran parte de su vida estuvo en Sicilia, una figura singular: Empédocles. No solamente fue el primero en hablar de los “cuatro elementos” —fuego, agua, aire, tierra— como asimismo de que todo lo que sucede en lo material, a través del mezclar y desmezclar de estos cuatro elementos, se produce en virtud de los principios del odio y del amor los que imperan en dichos elementos, sino que, ante todo, actuó en Sicilia creando importantes instituciones y yendo de unos lugares a otros para conducir a la gente a la vida espiritual. Se nos presenta en

Empédocles una vida aventurera al igual que profundamente espiritual. Por más que otros lo pongan en duda, la ciencia espiritual sabe que Empédocles vivió y actué en Sicilia como estadista, iniciado y mago, lo mismo que Héctor vivió en Troya, tal como Homero lo describe. Caracterizando la posición peculiar de Empédocles en el mundo, se nos presenta el hecho, no inventado, sino verdadero, de que, con el fin de reunirse con toda la existencia en torno suyo, puso fin a su vida arrojándose al cráter del Etna y pereciendo abrasado. Esta es la segunda figura de los tiempos precristianos.

Ahora las contemplaremos valiéndonos de los medios de la ciencia espiritual moderna. Ante todo sabemos que las almas de semejantes figuras han de volver a vivir. Si las buscamos en los tiempos de la era cristiana, sin tomar en consideración encarnaciones intermedias, tendremos algo que nos permitirá comprender los cambios que se producen en el curso del tiempo y cómo el Misterio de Gólgota repercute en la evolución de la humanidad. Si podemos decir que semejantes figuras como las de Héctor y Empédocles reaparecieron, y si preguntamos: ¿Cómo viven y actúan ellas entre los hombres de la era poscristiana?, esas mismas almas nos darán una idea de cómo repercute el Misterio de Gólgota en el tiempo pasado y en el comienzo de un tiempo nuevo. Basándonos en la Antroposofía, no vacilaremos en dar los resultados de la genuina ciencia espiritual, resultados que podrán verificarse por lo que exteriormente se percibe.

Para tal fin hemos de dirigir la mirada sobre un hecho de la era cristiana. En este caso también se podría argüir que se trata de una figura de la poesía. Pero esta

figura de la poesía” representa una personalidad de la vida real, una figura creada por Shakespeare en su obra dramática “Hamlet”. Quien conoce la vida y el desarrollo de Shakespeare, en la medida en que exteriormente es posible conocerlo; más aun, quien lo conoce a través de la ciencia espiritual, sabrá que el Hamlet de Shakespeare es la imagen poética del príncipe danés que realmente vivió. No puedo entrar en pormenores acerca de la figura histórica que corresponde a la figura poética de Shakespeare, pero sí daré el resultado de la ciencia espiritual para evidenciar, a través de un caso significativo, cómo reaparece en la época poscristiana un espíritu de la antigüedad. La individualidad real que corresponde a “Hamlet”, como figura creada por Shakespeare, es Héctor. El alma que vivió en Hamlet, es la misma que también vivió en Héctor. Justamente un ejemplo tan característico que evidencia la gran diferencia en el manifestarse de un alma, nos permite ver claramente qué es lo que sucedió en el tiempo transcurrido entre una época y la otra. Allí está una personalidad como la de Héctor, perteneciente a los tiempos precristianos. En la evolución de la humanidad ocurre el gran acontecimiento del Misterio de Gólgota; y la chispa que penetra en el alma eterna de Héctor, suscita en ella la imagen primitiva de Hamlet. Goethe le caracterizó así: “un alma que no es capaz de hacer frente las situaciones que se le presenten, ni tampoco las hay que le satisfagan; un alma que tiene a su cargo una tarea la que no puede cumplir”. Podemos preguntar: ?Por qué Shakespeare lo describe de tal manera? El no lo sabía. Pero quien lo considera guiado por la ciencia espiritual, conoce las fuerzas que se hallaban detrás. El poeta todo lo crea inconscientemente porque en cierto sentido primero tiene ante sí mismo la figura a crear, y luego, cual un cuadro —sin ser consciente de ello— toda la individualidad correspondiente. ¿Por qué hace resaltar Shakespeare ciertas cualidades características de Hamlet y las destaca decididamente, cualidades que quizá ningún observador de la época hubiera notado en la figura de Hamlet? Hemos de contestar que él las observa dentro del cuadro de la época; él siente cuán diferente ha devenido un alma al pasar de la vida antigua a la nueva. El acierto y la precisión en el carácter de Héctor se ha convertido, por de pronto, en el escepticismo y la vacilación de Hamlet, el que no sabe orientarse en las situaciones de la vida.

