GA028 El curso de mi vida cap. VIII Reflexiones sobre Arte y Estética; etapa como redactor en «Deutsche Wochenschrift»

 

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1879-1890

Viena

Cap. VIII  Reflexiones sobre Arte y Estética; Etapa como redactor en «Deutsche Wochenschrift»

Durante este tiempo, -hacia 1888-, sentí dentro de mí, por un lado, el impulso hacia una intensa concentración espiritual; por otro lado, mi vida me llevó a relacionarme con un amplio círculo de conocidos. Debido a la introducción interpretativa que tuve que preparar para el segundo volumen de los escritos científicos de Goethe, sentí la necesidad interior de exponer mi visión del mundo espiritual en una forma de pensamiento transparentemente clara. Esto requirió un alejamiento interior de todo lo que me ataba a la vida exterior. Fue en gran medida debido a una circunstancia que tal retiro fue posible. En aquella época podía sentarme en un café, con la mayor excitación a mi alrededor, y sin embargo estar absolutamente tranquilo por dentro, con mis pensamientos concentrados en la tarea de escribir en un borrador lo que más tarde compuso la introducción que he mencionado. De este modo llevaba una vida interior que no tenía relación alguna con el mundo exterior, aunque mis intereses seguían íntimamente ligados a ese mundo.

Fue entonces cuando estos intereses se vieron obligados a volverse hacia los fenómenos críticos que entonces aparecían en la situación externa de las cosas. Personas con las que me relacionaba a menudo dedicaban sus fuerzas y su trabajo a los preparativos que se estaban llevando a cabo entre las nacionalidades de Austria. Otros se ocupaban de la cuestión social. Otros estaban en plena lucha por el rejuvenecimiento de la vida artística de la nación. Cuando vivía interiormente en el mundo espiritual, tenía a menudo la sensación de que las luchas hacia todos estos objetivos debían desarrollarse infructuosamente porque se negaban a entrar en las fuerzas espirituales de la existencia. El sentido de estas fuerzas espirituales me parecía lo primero que se necesitaba. Pero no podía encontrar una conciencia clara de esto en ese tipo de vida espiritual que me rodeaba.

Justo entonces se publicó la epopeya satírica Homunculus, de Robert Hamerling. En ella se mostraba un espejo ante la época en el que se reflejaban imágenes caricaturizadas a propósito de su materialismo, de sus intereses centrados en la vida exterior. Un hombre que sólo puede vivir en concepciones mecanicistas y materialistas se casa con una mujer cuya naturaleza no reside en un mundo real, sino en un mundo de fantasía. Hamerling deseaba representar los dos aspectos en que se ha deformado la civilización. Por un lado, percibía la lucha totalmente carente de espíritu que concibe el mundo como un mecanismo, y que daría forma a la vida humana mecánicamente; por otro lado, la fantasía desalmada a la que no le importa en absoluto si su vida espiritual ficticia guarda alguna relación con la realidad.

Los grotescos cuadros dibujados por Hamerling repelieron a muchos que le habían estimado por sus obras anteriores. Incluso en casa de delle Grazie, donde Hamerling había gozado de una admiración desmedida, hubo cierta reserva tras la aparición de esta epopeya. A mí, sin embargo, el Homúnculo me causó una profunda impresión. Mostraba, en mi opinión, las fuerzas espiritualmente oscurecedoras que dominan la civilización moderna. Encontré en él una primera advertencia para la época. Pero tuve dificultades para establecer una relación con Hamerling. Y la aparición del Homúnculo al principio aumentó esta dificultad en mi propia mente.

En Hamerling vi a una persona que era en sí misma una revelación especial de la época. Volví la vista al período en que Goethe y quienes trabajaron con él habían llevado el idealismo a una altura digna de la humanidad. Reconocí la necesidad de atravesar la puerta de este idealismo hacia el mundo del espíritu real. Este idealismo me parecía la sombra noble, no proyectada en el alma del hombre por el mundo de los sentidos, sino que cae en su ser interior desde un mundo espiritual, y crea la obligación de avanzar desde esta sombra hacia el mundo que la ha proyectado.

