GA018 Belín, 1914 -Enigmas de la filosofía - Darwinismo y visión del mundo

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ENIGMAS 
DE LA
FILOSOFIA

RUDOLF STEINER

 No es una "historia de la filosofía", aunque el enfoque sea histórico. Es una revisión de las concepciones históricas y actuales del mundo.

Darwinismo y visión del mundo



Si el pensamiento de la estructura teleológica de la naturaleza debía reformarse en el sentido de una concepción naturalista del mundo, la formación del mundo orgánico ajustada a un propósito debía explicarse de la misma manera que el físico o el químico explican los procesos sin vida. Cuando un imán atrae virutas de hierro, ningún físico supondrá que hay una fuerza actuando en el imán que apunta al propósito de la atracción. Cuando el hidrógeno y el oxígeno forman agua como un compuesto, el químico no interpreta este proceso como si algo en ambas sustancias hubiera estado esforzándose activamente hacia el propósito de formar agua. Una explicación de los seres vivos que se guíe por un modo de pensamiento naturalista similar debe llegar a la conclusión de que los organismos se ajustan a un propósito sin que nada en la naturaleza planifique esta conformidad con el propósito. Esta conformidad se produce sin haber sido prevista en ninguna parte. Charles Darwin dio una explicación de este tipo. Él adoptó el punto de vista de que no hay nada en la naturaleza que planifique el diseño. La naturaleza nunca está en posición de considerar si sus productos son adecuados para un propósito o no. Produce sin elegir entre lo que es adecuado para un fin y lo que no lo es.
¿Qué significa esta diferenciación? ¿En qué momento una cosa está en conformidad con un propósito? ¿No es cuando está dispuesta de tal manera que las circunstancias externas corresponden a sus necesidades, a sus condiciones de vida? Una cosa es inadecuada a un propósito cuando no es así. ¿Qué sucederá si, mientras la situación se caracteriza por una ausencia total de plan en la naturaleza, surgen formaciones de todos los grados de conformidad con el fin, desde la forma más adecuada a la menos adecuada? Todo ser intentará adaptar su existencia a las circunstancias dadas. Un ser bien adaptado a la vida lo hará sin mucha dificultad; uno menos adecuadamente dotado sólo lo conseguirá en menor grado. A esto hay que añadir el hecho de que la naturaleza no es un ama de casa parsimoniosa en lo que se refiere a la producción de seres vivos. El número de nuevos gérmenes es prodigioso. La abundante producción de gérmenes está respaldada por medios inadecuados para el mantenimiento de la vida. El efecto de esto será que los seres mejor adaptados a la adquisición de alimentos lograrán más fácilmente su desarrollo. Un ser orgánico bien adaptado prevalecerá en la lucha por la existencia sobre otro peor adaptado. Este último deberá perecer en esta competición. El apto, es decir, el que está adaptado a la finalidad de la vida, sobrevive; el no apto, es decir, el que no está tan adaptado, no. Esta es la "lucha por la vida". Así, las formas adecuadas a la finalidad de la vida se conservan aunque la propia naturaleza produzca, sin elección, lo inadecuado junto a lo adecuado. Mediante una ley, pues, tan objetiva y tan desprovista de toda finalidad sabia como puede serlo cualquier ley matemática o mecánica de la naturaleza, el curso de la evolución de la naturaleza recibe una tendencia hacia una finalidad-conformidad que no le es originalmente inherente.
Darwin llegó a este pensamiento a través de la obra del economista social Malthus titulada Ensayo sobre el principio de la población (1798). En este ensayo se defiende la opinión de que en la sociedad humana existe una competencia perpetua porque la población crece a un ritmo mucho más rápido que la oferta de alimentos. Esta ley, que Malthus había afirmado como válida para la historia de la humanidad, fue generalizada por Darwin en una ley integral de todo el mundo de la vida.

Darwin se propuso ahora demostrar que esta lucha por la existencia se convierte en la creadora de las diversas formas de seres vivos y que con ello quedaba derrocado el viejo principio de Linneo, según el cual "hay que contar tantas especies en los reinos animal y vegetal como hayan sido creadas principalmente". La duda contra este principio se formó claramente en la mente de Darwin cuando, en los años 1831-36, realizó un viaje a Sudamérica y Australia. Él mismo relata cómo se formó en él esta duda.
Cuando visité el archipiélago de las Galápagos durante mi viaje en el H.M.S. Beagle, a una distancia de unas 500 millas de las costas de Sudamérica, me vi rodeado de extrañas especies de aves, reptiles y serpientes, que no existen en ningún otro lugar del mundo. Casi todas llevaban el sello inconfundible del continente americano. En el canto del zorzal burlón, en el grito agudo de los buitres, en las grandes opuntias que parecían candelabros, advertí claramente la vecindad de América; y, sin embargo, estas islas estaban separadas del continente por muchas millas y eran muy diferentes en su constitución geológica y en su clima. Aún más sorprendente era el hecho de que la mayoría de los habitantes de cada una de las islas individuales del pequeño archipiélago eran específicamente diferentes aunque estrechamente emparentados. A menudo me preguntaba cómo habían surgido estos extraños animales y hombres. La manera más sencilla parecía ser que los habitantes de las diversas islas descendían unos de otros y habían sufrido modificaciones en el curso de su descendencia, y que todos los habitantes del archipiélago eran descendientes de los del continente más cercano, a saber, América, donde la colonización tendría naturalmente su origen. Pero durante mucho tiempo fue para mí un problema inexplicable cómo se había podido obtener la modificación necesaria.
La respuesta a esta pregunta está contenida en la concepción naturalista de la evolución del organismo vivo. Al igual que el físico somete una sustancia a diferentes condiciones para estudiar sus propiedades, Darwin, tras su regreso, observó los fenómenos que se producían en los seres vivos en diferentes circunstancias. Realizó experimentos en la cría de palomas, pollos, perros, conejos y plantas. A través de estos experimentos se demostró que las formas vivas cambian continuamente en el curso de su procreación. En determinadas circunstancias, algunos organismos vivos cambian tanto al cabo de unas pocas generaciones que, al comparar las formas recién criadas con sus antepasados, se podría hablar de dos especies completamente distintas, cada una de las cuales sigue su propio diseño de organización. El seleccionador se sirve de esta variabilidad de formas para desarrollar mediante cultivo organismos que respondan a determinadas exigencias. Un criador puede producir una especie de oveja con una lana especialmente fina si sólo permite que se reproduzcan los ejemplares de su rebaño que tengan la lana más fina. Así, la calidad de la lana mejora con el paso de las generaciones. Al cabo de algún tiempo, se obtiene una especie ovina que, en la formación de su lana, ha progresado mucho más que sus antepasados. Lo mismo ocurre con otras cualidades de los organismos vivos. De este hecho se pueden extraer dos conclusiones. La primera es que la naturaleza tiene la tendencia a cambiar a los seres vivos; la segunda, que una cualidad que ha comenzado a cambiar en una dirección determinada aumenta en esa dirección, si en el proceso de propagación de los seres orgánicos se excluyen los ejemplares que no tienen esa cualidad. Las formas orgánicas asumen entonces otras cualidades en el transcurso del tiempo, y continúan en la dirección de su cambio una vez iniciado este proceso. Cambian y transmiten las cualidades cambiadas a sus descendientes.
La conclusión natural de esta observación es que el cambio y la transmisión hereditaria son dos principios motores en la evolución de los seres orgánicos. Si hay que suponer que, en el curso natural de los acontecimientos del mundo, las formaciones adaptadas a la vida coexisten con las que no lo están tanto como las demás, también hay que suponer que la lucha por la vida tiene lugar en las formas más diversificadas. Esta lucha efectúa, sin plan, lo que el criador hace con ayuda de un plan preconcebido. Así como el criador excluye al espécimen del proceso de propagación que introduciría cualidades indeseadas en el desarrollo, la lucha por la vida elimina a los no aptos. En la evolución sólo sobreviven los aptos. La tendencia a la perfección perpetua entra así en el proceso evolutivo como una ley mecánica. Después de que Darwin viera esto y de que, con ello, sentara una base firme para una concepción naturalista del mundo, pudo escribir las entusiastas palabras al final de su obra El origen de las especies, que introdujeron una nueva época del pensamiento:

Así, de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte se sigue directamente el objeto más excelso que somos capaces de concebir, a saber, la producción de los animales superiores. Hay grandeza en esta visión de la vida, con sus varios poderes que han sido soplados originalmente por el Creador en algunas formas o en una; y que, mientras que este planeta ha ido pedaleando según la ley fija de la gravedad, de un principio tan simple las formas sin fin más hermosas y más maravillosas han sido y se están desarrollando.

