GA009 Teosofía La reencarnación del espíritu y el destino

TEOSOFIA

RUDOLF STEINER

Introducción al conocimiento sobrenatural del mundo y del destino humano

volver al índice


LA REENCARNACIÓN DEL ESPÍRITU Y EL DESTINO


Entre el cuerpo y el espíritu, vive el alma. Las impresiones que le llegan por intermedio del cuerpo son pasajeras; existen sólo mientras el cuerpo abre sus órganos a las cosas del mundo exterior. Nuestros ojos perciben el color de la rosa sólo mientras ella está presente, y mientras el mismo ojo la contempla. Es necesario, entonces, la presencia tanto del objeto en el mundo exterior, como la del órgano corpóreo, para que una impresión, una sensación o una percepción pueda producirse. En cambio, aquello que es reconocido en nuestro espíritu como verdad con respecto a la rosa, no es fugaz ni momentáneo, y también en cuanto a su verdad, no depende absolutamente de nosotros, desde que sería igualmente verdad aunque no nos hubiésemos encontrado jamás ante la rosa. Aquello que reconocemos por medio del espíritu, se basa en un elemento de la vida anímica, por medio del cual el alma se relaciona con un contenido del mundo que se manifiesta en ella, independientemente de las bases transitorias del cuerpo. No importa si lo que se manifiesta es por sí mismo imperecedero en todos sus aspectos; lo que importa es que la manifestación se verifique en el alma, de manera que al verificarse, no entre en consideración la base corpórea transitoria de ésta, pero sí lo que en ella es independiente de este elemento perecedero. El elemento permanente en el alma, entra en observación, desde el momento en que percibe que ésta tiene experiencias que no están limitadas por su parte perecedera. No importa tampoco si estas experiencias resultan desde el principio, conscientes por medio de funciones transitorias de la organización corpórea, sino que se trata que contengan algo que, aunque vive en el alma es, en su verdad, independiente de los procesos transitorios de la percepción. El alma, al hallarse en el medio, entre el cuerpo y el espíritu, está colocada entre lo transitorio y lo perdurable, pero es también la mediadora entre lo presente y lo perdurable, porque conserva lo presente para tener el recuerdo. Con esto, libra a lo momentáneo de su fugacidad y lo acoge en lo perdurable de su espíritu. Le da también un sello de perdurabilidad a las cosas fugaces, desde que, en su vida, el alma no se abandona únicamente a los estímulos pasajeros sino que determina por sí misma las cosas, y en éstas, incorpora su propia naturaleza, por medio de las acciones que lleva a cabo. Mediante la memoria el alma conserva lo que era ayer, mediante la acción prepara lo que será mañana.

Nuestra alma debería percibir siempre de nuevo el color rojo de la rosa, para tenerlo presente si no lo retuviéramos por medio de la memoria. Lo que permanece después de una impresión externa, lo que puede ser retenido por el alma, puede, independientemente de las impresiones exteriores, hacerse nuevamente representación. Mediante esta facultad, el alma hace del mundo exterior un mundo suyo interior, de manera que puede retenerlo, por medio de la memoria, para el recuerdo, e independientemente de las expresiones recibidas, vivir con él una vida interior propia. Así, la vida anímica resulta el efecto duradero de las impresiones transitorias del mundo exterior.

Pero también la acción adquiere perpetuidad después que ha sido impresa en el mundo exterior. Si cortamos la rama de un árbol, ha ocurrido algo mediante nuestra alma que cambia el curso de los acontecimientos en el mundo exterior. Aquella rama de árbol hubiera tenido un porvenir bien diferente si no hubiera intervenido nuestra acción; hemos dado origen, por tanto, a una serie de efectos que no se hubieran producido sin nuestra existencia. Lo que hemos hecho hoy permanece para mañana y se convierte en duradero mediante nuestra acción, de la misma manera que nuestras impresiones de ayer se han vuelto duraderas para nuestra alma por medio de la memoria.

De esta durabilidad adquirida por medio de la acción, la conciencia habitual no se forma una representación, del mismo modo como la que tiene por medio de la memoria, o sea, la perpetuidad de una experiencia basada sobre la percepción. Pero el yo del hombre, ¿No se encuentra acaso vinculado con las modificaciones que se verificaron en el mundo por medio de la acción, del mismo modo como lo está con el recuerdo resultante de una experiencia?. El yo juzga distintamente de las nuevas impresiones, según que tenga o no éste o aquel recuerdo. Pero, en su calidad de yo, ha entrado también en otra relación con el mundo según que haya o no llevado a cabo ésta u otra acción. La existencia o la no existencia de alguna relación del mundo con mi yo, depende del hecho de que por medio de una acción nuestra, hayamos o no producido una impresión sobre otra persona. Después de haber producido una impresión sobre el ambiente, somos seres distintos en nuestras relaciones con el mundo. La razón de lo que se alude aquí, no se observa de la misma manera como se observan las modificaciones del yo, resultantes de la adquisición de un recuerdo; se explica porque el recuerdo, apenas formado, se une con la vida anímica que siempre hemos experimentado como propia nuestra, mientras que, el efecto exterior de la acción, liberada de esta vida anímica, se desenvuelve y tiene consecuencias, que son diferentes de lo que de ella queda en el recuerdo. Sin embargo, prescindiendo de esto, es necesario admitir que, después de toda acción cumplida, queda en el mundo algo cuya característica le ha sido impresa por el yo. Si se reflexiona verdaderamente sobre el asunto de que tratamos, se llegará a la pregunta: ¿No podría ser que las consecuencias de una acción cumplida, a cuya naturaleza se le ha dado la impronta del yo, tenga una tendencia a volver hacia el yo, lo mismo que una impresión conservada en la memoria tiende a reproducirse cuando se presenta la relativa causa externa?. Lo que se conserva en la memoria espera que se presente tal causa. Pero ¿No podría ocurrir que lo que se conserva con el carácter del yo en el mundo exterior, espere también, para volver desde afuera al alma, lo mismo como el recuerdo se presenta desde el interior a esta alma, cuando la provoca una determinada causa?. Aquí planteamos el problema sólo en forma de interrogación porque, ciertamente, podría ser que no se presentase jamás la circunstancia, por la cual, aquellas consecuencias de una acción que ya tienen el carácter del yo, puedan encontrar al alma humana. Pero que existan como tales y que, por su existencia, determinen la relación del mundo con el yo, se hace evidente en seguida como una idea posible, con tal que se siga atentamente con el pensamiento lo que hay en el asunto. En las consideraciones que siguen, se indagará si en la vida humana existe algo que desde el punto de vista de esta idea “posible”, nos señale una realidad.