Amaba a Hamerling, que había pintado estas reflexiones idealistas en cuadros tan poderosos. Pero me angustiaba profundamente que se quedara en esa etapa: que su mirada se dirigiera hacia atrás, hacia los reflejos de una espiritualidad destruida por el materialismo, en lugar de hacia adelante, hacia el mundo espiritual que ahora irrumpe en una nueva forma. Sin embargo, el Homúnculo me atrajo fuertemente. Aunque no mostraba cómo entra el hombre en el mundo espiritual, indicaba el paso al que llegan los hombres cuando se limitan a lo no espiritual. Mi interés por el Homúnculo se produjo en un momento en que reflexionaba sobre el problema de la naturaleza de la creación artística y de la belleza. Lo que entonces pasaba por mi mente está recogido en el folleto Goethe como Padre de una nueva estética, que reproduce una ponencia que había leído en la Sociedad Goethe de Viena. Deseaba descubrir las razones por las que el idealismo de una filosofía audaz, como la que había hablado tan impresionantemente en Fichte y Hegel, no había logrado sin embargo penetrar en el espíritu vivo. Uno de los medios por los que traté de descubrir estas causas fue mi reflexión sobre los errores de una filosofía meramente idealista en la esfera de la estética. Hegel y quienes pensaban como él encontraban el contenido del arte en la aparición de la "idea" en el mundo de los sentidos. Cuando la "idea" aparece en la materia de los sentidos, se manifiesta como lo bello. Esta era su opinión. Pero la época posterior se negó a reconocer realidad alguna en la "idea". Puesto que la idea de la concepción idealista del mundo, tal como ésta vivía en la conciencia de los idealistas, no apuntaba a un mundo del espíritu, no podía, por tanto, mantenerse entre los sucesores de estos idealistas como algo que poseyera realidad. Así surgió la estética "realista", que veía en la obra de arte, no la aparición de la idea en una forma-sentido, sino sólo la imagen-sentido que, debido a las necesidades de la naturaleza humana, adopta en la obra de arte una forma irreal.

Deseaba ver como realidad en una obra de arte lo mismo que aparece a los sentidos. Pero el camino que toma el verdadero artista en su obra creativa me pareció un camino que conduce al verdadero espíritu. Comienza con lo que es perceptible a los sentidos, pero lo transforma. En esta transformación no se guía por un impulso meramente subjetivo, sino que trata de dar a lo sensiblemente aparente una forma que lo revele como si el espíritu mismo estuviera allí presente. Lo bello no es la aparición de la idea en la forma del sentido, me dije, sino la representación de lo sensible en la forma del espíritu. Así vi en la existencia del arte la entrada del mundo del espíritu dentro del mundo del sentido. El verdadero artista se entrega más o menos conscientemente al espíritu. Y sólo es necesario -así me dije entonces una y otra vez- metamorfosear las potencias del alma, que en el caso del artista trabajan sobre la materia, en una pura percepción espiritual libre de los sentidos para penetrar en un conocimiento del mundo espiritual.

En aquel momento, el verdadero conocimiento, la manifestación de lo espiritual en el arte y la voluntad moral en el hombre se convirtieron en mi pensamiento en los miembros que se unen para formar un todo único. No podía dejar de reconocer en la personalidad humana un punto central en el que se unen en la unidad más inmediata con el ser primigenio del mundo. Es de este punto central de donde surge la voluntad. Si la clara luz del espíritu brilla en este punto central, entonces la voluntad es libre. El hombre actúa entonces en armonía con la naturaleza espiritual del mundo, que crea, no por necesidad, sino en la evolución de su propia naturaleza. En este punto central del hombre los motivos de la acción surgen, no de oscuros impulsos, sino de intuiciones que tienen un carácter tan transparente como el pensamiento más transparente. De este modo he querido, mediante una concepción de la libertad de la voluntad, encontrar ese espíritu a través del cual el hombre existe como individuo en el mundo. Por medio de una experiencia de la verdadera belleza deseaba encontrar el espíritu que obra en el hombre cuando éste se esfuerza de tal modo a través de lo sensible como para expresar su propio ser, no meramente espiritualmente como un espíritu libre, sino de tal manera que este ser espiritual suyo fluye hacia el mundo, que es en verdad del espíritu pero no lo manifiesta directamente. A través de una percepción de lo verdadero deseaba experimentar el espíritu que se manifiesta en su propio ser, cuyo reflejo espiritual es la conducta moral, y hacia el que se esfuerza el arte creativo en la plasmación de la forma sensible.

Una "filosofía de la libertad", una visión viva del mundo de los sentidos sediento del espíritu y que se esfuerza por alcanzarlo a través de la belleza, una visión espiritual del mundo vivo de la verdad se cernía ante mi mente.