Consideremos ahora a otra figura del tiempo moderno la que también primero se conoció a través de una obra poética, cuya fi. gura principal ciertamente aún sobrevivirá cuando en el recuerdo de la posteridad el poeta mismo vivirá como hoy lo tenemos a Homero y Shakespeare: de aquél no sabemos nada, de éste bastante poco. No obstante el arte de la imprenta y todos los demás medios modernos, habrá quedado en el olvido lo que los coleccionistas de datos y los biógrafos nos comunican sobre Goethe, cuando todavía existirá en su viviente grandeza y plasticidad la figura por él creada: la del Fausto. Así como actualmente no se sabe nada de Homero, pero muchísimo acerca de Héctor y Aquiles, así tampoco se sabrá entonces mucho de la personalidad de Goethe (y esto será lo mejor!) pero siempre se sabrá de la figura del “Fausto”.

Fausto también es una figura la cual, como se nos la presenta en la literatura en la obra de Goethe, y en ella aparece, en cierto sentido, en su última forma, se basa, no obstante, en un ser real. Fausto vivió como hombre del siglo XVI; no existió, por cierto, tal como Goethe lo describe en su obra dramática. Sin embargo, cabe preguntar: ¿Por qué lo describe Goethe de esa manera? Goethe mismo no lo sabía; pero cuando él contemplaba al Fausto de la tradición, como ya lo conocía del teatro de títeres de su infancia, entonces obraban en él fuerzas provenientes de una encarnación precedente: la de Empédocles, el antiguo filósofo griego. Y esto irradiaba en la figura del Fausto. Podríamos decir: Si Empédocles se arroja en el Etna, uniéndose con el elemento fuego de la Tierra: ¡Qué espiritualización más maravillosa de la precristiana mística naturalista se nos presenta en el cuadro final del drama de Goethe, al ascender Fausto al elemento fuego celestial a que le conduce el Padre Seráphicus! Lenta y paulatinamente surge un nuevo espíritu en lo que el hombre profundamente aspira. Desde hace tiempo se hace valer en los genios de la humanidad (sin que conozcan nada de reencarnación y karma) el hecho de que, al contemplar y describir un alma universal, desde los fundamentos de su vida propia, ellos describen lo que resplandece desde encarnaciones anteriores. Así como Shakespeare describió a Hamlet, tal como lo conocemos, sin saber nada de que en Héctor y en Hamlet vivió la misma alma, así también describió Goethe al Fausto como si detrás de éste se hallara el alma de Empédocles con todas sus peculiaridades, precisamente porque en Fausto vivió el alma de Empédocles. Lo característico reside en que de esa manera se produce el desarrollo y el progreso del género humano.

Hemos escogido dos figuras características que nos hacen ver que grandes personalidades de la antigüedad se hallan tan hondamente afectadas por lo que vivencian en los tiempos modernos pos cristianos que el orientarse en la vida les resulta sumamente difícil. Al contemplar, por ejemplo, a Hamlet, se siente que en él existe toda la fuerza de Héctor, pero se siente igualmente que en el tiempo poscristiano esa fuera no puede manifestarse, ya que de pronto se encuentra obstaculizada, porque algo ha ejercido su efecto sobre el alma, lo cual significa un principio, mientras que en las figuras de la antigüedad se trataba de un fin. Tanto Héctor como Empédocles se nos presentan plásticamente concluidos. Empero, lo que en la humanidad prosigue evolucionando, tiene que tomar nuevos caminos a través de las nuevas encarnaciones. Así ocurrió con Héctor en Hamlet, con Empédocles en Fausto. Este último tiene en sí mismo todo el elemento de Empédocles, todo el abismo del aspirar hacia las profundidades de la naturaleza, y sólo por esta hondura de su ser pudo decir: “por un tiempo voy a dejar a un lado la biblia; no quiero ser teólogo, sino naturalista y médico”; él tuvo el deseo de tratar con seres demoníacos, y esto le hace andar vagando por el mundo como asimismo asombrarse; pero él mismo es hombre no comprendido. El elemento proveniente de Empédocles ejerce su influencia en todo esto, pero no consigue orientarse en lo que ha de ser el hombre de los tiempos nuevos.