* * *


Examinemos ante todo la memoria. ¿Cuál es su origen?. Evidentemente su causa es bien diversa de las sensaciones o percepciones. Sin el ojo no podemos tener una sensación del color azul, pero por medio del ojo, no tenemos ciertamente el recuerdo del azul. Para que el ojo nos de esta sensación, es necesario que se le presente un objeto de ese color. La corporeidad dejaría hundir en la nada nuevamente todas las impresiones si, al formarse la representación actual por medio de la percepción, no se desenvolviese al mismo tiempo algo en relación entre el mundo exterior y el alma, algo que tiene en el hombre, consecuencias, de manera que, más tarde, por medio de procesos que se desarrollan en él, puede tener nuevamente una representación de aquello que antes, desde afuera, le habría producido una representación. Quien haya adquirido práctica en la observación de lo anímico, podrá encontrar que es completamente equivocada la expresión que parte de la opinión siguiente: que uno tiene una representación y que, mañana, por medio de la memoria, esta representación vuelve a presentarse, habiéndose conservado durante este tiempo en alguna parte del hombre. No; la representación que ahora tenemos, es un hecho que se desvanece con el momento actual.

Cuando se produce el recuerdo, se verifica en nosotros un proceso que es consecuencia de algo que ha ocurrido aparte de la provocación de la representación actual, en cuanto a la relación entre el mundo exterior y nosotros. La representación provocada por el recuerdo es nueva, no es la originaria conservada. El recuerdo consiste en la capacidad de tener una representación nueva y no el resurgimiento de una representación. Lo que se presenta de nuevo, es algo diferente de la representación misma. Esta observación se hace aquí, porque en el campo espiritual científico, es necesario que en ciertas cosas se forme un concepto más exacto, del que se acostumbra en la vida ordinaria y hasta en la ciencia corriente. “Recordar” significa: experimentar algo que por sí mismo no existe más; relacionamos una experiencia pasada con nuestra vida presente. Eso es verdad para cualquier recuerdo. Pongamos un ejemplo: encontramos a una persona y la reconocemos por haberla visto ayer; sería para nosotros absolutamente desconocida si no pudiéramos relacionar la imagen que mediante la percepción nos hicimos ayer de ella, con la impresión recibida hoy. La imagen actual nos es dada por la percepción, esto es, por el organismo sensorio. Pero ¿Qué es lo que evoca en nuestra alma la imagen de ayer?. Es la misma entidad, dentro de nosotros, que estaba presente en nuestra experiencia de ayer, y que presencia también ésta de hoy: es aquella que antes hemos llamado alma. Sin esta fiel conservadora del pasado toda impresión exterior resultaría siempre nueva para el hombre. Es verdad que el alma imprime en el cuerpo, como un signo, el proceso por medio del cual los sucesos se vuelven recuerdos, pero es precisamente el alma, que debe hacerse esta impronta y, después, percibir su propia impresión, como percibe algo del mundo exterior. De esta manera ella es la conservadora del recuerdo.

Como conservadora del pasado, el alma recoge continuamente tesoros para el espíritu. Que sepamos distinguir lo verdadero de lo falso, se debe a que, como hombres, somos seres pensantes, capaces de adueñarnos de la verdad por el espíritu. La verdad es eterna y se nos podrá revelar siempre de nuevo en los objetos, aunque nos olvidemos totalmente del pasado, y cada impresión nos resultase nueva. Pero el espíritu, en nuestra interioridad, no se limita a las impresiones del momento, el alma extiende su horizonte al pasado y cuanto más de él pueda el alma llevar al espíritu, tanto más lo enriquece. Así pues, él alma transmite al espíritu lo que ella ha recibido del cuerpo. El espíritu del hombre, por esto, en todo instante de la vida, lleva dos cosas dentro de sí: primero, las leyes eternas de lo Verdadero y de lo Bueno; segundo, el recuerdo de las experiencias del pasado. Toda acción suya se cumple bajo la influencia de estos dos factores. Si queremos comprender el espíritu de un hombre, debemos saber dos cosas de él: cuánto le haya sido revelado por el Eterno y cuántos tesoros del pasado han sido acumulados en él.

Estos tesoros, sin embargo, no permanecen en el espíritu sin alteración. Las impresiones que el hombre adquiere de sus experiencias, se desvanecen gradualmente de la memoria, pero sus frutos no perecen. Nadie recuerda todas las experiencias por que pasó durante la infancia, cuando aprendía el arte de leer y de escribir, pero nadie sabría leer ni escribir si no hubiera tenido aquellas experiencias y si no hubieran quedado conservados los frutos en forma de capacidades. Y ésta es, precisamente, la transformación que el espíritu efectúa sobre los tesoros de la memoria; abandona a su suerte a lo que conduce a las imágenes de cada experiencia, extrayendo sólo la fuerza para aumentar las aptitudes. De esta manera, no pasa ninguna experiencia sin ser utilizada: el alma la conserva como recuerdo y el espíritu se apropia lo que puede enriquecer sus facultades y el contenido de su vida. El espíritu humano crece por las experiencias asimiladas. Si las experiencias pasadas no se encuentran acumuladas en el espíritu como en un depósito, se encuentran, en cambio, los efectos en las capacidades que el hombre ha adquirido.