Al mismo tiempo, de esta frase se desprende que Darwin no deriva su concepción de ningún sentimiento antirreligioso, sino simplemente de las conclusiones que para él se desprenden de hechos claramente significativos. No fue la hostilidad contra las necesidades de la experiencia religiosa lo que le persuadió a una visión racional de la naturaleza, ya que nos dice claramente en su libro cómo atrae a su corazón este recién adquirido mundo de ideas.

Autores de la más alta eminencia parecen estar plenamente satisfechos con la opinión de que cada especie ha sido creada independientemente. En mi opinión, concuerda mejor con lo que sabemos de las leyes impresas en la materia por el Creador que la producción y la extinción de los habitantes pasados y presentes del mundo se hayan debido a causas secundarias, como las que determinan el nacimiento y la muerte del individuo. Cuando veo a todos los seres no como creaciones especiales, sino como descendientes lineales de unos pocos seres que vivieron mucho antes de que se depositara el primer lecho del sistema cámbrico, me parece que se ennoblecen. . . . De ahí que podamos esperar con cierta confianza un futuro seguro y de gran duración. Y como la selección natural obra únicamente por y para el bien de cada ser, todas las dotes corporales y mentales tenderán a progresar hacia la perfección.
Darwin mostró con gran detalle cómo crecen y se extienden los organismos, cómo, en el curso de su desarrollo, transmiten sus propiedades una vez adquiridas, cómo se producen y cambian nuevos órganos por el uso o por la falta de uso, cómo de este modo los seres orgánicos se ajustan a sus condiciones de existencia y cómo finalmente a través de la lucha por la vida tiene lugar una selección natural mediante la cual surge una variedad cada vez mayor de formas cada vez más perfectas.

De este modo parece encontrarse una explicación de los seres teleológicamente ajustados que no requiere para la naturaleza orgánica otro método que el que se emplea en la naturaleza inorgánica. Mientras fue imposible ofrecer una explicación de este tipo, hubo que admitir, si se quería ser consecuente, que en todos los lugares de la naturaleza en los que surgió un ser ajustado a un fin, había que suponer la intervención de una fuerza extraña. En todos esos casos había que admitir un milagro.

Aquellos que durante décadas, antes de la aparición de la obra de Darwin, se habían esforzado por encontrar una concepción naturalista del mundo y de la vida, sintieron ahora muy vivamente que se había dado una nueva dirección al pensamiento. Este sentimiento lo expresa David Friedrich Strauss en su libro La antigua y la nueva fe (1872).

Uno ve que éste es el camino que debe seguirse; aquí es donde la nueva bandera ondea briosa al viento. Es una verdadera alegría en el sentido de las alegrías más elevadas del avance intelectual. Nosotros, filósofos y teólogos críticos, hablamos y hablamos para desacreditar la idea del milagro. Nuestro decreto no tuvo efecto alguno, porque no sabíamos cómo demostrar que esta idea era superflua, porque no sabíamos cómo evitarla, porque no conocíamos ninguna energía de la naturaleza con la que pudiéramos sustituirla allí donde parecía más necesario suponerla. Darwin ha demostrado esta energía de la naturaleza, este procedimiento de la naturaleza; ha abierto la puerta por la que una posteridad afortunada echará fuera el milagro de una vez para siempre. Todos los que saben cuánto depende de los milagros le alabarán por esa hazaña como uno de los mayores benefactores del género humano.
A través de la idea de Darwin de la adaptación es posible pensar el concepto de evolución realmente en forma de una ley natural. La vieja doctrina de la involución, que supone que todo lo que llega a la existencia ha estado antes allí en una forma oculta (compárense las páginas de la Parte 1, Capítulo IX), había quedado privada de su última esperanza con este paso. En el proceso de la evolución, tal como lo concibió Darwin, la forma más perfecta no está en modo alguno contenida en la menos perfecta, pues la perfección de un ser superior llega a la existencia mediante procesos que nada tienen que ver con los antepasados de este ser. Supongamos que una determinada serie evolutiva ha llegado a los marsupiales. La forma de los marsupiales no contiene nada en absoluto de una forma superior, más perfecta. Sólo contiene la capacidad de cambiar al azar en el curso de su propagación. Entonces se dan ciertas circunstancias que son independientes de cualquier tendencia latente "interna" de desarrollo de la forma de los marsupiales, pero que son tales que de todas las variaciones posibles (mutaciones) sobreviven los pro-simios. Las formas de los marsupiales contenían la de los pro-simios de la misma manera que la dirección de una bola de billar rodante contiene la trayectoria que tomará después de haber sido desviada de su curso original por una segunda bola de billar.

Los que estaban acostumbrados a un modo de pensar idealista no lo tuvieron fácil para comprender esta concepción reformada de la evolución. Friedrich Theodor Vischer, un hombre de extraordinaria perspicacia y sutileza de espíritu que había salido de la escuela de Hegel, escribe ya en 1874 en un ensayo:
La evolución es un despliegue a partir de un germen que procede de intento en intento hasta que la imagen que el germen contenía de forma latente como posibilidad se ha hecho realidad. Pero una vez logrado esto se detiene y se aferra a la forma encontrada, manteniéndola como permanente. Todo concepto como tal perdería su contorno firme si considerásemos los tipos que existen en nuestro planeta desde hace tantos miles de años como variables para siempre y, sobre todo, si considerásemos así nuestro propio tipo humano. Entonces ya no podríamos fiarnos de nuestros pensamientos, de las leyes concebidas por nuestro pensamiento, de nuestros sentimientos, de las imágenes de nuestra imaginación, que no son más que las imitaciones clarificadoras de las formas de la naturaleza tal como la conocemos. Todo se vuelve cuestionable.

En otro pasaje del mismo ensayo dice:

Todavía me cuesta un poco creer, por ejemplo, que debamos nuestro ojo al proceso de ver, nuestro oído al de oír. El extraordinario peso que se concede al proceso de selección natural es algo que no me satisface del todo.
Si se hubiera preguntado a Vischer si imaginaba o no que el hidrógeno y el oxígeno contenían en sí mismos en forma latente una imagen del agua para hacer posible el desarrollo de esta última a partir del primero, sin duda habría contestado: "No, ni en el oxígeno ni en el hidrógeno hay nada contenido del agua que se forma; las condiciones para la formación de esta sustancia sólo se dan cuando el hidrógeno y el oxígeno se combinan en determinadas circunstancias." ¿Es entonces la situación necesariamente diferente cuando, a través de los dos factores de los marsupiales y las condiciones externas, los pro-simios llegaron a existir? ¿Por qué los pro-simios deben estar contenidos como posibilidad, como esquema, en los marsupiales para poder desarrollarse a partir de ellos? Lo que surge a través de la evolución se genera como una nueva formación sin haber existido en ninguna forma anterior.