Esto fue en el año 1888, justo en la época en que me introduje en la casa del pastor protestante Alfred Formey, en Viena. Una vez a la semana se reunía allí un grupo de artistas y escritores. El propio Alfred Formey había salido como poeta. Fritz Lemmermayer, hablando desde un corazón amigo, le describió así: "De corazón cálido, íntimo en su sentimiento por la naturaleza, entusiasta, casi ebrio de fe en Dios y en la bendición, así escribe versos Alfred Formey en suaves y resonantes armonías. Es como si su pisada no descansara sobre la dura tierra, sino como si meditara y soñara en lo alto de las nubes". Así era Alfred Formey también como hombre. Cuando uno entraba en la rectoría y se encontraba al principio sólo con el anfitrión y la anfitriona, se sentía como transportado fuera de la tierra. El párroco era de una piedad infantil; pero esta piedad pasaba en su cálida disposición de la manera más obvia a un humor lírico. En cuanto Formey hubo pronunciado unas palabras, uno se sintió como rodeado de una atmósfera de buen corazón. La señora de la casa había cambiado el teatro por la rectoría. Nadie habría descubierto jamás a la antigua actriz en la adorable esposa del párroco entreteniendo a sus invitados con tan delicioso encanto. En el ambiente de esta rectoría, tan de otro mundo, los invitados traían ahora "el mundo" de todas las direcciones del compás espiritual. Allí aparecía de vez en cuando la viuda de Friedrich Hebbel. Su aparición era siempre señal de fiesta. En su vejez desarrolló una especie de arte de la declamación que se apoderaba del corazón con una fascinación interior y cautivaba por completo la sensibilidad artística. Y cuando Christine Hebbel contaba una historia, toda la sala se impregnaba del calor del alma. En estas veladas de Formey conocí también a la actriz Wilborn. Una persona interesante con una voz brillante en la declamación. Tres gitanos de Lenau que uno podía escuchar de sus labios con un placer constantemente renovado. Pronto el grupo que se había reunido en casa de Formey se reunía de vez en cuando también en casa de Frau Wilborn. Pero ¡qué diferente era allí! Aficionados al mundo, amantes de la vida, sedientos de humor, así eran entonces las mismas personas que en la rectoría permanecían serias incluso cuando el "Poeta del Pueblo de Viena", Friederich Schlögel, leía en voz alta sus bulliciosas chanzas. Por ejemplo, había escrito un "sketch" cuando se introdujo la práctica de la cremación en un pequeño círculo de vieneses. En ella contaba cómo un marido que había amado a su mujer de una manera un tanto "grosera" le había gritado siempre que algo no le gustaba: "Vieja, vete al crematorio". En casa de Formey, tales cosas suscitaban comentarios que formaban una especie de episodio de la historia cultural de toda Viena; en casa de Wilborn, la gente se reía hasta hacer sonar las sillas. En Wilborn's Formey parecía un hombre de mundo; Wilborn en Formey's parecía una abadesa. Uno podía perseguir las reflexiones más penetrantes sobre la metamorfosis de los seres humanos hasta el punto de la expresión facial.

A la de Formey vino también Emilie Mataja, que, bajo el nombre de Emil Marriot, escribió sus romances marcados por una penetrante observación de la vida: una personalidad fascinante, que en la forma de su vida reveló las crueldades de la existencia humana con claridad, con genio y a menudo con encanto. Una artista que supo representar la vida cuando mezcla sus enigmas con los asuntos cotidianos, cuando arroja ruinmente entre los hombres la tragedia del destino.

A menudo teníamos la oportunidad de escuchar también a las cuatro artistas del cuarteto austriaco Tschamper; allí Fritz Lemmermayer recitaba melodramáticamente el Heideknabe de Hebbel, con el fogoso acompañamiento al piano de Alfred Stross.

Me encantaba esta rectoría, donde se podía encontrar tanta calidez. Allí se manifestaba activamente la humanidad más noble.

