GA028 El curso de mi vida cap. XXVII Perspectivas en el paso del siglo XIX al XX

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1897-1907 / Berlín - Múnich

Cap. XXVII Perspectivas en el paso del siglo XIX al XX

Yo imaginaba entonces que el cambio de siglo tendría que traer una nueva luz espiritual a la humanidad. Me parecía que el aislamiento espiritual del pensar y la voluntad humanos había llegado a un punto culminante. Me parecía necesario invertir el curso del desarrollo humano.

Muchos hablaron en este sentido. Pero no pretendían que el hombre tratase de dirigir su atención a un mundo espiritual real, de la misma manera que la dirige a la naturaleza a través de los sentidos. Sólo pensaban que la constitución espiritual subjetiva de las almas sufriría un cambio. Pensar que pudiera revelarse un verdadero mundo nuevo y objetivo estaba más allá del campo de visión de aquella época.

Con los sentimientos que surgían de mi perspectiva de futuro y de las impresiones del entorno, tuve que volver la vista atrás una y otra vez hasta el desarrollo del siglo XIX.

Vi cómo con la época de Goethe y Hegel desapareció todo lo que reconoce e incorpora ideas de un mundo espiritual al modo de pensar humano. A partir de entonces, la cognición no debía "confundirse" con ideas del mundo espiritual. Estas ideas quedaron relegadas al ámbito de la fe y de la experiencia "mística".

En Hegel vi al mayor pensador de la nueva era. Pero sólo era un pensador. Para él, el mundo espiritual estaba en el pensar. Precisamente porque admiraba por completo el modo en que él daba forma a todo pensamiento, presentí que él no sentía nada por el mundo espiritual que yo veía, y que sólo se hace patente tras el pensar cuando éste se desarrolla en una experiencia cuyo cuerpo es, por así decirlo, el pensar, y que como alma absorbe en sí el espíritu del mundo.

Puesto que en el hegelianismo todo lo espiritual se ha convertido en pensamiento, Hegel se me presentó como la personalidad que trajo un último amanecer de la antigua luz espiritual a una época en la que el espíritu estaba envuelto en tinieblas para el conocimiento de la humanidad.

Todo esto se presentaba ante mí, tanto si miraba al mundo espiritual como si miraba hacia atrás en el mundo físico, al siglo que pasaba. Pero ahora apareció en este siglo una figura a la que no podía seguir en el mundo espiritual: Max Stirner.

Hegel fue en su totalidad un pensador que, en su desarrollo interior, se esforzó por lograr un modo de pensar que simultáneamente profundizara cada vez más y, al profundizar, se expandiera sobre horizontes más amplios. Este pensamiento debía llegar a ser, en última instancia, uno con el pensamiento del espíritu del mundo, que abarca todo el contenido del mundo, al profundizarse y expandirse. Y Stirner, todo lo que el hombre despliega desde sí mismo, lo toma enteramente de la voluntad individual-personal. Lo que surge en la humanidad, sólo en la coexistencia de las personalidades individuales.

En aquella época no se me permitía caer en la unilateralidad. Del mismo modo que estaba completamente inmerso en Hegel, experimentándolo en mi alma como mi propia experiencia interior, también tenía que sumergirme completamente en este contraste.

En contraste con la unilateralidad de dotar meramente de conocimiento al espíritu del mundo, tenía que existir la otra, la de afirmar al ser humano individual meramente como un ser de voluntad.

Si la situación hubiera sido tal que estos opuestos sólo hubieran surgido en mí, como experiencias anímicas de mi desarrollo, no habría permitido que nada de esto fluyera en mis escritos o discursos. Siempre lo he mantenido así con tales experiencias del alma. Pero este contraste: Hegel y Stirner pertenecían al siglo. El siglo se expresó a través de ellos. Y se da el caso de que a los filósofos no se les considera esencialmente por su efecto en su tiempo.

