LA CIENCIA OCULTA
Por Rudolf Steiner
capítulo V
EL CONOCIMIENTO DE LOS MUNDOS SUPERIORES
8ª parte
Cuando el discípulo asciende a los mundos superiores del conocimiento, observa, en un momento dado, que la conexión de las fuerzas que constituyen su personalidad toma una forma diferente de la que tiene en el mundo físico-sensorial.
En este último el yo mantiene una estrecha cooperación de las fuerzas del alma, especialmente las del pensar, el sentir y la voluntad.
Estas tres fuerzas del alma, en las condiciones normales de la vida humana, están siempre en continua vinculación.
Por ejemplo, ve un cierto objeto en el mundo exterior, que puede agradar o desagradar al alma, es decir, cuya representación está necesariamente conectada con un sentido de placer o desagrado.
También se puede desear ese objeto o sentirse obligado a modificarlo de tal o cual manera; es decir, el deseo y la voluntad se asocian a la representación del mismo y al sentimiento que suscita.
Esta asociación se produce porque el yo recoge y unifica la representación, es decir, el pensar, el sentir y la voluntad, y así coordina las fuerzas de la personalidad.
Este ordenado equilibrio se vería perturbado si, por impotencia del yo, los deseos, por ejemplo, siguieran un camino diferente al del sentir o la representación.
El hombre no tendría una actitud sana del alma, si considerando una cosa justa deseara otra, que él mismo considerase como no buena; y lo mismo pasaría si deseara lo que no le gusta, en lugar de lo que le gusta.
Ahora bien, en un cierto momento del camino del conocimiento superior, el hombre se da cuenta de que el pensar, el sentir y el querer se separan en realidad, y cada uno de ellos adquiere una cierta independencia; un determinado pensamiento, por ejemplo, no estimula por propio impulso un cierto sentir y querer.
Sucede
que uno puede percibir de forma correcta un objeto con el pensar,
pero para llegar a un sentimiento o a cualquier decisión de la
voluntad en este sentido, sea necesario elaborar un impulso
independiente adicional dentro de nosotros mismos.
El pensar, el
sentir y el querer ya no son precisamente tres fuerzas que irradian
desde el Yo, como centro común de la personalidad, sino que se
convierten en entidades independientes, como tres personalidades, en
cierto modo; entonces es necesario vigorizar más el propio Yo, pues
éste ya no sólo debe establecer el orden en las tres fuerzas, sino
dirigir y guiar a tres entidades.
Pero esta escisión sólo debe
existir durante la contemplación arriba mencionada.
De este hecho
se desprende de nuevo la importancia de asociar los ejercicios para
la disciplina superior con aquellos destinados a dar seguridad y
firmeza a nuestro juicio, y a la vida del sentimientor y la
voluntad.
Si no llevamos estas cualidades al mundo superior,
pronto nos damos cuenta de lo débil que es el yo y de lo incapaz de
guiar correctamente el pensar, el sentir y la voluntad.
Tal
debilidad del yo causaría que el alma, arrastrada como por tres
personalidades diferentes en diferentes direcciones, perdiera su
unidad íntima.
Pero si la evolución del discípulo tiene lugar
de manera correcta, esta multiplicación, por así decirlo, en su
vida interior es señal de un verdadero progreso, y a pesar de ello
sigue siendo el regulador supremo, como un nuevo yo, de las entidades
independientes que ahora constituyen su alma.
En el curso ulterior
de su evolución esta escisión continúa más adelante: el pensar
que se ha vuelto independiente determina la aparición de una cuarta
entidad especial anímico-espiritual, que puede ser indicada como un
flujo directo en el hombre de corrientes, que se asemejan a los
pensamientos.
El
mundo entero aparece entonces como un edificio de pensamientos, y se
presenta ante el hombre, a semejanza de como el mundo vegetal o
animal se presenta ante él en el ámbito físico-sensorial.
