GA013 El conocimiento de los mundos superiores parte 8

LA CIENCIA OCULTA

Por Rudolf Steiner 

Índice

 

capítulo V


EL CONOCIMIENTO DE LOS MUNDOS SUPERIORES

8ª parte


Cuando el discípulo asciende a los mundos superiores del conocimiento, observa, en un momento dado, que la conexión de las fuerzas que constituyen su personalidad toma una forma diferente de la que tiene en el mundo físico-sensorial.


En este último el yo mantiene una estrecha cooperación de las fuerzas del alma, especialmente las del pensar, el sentir y la voluntad.
Estas tres fuerzas del alma, en las condiciones normales de la vida humana, están siempre en continua vinculación.
Por ejemplo, ve un cierto objeto en el mundo exterior, que puede agradar o desagradar al alma, es decir, cuya representación está necesariamente conectada con un sentido de placer o desagrado.
También se puede desear ese objeto o sentirse obligado a modificarlo de tal o cual manera; es decir, el deseo y la voluntad se asocian a la representación del mismo y al sentimiento que suscita.
Esta asociación se produce porque el yo recoge y unifica la representación, es decir, el pensar, el sentir y la voluntad, y así coordina las fuerzas de la personalidad.
Este ordenado equilibrio se vería perturbado si, por impotencia del yo, los deseos, por ejemplo, siguieran un camino diferente al del sentir o la representación.
El hombre no tendría una actitud sana del alma, si considerando una cosa justa deseara otra, que él mismo considerase como no buena; y lo mismo pasaría si deseara lo que no le gusta, en lugar de lo que le gusta.
Ahora bien, en un cierto momento del camino del conocimiento superior, el hombre se da cuenta de que el pensar, el sentir y el querer se separan en realidad, y cada uno de ellos adquiere una cierta independencia; un determinado pensamiento, por ejemplo, no estimula por propio impulso un cierto sentir y querer.

Sucede que uno puede percibir de forma correcta un objeto con el pensar, pero para llegar a un sentimiento o a cualquier decisión de la voluntad en este sentido, sea necesario elaborar un impulso independiente adicional dentro de nosotros mismos.
El pensar, el sentir y el querer ya no son precisamente tres fuerzas que irradian desde el Yo, como centro común de la personalidad, sino que se convierten en entidades independientes, como tres personalidades, en cierto modo; entonces es necesario vigorizar más el propio Yo, pues éste ya no sólo debe establecer el orden en las tres fuerzas, sino dirigir y guiar a tres entidades.
Pero esta escisión sólo debe existir durante la contemplación arriba mencionada.
De este hecho se desprende de nuevo la importancia de asociar los ejercicios para la disciplina superior con aquellos destinados a dar seguridad y firmeza a nuestro juicio, y a la vida del sentimientor y la voluntad.
Si no llevamos estas cualidades al mundo superior, pronto nos damos cuenta de lo débil que es el yo y de lo incapaz de guiar correctamente el pensar, el sentir y la voluntad.
Tal debilidad del yo causaría que el alma, arrastrada como por tres personalidades diferentes en diferentes direcciones, perdiera su unidad íntima.
Pero si la evolución del discípulo tiene lugar de manera correcta, esta multiplicación, por así decirlo, en su vida interior es señal de un verdadero progreso, y a pesar de ello sigue siendo el regulador supremo, como un nuevo yo, de las entidades independientes que ahora constituyen su alma.
En el curso ulterior de su evolución esta escisión continúa más adelante: el pensar que se ha vuelto independiente determina la aparición de una cuarta entidad especial anímico-espiritual, que puede ser indicada como un flujo directo en el hombre de corrientes, que se asemejan a los pensamientos.

