GA009 Teosofia - los tres mundos- el mundo anímico

 TEOSOFIA

RUDOLF STEINER

Introducción al conocimiento sobrenatural del mundo y del destino humano

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LOS TRES MUNDOS 

I. EL MUNDO ANÍMICO


El examen del hombre ha demostrado que pertenece a tres mundos. El mundo de la corporeidad física provee las materias y las fuerzas que constituyen el cuerpo; el hombre adquiere conocimientos de este mundo por medio de las percepciones de los sentidos físicos externos. El que se fía únicamente de estos sentidos y desarrolla solamente las facultades de percepción de dichos sentidos, no puede adquirir noción alguna de los otros dos mundos, esto es, del mundo anímico y del mundo espiritual. Adquirir la persuasión de la realidad de un objeto o de un ser, depende de que se tenga un órgano o un sentido para percibirlo. Naturalmente, es fácil caer en malentendidos si, como aquí se ha dicho, los órganos de la percepción superior son llamados sentidos espirituales; porque cuando se habla de sentidos, de hecho se los relaciona con la idea del físico; tanto es verdad, que el mundo físico es también caracterizado con el nombre de mundo sensorial, en oposición al mundo espiritual. Para evitar este malentendido, es necesario tener en cuenta que hablamos de sentidos superiores figuradamente. Como los sentidos físicos perciben lo que es físico, del mismo modo, los anímicos y espirituales perciben lo que es anímico y espiritual. Usamos el término sentido únicamente para designar los órganos de percepción. El hombre no tendría noción alguna de luz o de color si no tuviera los ojos sensibles a la luz, ni podría saber nada del sonido si los oídos no fuesen sensibles al sonido. A este respecto, dice el filósofo Lotze: “Donde no existiese el ojo sensible a la luz y el oído abierto al sonido, todo el mundo sería oscuro y silencioso. No habría en él luz ni sonido, como no podría haber dolor de muelas si no existiese dentro de éstas un nervio sensible al dolor”. Para comprender en su verdadero sentido todo cuanto se ha dicho, es necesario considerar cuan diferente debe aparecer el mundo a aquellos organismos inferiores, que poseen solamente sobre toda la superficie de su cuerpo una especie de sentido del tacto. Luz, color y sonido no existen, ciertamente, para semejantes organismos en igual sentido como para los demás seres provistos de ojos y oídos. Quizás ejercen también un efecto sobre ellos las vibraciones del aire causadas por un disparo de fusil, si éstas le llegan; pero para que tales vibraciones se manifiesten al alma como una detonación, es necesario que haya un órgano auditivo; de la misma manera, es necesario un órgano visual para que ciertos procesos en la materia sutilísima del éter, se manifiesten como luz y color. El hombre sabe algo de un objeto, de un ser, únicamente si recibe una impresión o un efecto mediante uno de sus órganos. Estas relaciones del hombre con el mundo de la Realidad están expresadas magistralmente en las siguientes palabras de Goethe: “Verdaderamente, nos fatigamos en vano para expresar la naturaleza de una cosa. No percibimos más que efectos; y una historia completa de tales efectos quizás abarcaría la naturaleza de aquella cosa. En vano nos cansaremos de describir el carácter de un hombre; en cambio, si reunimos todas sus acciones, las obras que ha llevado a cabo, se nos presentará al instante una imagen de su carácter; los colores son las actividades de la luz, actividades y sufrimientos. Los colores y la luz tienen entre sí relaciones estrechísimas, pero a ambas debemos considerarlas como pertenecientes a toda la Naturaleza, porque es toda la Naturaleza que por aquel medio se quiere revelar de un modo particular al sentido de la vista. Así también la Naturaleza se revela a otros sentidos... desciende a hablar a otros sentidos, a sentidos conocidos, mal conocidos y desconocidos; así, se habla a sí misma y a nosotros por medio de mil fenómenos. Para aquel que está atento nunca está muerta ni muda”. Sería un error interpretar estas palabras como si ellas cegasen la posibilidad de conocer la naturaleza esencial de las cosas. Goethe no entendía decir que se perciben solamente los efectos de una cosa, y que detrás de los efectos está oculta la naturaleza de la cosa. Más bien, consideraba que no se debe hablar de ningún modo de tal esencia oculta. La naturaleza esencial de una cosa no está detrás de la manifestación de la misma; más bien se revela a través de la manifestación. Sólo que esta esencia es frecuentemente de tanta variedad, que puede manifestarse a otros sentidos también en otras formas. Lo que se manifiesta pertenece a la esencia, pero por causa de la limitación de los sentidos, no es toda la esencia. Esta concepción de Goethe está perfectamente de acuerdo con todo lo espiritual científico como nosotros lo entendemos.