De la
misma manera, el sentir y la voluntad, al hacerse independientes,
despiertan en el alma dos fuerzas que operan en ella como dos
entidades independientes; y finalmente una séptima fuerza o entidad
que se asemeja al propio Yo se añade a las otras.
A esta
experiencia se añade otra.
Antes de penetrar en el mundo
suprasensible, el hombre conocía el pensar, el sentir y la voluntad
sólo como experiencias internas del alma; pero tan pronto como
penetra en el mundo suprasensible percibe cosas, que no expresan nada
físico-sensible, sino que expresan lo que es
anímico-espiritual.
Detrás de las propiedades del nuevo mundo
que percibe, ve entidades anímico-espirituales, y éstas se le
presentan ahora como un mundo externo, así como en el campo
físico-sensible los minerales, las plantas y los animales se le
presentan a los sentidos.
El discípulo puede ahora observar una
importante diferencia entre ese mundo anímico-espiritual que se le
está revelando, y ese otro mundo que estaba acostumbrado a percibir
a través de sus sentidos físicos.
Una planta del mundo sensible
sigue siendo lo que es, a pesar de lo que el alma del hombre pueda
pensar o sentir al respecto.
Esto no es el caso en un principio
para las imágenes del mundo anímico-espiritual; se modifican de
acuerdo a los pensamientos y sentimientos del hombre, que de esta
manera les da una impronta de su propio ser.
Queremos suponer que
una cierta imagen surja en el mundo imaginativo ante el hombre;
mientras él permanezca indiferente a ella, la imagen se manifiesta
de cierta forma; pero desde el momento en que suscita en él
sentimientos de placer o de desagrado, esa forma se modifica.
Por
lo tanto, las imágenes no sólo expresan algo independiente externo
al hombre, sino que también reflejan algo de lo que el hombre mismo
es; están completamente imbuidas de la esencia humana, que se
extiende sobre las entidades espirituales como un velo.
En este
caso el hombre, aunque se enfrente a una entidad real, no la ve, sino
que sólo ve lo que él mismo ha creado.
Es decir que, aunque
tenga la verdad ante sí, puede ver lo falso.
En efecto, esto
ocurre no sólo con respecto a lo que el hombre ha observado de su
propia entidad, sino que todo lo que hay en él también ejerce una
acción sobre ese mundo.
Puede, por ejemplo, tener tendencias
ocultas que, en virtud de la educación o el carácter, no se
manifiestan en la vida, pero que sin embargo ejercen una acción
sobre el mundo anímico-espiritual, que hace que éste adquiera un
color peculiar debido a la naturaleza del hombre, sea o no consciente
de esta naturaleza.
Para progresar más allá de esta etapa de la
evolución, es necesario que el hombre aprenda a distinguir entre sí
mismo y el mundo espiritual exterior, y que elimine todas las
influencias de su propio Yo del mundo anímico-espiritual que le
rodea; y esto sólo podrá hacerlo después de haber adquirido el
conocimiento de aquello que él mismo trae al nuevo mundo.
Se
trata, pues, de que el hombre se conozca primero verdadera y
profundamente a sí mismo, y luego pueda percibir en toda su pureza
el mundo anímico-espiritual que le rodea.
Ahora bien, en virtud
de ciertos hechos de la evolución humana, tal autoconocimiento debe
producirse naturalmente cuando el hombre entra en el mundo
superior.
El hombre desarrolla en el habitual mundo
físico-sensible su yo, su autoconciencia, y este yo actúa ahora
como un centro de atracción para todo lo que pertenece al hombre.
Todas
sus tendencias, simpatías, antipatías, pasiones, opiniones, etc. se
agrupan, en cierto modo, en torno al Yo, y éste es también el punto
de atracción de lo que se llama el Karma del hombre.