* * *


Hasta ahora hemos considerado el espíritu y el alma dentro de los límites señalados por el nacimiento y la muerte, pero no podemos detenernos aquí. El que quisiera hacer esto, se parecería al que quisiera considerar al cuerpo humano dentro de esos límites. Ciertamente, también dentro de éstos, se pueden encontrar muchas cosas, pero con lo que está entre el nacimiento y la muerte, no se podrá jamás explicar la forma humana. Esta no puede constituirse directamente por simples fuerzas y materias físicas, sino que puede provenir únicamente de otra forma igual a la suya, transmitida por vía de reproducción. La materia y las fuerzas físicas construyen el cuerpo durante la vida; las fuerzas reproductivas de él generan otro cuerpo que debe tener la misma forma y que, por consiguiente, será vehículo del mismo cuerpo vital.

Todo cuerpo vital es una repetición del que tuvo anteriormente; sólo por esto no puede aparecer con cualquier forma, sino con la que ha heredado. Las fuerzas que nos dieron forma humana, estaban depositadas en nuestros antepasados. Pero también el espíritu del hombre se manifiesta en una forma determinada.

(La palabra forma, naturalmente, se emplea aquí en sentido espiritual). Las formas del espíritu son de la mayor diversidad en cada persona. No hay dos personas que tengan la misma forma espiritual. En este campo, es necesario hacer las observaciones con la calma y objetividad que se emplean en el plano físico. No se puede decir que las diferencias entre los hombres con respecto al espíritu, provengan de la diversidad de ambiente, de educación, etc. No es así, absolutamente, puesto que dos personas en condiciones iguales de ambiente y educación se desarrollan de manera totalmente distinta. Por esto es indispensable admitir que ambos han emprendido el camino de la vida con predisposiciones o aptitudes completamente distintas. Nos encontramos aquí ante un hecho importante, que en el momento que se le reconoce todo su alcance, arroja mucha luz sobre la naturaleza del hombre. Quien no quiera preocuparse más que del aspecto material de los acontecimientos, podría decir, indudablemente, que las diversidades individuales de las personalidades humanas provienen de las diferentes propiedades de los gérmenes materiales. (Y si se tiene en cuenta las leyes de la herencia descubiertas por Gregorio Mendel y ampliadas, posteriormente, por otros, semejante opinión puede mantenerse también con los argumentos que la justifican, aparentemente, ante el juicio científico). Pero quien juzga así, sólo demuestra no saber discernir la verdadera relación que existe entre el hombre y sus experiencias. Porque de un atento examen, basado en la realidad, resulta que las circunstancias exteriores actúan sobre personas distintas, de modo distinto, a través de algo que directamente no entra en la reciprocidad de relación con la evolución física. La investigación exacta en este campo, demuestra que lo que proviene de las disposiciones físicas se puede distinguir de lo que nace de la recíproca acción entre el hombre y sus experiencias, pero que sólo puede concretarse porque en la misma alma se realiza esta reciprocidad de acción. Se observa claramente que el alma se encuentra en relación con algo en el mundo exterior que, por su naturaleza, no puede tener ninguna relación con disposiciones en gérmenes materiales.

Por su forma física los hombres se distinguen de los seres animales que habitan la Tierra. Pero, dentro de límites determinados, los hombres son iguales entre sí, en cuanto a esta forma física se refiere. No existe más que una sola especie humana. Por grandes que sean las diferencias de raza, religión y personalidad, siempre, en cuanto a lo físico, la semejanza entre hombre y hombre es mayor que entre el hombre y una especie cualquiera de animales. Todo lo que caracteriza a la especie humana está determinado por transmisión hereditaria de los antepasados a los descendientes, y la forma humana está sujeta a esta ley de herencia. Como un león hereda su conformación física de sus antepasados leones, así también el hombre hereda su forma física de sus antepasados humanos.

Tal como se presenta a nuestra vista la semejanza física de los hombres entre sí, así, igualmente, se revelan a la mirada espiritual exenta de prejuicios las diferencias de sus formas espirituales. Un hecho bien evidente nos hace manifiesta esta diversidad: la existencia de la biografía de cada hombre. Si cada hombre fuera simplemente un ejemplar de determinada especie, no sería posible una biografía personal. Un león, una paloma, pueden interesarnos en cuanto pertenecen a la especie de los leones y de las palomas; habremos comprendido a cada ejemplar individual, en todo lo que tiene de esencial, cuando hayamos descrito los caracteres de la especie. Poco importa en este campo, si tenemos que habérnosla con el padre, el hijo o el nieto; lo que de ellos puede interesarnos es, precisamente, común a las distintas generaciones. En cambio, lo que da importancia al hombre, principia justamente ahí donde él no es más miembro de alguna determinada especie, sino un ser individual. No habremos comprendido perfectamente lo esencial del señor X describiendo a su hijo o a su padre: tenemos que conocer su propia biografía. Quien reflexione sobre la importancia de la biografía se apercibirá que, bajo el aspecto espiritual, cada hombre constituye por sí mismo una especie. Aquellos que entienden por biografía, únicamente, una descripción de los acontecimientos externos de cada vida, podrán sostener que se puede escribir, lo mismo para cada hombre, también una biografía para cada perro; pero quien describe en la biografía las verdaderas características de un individuo, comprende bien que la misma representa algo que corresponde, en el reino animal, a la descripción de toda una especie. Naturalmente no se trata que, de un animal y, con más razón si es inteligente, no se pueda decir algo en sentido biográfico; se trata de que la biografía humana no es comparable a la de un animal, sino que ésta equivale a la descripción de toda una especie animal. Siempre existirán quienes querrán refutar esta afirmación, diciendo que los domadores de animales, por ejemplo, saben cuánto se distingue un animal de otro, de la misma especie. Quien juzga de esa manera, demuestra que no es capaz de distinguir la diversidad individual de aquella diversidad que ha sido adquirida a través de la individualidad.