Naturalistas reflexivos sintieron el peso de la nueva doctrina teleológica no menos que Strauss. Hermann Helmholtz se cuenta, sin duda, entre los que en los años cincuenta y sesenta del siglo diecinueve podían ser considerados como representantes de tales naturalistas reflexivos. Subraya el hecho de que la maravillosa conformidad con el propósito en la estructura de los organismos vivos, que se hace cada vez más evidente a medida que avanza la ciencia, desafía la comparación de todos los procesos vitales con las acciones humanas. Pues las acciones humanas son la única serie de fenómenos que tienen un carácter semejante a los orgánicos. La idoneidad de las disposiciones en el mundo de los organismos supera, según nuestro juicio, en la mayoría de los casos con creces lo que la inteligencia humana es capaz de crear. Por lo tanto, no puede sorprendernos que a la gente se le haya ocurrido buscar el origen de la estructura y función del mundo de los seres vivos en una inteligencia muy superior a la del hombre. Helmholtz dice:
Antes de Darwin se podían admitir dos tipos de explicaciones para el hecho del ajuste orgánico de los propósitos, y ambas dependían de la interferencia de una inteligencia libre en el curso de los fenómenos naturales. O bien se consideraba, según la teoría vitalista, que los procesos vitales estaban perpetuamente guiados por un alma vital; o bien se veía en cada especie un acto de una inteligencia sobrenatural a través del cual se suponía que había sido generada. . . . La teoría de Darwin contiene un pensamiento creativo esencialmente nuevo. Demuestra que una adaptación de la forma a un fin en los organismos puede producirse también sin la intervención de una inteligencia por el efecto aleatorio de una ley natural. Se trata de la ley de la transmisión de las peculiaridades individuales de los padres a los descendientes, una ley que era conocida y reconocida desde hacía mucho tiempo, pero que sólo necesitaba una demarcación definida.
Helmholtz opina ahora que tal demarcación viene dada por el principio de la selección natural en la lucha por la existencia. Un científico que, como Helmholtz, pertenece a los naturalistas más prudentes de la época, J. Henle, dijo en una conferencia: "Si las experiencias de la cría artificial se aplicaran a la hipótesis de Oken y Lamarck, habría que demostrar cómo procede la naturaleza para suministrar el mecanismo mediante el cual el criador experimental obtiene su resultado. Esta es la tarea que Darwin se impuso y que persiguió con admirable industria y perspicacia".
Los materialistas fueron los que más entusiasmo sintieron por el logro de Darwin. Hacía tiempo que estaban convencidos de que tarde o temprano tendría que llegar un hombre como él que arrojara una luz filosófica sobre el vasto campo de los hechos acumulados que tanto necesitaba de un pensamiento dirigente. En su opinión, la concepción del mundo por la que habían luchado no podía fracasar tras el descubrimiento de Darwin. Darwin abordó su tarea como un naturalista. Al principio se movió dentro de los límites reservados al científico natural. El hecho de que sus pensamientos fueran capaces de arrojar luz sobre los problemas fundamentales de la concepción del mundo, sobre la cuestión de la relación del hombre con la naturaleza, fue apenas rozado en su libro:
En el futuro veo campos abiertos para investigaciones mucho más importantes. La psicología se basará con seguridad en el fundamento..., de la necesaria adquisición de cada poder y capacidad mental por gradación. Se arrojará mucha luz sobre el origen del hombre y su historia. 
 Para los materialistas, esta cuestión del origen del hombre se convirtió, en palabras de Buechner, en un asunto de la más íntima preocupación. En las conferencias que pronunció en Offenbach durante el invierno de 1866-67, dice:

¿Debe aplicarse la teoría de la transformación también a nuestra propia raza? ¿Debe extenderse al hombre, a nosotros? ¿Tendremos que someternos a una aplicación de los mismos principios o reglas que han causado la vida de todos los demás organismos para la explicación de nuestra propia génesis y origen? ¿O somos nosotros -los señores de la creación- una excepción?
La ciencia natural enseñaba claramente que el hombre no podía ser una excepción. Basándose en investigaciones anatómicas exactas, el fisiólogo inglés T. H. Huxley escribió en su libro El lugar del hombre en la naturaleza (1863)

La comparación crítica de todos los órganos y su modificación en la serie de los monos nos lleva a un mismo resultado, que las diferencias anatómicas que separan al hombre del gorila y del chimpancé no son tan grandes como las diferencias que separan a los simios antropoides de las especies inferiores de monos.

¿Acaso cabía dudar ante tales hechos de que la evolución natural también había producido al hombre, la misma evolución que había causado la serie de seres orgánicos hasta el mono mediante el crecimiento, la propagación, la herencia, la transmutación de formas y la lucha por la vida?

A lo largo del siglo, este punto de vista fundamental penetró cada vez más en la corriente principal de las ciencias naturales. Goethe, por cierto, se había convencido a su manera de ello, y debido a esta convicción se había propuesto con la mayor energía corregir la opinión de sus contemporáneos, que sostenían que el hombre carecía de un hueso intermaxilar en el maxilar superior. Se suponía que todos los animales tenían este hueso; sólo el hombre, según se pensaba, no lo tenía. En su ausencia se veía la prueba de que el hombre era anatómicamente diferente de los animales, de que el plan de su estructura debía pensarse siguiendo líneas diferentes. El modo naturalista de pensar de Goethe le impulsó a emprender elaborados estudios anatómicos para abolir este error. Cuando hubo logrado este objetivo, escribió en una carta a Herder, convencido de haber hecho una importantísima contribución al conocimiento de la naturaleza: "He comparado los cráneos de hombres y animales y he encontrado el rastro, y he aquí que ahí está. Ahora te pido que no lo cuentes, pues debe ser tratado como un secreto. Pero quiero que lo disfrutes conmigo, pues es como la piedra de acabado de la estructura del hombre; ahora está completa y no le falta nada. Mira cómo es".
Bajo la influencia de tales concepciones, la gran cuestión filosófica de la relación del hombre consigo mismo y con el mundo exterior desembocó en la tarea de demostrar mediante el método de las ciencias naturales qué proceso real había conducido a la formación del hombre en el curso de la evolución. Con ello cambió el punto de vista desde el que se intentaba explicar los fenómenos de la naturaleza. Mientras se viera en cada organismo, incluido el hombre, la realización de un designio intencional de la estructura, había que considerar también este designio en la explicación de los seres orgánicos. Había que considerar que en el embrión está potencialmente indicado el organismo posterior. Cuando este punto de vista se extendió a todo el universo, significó que una explicación de la naturaleza cumplía mejor su tarea si mostraba cómo las etapas posteriores de la evolución, con el hombre como clímax, se preparan en las etapas anteriores.

La idea moderna de la evolución rechazó todos los intentos de la ciencia de reconocer las posibles fases posteriores en las etapas anteriores. En consecuencia, la fase posterior no estaba contenida en modo alguno en la anterior. Por el contrario, lo que se desarrolló gradualmente fue la tendencia a buscar en las fases posteriores las huellas de las anteriores. Este principio representaba una de las leyes de la herencia. En realidad, se puede hablar de una inversión de la tendencia a la explicación. Esta inversión adquirió importancia para la ontogénesis, es decir, para la formación de las ideas relativas a la evolución del ser individual desde el huevo hasta la madurez. En lugar de mostrar la predisposición de los órganos posteriores en el embrión, se trataba de comparar las distintas etapas que atraviesa un organismo en el curso de su evolución individual desde el huevo hasta la madurez con las de otras formas de organismos. Lorenz Oken ya avanzaba en esta dirección. En el cuarto volumen de su Historia general de la naturaleza para toda clase de lectores escribió
Hace años, a través de mis investigaciones fisiológicas, llegué a la conclusión de que las etapas de desarrollo del pollo en el huevo tienen mucha similitud con diferentes clases de animales. Al principio sólo muestra los órganos de los infusorios, para luego asumir gradualmente los de los pólipos, medusas, crustáceos, caracoles, etc. A la inversa, también tuve que considerar las clases de animales como etapas evolutivas que procedían paralelamente a las etapas de desarrollo del pollo. Esta visión de la naturaleza me desafió a la observación más minuciosa de aquellos órganos que se añaden como nuevas formas a cada clase superior de animales, así como de los que se desarrollan uno tras otro durante el proceso de desarrollo. Por supuesto, no es fácil establecer un paralelismo completo con un objeto tan difícil como un huevo de pollito, porque su desarrollo se conoce de forma tan incompleta. Pero demostrar que el paralelismo existe realmente no es difícil. La transformación de los insectos es la prueba más evidente de ello, ya que no es otra cosa que el desarrollo de las crías fuera del huevo ante nuestros ojos, a un ritmo tan lento que podemos observar e investigar todas las fases embrionarias a nuestro antojo.
Oken compara las etapas de transformación de los insectos con los demás animales y encuentra que las orugas tienen una gran similitud con los gusanos, y los capullos con los animales crustáceos. De tales semejanzas este ingenioso pensador saca la conclusión de que "no hay, pues, duda de que nos hallamos ante una conspicua semejanza que justifica la idea de que la historia evolutiva en el huevo no es más que una repetición de la historia de la creación de las clases animales." Fue un don natural de este hombre brillante aprehender una gran idea para la que ni siquiera necesitaba la evidencia de hechos que la apoyaran. Pero también está en la naturaleza de ideas tan sutiles el que no tengan gran efecto en quienes trabajan en el campo de la ciencia. Oken aparece como un cometa en el firmamento de la filosofía alemana. Su pensamiento proporciona un torrente de luz. A partir de un rico tesoro de ideas, sugiere conceptos rectores para los hechos más divergentes. Sin embargo, su método para formular conexiones fácticas resulta un tanto forzado. Estaba demasiado preocupado por lo que quería decir. Esta actitud prevaleció también en su tratamiento de la ley de la repetición de ciertas formas animales en la ontogenia de otras mencionadas anteriormente.