Como en el cuerpo se desarrollan los ojos y los oídos como órganos de percepción, como sentidos para los procesos físicos, así el hombre es capaz de desarrollar dentro de sí los órganos de percepción anímicos y espirituales, por medio de los cuales se le abre el mundo anímico y espiritual. Para quien no posee tales sentidos espirituales, estos mundos son tinieblas y silencio, como el mundo corpóreo lo es para un ser privado de los órganos de la vista y del oído. En verdad, la relación del hombre con estos sentidos superiores es diferente de su relación con los sentidos físicos. Del desarrollo perfecto de estos últimos se encarga la Madre Naturaleza, sin la ayuda del hombre. En cambio, el desarrollo de los sentidos superiores, necesita que trabaje él mismo; tiene que cultivar el alma y el espíritu si quiere recibir el mundo anímico y el espiritual, tal como la Naturaleza ha trabajado y cultivado su cuerpo, para que él pueda percibir las cosas del ambiente físico y se pueda orientar. Semejante desarrollo de los órganos superiores, que la Naturaleza por sí misma no ha desarrollado todavía, no es contrario a la Naturaleza, pues en sentido más elevado todo lo que el hombre realiza pertenece a la Naturaleza. Sólo quien pretenda que el hombre deba permanecer en ese grado de evolución en el cual ha sido puesto por la mano de la Naturaleza, podría llamar contrario a la misma el desarrollo de los sentidos superiores. Este desconocería el significado de tales órganos en el sentido de la frase citada de Goethe, pero debería entonces combatir toda educación del hombre porque ésta también continúa la obra de la Naturaleza. Y aun más, debería oponerse a la operación de los ciegos de nacimiento, porque pueden ser comparados a ellos, después de la operación, los que por sí mismos han despertado los sentidos superiores, del modo descrito en la última parte de este libro. A los que han despertado el sentido espiritual, el mundo se les aparece dotado de nuevas cualidades, muy variado en procesos y en hechos de los que los sentidos físicos no revelan nada; y comprenden que nada se agrega arbitrariamente a la realidad mediante tales órganos superiores, pero que sin éstos les hubiera quedado oculta la parte esencial de aquella realidad. El mundo anímico y el espiritual no están juntos al mundo físico o fuera de éste, no están separados del mismo modo en el espacio, pero como para el ciego de nacimiento, después de la operación, el mundo, antes oscuro, irradia luz y color, así ocurre a aquel que ha despertado al alma y al espíritu; objetos que se le manifestaban sólo físicamente, le revelan sus propias cualidades anímicas y espirituales. Indudablemente, estos mundos contienen también procesos y entidades que no son, ciertamente, conocidos por aquellos que no han despertado para la percepción anímica y espiritual. (Más adelante se tratará en forma más particularizada el desarrollo de los sentidos superiores; momentáneamente, describiremos aquí sólo estos mundos superiores. Quien niega la existencia de dichos mundos, demuestra simplemente no haber desarrollado todavía sus órganos superiores. La evolución de la humanidad no termina en ningún grado: prosigue siempre).

A menudo, involuntariamente, nos imaginamos los órganos superiores demasiado semejantes a los físicos; pero es necesario darse cuenta que, con respecto a tales órganos, se trata de formaciones espirituales o anímicas; por tanto, no debe suponerse que lo que se percibe en los mundos superiores sea, simplemente, materia más enrarecida, como nebulosa. Mientras se suponga semejante cosa, no se podrá llegar a una idea clara de lo que verdaderamente entendemos aquí por mundos superiores. Para muchas personas, no sería difícil, como lo es en realidad, conocer algo de estos mundos superiores — al principio, naturalmente, las cosas más elementales —, si no se imaginasen, que lo que deben percibir, debe ser algo semejante a lo físico, pero enrarecido. Luego de dejar sentada esta premisa, no quieren creer, generalmente, de lo que se trata en realidad. Lo encuentran irreal, no lo reconocen como algo satisfactorio. Ciertamente, los grados superiores de la evolución espiritual, no son de fácil acceso, pero el grado en que se llega a reconocer la naturaleza del mundo espiritual, y esto ya es mucho, no sería tan difícil de obtener, si la gente quisiera, ante todo, liberarse del prejuicio de creer que lo anímico y lo espiritual sean algo así como lo físico, pero más sutil.