Es cierto que se puede hablar de efectos fuertes, sobre todo con Hegel. Pero eso no es lo principal. Los filósofos indican el espíritu de su época por el contenido de sus pensamientos, igual que un termómetro indica el calor de un lugar. En los filósofos se hace consciente lo que vive subconscientemente en la época.

Y así, el siglo XIX vive en sus extremos los impulsos expresados por Hegel y Stirner: el pensamiento impersonal, que prefiere entregarse a una visión del mundo en la que el hombre no tiene nada que ver con las fuerzas creadoras de su ser interior; la volición enteramente personal, que tiene poco sentido de la cooperación armoniosa entre los hombres. Aunque aparezcan todo tipo de "ideales sociales", no tienen ningún poder para influir en la realidad. Esto se convierte cada vez más en lo que puede surgir cuando las voluntades de los individuos trabajan codo con codo.

Hegel quiere que la idea de moralidad adquiera una forma objetiva en la convivencia humana; Stirner siente que al "individuo" (Einzigen) le perturba todo lo que puede dar forma armonizada a la vida humana.

En aquel momento, mi consideración sobre Stirner estaba ligada a una amistad que tuvo un efecto decisivo en muchas cosas de esta consideración. Fue mi amistad con el importante experto en Stirner y editor J. H. Mackay. Fue todavía en Weimar donde Gabriele Reuter me puso en contacto con esta personalidad, que enseguida me cayó simpática de principio a fin. Él había leído las secciones de mi "Filosofía de la libertad" que hablan del individualismo ético. Él halló una armonía entre mis observaciones y sus propios puntos de vista sociales.

Para mí, la impresión personal que tuve de J. H. Mackay fue lo que primero me llenó el alma acerca de él. Adoptaba el "mundo" en él. Todo su comportamiento exterior e interior hablaba de experiencia mundial. Había pasado tiempo en Inglaterra, en América. Todo ello bañado en una bondad sin límites. Sentí un gran amor por él.

Luego, en 1898, cuando J. H. Mackay vino a Berlín para una estancia permanente en 1898, surgió entre nosotros una hermosa amistad. Desgraciadamente, esto también fue destruido por la vida y especialmente por mi defensa pública de la Antroposofía.

En este caso sólo puedo describir subjetivamente cómo me parecía entonces y me sigue pareciendo hoy la obra de J. H. Mackay y qué efecto tuvo entonces en mí. Sé que él mismo hablaría de manera muy diferente.

Este hombre odiaba profundamente todo lo que fuera violencia (Archie) en la vida social de las personas. Veía la mayor transgresión en la intervención de la violencia en la administración social. Veía en el "anarquismo comunista" una idea social muy censurable porque pretendía mejorar las condiciones humanas mediante el uso de la violencia.

Ahora bien, lo alarmante fue que J. H. Mackay combatió esta idea y la agitación basada en ella eligiendo para sus propias ideas sociales el mismo nombre que tenían sus oponentes, sólo que anteponiéndole un adjetivo diferente. Llamó a lo que él mismo defendía "anarquismo individualista", lo contrario de lo que entonces se llamaba anarquismo. Esto, por supuesto, dio lugar a que el público sólo pudiera formarse juicios sesgados sobre las ideas de Mackay. Coincidía con el estadounidense B. Tucker, que sostenía la misma opinión. Tucker visitó a Mackay en Berlín, donde llegué a conocerle.

Mackay es también un poeta de su visión de la vida. Escribió una novela: "Los anarquistas". La leí después de conocer al autor. Es una noble obra de fe en el individuo. Describe vívida y vivamente las condiciones sociales de los más pobres entre los pobres. Pero también describe cómo, a partir de la miseria del mundo, encontrarán el camino de la mejora aquellas personas que, completamente entregadas a las fuerzas buenas de la naturaleza humana, las lleven a su plenitud de tal forma que funcionen socialmente en la libre convivencia de las personas, sin hacer necesaria la violencia. Mackay tenía la noble confianza en la población de que puede crear por sí misma un orden de vida armonioso. Sin embargo, creía que esto sólo sería posible después de mucho tiempo, cuando se hubiera producido el cambio espiritual necesario en la humanidad. Por el momento, exigía que los individuos suficientemente avanzados difundieran las ideas de este camino espiritual. En otras palabras, una idea social que sólo quería funcionar con medios espirituales.