Lo expuesto anteriormente nos hace comprender que en almas significativas, con relación a las cuales cada uno puede informarse, se evidencia un grandioso cambio; y esto se comprueba, precisamente, al profundizarse la contemplación. Y si preguntamos: ¿Qué es lo que sucedió entre una y la otra encarnación de semejante individualidad?, siempre se recibe la respuesta: el Misterio de Gólgota, lo que el Bautista anunció, diciendo: “el tiempo es cumplido; los reinos del espíritu —o los reinos de los cielos— se convierten en el reino humano”. ¡Ciertamente, los reinos de los cielos compenetraron vigorosamente el reino humano! Quienes lo toman exteriormente, no lo comprenden. La compenetración fue tan vigorosa que grandes, sólidos y fuertes hombres antiguos tuvieron que adaptarse a una nueva evolución en la Tierra, de modo que precisamente en ellos se evidencia que al llegar al Misterio de Gólgota, se ha concluido y cumplido algo que hace aparecer a esos hombres como personalidades concluidas en sí mismas. Después ocurrió lo que requirió de las almas generar en sí mismas un comienzo, porque todo debió formarse de nuevo, refundirse, de manera que las almas que en la antigüedad eran grandes, aparecen como almas pequeñas pues deben transformarse en el estado de infancia, porque comienza algo totalmente nuevo. De esto hemos de compenetramos si queremos comprender el sentido de las primeras palabras del Evangelio de Marcos: un principio. Un principio, por cierto, que conmueve las almas en lo más hondo de su ser y que a la evolución de la humanidad da un nuevo impulso: es un principio del “Evangelio”.

¿Qué es el Evangelio? Es lo que desciende desde los reinos de las jerarquías de entidades superiores, Ángeles, Arcángeles. Lo que desciende a través del mundo que se eleva por encima del “mundo de los hombres”. Esto nos abre la perspectiva al profundo sentido de la palabra “Evangelio”, que equivale al impulso que a través del reino de los Arcángeles, de los Ángeles, desciende a la humanidad. En el fondo, todas las traducciones abstractas son muy poco adecuadas. En verdad, ya la palabra “Evangelio” indica que en un momento dado empieza a fluir a la Tierra lo que antes sólo fluía en el reino de los Ángeles y los Arcángeles, y que sobre la Tierra sacude a las almas, principalmente a las más fuertes. Se establece el principio que tendrá su “continuación”; quiere decir que el Evangelio perdura. En aquel momento comenzó, y veremos que, bien mirado, toda la evolución de la humanidad, desde aquel tiempo, es la continuación del “principio”, de un descender desde el reino de los Ángeles del impulso que puede llamarse “Evangelio”.

Sólo la profunda investigación nos permite caracterizar los Evangelios, y veremos que precisamente el Evangelio de Marcos no se comprende sino contemplando la evolución de la humanidad en su verdadero sentido con todos sus impulsos y todo lo sucedido en el curso de la misma. Traté de caracterizarlo no exteriormente, sino a través de las almas y en base al hecho de la reencarnación, la que, si realmente forma parte de la investigación, nos hace comprender el desarrollo de un alma como la de Héctor o de Empédocles, como asimismo la importancia del impulso dado por el acontecimiento de Palestina. El significado de este impulso sólo es comprensible si detrás de la historia exterior se arroja luz sobre la vida por medio de la investigación espiritual, no solamente sobre la vida en sus pormenores, sino en la sucesión de las encarnaciones. Hay que acoger seriamente la idea de la reencarnación y aplicarla a la historia de manera tal que ella se convierta en su elemento vivificante. Esto nos permitirá comprender, principalmente en las almas, el efecto del impulso más grande, el acontecimiento de Gólgota.

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