El mundo entero aparece entonces como un edificio de pensamientos, y se presenta ante el hombre, a semejanza de como el mundo vegetal o animal se presenta ante él en el ámbito físico-sensorial.
De la misma manera, el sentir y la voluntad, al hacerse independientes, despiertan en el alma dos fuerzas que operan en ella como dos entidades independientes; y finalmente una séptima fuerza o entidad que se asemeja al propio Yo se añade a las otras.
A esta experiencia se añade otra.
Antes de penetrar en el mundo suprasensible, el hombre conocía el pensar, el sentir y la voluntad sólo como experiencias internas del alma; pero tan pronto como penetra en el mundo suprasensible percibe cosas, que no expresan nada físico-sensible, sino que expresan lo que es anímico-espiritual.
Detrás de las propiedades del nuevo mundo que percibe, ve entidades anímico-espirituales, y éstas se le presentan ahora como un mundo externo, así como en el campo físico-sensible los minerales, las plantas y los animales se le presentan a los sentidos.
El discípulo puede ahora observar una importante diferencia entre ese mundo anímico-espiritual que se le está revelando, y ese otro mundo que estaba acostumbrado a percibir a través de sus sentidos físicos.
Una planta del mundo sensible sigue siendo lo que es, a pesar de lo que el alma del hombre pueda pensar o sentir al respecto.
Esto no es el caso en un principio para las imágenes del mundo anímico-espiritual; se modifican de acuerdo a los pensamientos y sentimientos del hombre, que de esta manera les da una impronta de su propio ser.
Queremos suponer que una cierta imagen surja en el mundo imaginativo ante el hombre; mientras él permanezca indiferente a ella, la imagen se manifiesta de cierta forma; pero desde el momento en que suscita en él sentimientos de placer o de desagrado, esa forma se modifica.

Por lo tanto, las imágenes no sólo expresan algo independiente externo al hombre, sino que también reflejan algo de lo que el hombre mismo es; están completamente imbuidas de la esencia humana, que se extiende sobre las entidades espirituales como un velo.
En este caso el hombre, aunque se enfrente a una entidad real, no la ve, sino que sólo ve lo que él mismo ha creado.
Es decir que, aunque tenga la verdad ante sí, puede ver lo falso.
En efecto, esto ocurre no sólo con respecto a lo que el hombre ha observado de su propia entidad, sino que todo lo que hay en él también ejerce una acción sobre ese mundo.
Puede, por ejemplo, tener tendencias ocultas que, en virtud de la educación o el carácter, no se manifiestan en la vida, pero que sin embargo ejercen una acción sobre el mundo anímico-espiritual, que hace que éste adquiera un color peculiar debido a la naturaleza del hombre, sea o no consciente de esta naturaleza.
Para progresar más allá de esta etapa de la evolución, es necesario que el hombre aprenda a distinguir entre sí mismo y el mundo espiritual exterior, y que elimine todas las influencias de su propio Yo del mundo anímico-espiritual que le rodea; y esto sólo podrá hacerlo después de haber adquirido el conocimiento de aquello que él mismo trae al nuevo mundo.
Se trata, pues, de que el hombre se conozca primero verdadera y profundamente a sí mismo, y luego pueda percibir en toda su pureza el mundo anímico-espiritual que le rodea.
Ahora bien, en virtud de ciertos hechos de la evolución humana, tal autoconocimiento debe producirse naturalmente cuando el hombre entra en el mundo superior.
El hombre desarrolla en el habitual mundo físico-sensible su yo, su autoconciencia, y este yo actúa ahora como un centro de atracción para todo lo que pertenece al hombre.