Si se
pudiera ver a este Yo despojado de todos sus velos, también se
podrían ver en él los destinos que le esperan en las presentes o
futuras encarnaciones, según la vida que haya vivido en las
anteriores y las cualidades que haya asimilado.
De esta manera el
Yo, con todo lo que está unido a él, debe ser ya la primera imagen
que se presente al alma del hombre, cuando ascienda al mundo
anímico-espiritual.
Este doble del hombre, en virtud de una ley
del mundo espiritual, debe constituir la primera impresión que se le
presenta en ese mundo.
Es fácil comprender la ley que está en la
base de este fenómeno, si se refleja, que en la vida físico-sensible
el hombre se percibe a sí mismo sólo en la medida en que
experimenta interiormente su propio pensar, sentir y querer; esta
percepción, sin embargo, es interior: no se presenta exteriormente
ante el hombre como se le presentan los minerales, las plantas y los
animales.
Por otra parte, a través de la percepción interna, el
hombre aprende a conocerse sólo parcialmente, porque tiene algo en
él que no le permite profundizar demasiado en esta autoconciencia;
es un estímulo que, tan pronto como el hombre reconoce una cualidad
en sí mismo a través de la autoconciencia y no quiere hacerse
ninguna ilusión sobre sí mismo, se ve empujado a transformar esta
cualidad.
Si no cede a este estímulo y simplemente desvía su
atención de su propio ser, continuando siendo como es, también se
priva de la posibilidad de conocerse a sí mismo sobre esa cualidad
en cuestión.
Sin embargo, si penetra en sí mismo y examina esta
o aquella cualidad especial suya sin ilusiones, se encontrará en
condiciones de corregirla, o no podrá hacerlo en las actuales
circunstancias, de su vida; en este último caso un sentimiento se
deslizará en su alma, un sentimiento que puede ser llamado
vergüenza.
Tal es, en efecto, la acción de la naturaleza sana
del hombre; a través del autoconocimiento experimenta muchos tipos
de vergüenza.
Ahora bien, incluso en la vida ordinaria este
sentimiento tiene un efecto muy definido: el hombre de mente sana
procurará, que las cualidades que han despertado ese sentimiento no
se manifiesten exteriormente, ni se expresen en acciones
externas.
Por lo tanto, la vergüenza es una fuerza que impulsa al
hombre a esconder algo dentro de sí mismo, para evitar que se
manifieste exteriormente.
Si uno reflexiona sobre todo esto,
llegará a comprender que la ciencia espiritual atribuye una acción
aún más profunda a otra experiencia interna del alma, que es muy
parecida al sentimiento de vergüenza; descubre que en las
profundidades ocultas del alma existe una especie de vergüenza
oculta, de la que el hombre no es consciente en la vida
físico-sensible.
Este sentimiento oculto, sin embargo, actúa de
manera similar al sentimiento manifiesto descrito en la vida
ordinaria, e impide que la entidad más íntima del hombre se le
presente en forma de imagen perceptible.
Si este sentimiento no
existiera, el hombre podría verse a sí mismo como realmente es;
experimentaría sus representaciones, sus sentimientos y su voluntad
no sólo interiormente, sino que los vería como ve las piedras, los
animales, las plantas.
Este sentimiento oscurece, pues, la visión
que el hombre tiene de sí mismo y le oculta al mismo tiempo todo el
mundo anímico-espiritual, porque si su esencia interior permanece
oculta para el hombre, él no puede ni siquiera ver aquello por medio
de lo cual tiene que desarrollar sus órganos para conocer el mundo
anímico-espiritual, y no puede transformar su ser para que éste
adquiera los órganos espirituales de percepción.
Pero
si el hombre, por medio de una disciplina justa, trabaja para
adquirir estos órganos de percepción, la primera impresión que se
le presenta es la de sí mismo, tal como es realmente; ve su propio
doble.
Este conocimiento de sí mismo no puede separarse de la
percepción del resto del mundo anímico-spiritual.