Ahora bien; como el género o la especie, en el sentido físico, puede ser comprendido si se lo considera como resultado de la herencia, así también, el ser espiritual puede comprenderse solamente admitiendo una análoga herencia espiritual. Hemos recibido nuestra forma humana física como herencia de nuestros antepasados humanos, pero ¿De dónde proviene lo que se exterioriza en nuestra biografía personal?. Como hombre físico, se repite en nosotros la forma de nuestros antepasados, pero, ¿Qué cosa se repite como hombre espiritual?. Quien quisiera sostener que el contenido particular de nuestra biografía no necesita de ulteriores explicaciones, y debe ser aceptado sin más ni más, podría, con igual derecho, sostener que ha visto en cualquier parte un montón de tierra, de la cual las masas se coordinaban por sí mismas hasta formar un hombre viviente.

Como hombres físicos, procedemos de otros hombres físicos, desde que tenemos la forma de toda la especie humana; los caracteres de la especie pudieron, por tanto, ser adquiridos dentro de la especie misma, por herencia. Como hombre espiritual cada uno tiene su forma propia, como tiene su propia biografía. Por tanto, esta forma no la hemos adquirido de otro, sino cada uno de sí mismo. Y como no hemos venido al mundo con tendencias espirituales indefinidas, sino con disposiciones espirituales bien definidas, que determinaron el camino de nuestra vida, como se expresa precisamente en nuestra biografía, nuestro trabajo sobre nos mismos no puede haber sido iniciado con nuestro nacimiento. Como hombre espiritual, debemos haber existido antes del nacimiento. En nuestros antepasados, no hemos existido ciertamente, porque ellos, como hombres espirituales, son diferentes de nosotros; nuestra biografía no se explica por la de ellos. Más bien, como seres espirituales, debemos ser la repetición de individualidades de cuyas biografías resulte comprensible la nuestra. Otra posibilidad que se podría admitir, antes de proseguir, sería ésta: que este algo evolucionado que es el contenido de nuestra biografía se lo debemos solamente a una vida espiritual anterior al nacimiento, anterior a la concepción. Esta idea, sin embargo, estaría justificada sólo cuando se quisiera admitir que la influencia del ambiente circundante que actúa sobre el alma humana, en el mundo físico, sea de igual género a lo que el alma obtiene de un modo, únicamente, espiritual. Semejante admisión es contradictoria a la observación realmente exacta. Porque lo que de este ambiente físico circundante ejerce una acción determinante sobre el alma humana, es tal que actúa como algo posteriormente experimentado en la vida física, sobre algo experimentado anteriormente de modo igual. Para observar exactamente estas relaciones, es necesario adquirir la capacidad de ver cómo existen en la vida del hombre impresiones activas, que ejercen tales acciones sobre disposiciones del alma, como el encontrarse ante una acción que ha de cumplirse respecto a lo que en la vida física ya se ha practicado; sólo que tales impresiones no encuentran, precisamente, algo ya practicado en esta vida inmediata, aunque sí disposiciones anímicas que son influenciables de igual modo, como lo son las capacidades adquiridas por medio de la práctica. Quien penetre con la mirada en estas cosas, adquiere la idea de vidas terrestres que deben haber precedido a la vida actual. No puede limitarse a pensar en simples experiencias espirituales que hayan precedido esta vida terrestre. La forma física, por ejemplo, de la que Schiller estaba revestido, había sido heredada de sus antepasados. Pero como aquella forma física no podía haber nacido del suelo, de la misma manera no podía haber nacido la entidad espiritual de Schiller. El tenía que ser la repetición de otro ser espiritual, por su biografía se puede explicar la suya, precisamente como la forma física de Schiller se puede explicar por la reproducción humana. Como la forma física humana es siempre una repetición, una reencarnación de la esencia de la especie humana, igualmente el hombre espiritual debe ser el renacimiento del mismo hombre espiritual, porque como hombre espiritual, cada uno es su propia especie.

Se podrá objetar que todo lo expuesto no son más que razonamientos especulativos y se podrán pedir pruebas exteriores, como estamos habituados a tenerlas en las ciencias naturales. A esto se debe replicar que la reencarnación del hombre espiritual es un proceso que no pertenece al campo de los hechos físicos externos, sino que se efectúa enteramente en el campo espiritual, y a esto ninguna de nuestras facultades ordinarias tiene acceso, exceptuando el pensamiento. Quien no quiera tener confianza en la fuerza del pensamiento, no podrá instruirse respecto de los hechos espirituales superiores. Para quien ha abierto los ojos espirituales, los razonamientos enunciados tienen la misma fuerza persuasiva que un acontecimiento que tuviera lugar ante sus ojos físicos. Quien atribuye a una de esas pruebas, construidas de acuerdo al método de la investigación científica natural corriente, mayor fuerza persuasiva que a las explicaciones dadas más arriba, en torno al significado de la biografía, podrá ser un gran científico, en el sentido corriente de la palabra, pero estará muy lejos del camino de la investigación espiritual.

Uno de los prejuicios más arraigados es el de querer explicar las cualidades espirituales de una persona mediante la herencia de parte del padre, de la madre o de otros antepasados. Será difícil convencer, por medio de razonamientos, a quien tenga el preconcepto de que Goethe por ejemplo, haya heredado del padre y de la madre lo que era su verdadero ser: no será muy accesible a las razones desde que en él se halla una profunda antipatía hacia la observación libre de prejuicios. La sugestión materialista le impide ver en su verdadera luz la relación entre una y otra cosa.

En todo lo que ha sido expuesto se han dado las bases para continuar la observación en la entidad humana, más allá del nacimiento y de la muerte. Dentro de los límites trazados entre el nacimiento y la muerte, él hombre pertenece a los tres mundos: de la corporeidad, del alma y del espíritu. El alma constituye el eslabón entre el cuerpo y el espíritu, compenetrando al tercer principio del cuerpo humano, esto es, el cuerpo anímico, con la capacidad de sensaciones y compenetrando como alma consciente el primer principio del espíritu, la Seidad Espiritual. Por esto, durante la vida, el alma toma parte tanto en el cuerpo como en el espíritu, y tal participación se expresa en toda su existencia. De la organización del cuerpo anímico depende el modo en que el alma sensible puede desenvolver sus facultades; y por otra parte, depende de la vida del alma consciente hasta qué punto la Seidad Espiritual se desarrollará dentro de ella. El alma sensible manifestará relaciones tanto más perfectas con el mundo exterior, cuanto más el cuerpo anímico se haya perfeccionado, y la Seidad Espiritual resultará tanto más rica y potente, cuanto más alimento reciba del alma consciente. Ya se ha demostrado que, durante la vida, tal alimento es procurado a la Seidad Espiritual, por medio de las experiencias asimiladas y de los frutos de las mismas; puesto que esta recíproca influencia entre el alma y el espíritu, sólo puede efectuarse naturalmente ahí donde el alma y el espíritu se encuentran juntos, se interpenetran, es decir, en la unión de la Seidad Espiritual con el alma consciente.

