GA027-16 El conocimiento de las sustancias terapéuticas

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CAPÍTULO XVI


Es necesario conocer las sustancias que pueden ser consideradas para ser utilizadas como remedios de tal manera que se puedan juzgar los posibles efectos de las fuerzas que contienen dentro y fuera del organismo humano. En este sentido, las reacciones que la química ordinaria investiga sólo entran en consideración en una pequeña medida; lo importante es, observar aquellos efectos resultantes de la conexión de la constitución interna de las fuerzas en una sustancia, en relación con las fuerzas que irradian de la tierra o que fluyen hacia ella.

Partiendo de este punto de vista, consideremos, por ejemplo, el mineral de antimonio gris. El antimonio muestra una fuerte relación con los compuestos de azufre de otros metales. El azufre posee una serie de propiedades que sólo permanecen constantes dentro de límites relativamente estrechos. Es muy sensible a aquellos procesos naturales como el calentamiento, la combustión, etc. Esto hace que también pueda desempeñar un papel importante en la facultad de las proteínas de liberarse completamente de las fuerzas terrestres y someterse a las etéricas. El antimonio participará fácilmente en esta conexión íntima con las fuerzas etéricas por su afinidad con el azufre. Por lo tanto, es fácil de introducir en la actividad de las proteínas dentro del cuerpo humano; y ayudará a este último en su acción etérica cuando el propio cuerpo, a través de alguna condición de enfermedad, sea incapaz de transformar una proteína introducida desde el exterior, a fin de hacer de la proteína una parte integral de su propia actividad.

Pero el antimonio también muestra otras características. Dondequiera que pueda hacerlo, se esfuerza por formar un racimo. Se distribuye en líneas que se alejan de la tierra, hacia las fuerzas que están activas en el éter. De esta manera, con el antimonio introducimos en el organismo humano algo que viene a medio camino para encontrarse con las influencias del cuerpo etérico. Lo que el antimonio experimenta en el proceso Seiger también apunta a su relación etérica. A través de este proceso se vuelve filamentoso. Sin embargo, el proceso Seiger es tal que comienza, por así decirlo, de forma física desde abajo y pasa hacia arriba, hacia lo etérico. El antimonio se integra en esta transición.

Además, el antimonio se oxida al rojo vivo; en el proceso de combustión se convierte en un vapor blanco que, depositado sobre una superficie fría, produce las flores de antimonio.

Además, el antimonio tiene cierta capacidad de repeler los efectos eléctricos. En determinadas condiciones, cuando se deposita electrolíticamente en el cátodo, explota al entrar en contacto con un punto metálico.

Todo esto demuestra que el antimonio tiene tendencia a pasar fácilmente al elemento etérico tan pronto como las condiciones están presentes en el más mínimo grado. Todos estos detalles sólo cuentan como indicaciones para la visión espiritual; pues ésta percibe directamente la relación entre la actividad del yo y el funcionamiento del antimonio; ve en efecto cómo los procesos del antimonio, cuando se introducen en el organismo humano, actúan de la misma manera que la organización del yo.

La sangre, al fluir por el organismo humano, muestra una tendencia a la coagulación. Esta tendencia está bajo las influencias de la organización del yo, por lo cual debe ser regulada. La sangre es un producto orgánico intermedio. La sustancia sanguínea, tal como se origina, ha sufrido procesos que ya están en camino hacia el organismo plenamente humano, es decir, hacia la organización del yo. Debe sufrir otros procesos que se ajusten a la configuración de este organismo. El tipo de procesos que son, puede verse en lo siguiente. El hecho de que la sangre se coagule al sacarla del cuerpo, demuestra que posee en ella la tendencia a coagularse, pero que dentro del organismo debe impedirse perpetuamente que lo haga. Ahora bien, el poder que impide la coagulación de la sangre es aquel por el que se integra en el organismo humano. Se integra en la configuración del cuerpo en virtud de las fuerzas de forma que se encuentran justo antes del punto de coagulación. Si la coagulación se produjera realmente, la vida estaría en peligro.

Por lo tanto, cuando se trata de una condición de enfermedad en la que el organismo es deficiente en aquellas fuerzas dirigidas a la coagulación de la sangre, el antimonio funcionará de una forma u otra como sustancia terapéutica.

La formación del organismo consiste esencialmente en una transformación de las proteínas, mediante la cual éstas entran en colaboración con las fuerzas mineralizadoras. La tiza, por ejemplo, contiene tales fuerzas. La formación de la concha de la ostra lo demuestra. La ostra debe deshacerse de los elementos presentes en la concha para conservar la naturaleza de la proteína. Algo similar ocurre en la formación de la cáscara del huevo.

En la ostra, lo que es calcáreo se excreta para no integrarlo en la proteína. En el organismo humano debe producirse esta integración. La mera acción de la proteína debe transformarse en una en la que también actúen las fuerzas formativas, que pueden ser evocadas por la organización del yo a partir de las sustancias calcáreas. Esto debe tener lugar dentro de la formación de la sangre. El antimonio contrarresta las fuerzas que excretan la tiza y conduce a la proteína, que desea conservar su forma, a la falta de forma; por su parentesco con el elemento éter, este estado sin forma es receptivo a las influencias de las sustancias calcáreas o similares.

Tomemos el caso de la fiebre tifoidea. La enfermedad consiste claramente en una deficiente transmutación de las proteínas en sustancia sanguínea con su poder formativo. El tipo de diarrea, que se produce en esta enfermedad, muestra que la incapacidad para esta transformación comienza ya en el tracto intestinal. La marcada disminución de la conciencia muestra que la organización del yo es expulsada del cuerpo y se le impide trabajar. Esto se debe al hecho de que la proteína no puede acercarse a los procesos de mineralización donde la organización del yo es capaz de trabajar. El hecho de que las excreciones conlleven el peligro de infección es también una prueba para este punto de vista. Aquí la tendencia a destruir las fuerzas formativas internas se muestra potenciada.

Si se emplean preparados de antimonio en las manifestaciones de la fiebre tifoidea en un compuesto adecuado, resultarán ser una sustancia terapéutica. Despojan a la proteína de sus propias fuerzas y le permiten integrarse con las fuerzas formativas de la organización del yo.

Desde los puntos de vista tan extendidos y habituales hoy en día, se dirá: Estas concepciones sobre el antimonio son inexactas; y destacarán por contraste la exactitud científica de los métodos de la química ordinaria. Pero el hecho es que las reacciones químicas de las sustancias no son más significativas para su acción dentro del organismo humano que la composición química de una pintura para su aplicación por el artista. Sin duda, el artista hará bien en conocer el punto de partida químico desde el que trabaja. Pero la forma en que trata el color mientras pinta se deriva de otro método. Lo mismo ocurre con el terapeuta. Puede considerar la química como una base que tiene algún significado para él, pero el modo de acción de las sustancias dentro del organismo humano no tiene nada que ver con este dominio químico. Mientras sólo veamos exactitud en las conclusiones de la química ordinaria -también en su rama farmacéutica-, destruiremos la posibilidad de obtener concepciones de lo que ocurre dentro del organismo en los procesos de curación. 

Traducido por J.Luelmo junio2021

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