En la vida
ordinaria del mundo físico-sensorial, el sentimiento de vergüenza
descrito actúa de tal manera que continuamente cierra la puerta del
mundo anímico-spiritual al hombre.
Al primer paso que intenta
penetrar en ese mundo, surge inmediatamente el sentimiento de
vergüenza, del que no es consciente, y le oculta la parte del mundo
anímico-spiritual que quiere manifestarse.
Los ejercicios
descritos, sin embargo, abren este mundo.
En efecto, ese
sentimiento oculto ejerce una acción muy beneficiosa para la
humanidad; ya que todo lo que el hombre ha adquirido, sin la ayuda de
la disciplina espiritual, como fuerza de criterio, de sentimiento y
de voluntad, no es suficiente para hacerle capaz de soportar la vista
del verdadero aspecto de su propia entidad; ya que le haría perder
toda confianza en sí mismo, todo sentimiento o conciencia de sí
mismo.
Para evitar que esto suceda, es necesario practicar no sólo
los ejercicios que conducen a un conocimiento más elevado, sino
cultivar al mismo tiempo el desarrollo de un criterio saludable, y el
refinamiento de la naturaleza de los propios sentimientos y del
carácter.
De la Ciencia del Espíritu, por medio de una
disciplina regular, además de los muchos medios para el
autoconocimiento y la autoobservación, el hombre aprende lo
necesario para darle la fuerza para soportar su encuentro con su
doble.
Entonces el discípulo ve la imagen en el mundo
imaginativo, en otra forma, de lo que ya ha conocido en el mundo
físico.
Cualquiera que, por medio de su intelecto ya en el mundo
físico, haya comprendido correctamente las leyes del Karma, no se
sentirá consternado al ver su destino trazado en la imagen de su
doble.
Aquellos
que han comprendido la evolución del mundo y de la humanidad según
su propio criterio y saben cómo, en un momento dado de la misma, las
fuerzas de Lucifer han penetrado en el alma humana, no encontrarán
difícil soportar la vista de la imagen de su propia entidad, que
contiene a esos seres luciféricos con todos sus efectos.
De todo
esto, sin embargo, se puede ver cuán necesario es que el hombre no
intente penetrar en el mundo espiritual antes de que, a través de su
juicio normalmente evolucionado en el mundo físico-sensorial, no
haya comprendido ciertas verdades del mundo espiritual.
Todo lo
que se comunica en este libro y que precede al tratamiento del
"Conocimiento de los Mundos Superiores" debe ser asimilado
por el discípulo, en el curso regular de su desarrollo, por medio de
su capacidad normal de juicio, antes de que él mismo desee penetrar
en los mundos superiores.
Con una disciplina que no tiene en
cuenta la necesidad de revitalizar la seguridad y la firmeza del
juicio y la vida del sentimiento y del carácter, puede suceder que
el discípulo penetre en el mundo superior antes de haber adquirido
las capacidades internas necesarias.
El encuentro con su doble en
tal caso lo angustiaría y lo expondría a errores.
Pero si -como
también es posible- se evitara completamente el encuentro y el
hombre penetrara sin embargo en el mundo superior, nunca podría
reconocer ese mundo en su verdadera forma; sería incapaz de
distinguir entre el aspecto por el cual él mismo ve las cosas y lo
que realmente son.
Esta distinción sólo es posible cuando el
discípulo percibe su propia entidad como una imagen en sí misma, y
así desprende de su entorno todo lo que fluye de su interior.
En
la vida del hombre en el mundo físico-sensible, el doble, en virtud
del sentimiento de vergüenza precisamente caracterizado, se hace
invisible tan pronto como el hombre se acerca al mundo
anímico-espiritual; así, sin embargo, el doble esconde
completamente todo ese mundo.
Se presenta ante ese mundo como un
"Guardián", con el fin de prohibir a los que aún no son
aptos para entrar en él, y por lo tanto es llamado por la ciencia
espiritual el "Guardián del umbral del mundo anímico
espiritual".