Examinemos primero la recíproca acción entre el cuerpo anímico y el alma sensible. El cuerpo anímico, como hemos visto, es la parte más sutil de la corporeidad, pero todavía pertenece a esta última y depende de ella. El cuerpo físico, el etérico y el anímico, bajo ciertos aspectos, forman un conjunto. Por esto también el cuerpo anímico está comprendido en las leyes de la herencia física, mediante la cual el cuerpo recibe su forma; y como es la forma más voluble, más inestable de la corporeidad, presenta entonces las condiciones más indefinidas e inestables de la herencia. Por tanto, mientras el cuerpo físico muestra diferencias menores, según las razas, nacionalidades, etc., y mientras en el cuerpo etérico (aunque presente variantes mayores en cada hombre) predominando todavía la uniformidad, para el cuerpo anímico la diversidad es muy notable. En él se manifiesta lo que percibimos como características externas personales del hombre; por tanto, es también el vehículo de aquellas características personales que son, por herencia, transmitidas por los padres, abuelos, etc., a sus descendientes. Es verdad que el alma, según lo hemos expuesto anteriormente, lleva una vida completamente suya, se encierra en sí misma con sus simpatías y antipatías, con sus sentimientos y pasiones. Pero ella, no obstante, actúa en su conjunto, y este conjunto se manifiesta, por consiguiente, también en el alma sensible y, como ésta interpenetra, en cierto modo ocupa el cuerpo anímico, éste se forja según la naturaleza del alma y, por consiguiente, como vehículo de la herencia, transmite las inclinaciones, las pasiones, etc., de los antepasados a los descendientes. A esto se refiere Goethe cuando dice: “De mi padre heredé la estatura y la conducta seria de la vida; de mi madre la naturaleza alegre y la tendencia de fantasear”. Naturalmente, el genio no le vino ni de uno ni de otro. De este modo vemos cuáles de sus modalidades anímicas el hombre transmite, por así decirlo, a la línea de la herencia física. Las materias y las fuerzas del cuerpo físico se encuentran en ¡guales condiciones en todo el ambiente de la naturaleza física externa, de la cual son constantemente extraídas y absorbidas, y después nuevamente restituidas a ella. En el curso de pocos años, las materias físicas que componen nuestro cuerpo físico se renuevan por completo. Que esta masa de materia tome la forma del cuerpo humano y que se renueve de continuo dentro del mismo, se debe a que el cuerpo etérico la mantiene unida. La forma de este último, es determinada no sólo por los procesos que ocurren entre el nacimiento, o la concepción, y la muerte, sino que depende de las leyes de la herencia que alcanzan más allá del nacimiento y de la muerte. Que por vía de herencias puedan transmitirse también las cualidades anímicas y que, por tanto, el proceso de la herencia física adquiera también una trama anímica, estriba su razón en que el cuerpo anímico puede ser influenciado por el alma sensible.

¿Cómo se desenvuelve la acción recíproca entre el alma y el espíritu?. Durante la vida, el espíritu está vinculado al alma del modo que se ha indicado anteriormente: el alma recibe del espíritu la facultad de vivir en lo Verdadero y en lo Bueno y de expresar al espíritu mismo en su propia vida, en sus impulsos, inclinaciones y pasiones al espíritu. La Seidad Espiritual lleva del mundo del espíritu al yo las leyes eternas de lo Verdadero y de lo Bueno, las cuales, mediante el alma consciente, se incorporan a las experiencias propias de la vida del alma. Las experiencias mismas son pasajeras, pero sus frutos son permanentes. La Seidad Espiritual, por haber estado vinculada a ella, recibe una impresión duradera. Si al espíritu humano se le presenta una experiencia que se parezca a otra con la cual se encontró relacionado otra vez, la reconoce y .se conduce con respecto a ella de manera diferente de lo que haría si la encontrase por primera vez. Sobre este principio está basado todo lo que llamamos “aprender”; y los frutos de este aprendizaje son facultades adquiridas. De tal manera, los frutos de la vida transitoria se imprimen en el espíritu eterno. ¿Y, acaso no percibimos estos frutos?. ¿En qué cosa consisten las disposiciones que hemos mencionado como característica del hombre espiritual?. Son, ciertamente, las diversas facultades que el hombre trae consigo cuando principia su vida terrena. Estas facultades, bajo ciertos aspectos, son absolutamente iguales a aquellas que podemos adquirir también durante la vida. Tomemos por ejemplo, un hombre de genio: sabemos de Mozart que, niño aún, era capaz de escribir de memoria una extensa obra musical, después de haberla oído una sola vez. Esto le era posible porque era capaz de abarcar instantáneamente todo el conjunto. Dentro de determinados límites, el hombre aumenta también, durante la vida, su capacidad de abarcar rápidamente la síntesis y el nexo de las cosas, de manera que adquiere nuevas capacidades. Lessing ha dicho que mediante el cultivo de la observación crítica adquirió algo que se aproximaba mucho al genio. Si no se quiere considerar como milagro semejantes facultades especiales, basadas sobre disposiciones congénitas, es indispensable entonces, admitir que sean frutos de experiencias habidas por la Seidad Espiritual, por medio de un alma. Han sido impresas en esta Seidad Espiritual, y como no han podido serlo en la presente vida, tenemos que admitir, pues, que lo han sido en una vida anterior. El espíritu humano es su propia especie. De la misma manera como el hombre, como ser físico genérico, transmite sus cualidades a su progenie, dentro de la propia especie, así también el Espíritu transmite sus propias cualidades dentro de su especie, esto es, en sí mismo. En cada vida el espíritu humano comparece como repetición de sí mismo, con los frutos de las experiencias habidas en el curso de las existencias precedentes. La vida presente, por tanto, es la repetición de otras vidas y trae consigo lo que la Seidad Espiritual se ha incorporado de la vida anterior. Cuando la Seidad Espiritual acoge en sí algo que puede fructificar, se compenetra de Espíritu Vital. Como el cuerpo vital repite la forma dentro de la especie, así el Espíritu Vital, da al alma existencia individual en las vidas consecutivas.