Como no conocemos a un hombre completamente, cuando no tenemos más que la representación de su apariencia exterior, del mismo modo conocemos el mundo que nos rodea, ya que no sabemos de él más que lo poco que nos revelan los sentidos físicos. Así como para nosotros un retrato adquiere vida, se anima, cuando la persona representada nos es tan familiar que conocemos hasta su alma, así llegamos a comprender, bien el mundo físico cuando aprendemos a conocer su fundamento anímico y espiritual. Por esto, nos parece más útil, tratar primero los mundos superiores, esto es, el mundo anímico y espiritual, para juzgar después el mundo físico desde el punto de vista científico espiritual.

Hablar de los mundos superiores en la época actual de nuestra cultura, es algo difícil, porque ésta se distingue sobre todo por el conocimiento y la conquista del mundo corpóreo. Todas nuestras palabras han recibido su impronta y su significado en relación con el mundo corpóreo; sin embargo, es necesario adoptar estas palabras usuales, para poder partir de cosas conocidas. Con esto queda abierta la puerta al malentendido, para aquellos que se fían demasiado de sus sentidos externos. Muchas cosas pueden expresarse mediante símiles y señalarse apenas; pero así tiene que ser, porque estas semejanzas son uno de los medios por los cuales el hombre es dirigido, al principio, hacia los mundos superiores, las que, al mismo tiempo, le facilitan el acceso a ellos. De este ascenso hablaremos en uno de los siguientes capítulos, donde trataremos del desarrollo de los órganos de percepción anímicos y espirituales. En el principio, los hombres deben tomar nota de los mundos superiores por medio de semejanzas; únicamente después de esto, podrán tratar de dirigir su mirada directamente hacia ellos.

Como las materias y las fuerzas que componen y rigen nuestro estómago, nuestro corazón, nuestros pulmones y nuestro cerebro, etc., provienen del mundo corpóreo, así nuestras cualidades anímicas, nuestros impulsos, deseos, sentimientos, pasiones y sensaciones, provienen del mundo anímico. El alma del hombre es una parte de este mundo anímico, así como su cuerpo es una parte del mundo físico corpóreo. Si se quisiera indicar en qué cosa el mundo corpóreo difiere del anímico, sería preciso decir que en este último, en todas las cosas y seres es mucho más sutil, más movible, más plástico que el primero; pero es necesario tener siempre presente que entrando en el mundo anímico vamos a encontrar un mundo totalmente nuevo y diferente del físico. Entonces, si aquí se habla de más grosero y de más sutil, será necesario recordar que empleamos términos de comparación, para dar una idea de cosas radicalmente diferentes de aquellas a que estos calificativos se aplican usualmente. Y así es con todo lo que se dice respecto del mundo anímico con palabras del mundo físico. Teniendo presente esto, se puede decir que las formas y los seres del mundo anímico, están constituidos de substancia anímica y regidos por fuerzas anímicas, de la misma manera como sucede en el mundo físico para las materias y fuerzas físicas.

Como las formaciones corpóreas tienen la característica de la extensión y el movimiento en el espacio, así las cosas y los seres anímicos tienen las características de la sensibilidad y del deseo impulsivo. Por esto el mundo anímico es llamado también el “mundo de los deseos”, usando una denominación que se refiere al mundo anímico del hombre. Es necesario, por tanto, tener presente que las cosas de dicha parte del mundo anímico que están fuera del alma humana, son del mismo modo, diversas de las fuerzas anímicas de éstas, tanto como las materias y las fuerzas físicas del mundo corpóreo exterior difieren de las partículas que componen el cuerpo humano. (Los términos impulso, deseos, pasión, son designaciones para la substancialidad del mundo anímico; esta substancialidad es llamada astral. Si se consideran especialmente las fuerzas del mundo anímico, se puede hablar como de esencia del deseó. Pero no hay que olvidar que la distinción entre fuerza y materia no puede ser tan demarcada como en el mundo físico. Un impulso suele ser llamado igualmente tanto fuerza como materia).