En contraste con Oken, Karl Ernst von Baer se atuvo a los hechos con la mayor firmeza posible cuando habló, en su Historia de la evolución de los animales (1828), de las observaciones que habían llevado a Oken a su idea:

Los embriones de los mamíferos, las aves, los lagartos y las serpientes, y probablemente también los de las tortugas, en sus estadios más tempranos son extraordinariamente similares entre sí tanto en su formación completa como en sus partes individuales. De hecho, estos embriones son tan parecidos que a menudo sólo pueden distinguirse por su tamaño. Tengo en mi poder dos pequeños embriones en alcohol que olvidé etiquetar, y ahora no puedo determinar a qué clase pertenecen. Podrían ser lagartos, pajarillos o mamíferos jóvenes, tan parecida es la formación de la cabeza y el tronco de estos animales. Las extremidades están todavía completamente ausentes en estos embriones y, aunque estuvieran allí, en las primeras etapas de su desarrollo no nos dirían nada, porque los pies de los lagartos y los mamíferos, las alas y los pies de las aves, así como las manos y los pies de los hombres, se desarrollan todos a partir de la misma forma original.
Tales hechos del desarrollo embriológico despertaron el mayor interés de los pensadores que se inclinaban hacia el darwinismo. Darwin había demostrado la posibilidad del cambio en las formas orgánicas y, por medio de la transformación, las especies actualmente existentes podrían descender de unas pocas formas originales, o tal vez de una sola. Ahora se demostraba que, en sus primeras fases de desarrollo, los diversos organismos vivos son tan parecidos entre sí que apenas pueden distinguirse unos de otros, si es que lo hacen. Estas dos ideas, los hechos de la embriología comparada y la idea de la descendencia, fueron combinadas orgánicamente en 1864 por Fritz Müller (1821-97) en su sesudo ensayo Hechos y argumentos a favor de Darwin. Müller es una de esas personalidades de altas miras que necesitan una concepción naturalista del mundo porque no pueden respirar espiritualmente sin ella. Además, con respecto a su propia acción, sólo sentiría satisfacción cuando pudiera sentir que su motivación era tan necesaria como una fuerza de la naturaleza. En 1852 Müller se estableció en Brasil. Durante doce años fue profesor en el gimnasio de Desterro, en la isla de Santa Catharina, no lejos de la costa de Brasil. En 1867 tuvo que abandonar este puesto. El hombre de la nueva concepción del mundo tuvo que ceder ante la reacción que, bajo la influencia de los jesuitas, se apoderó de su escuela. Ernst Haeckel ha descrito la vida y la actividad de Fritz Müller en la Jenaische Zeitschrift fur Naturwissenschaft (Vol. XXXI N.F. XXIV 1897).

Darwin llamaba a Müller el "príncipe de los observadores", y el pequeño pero significativo opúsculo, Hechos y argumentos para Darwin, es el resultado de un cúmulo de observaciones. Trata de un grupo particular de formas orgánicas, los crustáceos, que son radicalmente diferentes entre sí en su madurez, pero perfectamente similares en el momento en que abandonan el huevo. Si se presupone, en el sentido de la teoría de la descendencia de Darwin, que todas las formas de crustáceos se han desarrollado a partir de un tipo original, y si se acepta la similitud en las primeras fases como un elemento heredado de la forma de su antepasado común, se han combinado las ideas de Darwin con las de Oken relativas a la repetición de la historia de la creación de las especies animales en la evolución de la forma animal individual. Esta combinación fue llevada a cabo por Fritz Müller. De este modo, puso las formas anteriores de una clase animal en una cierta conexión determinada por la ley con las posteriores, que, a través de la transformación, se han formado a partir de ellas. El hecho de que en una etapa anterior la forma ancestral de un ser vivo actual haya tenido una forma particular hizo que sus descendientes en una etapa posterior tuvieran otra forma particular. Estudiando las etapas del desarrollo de un organismo se llega a conocer a sus antepasados, cuya naturaleza ha causado las características de las formas embrionarias. Filogénesis y ontogénesis están, en el libro de Fritz Müller, conectadas como causa y efecto. Con este paso había entrado un nuevo elemento en la corriente darwiniana de ideas. Este hecho conserva su importancia a pesar de que las investigaciones de Müller sobre los crustáceos fueron modificadas por las investigaciones posteriores de Arnold Lang.
Sólo habían pasado cuatro años desde la aparición de El origen de las especies de Darwin cuando se publicó el libro de Müller como su defensa y confirmación. Müller había mostrado cómo, con una clase especial de animales, se debía trabajar en el espíritu de las nuevas ideas. Entonces, en 1866, siete años después del Origen de las Especies, apareció un libro que absorbía completamente este nuevo espíritu. Utilizando las ideas del darwinismo en un alto nivel de discusión científica, arrojaba mucha luz sobre los problemas de la interconexión de todos los fenómenos de la vida. Se trata de Morfología general de los organismos, de Ernst Haeckel. Cada página reflejaba su intento de llegar a una sinopsis exhaustiva de la totalidad de los fenómenos de la naturaleza con la ayuda de nuevos pensamientos. Inspirado por el darwinismo, Haeckel buscaba una concepción del mundo.