J. H. Mackay también expresaba su visión de la vida en la poesía. Sus amigos veían en ellas algo didáctico y teórico que no tenía nada de artístico. A mí me gustaban mucho estos poemas.

El destino había hecho girar ahora mi experiencia con J. H. Mackay y con Stirner de tal manera que tuve que sumergirme en un mundo de pensamiento que se convirtió para mí en una prueba espiritual. Mi individualismo ético fue percibido como una pura experiencia interior del hombre. Cuando lo desarrollé, no tenía ninguna intención de convertirlo en la base de una visión política. En aquella época, hacia 1898, mi alma iba a ser desgarrada en una especie de abismo por el individualismo puramente ético. Iba a pasar de ser algo puramente interno a algo externo. Lo esotérico debía desviarse hacia lo exotérico.

Luego, a principios del nuevo siglo, cuando pude ofrecer mi experiencia de lo espiritual en escritos como "La mística en auge" y "El cristianismo como hecho místico", el "individualismo ético" volvió a ocupar el lugar que le correspondía tras el examen. Pero incluso entonces el examen procedió de tal manera que la exteriorización no desempeñó ningún papel en la plena conciencia. Tuvo lugar directamente bajo esta plena conciencia, y precisamente por esta proximidad pudo desembocar en las formas de expresión en las que yo hablaba de lo social en los últimos años del siglo pasado. Pero también aquí hay que contrastar ciertas afirmaciones que parecen demasiado radicales con otras para hacerse una idea correcta.

La persona que se asoma al mundo espiritual siempre encuentra su propio ser exteriorizado cuando debe expresar opiniones y puntos de vista. No entra en el mundo espiritual con abstracciones, sino con puntos de vista vivos. Tampoco la naturaleza, que es la imagen sensorial de lo espiritual, expresa opiniones y puntos de vista, sino que presenta al mundo sus formas y su devenir.

Mi experiencia interior en aquel entonces era un movimiento interior que reunía todas las fuerzas de mi alma en oleadas y ondulaciones.

Mi vida privada exterior se hizo extremadamente satisfactoria para mí por el hecho de que la familia Eunike se trasladó a Berlín y pude vivir con ellos bajo sus mejores cuidados, después de haber pasado por la desdicha de vivir en mi propio piso durante un breve período. Mi amistad con la Sra. Eunike pronto se convirtió en matrimonio civil. Sólo diré esto sobre estas relaciones privadas. No quiero mencionar nada sobre mi vida privada en este "Lebensgange" aparte de lo que juega un papel en mi carrera Y vivir en la casa de Eunike me dio la oportunidad en ese momento de tener una base imperturbable para una vida interior y exteriormente agitada. Por cierto, las relaciones privadas no deben ser públicas. No son asunto de nadie.

Y mi desarrollo espiritual es completamente independiente de todas las circunstancias privadas. Soy consciente de que habría sido lo mismo si mi vida privada se hubiera organizado de otra manera.

Todas las turbulencias de mi vida en aquella época se entremezclaban con la preocupación constante por la existencia de la revista. A pesar de todas las dificultades que tuve, habría podido distribuir la revista semanal si hubiera tenido los medios materiales para hacerlo. Pero una revista que sólo puede pagar unos honorarios extremadamente modestos, que no me daba casi ninguna base material para vivir, para la que no se podía hacer nada para darle publicidad: no podía prosperar con la escasa distribución que había asumido.

Publiqué la revista porque era una preocupación constante para mí.

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