Para quien consigue por primera vez echar una mirada al mundo anímico, la diversidad con el mundo físico le ocasiona no poca confusión. Lo mismo se verifica también cuando un sentido físico, hasta entonces inactivo, se despierta. También el ciego de nacimiento, después de la operación que le ha proporcionado la vista, debe aprender a orientarse en el mundo que anteriormente conocía sólo por medio del tacto. Por ejemplo, ve al principio los objetos dentro del ojo; más tarde los ve afuera, y todo le parece todavía como pintado sobre una superficie plana. Paulatinamente va comprendiendo la perspectiva, la distancia recíproca de los objetos, etc. En el mundo anímico rigen leyes totalmente diversas de las del mundo físico. Es verdad que muchas formas anímicas están relacionadas con la de otros mundos, como por ejemplo, el alma del hombre, tiene relación con el cuerpo físico y con el espíritu humano. Por eso, los procesos que pueden observarse en el alma humana sufren, al mismo tiempo, la influencia del mundo físico y del mundo espiritual. Es necesario tener en cuenta este hecho en las observaciones del mundo anímico y no deben considerarse como leyes anímicas, las que provienen de la influencia de otro mundo. Por ejemplo, cuando un hombre manifiesta un deseo, éste es siempre producto de un pensamiento, de una imagen del espíritu y, naturalmente, sigue las leyes de éste. Y como es posible establecer las leyes del mundo físico, haciendo abstracción de la influencia del hombre robre los procesos físicos, del mismo modo se puede proceder para el mundo anímico.

Una diferencia importante entre los procesos anímicos y los físicos puede expresarse diciendo que la recíproca acción en los primeros, es mucho más interiorizada que en los segundos. En el espacio físico, por ejemplo, domina la ley de la fuerza de la propulsión. Si una bola de marfil choca contra otra que está inmóvil, esta otra comienza a moverse en una dirección que puede ser calculada por el movimiento y elasticidad de la primera. En el mundo anímico, la recíproca acción de dos formas que se encuentran, depende de sus cualidades interiores; si son afines, se interpenetran y, por decirlo así, se fusionan; pero si sus naturalezas son opuestas, se rechazan. En el espacio corpóreo, por ejemplo, existen, para la vista, determinadas leyes; los objetos lejanos se ven, en razón de la perspectiva, empequeñecidos. Si miramos una avenida arbolada, los árboles más distantes, por ley de perspectiva, aparecen mucho más cerca unos de otros de los que nos están más próximos. En el espacio anímico, en cambio, todas las cosas, próximas o lejanas, aparecen al clarividente distanciadas de acuerdo con la naturaleza interior de ellas. Esta es, naturalmente, una fuente de múltiples y variados errores para quien entra en el espacio anímico y quiere aplicar en él las leyes del mundo físico a que está habituado.