Haeckel hizo todo lo posible de dos maneras para intentar una nueva concepción del mundo. En primer lugar, contribuyó continuamente a la acumulación de hechos que arrojan luz sobre la conexión de las entidades y energías de la naturaleza. En segundo lugar, con una coherencia inquebrantable, dedujo de estos hechos las ideas que debían satisfacer la necesidad humana de explicación. Tenía la convicción inquebrantable de que a partir de estos hechos e ideas el hombre puede llegar a una explicación del mundo plenamente satisfactoria. Al igual que Goethe, Haeckel estaba convencido, a su manera, de que la naturaleza procede en su obra "según leyes eternas, necesarias y, por tanto, divinas, de modo que ni siquiera la divinidad podría cambiarlas". Como esto estaba claro para él, adoraba a su deidad en estas leyes eternas y necesarias de la naturaleza y en las sustancias en las que actuaban. Así como la armonía de las leyes naturales, que están necesariamente interconectadas, satisface a la razón, según su punto de vista, también ofrece al corazón que siente, o al alma que está en sintonía ética o religiosa, todo lo que puede desear. En la piedra que cae al suelo atraída por la gravedad hay una manifestación del mismo orden divino que se expresa en la flor de una planta y en el espíritu humano que creó el drama de Wilhelm Tell.
Lo errónea que es la creencia de que el sentimiento por la maravillosa belleza de la naturaleza queda destruido por la penetración de la razón en las leyes de la naturaleza queda vívidamente demostrado en la obra de Ernst Haeckel. Se había declarado que una explicación racional de la naturaleza era incapaz de satisfacer las necesidades del alma. Cuando el conocimiento de la naturaleza perturba la vida interior del hombre, no es culpa del conocimiento, sino del hombre mismo. Sus sentimientos se desarrollan en una dirección equivocada. Cuando seguimos sin prejuicios a un naturalista como Haeckel en su camino de observador de la naturaleza, sentimos que nuestro corazón late más deprisa. El análisis anatómico, la investigación microscópica no desmerecen la belleza natural, sino que revelan mucho más de ella. No cabe duda de que en nuestra época existe un antagonismo entre la razón y la imaginación, entre la reflexión y la intuición. La brillante ensayista Ellen Key tiene sin duda razón al considerar este antagonismo como uno de los fenómenos más importantes de nuestro tiempo (compárese Ellen Key, Ensayos, S. Fischer Verlag, Berlín, 1899). Quien, como Ernst Haeckel, excava profundamente en la mina del tesoro de los hechos, emerge audazmente con los pensamientos resultantes de estos hechos y asciende a las alturas del conocimiento humano, sólo puede ver en la explicación de la naturaleza un acto de reconciliación entre las dos fuerzas contendientes de la reflexión y la intuición que "se alternan en forzarse mutuamente a la sumisión" (Ellen Key). Casi simultáneamente a la publicación del libro en el que Haeckel presentaba con inquebrantable honestidad intelectual su concepción del mundo derivada de la ciencia natural, es decir, con la aparición de sus Enigmas del Universo en 1899, inició una publicación en serie titulada Formas artísticas de la naturaleza. En ella da imágenes de la inagotable riqueza de formaciones maravillosas que produce la naturaleza y que superan "con mucho a todas las formas artísticas creadas por el hombre" en belleza y en variedad. El mismo hombre que introduce nuestra mente en el orden determinado por la ley de la naturaleza conduce nuestra imaginación a la belleza de la naturaleza.
La necesidad de poner en contacto directo los grandes problemas de la concepción del mundo con la investigación científica especializada condujo a Haeckel a uno de los hechos de los que Goethe decía que representan los puntos significativos en los que la naturaleza cede por sí misma las ideas fundamentales para su explicación, encontrándonos a mitad de camino en nuestra búsqueda. Haeckel se dio cuenta de ello al investigar cómo la tesis de Oken, que Fritz Müller había aplicado a los crustáceos, podía aplicarse fructíferamente a todo el reino animal. En todos los animales, excepto los protistas, que son organismos unicelulares, se desarrolla un cuerpo en forma de copa o jarra, la gástrula, a partir del cigoto con el que el organismo comienza su ontogénesis. Esta gástrula es una forma animal que se encuentra en los primeros estadios de desarrollo de todos los animales, desde las esponjas hasta el hombre. Consiste simplemente en piel, boca y estómago. Hay una clase baja de zoófitos que sólo poseen estos órganos durante su vida y por lo tanto se parecen a las gástrulas. Haeckel interpreta este hecho desde el punto de vista de la teoría de la descendencia. La forma de gástrula es una forma heredada que el animal debe a la forma de su antepasado común. Había existido, probablemente millones de años antes, una especie animal, los gasterópodos, que estaba constituida de forma parecida a la de los zoófitos inferiores que aún viven hoy en día: las esponjas, los pólipos, etc. A partir de esta especie animal, todas las diversas formas que viven hoy en día, desde los pólipos, las esponjas, etc., hasta el hombre, repiten esta forma original en el curso de sus ontogenias.

De este modo se había obtenido una idea de alcance gigantesco. El camino que conduce de lo simple a lo complicado, a la forma perfecta en el mundo de los organismos, quedaba así indicado en su esbozo tentativo. Una forma animal simple se desarrolla en determinadas circunstancias. Uno o varios individuos de esta forma cambian a otra forma según las condiciones de vida a las que están expuestos. Lo que ha llegado a existir mediante esta transmutación se transmite de nuevo a los descendientes. Existen entonces dos formas diferentes, la antigua que ha conservado la forma de la primera etapa, y una nueva. Ambas formas pueden desarrollarse en diferentes direcciones y en diferentes grados de perfección. Al cabo de largos períodos de tiempo surge una abundante riqueza de especies a través de la transmisión de la forma anterior y de nuevas formaciones mediante el proceso de adaptación a las condiciones de la vida.
De este modo, Haeckel conecta los procesos actuales del mundo de los organismos con los acontecimientos de los tiempos primitivos. Si queremos explicar algún órgano de un animal de la época actual, nos remontamos a los antepasados que habían desarrollado ese órgano en las circunstancias en que vivían. Lo que ha llegado a existir por causas naturales en épocas anteriores se ha transmitido hasta nuestros días mediante el proceso de la herencia. A través de la historia de las especies la evolución del individuo recibe su explicación. La filogénesis, por tanto, contiene las causas de la ontogénesis. Haeckel expresa este hecho en su ley fundamental de la biogenética: "La corta ontogénesis o desarrollo del individuo es una repetición rápida y breve, una recapitulación abreviada del largo proceso de la filogénesis, el desarrollo de la especie".

Mediante esta ley se ha eliminado todo intento de explicación mediante fines especiales, toda teleología en el sentido antiguo. Ya no se busca la finalidad de un órgano, sino las causas por las que se ha desarrollado. Una forma dada no apunta a una meta hacia la que se esfuerza, sino hacia el origen del que surgió. El método de explicación de los fenómenos orgánicos se ha convertido en el mismo que el de los inorgánicos. El agua no se considera el fin del oxígeno, ni el hombre el fin de la creación. La investigación científica se orienta hacia el origen y la causa real de los seres vivos. El modo de concepción dualista, que declara que lo orgánico y lo inorgánico deben explicarse según dos principios diferentes, deja paso a un modo de concepción monista, a un monismo que sólo tiene un modo uniforme de explicación para toda la naturaleza.

Haeckel señala característicamente que gracias a su descubrimiento se ha encontrado el método mediante el cual debe superarse todo dualismo en el sentido mencionado.
La filogénesis es la causa mecánica de la ontogénesis. Con esta afirmación queda claramente caracterizada nuestra concepción básicamente monista de la evolución orgánica, y de la verdad de este principio depende primordialmente la verdad de la teoría gastraea. . . . Todo naturalista que en el campo de la biogénesis no se contente con la mera admiración de fenómenos extraños, sino que se esfuerce por comprender su significado, tendrá que ponerse en el futuro del lado de este principio o en contra de él. Marca al mismo tiempo la ruptura completa que separa la antigua morfología teleológica y dualista de la nueva mecánica y monista. Si se ha demostrado que las funciones fisiológicas de la herencia y la adaptación son las únicas causas del proceso de formación orgánica, entonces todo tipo de teleología, de modo de concepción dualista y metafísico ha sido eliminado del campo de la biogénesis; el agudo contraste entre los principios rectores está claramente marcado. O existe una relación directa y causal entre ontogenia y filogenia o no existe. No existe una tercera posibilidad. O epigénesis y descendencia, o preformación y creación. (Compárese también en la Parte 1 el Capítulo IX de este libro).
Una vez que Haeckel hubo asimilado el punto de vista de Darwin sobre el origen del hombre, defendió enérgicamente la conclusión que debía extraerse de él. Le fue imposible limitarse a insinuar vacilantemente, como Darwin, este "problema de todos los problemas". Anatómica y fisiológicamente el hombre no se distingue de los animales superiores. Por tanto, hay que atribuirle el mismo origen que a ellos. Haeckel defendió con audacia esta opinión y las consecuencias que de ella se derivaban para la concepción del mundo. Para él no había duda de que en el futuro las manifestaciones más elevadas de la vida del hombre, las actividades de su espíritu, debían considerarse bajo el mismo punto de vista que la función del organismo vivo más simple. La observación de los animales más inferiores, los protozoos, los infusorios, los rizópodos, le enseñó que estos organismos tenían alma. En sus movimientos, en las indicaciones de las sensaciones que muestran, reconoció manifestaciones de vida que sólo tenían que aumentar y perfeccionarse para desarrollarse en las complicadas acciones de la razón y la voluntad del hombre.