Todas sus tendencias, simpatías, antipatías, pasiones, opiniones, etc. se agrupan, en cierto modo, en torno al Yo, y éste es también el punto de atracción de lo que se llama el Karma del hombre.
Si se pudiera ver a este Yo despojado de todos sus velos, también se podrían ver en él los destinos que le esperan en las presentes o futuras encarnaciones, según la vida que haya vivido en las anteriores y las cualidades que haya asimilado.
De esta manera el Yo, con todo lo que está unido a él, debe ser ya la primera imagen que se presente al alma del hombre, cuando ascienda al mundo anímico-espiritual.
Este doble del hombre, en virtud de una ley del mundo espiritual, debe constituir la primera impresión que se le presenta en ese mundo.
Es fácil comprender la ley que está en la base de este fenómeno, si se refleja, que en la vida físico-sensible el hombre se percibe a sí mismo sólo en la medida en que experimenta interiormente su propio pensar, sentir y querer; esta percepción, sin embargo, es interior: no se presenta exteriormente ante el hombre como se le presentan los minerales, las plantas y los animales.
Por otra parte, a través de la percepción interna, el hombre aprende a conocerse sólo parcialmente, porque tiene algo en él que no le permite profundizar demasiado en esta autoconciencia; es un estímulo que, tan pronto como el hombre reconoce una cualidad en sí mismo a través de la autoconciencia y no quiere hacerse ninguna ilusión sobre sí mismo, se ve empujado a transformar esta cualidad.
Si no cede a este estímulo y simplemente desvía su atención de su propio ser, continuando siendo como es, también se priva de la posibilidad de conocerse a sí mismo sobre esa cualidad en cuestión.
Sin embargo, si penetra en sí mismo y examina esta o aquella cualidad especial suya sin ilusiones, se encontrará en condiciones de corregirla, o no podrá hacerlo en las actuales circunstancias, de su vida; en este último caso un sentimiento se deslizará en su alma, un sentimiento que puede ser llamado vergüenza.
Tal es, en efecto, la acción de la naturaleza sana del hombre; a través del autoconocimiento experimenta muchos tipos de vergüenza.
Ahora bien, incluso en la vida ordinaria este sentimiento tiene un efecto muy definido: el hombre de mente sana procurará, que las cualidades que han despertado ese sentimiento no se manifiesten exteriormente, ni se expresen en acciones externas.
Por lo tanto, la vergüenza es una fuerza que impulsa al hombre a esconder algo dentro de sí mismo, para evitar que se manifieste exteriormente.
Si uno reflexiona sobre todo esto, llegará a comprender que la ciencia espiritual atribuye una acción aún más profunda a otra experiencia interna del alma, que es muy parecida al sentimiento de vergüenza; descubre que en las profundidades ocultas del alma existe una especie de vergüenza oculta, de la que el hombre no es consciente en la vida físico-sensible.
Este sentimiento oculto, sin embargo, actúa de manera similar al sentimiento manifiesto descrito en la vida ordinaria, e impide que la entidad más íntima del hombre se le presente en forma de imagen perceptible.
Si este sentimiento no existiera, el hombre podría verse a sí mismo como realmente es; experimentaría sus representaciones, sus sentimientos y su voluntad no sólo interiormente, sino que los vería como ve las piedras, los animales, las plantas.
Este sentimiento oscurece, pues, la visión que el hombre tiene de sí mismo y le oculta al mismo tiempo todo el mundo anímico-espiritual, porque si su esencia interior permanece oculta para el hombre, él no puede ni siquiera ver aquello por medio de lo cual tiene que desarrollar sus órganos para conocer el mundo anímico-espiritual, y no puede transformar su ser para que éste adquiera los órganos espirituales de percepción.