Al igual que en la entrada del mundo
suprasensible, el hombre se encuentra con este "Guardián del
Umbral" incluso cuando pasa por la muerte física; este se le
revela gradualmente durante el curso de la evolución
anímico-espiritual que transcurre entre la muerte y el nuevo
nacimiento.
Pero tal encuentro no puede angustiar al hombre,
porque conoce otros mundos, que había ignorado en la vida entre el
nacimiento y la muerte.
Si el hombre penetrara en el mundo
anímico-espiritual sin encontrar al "Guardián del Umbral",
podría ser víctima de muchas ilusiones; nunca podría distinguir lo
que trae a ese mundo de lo que realmente le pertenece; pero una
disciplina regular debe guiar al discípulo en el campo de la verdad
y no en el de la ilusión; en virtud de ella, por lo tanto, el
encuentro debe tener lugar necesariamente una vez.
En efecto, tal
encuentro es uno de los remedios eficaces para evitar la posibilidad
de ilusiones y fantasías en el estudio de los mundos
espirituales.
Es indispensable que cada discípulo de la Ciencia
del Espíritu preste especial atención a la educación de sí mismo,
para que no caiga en el ensueño, para que no se convierta en un
hombre sujeto a ilusiones y errores, como resultado de la sugestión
o de la autosugestión.
Cuando se observan las normas correctas de
disciplina espiritual, las fuentes que podrían ser la causa del
error son aniquiladas.
Por
supuesto, no es posible examinar aquí todas las minucias
particulares de las medidas que deben ser observadas, sino que sólo
se da a mencionar las causas de las ilusiones involucradas; éstas
pueden provenir de dos fuentes.
En primer lugar, se derivan en
parte del hecho de que el discípulo le da a la realidad el color de
su propia entidad anímica.
En la vida ordinaria del mundo
físico-sensible, este tipo de ilusión presenta relativamente poco
peligro; por mucho que el observador desee dotar al mundo exterior
del color de sus propios deseos e intereses, éste siempre se impone
claramente con su propia forma.
Pero tan pronto como uno penetra
en el mundo imaginativo, las imágenes en realidad sufren una
transformación como resultado de esos deseos e intereses, y el
hombre se encuentra ante él como realidad, aquello que él mismo ha
formado, o al menos colaborado.
Pues bien, como a través del
encuentro con el Guardián del Umbral el discípulo aprende a conocer
todo lo que hay en él, todo lo que puede traer consigo al mundo
espiritual, esta fuente de ilusión queda eliminada.
La
preparación a la que se somete el discípulo antes de penetrar en el
mundo anímico-espiritual tiene por objeto habituarlo, incluso en la
observación del mundo físico, a eliminar su propia personalidad y a
dejar que las cosas y los procesos le hablen directamente en virtud
de su propia naturaleza.
Cualquiera que haya practicado
suficientemente esta preparación puede considerar con calma el
encuentro con el Guardián del Umbral; este encuentro puede mostrarle
definitivamente si está realmente en condiciones de eliminar su
propia personalidad cuando se enfrenta al mundo
anímico-espiritual.
Además de esta fuente de ilusiones, hay
otra, que se revela cuando uno malinterpreta las impresiones que
recibe.
En
el mundo físico-sensible se puede tener un ejemplo típico de tal
ilusión cuando, sentados en una vía férrea, creemos que los
árboles se mueven en dirección opuesta al tren, mientras que en
cambio somos nosotros los que nos movemos con el tren.
Tales
errores en el mundo físico-sensible no son siempre tan fáciles de
constatar como el tan simple descrito; sin embargo, es evidente que
en este mundo el hombre también encuentra los medios para eliminar
tales ilusiones, siempre y cuando tenga en cuenta con criterios
sólidos todos los elementos que puedan servir para explicar el hecho
relativo.