Para orientarse en el mundo anímico es indispensable, ante todo, aprender a distinguir las distintas categorías de sus formas, como en el mundo físico se distinguen los cuerpos sólidos, los líquidos y los gaseosos; pero para llegar a esto, es necesario conocer las dos fuerzas fundamentales que ahí tienen mayor importancia; podemos llamarlas la simpatía y la antipatía. La categoría de un cuerpo anímico se determina precisamente, según el modo con que estas fuerzas fundamentales operan en él. Llamamos simpatía a la fuerza con que un cuerpo anímico atrae a otros, manifiesta afinidad con los mismos y busca efundirse en ellos; y llamamos antipatía a la fuerza opuesta, de repulsión, de exclusión, con la cual los cuerpos anímicos afirman su propia identidad. La parte que una forma anímica manifiesta en el mundo anímico depende de la medida en que una u otra de esas fuerzas fundamentales exista en ella. Podemos distinguir entonces, tres primeras categorías de formas anímicas, según como operan en ellas la simpatía y la antipatía: difieren por la proporción recíproca, bien determinada, de la simpatía y la antipatía, que haya en ellas; estas dos fuerzas fundamentales existen en las tres clases. Examinemos una forma de la primera clase. Esta atrae otros cuerpos de su ambiente en virtud de la simpatía que le es inherente, pero además de esta simpatía, existe simultáneamente en ella la antipatía, mediante la cual rechaza lo que existe en el ambiente que lo rodea. Desde afuera, una forma semejante parecerá dotada solamente de fuerza de antipatía, lo que no es verdad. Contiene simpatía y antipatía, predominando ésta última. Tales formas representan, se diría, un papel egoísta en el mundo anímico, pues rechazan muchas formas y atraen bien pocas con simpatía hacia sí. Es por esto que atraviesan el espacio anímico como formas casi inmutables. La fuerza de simpatía que les es inherente las hace aparecer ávidas, pero esa avidez se muestra insaciable, imposible de satisfacer, porque la antipatía predominante rechaza tantas formas como le salgan al encuentro, que no le es posible llegar a satisfacerse.

Para comparar las formas anímicas de esta clase con algo del mundo físico, se podría decir que corresponden a los cuerpos sólidos físicos. Podemos llamar a esta región o categoría de la materia anímica la región del deseo ardiente; la cantidad de esta materia contenida en el alma de los animales y de los hombres, determina en ellos lo que llamamos los bajos impulsos sensuales y los preponderantes instintos egoístas. La segunda clase de formas anímicas comprende aquellas en las que las dos fuerzas fundamentales se mantienen en equilibrio, por tanto, la simpatía y la antipatía actúan con igual fuerza. Tales formas se presentan ante las otras con una cierta neutralidad, mostrándose afines con ellas pero sin atraerlas ni rechazarlas mayormente. No trazan, por decirlo así, un límite bien determinado entre ellas mismas y su ambiente, dejándose influenciar continuamente por otras formas circundantes. Por esto pueden ser comparadas a las substancias líquidas del mundo físico, y en lo que semejantes formas atraen a lo demás no se manifiesta avidez alguna. La acción de que se habla aquí existe, por ejemplo, cuando el alma humana tiene la sensación de un color. Si percibimos el color rojo, ante todo, recibimos un estímulo neutro que proviene del ambiente. Solamente cuando a tal estímulo se agrega el agrado del color rojo, entra en juego otra acción anímica. Las que producen un estímulo neutro son, precisamente, las fuerzas anímicas en las que la simpatía y la antipatía se encuentran en equilibrio. La substancialidad anímica que a tales formas se refiere, deberá considerarse como completamente plástica, fluida; no atraviesa el espacio anímico cargada de egoísmo, como la materia de la primera clase, sino que se muestra susceptible a impresiones de todas partes y afín a muchas formas que encuentra. Se la podría designar: excitabilidad fluida. El tercer grado de formas anímicas es aquel en que la simpatía predomina sobre la antipatía. Esta última tiene todavía como efecto una cierta tendencia hacia la separación egoísta, pero ésta cede ante la tendencia atractiva hacia las demás formas del ambiente. Representémonos una forma así en el espacio anímico: aparece como el centro de una esfera de atracción, la que se extiende sobre los objetos del ambiente circundante. Tales formas deben ser especialmente indicadas como substancia de deseo. Tal designación nos parece apropiada, porque existiendo antipatía que se manifiesta en forma más débil que la simpatía, la atracción se ejerce de modo que tiende a llevar los objetos atraídos a la esfera de aquella forma. Con esto la simpatía adquiere también un tono de fundamental egoísmo. Esta substancia de deseo puede ser comparada a los cuerpos aeriformes o gaseosos del mundo físico, porque igual que éstos, tiene la tendencia a expandirse en todas direcciones.