Pero si el hombre, por medio de una disciplina justa, trabaja para adquirir estos órganos de percepción, la primera impresión que se le presenta es la de sí mismo, tal como es realmente; ve su propio doble.
Este conocimiento de sí mismo no puede separarse de la percepción del resto del mundo anímico-spiritual.
En la vida ordinaria del mundo físico-sensorial, el sentimiento de vergüenza descrito actúa de tal manera que continuamente cierra la puerta del mundo anímico-spiritual al hombre.
Al primer paso que intenta penetrar en ese mundo, surge inmediatamente el sentimiento de vergüenza, del que no es consciente, y le oculta la parte del mundo anímico-spiritual que quiere manifestarse.
Los ejercicios descritos, sin embargo, abren este mundo.
En efecto, ese sentimiento oculto ejerce una acción muy beneficiosa para la humanidad; ya que todo lo que el hombre ha adquirido, sin la ayuda de la disciplina espiritual, como fuerza de criterio, de sentimiento y de voluntad, no es suficiente para hacerle capaz de soportar la vista del verdadero aspecto de su propia entidad; ya que le haría perder toda confianza en sí mismo, todo sentimiento o conciencia de sí mismo.
Para evitar que esto suceda, es necesario practicar no sólo los ejercicios que conducen a un conocimiento más elevado, sino cultivar al mismo tiempo el desarrollo de un criterio saludable, y el refinamiento de la naturaleza de los propios sentimientos y del carácter.
De la Ciencia del Espíritu, por medio de una disciplina regular, además de los muchos medios para el autoconocimiento y la autoobservación, el hombre aprende lo necesario para darle la fuerza para soportar su encuentro con su doble.
Entonces el discípulo ve la imagen en el mundo imaginativo, en otra forma, de lo que ya ha conocido en el mundo físico.
Cualquiera que, por medio de su intelecto ya en el mundo físico, haya comprendido correctamente las leyes del Karma, no se sentirá consternado al ver su destino trazado en la imagen de su doble.

Aquellos que han comprendido la evolución del mundo y de la humanidad según su propio criterio y saben cómo, en un momento dado de la misma, las fuerzas de Lucifer han penetrado en el alma humana, no encontrarán difícil soportar la vista de la imagen de su propia entidad, que contiene a esos seres luciféricos con todos sus efectos.
De todo esto, sin embargo, se puede ver cuán necesario es que el hombre no intente penetrar en el mundo espiritual antes de que, a través de su juicio normalmente evolucionado en el mundo físico-sensorial, no haya comprendido ciertas verdades del mundo espiritual.
Todo lo que se comunica en este libro y que precede al tratamiento del "Conocimiento de los Mundos Superiores" debe ser asimilado por el discípulo, en el curso regular de su desarrollo, por medio de su capacidad normal de juicio, antes de que él mismo desee penetrar en los mundos superiores.
Con una disciplina que no tiene en cuenta la necesidad de revitalizar la seguridad y la firmeza del juicio y la vida del sentimiento y del carácter, puede suceder que el discípulo penetre en el mundo superior antes de haber adquirido las capacidades internas necesarias.
El encuentro con su doble en tal caso lo angustiaría y lo expondría a errores.
Pero si -como también es posible- se evitara completamente el encuentro y el hombre penetrara sin embargo en el mundo superior, nunca podría reconocer ese mundo en su verdadera forma; sería incapaz de distinguir entre el aspecto por el cual él mismo ve las cosas y lo que realmente son.
Esta distinción sólo es posible cuando el discípulo percibe su propia entidad como una imagen en sí misma, y así desprende de su entorno todo lo que fluye de su interior.

En la vida del hombre en el mundo físico-sensible, el doble, en virtud del sentimiento de vergüenza precisamente caracterizado, se hace invisible tan pronto como el hombre se acerca al mundo anímico-espiritual; así, sin embargo, el doble esconde completamente todo ese mundo.
Se presenta ante ese mundo como un "Guardián", con el fin de prohibir a los que aún no son aptos para entrar en él, y por lo tanto es llamado por la ciencia espiritual el "Guardián del umbral del mundo anímico espiritual".
Al igual que en la entrada del mundo suprasensible, el hombre se encuentra con este "Guardián del Umbral" incluso cuando pasa por la muerte física; este se le revela gradualmente durante el curso de la evolución anímico-espiritual que transcurre entre la muerte y el nuevo nacimiento.
Pero tal encuentro no puede angustiar al hombre, porque conoce otros mundos, que había ignorado en la vida entre el nacimiento y la muerte.
Si el hombre penetrara en el mundo anímico-espiritual sin encontrar al "Guardián del Umbral", podría ser víctima de muchas ilusiones; nunca podría distinguir lo que trae a ese mundo de lo que realmente le pertenece; pero una disciplina regular debe guiar al discípulo en el campo de la verdad y no en el de la ilusión; en virtud de ella, por lo tanto, el encuentro debe tener lugar necesariamente una vez.
En efecto, tal encuentro es uno de los remedios eficaces para evitar la posibilidad de ilusiones y fantasías en el estudio de los mundos espirituales.
Es indispensable que cada discípulo de la Ciencia del Espíritu preste especial atención a la educación de sí mismo, para que no caiga en el ensueño, para que no se convierta en un hombre sujeto a ilusiones y errores, como resultado de la sugestión o de la autosugestión.
Cuando se observan las normas correctas de disciplina espiritual, las fuentes que podrían ser la causa del error son aniquiladas.