De las consideraciones que preceden, ha sido avalorada la idea de que la causa de determinados acontecimientos de la vida del nombre, ha de buscarse en las repetidas vidas terrenas consecutivas. Esta representación adquiere su pleno significado a través de una observación originada en experiencias espirituales, de la manera que se adquieren cuando nos encaminamos por el Sendero del Conocimiento que se describe al final de este libro. Aquí se quería demostrar solamente que una observación ordinaria, exactamente orientada por el pensamiento, basta para conducir a esta representación. Indudablemente que una observación semejante no podrá más que esbozar la representación, y ella no podrá protegerla eficazmente de las objeciones de una observación inexacta, no dirigida debidamente por el pensamiento. Por otra parte, es exacto que quien adquiere una representación por medio de la observación ordinaria guiada por el pensamiento, se prepara a la observación suprasensible, porque desarrolla algo que es necesario tener antes de esta observación suprasensible, así como es necesario el ojo, antes de la observación sensible. Quien objetara que por medio de la formación de tal representación se nos pueda autosugestionar la observación suprasensible, demuestra solamente su incapacidad de penetrar súbitamente la realidad con mente abierta y que, por este hecho precisamente, autosugestiona sus propias objeciones.

De este modo las experiencias del alma son conservadas duraderamente, no sólo entre los límites del nacimiento y la muerte sino más allá aún de esta. El alma imprime sus propias experiencias, no solamente en el espíritu, que en ella se refleja, sino que la imprime, como ha sido demostrado, también, en el mundo externo mediante la acción. Lo que el hombre realizó ayer, existe hoy como efecto. Una imagen de la relación entre causa y efecto a este propósito, nos la proporciona la comparación entre el sueño y la muerte. Muchas veces el sueño ha sido llamado el hermano menor de la muerte. Cuando nos levantamos por la mañana, reanudamos las actividades que fueron interrumpidas por la noche. En las condiciones ordinarias de la vida no es posible que por la mañana, al reanudar nuestras actividades, lo hagamos de un modo arbitrario, sino que debe ser la continuación del trabajo dejado ayer, si queremos que exista orden y coherencia en nuestra vida. Nuestras acciones de ayer determinan las que deberemos efectuar hoy. Con lo que hemos llevado a cumplimiento ayer, hemos creado nuestro destino de hoy. Por un tiempo dado, nos hemos apartado de nuestra actividad, pero ésta nos pertenece y nos atrae nuevamente después que hemos estado alejados algún tiempo. Nuestro pasado está ligado a nosotros, continúa viviendo en nosotros en el presente y nos seguirá también en el futuro. Si los efectos de nuestra actividad de ayer no debiesen ser nuestro destino de hoy, esta mañana no nos hubiéramos despertado, sino que deberíamos necesariamente haber sido creados de nuevo de la nada. En las condiciones ordinarias de la vida, sería absurdo que no habitáramos una casa que nosotros mismos nos hemos hecho construir. Como el hombre no es creado de nuevo cada mañana, de la misma manera no lo es el espíritu cuando emprende el camino de su vida terrena. Procuremos comprender bien lo que sucede al principiar este camino de la vida. Compárese un cuerpo físico que recibe su forma por medio de las leyes de la herencia. Este cuerpo resulta vehículo de un espíritu que repite una vida anterior en forma nueva. En medio de estos dos está el alma, que lleva una vida propia, limitada en sí misma. Las simpatías y antipatías, los deseos y las pasiones están a su servicio y, además, ella pone a su servicio el pensamiento. Como alma semiente, recibe las impresiones del mundo exterior y las transmite al espíritu, para que éste extraiga los frutos para lo perdurable. Ella, como se ve, tiene parte de mediadora, y si cumple con esa parte, ha satisfecho su misión. El cuerpo le provee las impresiones; ella las transforma en sensaciones, las conserva en la memoria como representaciones y las cede al espíritu para que las lleve a través de la vida perdurable. El alma es aquello por lo cual el hombre pertenece a su vida terrena. Por medio del cuerpo, pertenece a la especie física humana; por él, el hombre forma parte de tal especie. Con el espíritu vive en un mundo superior. El alma relaciona temporariamente los dos mundos.