Empezando por la gastrea, que vivió hace millones de años, ¿qué pasos da la naturaleza para llegar al hombre? Esta era la pregunta general que se planteaba Haeckel. La respuesta la dio en su obra Antropogénesis, aparecida en 1874. En su primera parte, este libro trata de la historia del individuo (ontogénesis); en la segunda, de la de la especie (filogénesis). Mostró punto por punto cómo esta última contiene las causas de la primera. La posición del hombre en la naturaleza había quedado así determinada según los principios de la teoría de la descendencia. A obras como la Antropogénesis de Haeckel puede aplicarse con justicia la afirmación que el gran anatomista Karl Gegenbaur hizo en su Anatomía comparada (1870). Escribió que a cambio del método de investigación que Darwin dio a la ciencia con su teoría recibió a cambio claridad y firmeza de propósito. En opinión de Haeckel, el método del darwinismo también había proporcionado a la ciencia la teoría del origen del hombre.
Lo que realmente se consiguió con este paso sólo puede apreciarse en toda su medida si se observa la oposición con la que la aplicación exhaustiva de los principios del darwinismo por parte de Haeckel fue recibida por los seguidores de las concepciones idealistas del mundo. Ni siquiera es necesario citar a los que, creyendo ciegamente en la opinión tradicional, se volvieron contra la "teoría del mono", o a los que creían que toda moral más fina y elevada estaría en peligro si los hombres dejaban de estar convencidos de que tenían un "origen más puro y elevado." A otros pensadores, aunque bastante abiertos de mente con respecto a las nuevas verdades, les resultaba difícil aceptar esta nueva verdad. Se hacían la pregunta: "¿No negamos nuestro propio pensamiento racional si ya no buscamos su origen en una razón general del mundo sobre nosotros, sino en el reino animal de abajo?" Mentalidades de este tipo atacaron con avidez los puntos en los que la opinión de Haeckel parecía carecer del apoyo de los hechos. Tenían poderosos aliados en una serie de científicos naturales que, a través de un extraño sesgo, utilizaban su conocimiento de los hechos para enfatizar los puntos en los que la experiencia real era aún insuficiente para probar las conclusiones extraídas por Haeckel. El representante típico, y al mismo tiempo el más impresionante, de este punto de vista de los naturalistas fue Rudolf Virchow (1821-1902). La oposición de Virchow y Haeckel puede caracterizarse del siguiente modo. Haeckel confía en la consistencia interna de la naturaleza, respecto a la cual Goethe opina que es suficiente para compensar la inconsistencia del hombre. Haeckel, por tanto, argumenta que si un principio de la naturaleza ha sido verificado para ciertos casos, y si todavía carecemos de la experiencia para demostrar su validez en otros casos, no tenemos ninguna razón para frenar el progreso de nuestro conocimiento. Lo que la experiencia nos niega hoy, puede concedérnoslo mañana. Virchow es de la opinión contraria. Quiere ceder el menor terreno posible a un principio general. Parece creer que la vida para tal principio no puede hacerse lo suficientemente dura. El antagonismo entre estos dos espíritus llegó a un punto agudo en el quincuagésimo congreso de naturalistas y médicos alemanes en 1877. Haeckel leyó allí una ponencia sobre el tema La teoría de la evolución actual en su relación con la ciencia en general.

En 1894 Virchow se sintió obligado a exponer su punto de vista de la siguiente manera. "A través de la especulación se ha llegado a la teoría del mono; se podría haber llegado igualmente a la teoría del elefante o a la teoría de la oveja". Lo que Virchow exigía era una prueba incontestable de esta teoría. En cuanto aparecía algo que encajaba como un eslabón en la cadena de la argumentación, Virchow intentaba invalidarla con todos los medios a su alcance.
Tal eslabón de la cadena de pruebas se presentó con los restos óseos que Eugen Dubois había encontrado en Java en 1894. Se trataba de un cráneo, un fémur y varios dientes. En el Congreso de Zoólogos de Leyden surgió un interesante debate sobre este hallazgo. De doce zoólogos, tres opinaban que estos huesos procedían de un mono y tres que procedían de un ser humano; seis, sin embargo, creían que presentaban una forma de transición entre el hombre y el mono. Dubois muestra de manera convincente qué relación guardaba el ser cuyos restos óseos se discutían con el mono actual, por una parte, y con el hombre de hoy, por otra. La teoría de la evolución de la ciencia natural debe reivindicar tales formas intermediarias. Rellenan los huecos que existen entre numerosas formas de organismos. Cada nueva forma intermedia constituye una nueva prueba del parentesco de todos los organismos vivos. Virchow se opuso a la idea de que estos restos óseos procedieran de una forma intermedia. Al principio, declaró que se trataba del cráneo de un mono y del fémur de un hombre. Los paleontólogos expertos, sin embargo, se pronunciaron firmemente, según el cuidadoso informe, sobre el hallazgo, que los restos pertenecían juntos. Virchow intentó apoyar su opinión de que el hueso del muslo sólo podía ser el de un ser humano con la afirmación de que un cierto crecimiento en el hueso demostraba que debía haber tenido una enfermedad que sólo podía haberse curado mediante una cuidadosa atención humana. Sin embargo, el paleontólogo Marsch [e.d.: tal vez el paleontólogo estadounidense Othniel Charles Marsh (1831-1899)] sostenía que también se daban extuberancias óseas similares en animales salvajes. Otra afirmación de Virchow, según la cual la profunda incisión entre el borde superior de la cuenca ocular y la cubierta inferior del cráneo de la supuesta forma intermedia demostraba que se trataba del cráneo de un mono, fue desmentida por el naturalista Nehring, quien afirmó que se había encontrado la misma formación en un cráneo humano de Santos (Brasil). Las objeciones de Virchow procedían del mismo giro mental que también le llevó a considerar los famosos cráneos de Neanderthal, Spy, etc., como formaciones patológicas, mientras que los seguidores de Haeckel los consideraban formas intermedias entre el mono y el hombre.
Haeckel no permitió que ninguna objeción le privara de la confianza en su modo de concepción. Continuó su trabajo científico sin desviarse de los puntos de vista a los que había llegado y, a través de presentaciones populares de su concepción de la naturaleza, influyó en la conciencia pública. En su libro Filogénesis sistemática, esbozo de un sistema natural de los organismos sobre la base de la historia de las especies (1894-96), intentó demostrar el parentesco natural de los organismos con un método estrictamente científico. En su Historia natural de la creación, de la que se publicaron once ediciones entre 1868 y 1908, dio una explicación popular de sus puntos de vista. En 1899, en sus estudios populares sobre la filosofía monista titulados Los enigmas del Universo, hizo un repaso de sus ideas en filosofía natural demostrando sin reservas las numerosas aplicaciones de sus pensamientos básicos. Entre todas estas obras publicó estudios sobre las más diversas investigaciones especializadas, prestando siempre atención al mismo tiempo a los principios filosóficos y al conocimiento científico de los detalles.
La luz que brilla desde la concepción monista del mundo es, según la convicción de Haeckel, "dispersar las pesadas nubes de la ignorancia y la superstición que hasta ahora han extendido una oscuridad impenetrable sobre el más importante de todos los problemas del conocimiento humano, es decir, el problema relativo al origen del hombre, su verdadera naturaleza y su posición en la naturaleza". Esto es lo que dijo en un discurso pronunciado el 26 de agosto de 1898 en el Cuarto Congreso Internacional de Zoólogos en Cambridge, Sobre nuestros conocimientos actuales acerca del origen del hombre. En qué medida su concepción del mundo forma un vínculo entre la religión y la ciencia, Haeckel lo ha mostrado de manera impresionante en su libro El monismo como vínculo entre la religión y la ciencia, credo de un naturalista, aparecido en 1892.