Por supuesto, no es posible examinar aquí todas las minucias particulares de las medidas que deben ser observadas, sino que sólo se da a mencionar las causas de las ilusiones involucradas; éstas pueden provenir de dos fuentes.
En primer lugar, se derivan en parte del hecho de que el discípulo le da a la realidad el color de su propia entidad anímica.
En la vida ordinaria del mundo físico-sensible, este tipo de ilusión presenta relativamente poco peligro; por mucho que el observador desee dotar al mundo exterior del color de sus propios deseos e intereses, éste siempre se impone claramente con su propia forma.
Pero tan pronto como uno penetra en el mundo imaginativo, las imágenes en realidad sufren una transformación como resultado de esos deseos e intereses, y el hombre se encuentra ante él como realidad, aquello que él mismo ha formado, o al menos colaborado.
Pues bien, como a través del encuentro con el Guardián del Umbral el discípulo aprende a conocer todo lo que hay en él, todo lo que puede traer consigo al mundo espiritual, esta fuente de ilusión queda eliminada.
La preparación a la que se somete el discípulo antes de penetrar en el mundo anímico-espiritual tiene por objeto habituarlo, incluso en la observación del mundo físico, a eliminar su propia personalidad y a dejar que las cosas y los procesos le hablen directamente en virtud de su propia naturaleza.
Cualquiera que haya practicado suficientemente esta preparación puede considerar con calma el encuentro con el Guardián del Umbral; este encuentro puede mostrarle definitivamente si está realmente en condiciones de eliminar su propia personalidad cuando se enfrenta al mundo anímico-espiritual.
Además de esta fuente de ilusiones, hay otra, que se revela cuando uno malinterpreta las impresiones que recibe.

En el mundo físico-sensible se puede tener un ejemplo típico de tal ilusión cuando, sentados en una vía férrea, creemos que los árboles se mueven en dirección opuesta al tren, mientras que en cambio somos nosotros los que nos movemos con el tren.
Tales errores en el mundo físico-sensible no son siempre tan fáciles de constatar como el tan simple descrito; sin embargo, es evidente que en este mundo el hombre también encuentra los medios para eliminar tales ilusiones, siempre y cuando tenga en cuenta con criterios sólidos todos los elementos que puedan servir para explicar el hecho relativo.
Pero esto se vuelve diferente tan pronto como uno penetra en las esferas superiores.
En el mundo sensible la ilusión humana no puede alterar la realidad misma de los hechos, y por lo tanto es posible rectificar la ilusión mediante un examen carente de prejuicios de esos hechos.
Pero en el mundo suprasensible esta observación no es ciertamente posible.
Si un hombre quiere observar un proceso suprasensible y lo aborda con un criterio equivocado, introduce un error en el proceso mismo, de modo que está tan entrelazado con el hecho de que no es fácil al principio distinguir uno del otro.
En este caso el error ya no es del hombre, ni el hecho real está fuera de él, sino que el error mismo se ha convertido en una parte constitutiva del hecho externo; la realidad, por lo tanto, no puede ser rectificada simplemente por la observación desprejuiciada del hecho.
Este ejemplo indica una fuente perenne de ilusiones y fantasías para quienes se acercan al mundo suprasensible sin la preparación adecuada.
Pues bien, así como el discípulo adquiere ahora la capacidad de eliminar todas las ilusiones que provienen del colorido que su propia naturaleza ha dado a los fenómenos cósmicos sobrenaturales, también debe alcanzar la facultad de cancelar la segunda fuente de ilusiones descrita anteriormente.
El discípulo puede excluir lo que él mismo ha traído, tan pronto como haya reconocido la imagen de su propio doble, y puede eliminar la segunda fuente de ilusiones cuando haya adquirido la capacidad de reconocer, de la propia naturaleza de un hecho del mundo suprasensible, si es realidad o ilusión.