Pero el mundo físico al que llega el espíritu humano no es para él un campo de acción desconocido; éste tiene impresas las huellas de sus acciones. Por tanto, existe algo en este campo que pertenece al espíritu, que lleva la impronta de su ser, y que tiene afinidad con él. Como el alma, en el pasado, transmitió al espíritu las impresiones del mundo externo, para que en él se hicieran duraderas, así el alma, como órgano del espíritu, transformó las facultades que éste le confiriera en acciones, que son también duraderas en sus efectos. Con esto, el alma ha impregnado verdaderamente aquellas acciones, y en los efectos de sus acciones, el alma del hombre continúa viviendo una segunda vida independiente. Esto proporciona la ocasión de observar cómo las vicisitudes del destino se producen en esta vida. Algo ocurre en la vida del hombre; de primera intención, tiende a considerar a tal ocurrencia como algo que sucede casualmente en el curso de su vida; pero puede darse cuenta cómo él mismo es el resultado de tales casualidades. Quién se considere a sí mismo a los cuarenta años de su vida y, frente a la pregunta en torno a la naturaleza de su alma, no quiera detenerse en una representación vana y abstracta del yo, puede decirse a sí mismo: “Yo soy otra cosa que el resultado de lo que, conforme al destino, ha ocurrido hasta hoy en mi vida”. ¿Acaso no sería diferente si, por ejemplo, a los veinte años, hubiese tenido una serie de experiencias distintas de las que ha tenido?. Entonces no buscaría a su yo solamente en aquellos impulsos evolutivos, que parten del interior, sino en aquello que desde el exterior determina el curso de su vida. En lo que “le sucede”, reconocerá el propio yo. Si nos abandonamos sin otras preocupaciones a esta idea, entonces basta un paso ulterior en la observación más íntima de la vida, para ver, en lo que nos sucede en determinada experiencia del destino, algo que se apodera del yo desde el exterior, del mismo modo como el recuerdo actúa desde el interior para hacer reflejar nuevamente una experiencia pasada. De este modo podemos hacernos capaces de percibir, en las experiencias del destino, cómo una acción anterior del alma toma el camino hacia el yo, así como en el recuerdo una experiencia pasada toma el camino hacia la representación, cuando se presenta el motivo exterior. Anteriormente ha sido considerada posible la idea de que las consecuencias de la acción puedan volver nuevamente al alma humana. En su actual vida terrena, con respecto a las consecuencias en determinadas acciones, está excluido semejante encuentro, porque esta vida terrena tiene, precisamente, que cumplir esa acción. La experiencia está entonces en el cumplimiento de la acción. Una determinada consecuencia de la acción no puede, en tal caso, presentarse al alma, así como no se puede recordar una experiencia que esté realizando ahora. Solamente puede tratarse, a este respecto, de experiencias que son consecuencias de acciones que no encuentran al yo, con las disposiciones que este yo tiene en la vida terrena en la que lleva a cabo la acción. La mirada puede dirigirse solamente hacia consecuencias de acciones de otras vidas terrenas; por consiguiente, apenas se siente que la experiencia del destino que, aparentemente, nos sucede, está relacionada con el yo, como lo está aquello que, de la interioridad este mismo yo se forma, no se puede menos que pensar que semejante experiencia del destino tenga que ver con las consecuencias de acciones de vidas terrenas anteriores. Se ve cómo una concepción íntima de la vida, guiada por el pensamiento, nos conduce a admitir lo que parece paradojal para la conciencia ordinaria, esto es, que las experiencias que nos trae el destino en una vida terrena se relacionan con las acciones de vidas terrenas precedentes. Esta representación, sin embargo, puede obtener su pleno contenido sólo por medio del conocimiento suprasensible; sin éste, queda apenas esbozado. No obstante, ella prepara a su vez al alma para que, partiendo de la conciencia ordinaria, pueda ver la verdad de aquella representación mediante una observación verdaderamente suprasensible.

Sólo una parte de la acción está en el mundo externo; la otra está en uno mismo. Un simple ejemplo sacado de la ciencia natural podrá hacer clara esta relación del yo con la acción. Los animales inmigrados en la caverna de Kentucky dotados de órganos visuales, perdieron su facultad de ver, como consecuencia de su vida en las cavernas. La permanencia en la oscuridad hizo cesar a sus ojos en su función. Como en aquellos ojos cesó la actividad física y química que acompaña a la función de ver, la comente nutritiva que antes era empleada en aquella actividad, afluye desde entonces hacia otros órganos. Ahora, dichos animales pueden vivir en aquellas cavernas porque determinaron mediante una acción — la entrada en dichas cavernas — las condiciones de su vida futura; su inmigración ha resultado una parte de su destino: un ser que haya cumplido una acción queda sujeto a los resultados de la acción. Así es también para el espíritu humano; el alma ha podido transmitirle ciertas facultades sólo en cuanto ella era activa; estas facultades están de acuerdo con las acciones. Por medio de una acción efectuada por el alma, vive en esta última una disposición plena de fuerza para efectuar otra acción que es fruto de la primera. Esto es algo que el alma lleva en sí como una necesidad hasta que esta segunda acción haya sido cumplida. Se puede decir también, que por medio de una acción se imprime en el alma la necesidad de cumplir la consecuencia de esta acción.