Al mismo tiempo me di cuenta de que debía ocuparme más seriamente de la situación de los asuntos públicos en Austria. Durante un breve período, en 1888, se me confió la dirección del Semanario Alemán. Esta revista había sido fundada por el historiador Heinrich Friedjung. Mi breve experiencia editorial se produjo en una época en la que las interrelaciones entre las razas en Austria habían alcanzado un estado especialmente tenso. No me resultaba fácil escribir cada semana un artículo sobre asuntos públicos, pues en el fondo me hallaba lo más alejado posible de toda concepción partidista de la vida. Lo que me interesaba era la evolución de la cultura en el progreso de la humanidad. Y tenía que manejar de tal modo el punto de vista resultante de este hecho que la justificación completa de este punto de vista no hiciera que mi artículo pareciera el producto de una persona ajena al mundo. Además, ocurría que la "reforma educativa" que se estaba introduciendo entonces en Austria, especialmente por el ministro Gautsch, me parecía lesiva para los intereses de la cultura. En este campo mis comentarios parecieron cuestionables a Schröer, que siempre sintió una gran simpatía por los puntos de vista partidistas. Alabé los planes muy adecuados que el ministro clerical católico Leo Thun había llevado a cabo en el Gimnasio austriaco ya en los años cincuenta, en contraposición a las medidas de Gautsch. Cuando Schröer hubo leído mi artículo, me dijo: "¿Desea, entonces, volver a tener una política educativa clerical para Austria?".

Esta actividad editorial, aunque breve, fue para mí muy importante. Me llamó la atención el estilo con el que se discutían entonces los asuntos públicos en Austria. Para mí este estilo era intensamente antipático. Incluso al discutir tales situaciones deseaba aportar algo que se caracterizara por su relación integral con los grandes objetivos espirituales y humanos. Esto lo echaba de menos en el estilo del periódico de aquellos días. Mi preocupación diaria era cómo poner en juego esta característica. Y tenía que ser un cuidado, porque en aquel momento no poseía el poder que me habría dado una rica experiencia de vida en este campo. En el fondo, no estaba preparado para esta labor editorial. Pensaba que podía ver hacia dónde debíamos dirigirnos en los más variados departamentos de la vida; pero no tenía las fórmulas tan sistematizadas como para ser esclarecedoras para los lectores de periódicos. Así que la preparación del número de cada semana era para mí una lucha difícil.

Por eso me sentí como si me hubiera liberado de una gran carga cuando esta actividad llegó a su fin por el hecho de que el propietario del periódico se enzarzó en una polémica con el fundador sobre la cuestión del precio al que se había vendido la propiedad.

Sin embargo, este trabajo me llevó a una relación bastante estrecha con personas cuyas actividades tenían que ver con las fases más diversas de la vida pública. Conocí a Victor Adler, que era entonces el líder indiscutible de los socialistas en Austria. En este hombre delgado y modesto residía una voluntad enérgica. Cuando hablaba tomando una taza de café yo siempre tenía la sensación: "El contenido de lo que dice carece de importancia, es un lugar común, pero su forma de hablar marca una voluntad que nunca puede doblegarse". Conocí a Pernerstorffer, que por aquel entonces se estaba pasando del bando nacional alemán al socialista. Una fuerte personalidad poseedora de amplios conocimientos. Un agudo crítico de la mala conducta en la vida pública. Entonces editaba un mensual, Deutsche Worte. Me pareció una lectura estimulante. En compañía de estas personas conocí a otras que, por razones científicas o partidistas, eran partidarias del socialismo. A través de ellos me interesé por Karl Marx, Friedrich Engels, Rodbertus y otros escritores de economía social. Con ninguno de ellos pude establecer una relación interior. Era una angustia personal para mí oír a los hombres decir que las fuerzas económicas materiales en la historia humana llevaban adelante la evolución real del hombre, y que lo espiritual era sólo una superestructura ideal sobre esta subestructura de lo "verdaderamente real". Yo conocía la realidad de lo espiritual. Las afirmaciones de los socialistas teorizantes significaban para mí el cierre de los ojos de los hombres a la verdadera realidad.

A este respecto, sin embargo, se me hizo evidente que la "cuestión social" tenía en sí misma una importancia inconmensurable. Pero me parecía la tragedia de los tiempos que esta cuestión fuera tratada por personas que estaban totalmente poseídas por el materialismo de la civilización contemporánea. Estaba convencido de que esta cuestión sólo podía plantearse correctamente desde el punto de vista de una concepción espiritual del mundo.

Así, siendo un joven de veintisiete años, estaba lleno de "preguntas" y "enigmas" relativos a la vida exterior de la humanidad, mientras que la naturaleza del alma y sus relaciones con el mundo espiritual habían tomado, en una concepción autocontenida, una forma cada vez más definida dentro de mí. Al principio sólo podía trabajar de un modo espiritual a partir de esta percepción Y este trabajo fue tomando cada vez más la dirección que algunos años más tarde me condujo a la concepción de mi Filosofía de la Actividad Espiritual.

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