Si las ilusiones tuvieran precisamente el mismo aspecto de la realidad, no sería posible distinguirlas; pero no es así.
Las ilusiones de los mundos suprasensibles tienen sus propias características, y por lo tanto difieren de la realidad; es necesario que el discípulo sepa distinguirlas para reconocer la realidad.
La pregunta que surge espontáneamente, para aquellos que no conocen la disciplina espiritual, es: "¿Cómo es posible defenderse del error cuando las fuentes de las ilusiones son tan numerosas? ¿Existe tal vez un solo discípulo espiritual que pueda afirmar con certeza que sus pretensiones de conocimiento superior no se basan en la ilusión, es decir, en la sugestión o en la autosugestión?
Quien habla de esa manera no tiene en cuenta el hecho de que toda verdadera disciplina espiritual se lleva a cabo de tal manera que las fuentes de las ilusiones permanecen eliminadas.
En primer lugar, el verdadero discípulo, en virtud de su preparación, adquirirá un conocimiento suficiente de todas las posibles causas de errores e ilusiones para poder defenderse.
En este sentido, tiene más posibilidades que cualquier otro hombre de adquirir sabiduría y juicio para dirigir su vida.
Todo lo que aprende, le enseña a no confiar en ninguna vaga premonición o presagio, etc., etc., y es capaz de aprender de ello. La disciplina lo hace más prudente que nunca.
Después de todo, toda la verdadera enseñanza se basa en el estudio de los grandes acontecimientos cósmicos; por lo tanto, de los argumentos que requieren tensión de discernimiento y juicio; y este ejercicio fortalece y exacerba estas facultades.
Sólo aquellos que se niegan a estudiar tan vastos campos, y que desean adherirse a "revelaciones" más accesibles, pueden carecer del sano fortalecimiento del criterio, que les permite discernir con certeza la ilusión de la realidad.

Pero todo esto no es lo esencial; la mayor importancia radica en los propios ejercicios, practicados en el curso de una disciplina espiritual regular.
Estos deben ser dirigidos de tal manera que la conciencia del discípulo, durante la concentración interna, pueda observar minuciosamente todo lo que ocurre en su alma.
En primer lugar, el discípulo debe formar un símbolo para provocar la imaginación; este símbolo contiene todavía representaciones de percepciones externas.
El hombre no determina su contenido por sí solo; no lo forma él mismo, y por lo tanto puede engañarse a sí mismo y malinterpretar su origen.
Pero aleja este contenido de su conciencia cuando procede a los ejercicios de inspiración, y se concentra sólo en su propia alma en la actividad que ha formado el símbolo.
Pero incluso en este punto existe la posibilidad de error; a través de la educación y el estudio, etc., el hombre ha desarrollado una actividad especial de su alma, cuyo origen no conoce completamente.
El discípulo ahora alejaa incluso esta actividad de su alma de la conciencia, y si después de esta eliminación todavía le queda algo, no queda nada que pueda escapar a la observación, o de lo cual no pueda juzgar plenamente el contenido.
El discípulo posee, pues, algo con su intuición que le muestra cómo se constituye una realidad pura del mundo anímico-espiritual; si luego utiliza las características reconocidas de la realidad anímico-espiritual como piedra de toque para examinar todo lo que somete a su observación, podrá distinguir la apariencia de la realidad.
Si aplica esta ley, puede estar tan seguro de protegerse de la ilusión en el mundo suprasensible como lo está en el mundo físico-sensible de no confundir un hierro ardiente imaginario por un hierro ardiente real.