Los grados superiores de substancialidad anímica se caracterizan porque una de sus fuerzas fundamentales, la antipatía, se retira completamente, quedando activa tan sólo la simpatía. Esta puede, ante todo, hacerse valer entre los mismos elementos de la forma anímica. Estos elementos ejercen atracción recíproca entre sí; la fuerza de la simpatía en lo interno de una forma anímica se manifiesta en lo que llamamos placer, y cada disminución de simpatía interna conduce a la indiferencia, esto es, por tanto, un placer disminuido, como el frío no es otra cosa que disminución de calor. Placer e indiferencia son, precisamente, lo que forma en el hombre el mundo de los sentimientos en un sentido restringido. Sentir no es otra cosa que la actividad del alma dentro de sí misma, y del modo cómo los sentimientos de placer o disgusto actúan en el alma, depende lo que llamamos su bienestar.

En un grado todavía más elevado, están las formas anímicas en las que la simpatía no está confinada en los límites de la propia vida. Se distinguen de los otros tres grados más bajos, como ya se distinguía el cuarto, porque en aquéllos la simpatía no tiene que oponerse a la antipatía antagónica. Sólo por medio de estas clases superiores de substancia anímica, la gran variedad de formas anímicas puede unirse y formar un común mundo anímico. Mientras existe antipatía, la forma anímica tiende a reforzarse y enriquecerse en el interés de su propia vida. Cuando la antipatía calla, lo demás es aceptado como una manifestación, una exteriorización. Esta forma más elevada de materia anímica, representa en el mundo anímico poco más o menos, el mismo papel que la luz en el espacio físico. Hace de manera que una forma anímica absorba por amor a ella la existencia y la esencia de las otras o, en otras palabras, se deja iluminar por ellas. Los seres anímicos se despiertan a la verdadera vida anímica en cuanto extraen materia de estas regiones más elevadas: sus vidas obtusas se abren en la obscuridad hacia lo exterior, se iluminan e irradian luz propia en el espacio anímico; la actividad lenta, sorda en lo interno, que querría aislarse a fuerza de antipatía en el lugar donde están presentes las substancias de las regiones más bajas, resulta fuerza y vivacidad, que surge en lo interno y se expande por fuera en amplias ondas. La excitabilidad fluida de la segunda región se hace más activa solamente cuando dos formas anímicas se encuentran, fundiéndose entonces una en la otra. Pero en este caso, es indispensable contacto directo, mientras en las regiones más elevadas reinan la radiación y la expansión libres. La naturaleza esencial de esta región ha sido exactamente descrita como una irradiación, porque la simpatía que se desarrolla obra de tal modo, que bien se puede emplear el término irradiación, referente a la acción de la luz. Como una planta languidece en un sótano, así las formas anímicas perecen cuando se ven privadas de las regiones más elevadas. La luz anímica, fuerza anímica activa, y la verdadera vida anímica, en sentido más restringido, pertenecen a estas regiones, y de éstas son comunicadas a los seres anímicos.

Debemos entonces distinguir tres regiones inferiores y tres superiores en el inundo anímico, y una intermedia, la cuarta, de modo que podemos dar un esquema divisorio del mundo anímico de la siguiente manera:


Región de la avidez ardiente.

2° Región de la excitabilidad fluida.

3° Región de los deseos.

4° Región del placer y del disgusto.

5° Región de la luz anímica.

6° Región de la fuerza anímica activa.

7° Región de la vida anímica.


En las tres primeras regiones, las formas anímicas adquieren sus propiedades, según la proporción de simpatía y antipatía; en la cuarta región, la simpatía obra en las formas anímicas mismas; en las tres superiores, la fuerza de la simpatía se hace cada vez más libre, las substancias anímicas de estas regiones se expanden resplandecientes y vivificantes a través de todo el espacio anímico, despertando lo que de otro modo se perdería en la propia existencia egoísta.

Podrá parecer superfluo, pero para mayor claridad, se hace presente que estas siete partes del mundo anímico no representan regiones separadas entre sí.

Como las substancias sólidas, líquidas y gaseosas del mundo físico se interpenetran recíprocamente, así lo que hemos llamado la sed ardiente, la excitabilidad fluida y la tuerza del mundo de los deseos se interpenetran en el mundo anímico. Por lo demás, como el calor compenetra los cuerpos físicos y como la luz los ilumina, así sucede en el mundo anímico con respecto al placer y al disgusto que lo compenetran y a la luz anímica que lo ilumina, y similarmente se comportan la fuerza anímica activa y la verdadera luz anímica.

Traducido por J.Luelmo feb.2015

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