Si se compara a Haeckel con Hegel, se puede ver claramente la diferencia en las tendencias de la concepción del mundo en las dos mitades del siglo XIX. Hegel vive completamente en la idea y acepta sólo lo que necesita del mundo de los hechos para la ilustración de su imagen idealista del mundo. Haeckel está arraigado con cada fibra de su ser en el mundo de los hechos, y deriva de este mundo sólo aquellas ideas hacia las que estos hechos tienden necesariamente. Hegel siempre intenta demostrar que todos los seres tienden a alcanzar su punto culminante de evolución en el espíritu humano; Haeckel se esfuerza continuamente por demostrar que las actividades humanas más complicadas se remontan a los orígenes más simples de la existencia. Hegel explica la naturaleza a partir del espíritu; Haeckel deriva el espíritu de la naturaleza. Podemos hablar, por tanto, de una inversión de la dirección del pensamiento en el transcurso del siglo. Dentro de la vida intelectual alemana, Strauss, Feuerbach y otros iniciaron este proceso de inversión. En su materialismo la nueva dirección encontró una expresión extrema provisional, y en el mundo del pensamiento de Haeckel encontró una estrictamente metódico-científica. Pues esto es lo significativo en Haeckel, que toda su actividad como investigador está impregnada de un espíritu filosófico. No trabaja en absoluto para obtener resultados que, por una u otra motivación filosófica, se consideren el objetivo de su concepción del mundo o de su pensamiento filosófico. Lo que tiene de filosófico es su método. Para él, la ciencia misma tiene el carácter de una concepción del mundo. Su forma de ver las cosas le predestina a ser monista. Considera el espíritu y la naturaleza con el mismo amor. Por eso puede encontrar el espíritu en el organismo más simple. Incluso va más allá. Busca las huellas del espíritu en las partículas inorgánicas de la materia:
Cada átomo posee una cantidad inherente de energía y, en este sentido, está animado. Sin suponer un alma para el átomo, los fenómenos más simples y generales de la química son inexplicables. El placer y el disgusto, el deseo y la aversión, la atracción y la repulsión deben ser una propiedad común de todos los átomos materiales. Pues el movimiento de los átomos, que debe tener lugar en la formación y disolución de todo compuesto químico, sólo puede explicarse si suponemos que tienen sensación y voluntad. En esta suposición se basa realmente la doctrina química generalmente aceptada de la afinidad.

Así como rastrea el espíritu hasta el átomo, sigue el mecanismo puramente material de los acontecimientos hasta las realizaciones más elevadas del espíritu:

El espíritu y el alma del hombre no son más que energías inseparablemente ligadas al sustrato material de nuestros cuerpos. Como el movimiento de nuestra carne está ligado a los elementos de forma de nuestros músculos, así el poder de pensar de nuestra mente está ligado a los elementos de forma de nuestro cerebro. Nuestras energías espirituales son simplemente funciones de estos órganos físicos, al igual que toda energía es una función de un cuerpo material.
No hay que confundir este modo de concepción con el que sueña las almas de un modo brumoso y místico en las entidades de la naturaleza y luego supone que son más o menos similares a la del hombre. Haeckel se opone terminantemente a una concepción del mundo que proyecte cualidades y actividades del hombre en el mundo exterior. Ha expresado repetidamente su condena de la humanización de la naturaleza, del antropomorfismo, con una claridad que no puede malinterpretarse. Si atribuye animación a la materia inorgánica, o a los organismos más simples, no quiere decir con ello más que la suma de manifestaciones energéticas que observamos en ellos. Se atiene estrictamente a los hechos. La sensación y la voluntad no son para él energías místicas del alma, sino nada más que lo que observamos como atracción y repulsión. No quiere decir que la atracción y la repulsión sean realmente sensación y voluntad. Lo que quiere decir es que la atracción y la repulsión son en el estadio inferior lo que la sensación y la voluntad son en un estadio superior. Pues la evolución no es para él un mero desenvolvimiento de los estadios superiores de lo espiritual a partir de las formas inferiores en las que ya están contenidos de forma oculta, sino un verdadero ascenso a nuevas formaciones, una intensificación de la atracción y la repulsión en sensación y voluntad (compárense los comentarios anteriores de este capítulo).

Este punto de vista fundamental de Haeckel concuerda en cierto modo con el de Goethe. A este respecto, afirma que llegó a la plenitud de su visión de la naturaleza al comprender los "dos grandes resortes de toda la naturaleza", a saber, la polaridad y la intensificación (Polarität und Steigerung), polaridad "que pertenece a la materia en la medida en que pensamos en ella materialmente, intensificación en la medida en que pensamos en ella espiritualmente. La primera está comprometida en un proceso eterno de atracción y repulsión, la segunda en una intensificación continua. Sin embargo, como la materia nunca puede ser y actuar sin el espíritu, ni el espíritu sin la materia, así también la materia puede intensificarse y el espíritu nunca estará sin atracción y repulsión."
Un pensador que cree en tal concepción del mundo se conforma con explicar por otras cosas y procesos semejantes, las cosas y procesos que están realmente en el mundo. Las concepciones idealistas del mundo necesitan, para la derivación de una cosa o proceso, entidades que no pueden encontrarse en el ámbito de lo fáctico. Haeckel deriva la forma de la gástrula que se produce en el curso de la evolución animal de un organismo que supone que existió realmente en algún momento. Un idealista buscaría fuerzas ideales bajo cuya influencia el germen en desarrollo se convierte en la gástrula. El monismo de Haeckel extrae todo lo que necesita para la explicación del mundo real del mismo mundo real. Mira a su alrededor en el mundo de lo real para reconocer de qué manera las cosas y los procesos se explican unos a otros. Sus teorías no tienen para él el propósito, como las del idealista, de encontrar un elemento superior además de los elementos fácticos, sino que sirven meramente para hacer comprensible la conexión de los hechos. Fichte, el idealista, se planteó la cuestión del destino del hombre. Con ello se refería a algo que no puede presentarse completamente en la forma de lo real, de lo fáctico; algo que la razón tiene que producir como adición a la existencia fácticamente dada, un elemento que ha de hacer traslúcida la existencia real del hombre mostrándola bajo una luz más elevada. Haeckel, el contemplador monista del mundo, pregunta por el origen del hombre, y con ello se refiere al origen fáctico, al organismo inferior a partir del cual el hombre se ha desarrollado mediante procesos reales.

Es característico que Haeckel argumente a favor de la animación de los organismos inferiores. Un idealista habría recurrido a conclusiones racionales. Presentaría necesidades de pensamiento. Haeckel se refiere a lo que ha visto.

Todo naturalista que, como yo, haya observado durante muchos años las actividades vitales de los protozoos unicelulares, está positivamente convencido de que ellos también poseen un alma. Esta alma celular consiste también en una suma de sensaciones, percepciones y actividades de la voluntad; la sensación, el pensamiento y la voluntad de nuestras almas humanas difieren de las del alma celular sólo en grado.
El idealista atribuye el espíritu a la materia porque no puede aceptar la idea de que el espíritu pueda desarrollarse a partir de la mera materia. Cree que habría que negar el espíritu si no se supone que existe antes de su aparición en formas de existencia sin órganos, sin cerebro. Para el monista, tales pensamientos no son posibles. No habla de una existencia que no se manifiesta externamente como tal. No atribuye dos tipos de propiedades a las cosas: las que son reales y se manifiestan en ellas y las que de forma oculta están latentes en ellas sólo para revelarse en un estadio superior de desarrollo. Para él, existe lo que observa, nada más, y si el objeto de observación continúa su evolución y alcanza un estadio superior en el curso de su desarrollo, entonces estas formas posteriores están ahí sólo en el momento en que se hacen visibles.