Por supuesto, estas consideraciones sólo pueden aplicarse a los conocimientos adquiridos a través de la experiencia en los mundos sensibles mencionados, y no a los que nos comunican otros, y que se comprenden con nuestro intelecto físico y un saludable sentimiento de verdad.
El discípulo debe esforzarse por trazar un límite bien definido entre lo que ha adquirido para sí mismo y lo que ha recibido de los demás, y debe estar dispuesto a aceptar las comunicaciones sobre los mundos superiores y a examinarlas según su propio criterio.
Pero cuando se trata de una experiencia propia, una observación hecha por él mismo, debe verificar cuidadosamente si presenta esas características que ha aprendido a conocer por los medios infalibles de la intuición.



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El objetivo de este blog es publicar en Internet todo el material fuente existente para las transcripciones de las conferencias de Rudolf Steiner de la forma más completa posible, para que este gran tesoro esté disponible para toda la humanidad. Se trata de notas de oyentes, transcripciones de conferencias y, en su mayor parte, transcripciones en texto plano de conferencias estenografiadas, también conocidas como transcripciones en texto plano. De este modo, cualquiera puede comprobar por sí mismo, mediante comparaciones, qué dijo realmente Rudolf Steiner y cómo fue editado (y, por tanto, modificado) en las distintas ediciones. Y por último, pero no menos importante, también encontrarán mucho material inédito. La obra de Rudolf Steiner es de dominio público desde 1996 y, por tanto, pertenece legalmente a toda la humanidad. Él mismo habría elegido una fecha mucho más temprana para la publicación de su obra, como se desprende de los pasajes sobre propiedad intelectual que citamos a continuación; Incluso el período de protección de 30 años que se aplicaba entonces le parecía demasiado largo. ¿Y qué habría dicho sobre el hecho de que 85 años después de su muerte, parte de su obra docente siga inédita y acumulando polvo en los archivos? Él mismo encontró una expresión adecuada para esto: Fue puesto en un ataúd. Este sitio web está destinado a ayudar a liberarlo de este ataúd. "Lo que el hombre puede crear a partir de sus capacidades intelectuales se lo debe a la sociedad humana, al orden social humano. En realidad, no le pertenece. ¿Por qué gestionamos nuestra propiedad intelectual? Simplemente porque la produces; al producirla, demuestras que tienes la capacidad de hacerlo mejor que los demás. Mientras tengas esa capacidad mejor que los demás, gestionarás mejor esa propiedad intelectual al servicio del conjunto. Ahora la gente se ha dado cuenta al menos de que esta propiedad intelectual no se perpetúa sin fin. Treinta años después de la muerte, la propiedad intelectual pertenece a toda la humanidad. Cualquiera puede imprimir lo que yo he producido treinta años después de mi muerte. Puede utilizarlo como quiera; y eso está bien. Incluso estaría de acuerdo si hubiera más derechos en este ámbito. No hay otra justificación para la gestión de la propiedad intelectual que el hecho de que, porque se puede producir, también se tienen las mejores capacidades [...] Será una forma sana de socializar el capital si hacemos fluir en el organismo social lo que hoy se acumula como capital en el derecho de sucesiones, en el surgimiento de las pensiones, del derecho de las manos ociosas, de los derechos humanos superfluos, lo que así se acumula en capital; eso es lo que importa. Ni siquiera hace falta decir que la propiedad privada debe convertirse en propiedad social. El concepto de propiedad no tendrá ningún significado". Rudolf Steiner el 25 de abril de 1919