Verdaderamente, mediante sus acciones, el espíritu humano ha preparado su destino: en una nueva vida se encontrará ligado a los hechos cumplidos por él en la vida anterior. Cualquiera podría preguntarse: ¿Cómo puede ser esto, si el espíritu humano, en su nueva encarnación, es transferido a un mundo completamente distinto de aquel que dejó hace ya tiempo?. Semejante pregunta está fundada sobre una idea muy superficial del encadenamiento del destino. Si uno de nosotros se trasladara de América a Europa, se encontraría también en un ambiente completamente nuevo: su nueva vida en Europa dependería enteramente de la vida precedente en América. Por ejemplo, si en ésta ha sido un obrero mecánico, su vida en Europa tomaría una dirección bien diferente a la que hubiera tomado si hubiera sido empleado bancario. En el primer caso, también en Europa se encontraría probablemente con que tendría que trabajar en mecánica; en el segundo, en alguna institución bancaria. En todo caso, su vida presente determinará las condiciones de su nuevo ambiente, atrayendo por así decir, de todo el ambiente, aquellas cosas que le son afines. Lo mismo acontece con la Seidad Espiritual: se rodea en la vida, necesariamente, de lo que le es afín, como continuación de la vida anterior. Por esto, el sueño es una buena imagen de la muerte, porque también durante el sueño el hombre está alejado del campo de acción en el cual lo espera su destino. Mientras dormimos, los acontecimientos continúan desarrollándose en aquel campo y durante ese tiempo no tenemos influencia alguna sobre aquel desarrollo. No obstante, nuestra vida, cada nuevo día, depende de los efectos de las acciones realizadas en el día anterior. Realmente, nuestra personalidad se reencarna cada mañana de nuevo, en el mundo de nuestra actividad. Podríamos decir que, durante el día, nos incorporamos otra vez a aquello que en la noche estuvo separado de nosotros. Así ocurre también con las acciones efectuadas en las encarnaciones precedentes. Están unidas a él como su destino, como la vida en las cavernas oscuras está unida a los animales que perdieron la vista debido a la inmigración en ollas. Como dichos animales no pueden vivir sino en aquel ambiente al cual ellos mismos se han transferido, así el espíritu humano puede vivir sólo en aquel ambiente que, por sus propias acciones, él mismo se ha creado. El curso directo de los acontecimientos hace que encontremos a la mañana el estado de cosas que hemos creado en el día anterior; y la afinidad de nuestro espíritu, nuevamente incorporado con las cosas del ambiente, tiene por efecto que, volviendo a encarnarnos, encuentre un ambiente correspondiente al resultado de nuestras acciones en la vida precedente. De todo esto se puede formar una idea de cómo el alma está incorporada a la entidad del hombre. El cuerpo físico está sometido a las leyes de la herencia, en cambio el espíritu torna a reencarnar siempre de nuevo, llevando consigo por ley, los frutos de las vidas precedentes a las nuevas vidas. El alma vive en el presente; no obstante, esta vida en el presente no es independiente de las vidas pasadas, desde que el Espíritu al encarnarse, trae consigo el destino de las encarnaciones anteriores y esté destino determina la vida. Las impresiones que sufrirá el alma, los deseos que podrá satisfacer, las alegrías y dolores por los cuales pasará, los hombres que encontrará, todo esto depende de la naturaleza, de las acciones llevadas a cabo por el Espíritu en otras encarnaciones. Las almas con quienes el alma ha estado unida en una vida, deberán ser encontradas en la siguiente, porque los actos que entre ellas se han realizado, deben tener sus consecuencias. Un alma tiende a la reencarnación simultáneamente con aquellas que han estado unidas a ella y recíprocamente. En consecuencia, la vida del alma es el resultado del destino creado por el mismo espíritu humano. Por tanto, tres son las cosas que determinan el decurso de la vida del hombre entre el nacimiento y la muerte, y por esta razón, depende de una manera triple de factores que están más allá de estos dos términos. El cuerpo está sujeto a las leyes de la herencia; el alma está sometida al destino que ella misma se ha creado. Este destino que el hombre se ha creado, es lo que se llama karma, usando un término antiguo; y el espíritu obedece a las leyes de la reencarnación, de las repetidas vidas terrestres.

Por tanto, podemos expresar las relaciones entre el espíritu, el alma y el cuerpo, del modo siguiente: el espíritu es eterno; la corporeidad está sometida al nacimiento y a la muerte según las leyes del mundo físico; la vida del alma que está sometida al destino, se interpone para unir al espíritu con la corporeidad durante el curso de una vida terrestre. Para todo ulterior conocimiento sobre la entidad del hombre es necesario conocer los “tres mundos” a los que pertenece. De esto trataremos en el capítulo siguiente.

El pensamiento vivo que observa sin prejuicios los fenómenos de la vida y no teme considerar las ideas que se le presentan, hasta sus últimas consecuencias, puede llegar, mediante la sola lógica, a la idea de las vidas terrenas sucesivas y a las leyes del Destino. De la misma manera como es verdad que para el clarividente se presentan las vidas anteriores como en un libro abierto, así también, así también, la verdad de todo esto puede presentarse con la misma claridad a la razón que lo contempla. (Compárese esto que se ha dicho con las “Observaciones y notas” que se hallan al final del libro).

Traducido por J.Luelmo feb.2015

No hay comentarios:

El objetivo de este blog es publicar en Internet todo el material fuente existente para las transcripciones de las conferencias de Rudolf Steiner de la forma más completa posible, para que este gran tesoro esté disponible para toda la humanidad. Se trata de notas de oyentes, transcripciones de conferencias y, en su mayor parte, transcripciones en texto plano de conferencias estenografiadas, también conocidas como transcripciones en texto plano. De este modo, cualquiera puede comprobar por sí mismo, mediante comparaciones, qué dijo realmente Rudolf Steiner y cómo fue editado (y, por tanto, modificado) en las distintas ediciones. Y por último, pero no menos importante, también encontrarán mucho material inédito. La obra de Rudolf Steiner es de dominio público desde 1996 y, por tanto, pertenece legalmente a toda la humanidad. Él mismo habría elegido una fecha mucho más temprana para la publicación de su obra, como se desprende de los pasajes sobre propiedad intelectual que citamos a continuación; Incluso el período de protección de 30 años que se aplicaba entonces le parecía demasiado largo. ¿Y qué habría dicho sobre el hecho de que 85 años después de su muerte, parte de su obra docente siga inédita y acumulando polvo en los archivos? Él mismo encontró una expresión adecuada para esto: Fue puesto en un ataúd. Este sitio web está destinado a ayudar a liberarlo de este ataúd. "Lo que el hombre puede crear a partir de sus capacidades intelectuales se lo debe a la sociedad humana, al orden social humano. En realidad, no le pertenece. ¿Por qué gestionamos nuestra propiedad intelectual? Simplemente porque la produces; al producirla, demuestras que tienes la capacidad de hacerlo mejor que los demás. Mientras tengas esa capacidad mejor que los demás, gestionarás mejor esa propiedad intelectual al servicio del conjunto. Ahora la gente se ha dado cuenta al menos de que esta propiedad intelectual no se perpetúa sin fin. Treinta años después de la muerte, la propiedad intelectual pertenece a toda la humanidad. Cualquiera puede imprimir lo que yo he producido treinta años después de mi muerte. Puede utilizarlo como quiera; y eso está bien. Incluso estaría de acuerdo si hubiera más derechos en este ámbito. No hay otra justificación para la gestión de la propiedad intelectual que el hecho de que, porque se puede producir, también se tienen las mejores capacidades [...] Será una forma sana de socializar el capital si hacemos fluir en el organismo social lo que hoy se acumula como capital en el derecho de sucesiones, en el surgimiento de las pensiones, del derecho de las manos ociosas, de los derechos humanos superfluos, lo que así se acumula en capital; eso es lo que importa. Ni siquiera hace falta decir que la propiedad privada debe convertirse en propiedad social. El concepto de propiedad no tendrá ningún significado". Rudolf Steiner el 25 de abril de 1919