La facilidad con que el monismo de Haeckel puede ser malinterpretado en este sentido queda demostrada por las objeciones que le hizo el brillante pensador Bartholomaeus von Carneri (1821-1909), quien hizo contribuciones duraderas para la construcción de una ética de esta concepción del mundo. En su libro Sensaciones y conciencia, dudas sobre el monismo (1893), señala que el principio "No hay espíritu sin materia, pero tampoco materia sin espíritu" justificaría que extendiéramos esta cuestión a la planta e incluso a la próxima roca con la que tropecemos, y que les atribuyéramos también espíritu. Sin duda, tal conclusión conduciría a una confusión de distinciones. No debe pasarse por alto que la conciencia surge sólo a través de la actividad celular en el cerebro. "La convicción de que no hay espíritu sin materia, es decir, que toda actividad espiritual está ligada a una actividad material, terminando la primera con la segunda, se basa en la experiencia, mientras que no hay experiencia para la afirmación de que siempre hay espíritu ligado a la materia". Alguien que quisiera atribuir animación a la materia que no muestra ningún rastro de espíritu sería como quien atribuyera la función de indicar la hora no al mecanismo de un reloj sino al metal del que está hecho.
Entendido correctamente, el punto de vista de Haeckel no se ve afectado por la crítica de Carneri. Está a salvo de esta crítica porque Haeckel se mantiene estrictamente dentro de los límites de la observación. En sus Enigmas del Universo, dice: "Yo mismo nunca he defendido la teoría de la conciencia atómica. Por el contrario, he subrayado expresamente que considero inconscientes las actividades psíquicas elementales de sensación y voluntad que se atribuyen a los átomos." Lo que Haeckel quiere es únicamente que no se permita una ruptura en la explicación de los fenómenos naturales. Insiste en que se debe remontar el complicado mecanismo por el cual el espíritu aparece en el cerebro, al simple proceso de atracción y repulsión de la materia.

Haeckel considera que el descubrimiento de los órganos del pensamiento por Paul Flechsig es uno de los logros más importantes de los tiempos modernos. Flechsig había señalado que en la materia gris del cerebro se encuentran las cuatro sedes de los órganos centrales de los sentidos, o cuatro "esferas internas de la sensación", las esferas del tacto, el olfato, la vista y el oído. "Entre los centros de los sentidos se encuentran los centros del pensamiento, los "verdaderos órganos de la vida mental". Son los órganos superiores de la actividad psíquica que producen el pensamiento y la conciencia. . . . Estos cuatro centros del pensamiento, que se distinguen de los centros intermedios de los sentidos por una estructura nerviosa peculiar y muy elaborada, son los verdaderos órganos del pensamiento, los únicos órganos de nuestra conciencia. Recientemente, Flechsig ha demostrado que el hombre posee unas estructuras especialmente complicadas en algunos de estos órganos que no pueden encontrarse en los demás mamíferos y que explican la superioridad de la conciencia humana." (Enigmas del Universo, Cap. X.)

Pasajes como éstos muestran con suficiente claridad que Haeckel no pretende suponer, como los filósofos idealistas, el espíritu como implícitamente contenido en los estadios inferiores de la existencia material para poder encontrarlo de nuevo en los estadios superiores. Lo que quería era seguir en su observación desde los fenómenos más simples hasta los más complicados, para mostrar cómo la actividad de la materia, que en la forma más primitiva se manifiesta en atracción y repulsión, se intensifica en las operaciones mentales superiores.
Haeckel no busca un principio espiritual general por falta de leyes generales adecuadas que expliquen los fenómenos de la naturaleza y de la mente. En cuanto a su necesidad, su ley general es, en efecto, perfectamente suficiente. La ley que se manifiesta en las actividades mentales le parece del mismo tipo que la que se manifiesta en la atracción y repulsión de las partículas materiales. Si llama animados a los átomos, esto no tiene el mismo significado que tendría si lo hiciera un creyente en una concepción idealista del mundo. Esta última procedería del espíritu. Llevaría las concepciones derivadas de la contemplación del espíritu hasta las funciones más simples de los átomos cuando los considera animados. Explicaría así los fenómenos naturales a partir de entidades que primero había proyectado en ellos. Haeckel parte de la contemplación de los fenómenos más simples de la naturaleza y los sigue hasta las actividades espirituales más elevadas. Esto significa que explica los fenómenos espirituales a partir de leyes que ha observado en los fenómenos naturales más simples.

La imagen del mundo de Haeckel puede tomar forma en una mente cuya observación se extienda exclusivamente a los procesos naturales y a las entidades naturales. Una mente de este tipo querrá comprender la conexión dentro del reino de estos acontecimientos y seres. Su ideal sería ver lo que los propios procesos y seres revelan respecto a su desarrollo e interacción, y rechazar rigurosamente todo lo que pudiera añadirse para obtener una explicación de estos procesos y actividades. Para tal ideal hay que acercarse a toda la naturaleza como se procedería, por ejemplo, al explicar el mecanismo de un reloj. No es necesario saber nada sobre el relojero, sobre su destreza y sobre sus pensamientos, si se llega a comprender las acciones mecánicas de sus componentes. Al obtener este conocimiento se ha hecho, dentro de ciertos límites, todo lo que es admisible para la explicación del funcionamiento del reloj. Hay que tener claro que el reloj en sí no puede explicarse si se admite otro método de explicación, como, por ejemplo, si alguien pensara en unas fuerzas espirituales especiales que mueven las manecillas de las horas y los minutos según el curso del sol. Cada sugerencia de una fuerza vital especial, o de un poder que trabaja hacia un "propósito" dentro de los organismos, aparece para Haeckel como una fuerza inventada que se añade a los procesos naturales. No está dispuesto a pensar en los procesos naturales de otra manera que no sea por lo que ellos mismos revelan a la observación. Su estructura de pensamiento debe derivarse directamente de la naturaleza.
Al observar la evolución de la concepción del mundo, esta estructura de pensamiento nos sorprende, por así decirlo, como el contra-regalo del lado de la ciencia natural a la concepción del mundo hegeliana, que no acepta en su imagen del pensamiento nada procedente de la naturaleza, sino que quiere que todo se origine en el alma. Si la concepción del mundo de Hegel dice que el yo autoconsciente se encuentra en la experiencia del pensamiento puro, la visión de la naturaleza de Haeckel podría responder que la experiencia del pensamiento es un resultado de los procesos de la naturaleza, es, de hecho, su producto más elevado. Si la concepción hegeliana del mundo no se diera por satisfecha con tal respuesta, la visión naturalista de Haeckel podría exigir que se le mostrara alguna experiencia interna del pensamiento que no apareciera como si fuera un reflejo especular de acontecimientos externos a la vida del pensamiento. En respuesta a esta demanda, una filosofía tendría que mostrar cómo el pensamiento puede cobrar vida en el alma y puede producir realmente un mundo que no sea meramente la sombra intelectual del mundo externo. Un pensamiento que es meramente pensamiento, meramente el producto del pensamiento, no puede ser utilizado como una objeción efectiva al punto de vista de Haeckel. En la comparación mencionada anteriormente, él sostendría que el reloj no contiene nada en sí mismo que permita llegar a una conclusión en cuanto a la personalidad, etc., del relojero. El punto de vista naturalista de Haeckel tiende a mostrar que, en la medida en que uno se limita a confrontarse con la naturaleza, no puede hacer ninguna afirmación relativa a la naturaleza excepto lo que ésta registra. A este respecto, esta concepción naturalista es significativa tal como aparece en el curso del desarrollo de la concepción del mundo. Demuestra que la filosofía debe crearse un campo que se sitúe en el ámbito de la creatividad espontánea de la vida del pensamiento más allá de los pensamientos que se obtienen de la naturaleza.

La filosofía debe dar el paso más allá de Hegel que se señaló en un capítulo anterior. No puede consistir en un método que se mueva en el mismo campo que la ciencia natural. Probablemente, el propio Haeckel no sintió la menor necesidad de prestar atención a tal paso de la filosofía. Su concepción del mundo sí da vida a los pensamientos en el alma, pero sólo en la medida en que su vida ha sido estimulada por la observación de los procesos naturales. La imagen del mundo que el pensamiento puede crear cuando cobra vida en el alma sin este estímulo representa el tipo de concepción del mundo superior que complementaría adecuadamente la imagen de la naturaleza de Haeckel. Uno tiene que ir más allá de los hechos que están directamente contenidos en el reloj si quiere saber, por ejemplo, algo sobre la forma de la esfera del relojero. Pero, por esta razón, uno no tiene derecho a exigir que la propia visión naturalista de Haeckel no hable como lo hace Haeckel cuando afirma qué hechos positivos ha observado en relación con los procesos naturales y los seres naturales.
Traducido por J.Luelmo jun.2023

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