Pero esto se vuelve diferente tan pronto como uno
penetra en las esferas superiores.
En el mundo sensible la ilusión
humana no puede alterar la realidad misma de los hechos, y por lo
tanto es posible rectificar la ilusión mediante un examen carente de
prejuicios de esos hechos.
Pero en el mundo suprasensible esta
observación no es ciertamente posible.
Si un hombre quiere
observar un proceso suprasensible y lo aborda con un criterio
equivocado, introduce un error en el proceso mismo, de modo que está
tan entrelazado con el hecho de que no es fácil al principio
distinguir uno del otro.
En este caso el error ya no es del
hombre, ni el hecho real está fuera de él, sino que el error mismo
se ha convertido en una parte constitutiva del hecho externo; la
realidad, por lo tanto, no puede ser rectificada simplemente por la
observación desprejuiciada del hecho.
Este ejemplo indica una
fuente perenne de ilusiones y fantasías para quienes se acercan al
mundo suprasensible sin la preparación adecuada.
Pues bien, así
como el discípulo adquiere ahora la capacidad de eliminar todas las
ilusiones que provienen del colorido que su propia naturaleza ha dado
a los fenómenos cósmicos sobrenaturales, también debe alcanzar la
facultad de cancelar la segunda fuente de ilusiones descrita
anteriormente.
El discípulo puede excluir lo que él mismo ha
traído, tan pronto como haya reconocido la imagen de su propio
doble, y puede eliminar la segunda fuente de ilusiones cuando haya
adquirido la capacidad de reconocer, de la propia naturaleza de un
hecho del mundo suprasensible, si es realidad o ilusión.
Si
las ilusiones tuvieran precisamente el mismo aspecto de la realidad,
no sería posible distinguirlas; pero no es así.
Las ilusiones de
los mundos suprasensibles tienen sus propias características, y por
lo tanto difieren de la realidad; es necesario que el discípulo sepa
distinguirlas para reconocer la realidad.
La pregunta que surge
espontáneamente, para aquellos que no conocen la disciplina
espiritual, es: "¿Cómo es posible defenderse del error cuando
las fuentes de las ilusiones son tan numerosas? ¿Existe tal vez un
solo discípulo espiritual que pueda afirmar con certeza que sus
pretensiones de conocimiento superior no se basan en la ilusión, es
decir, en la sugestión o en la autosugestión?
Quien habla de esa
manera no tiene en cuenta el hecho de que toda verdadera disciplina
espiritual se lleva a cabo de tal manera que las fuentes de las
ilusiones permanecen eliminadas.
En primer lugar, el verdadero
discípulo, en virtud de su preparación, adquirirá un conocimiento
suficiente de todas las posibles causas de errores e ilusiones para
poder defenderse.
En este sentido, tiene más posibilidades que
cualquier otro hombre de adquirir sabiduría y juicio para dirigir su
vida.
Todo lo que aprende, le enseña a no confiar en ninguna vaga
premonición o presagio, etc., etc., y es capaz de aprender de ello.
La disciplina lo hace más prudente que nunca.
Después de todo,
toda la verdadera enseñanza se basa en el estudio de los grandes
acontecimientos cósmicos; por lo tanto, de los argumentos que
requieren tensión de discernimiento y juicio; y este ejercicio
fortalece y exacerba estas facultades.
Sólo aquellos que se
niegan a estudiar tan vastos campos, y que desean adherirse a
"revelaciones" más accesibles, pueden carecer del sano
fortalecimiento del criterio, que les permite discernir con certeza
la ilusión de la realidad.
Pero
todo esto no es lo esencial; la mayor importancia radica en los
propios ejercicios, practicados en el curso de una disciplina
espiritual regular.
Estos deben ser dirigidos de tal manera que la
conciencia del discípulo, durante la concentración interna, pueda
observar minuciosamente todo lo que ocurre en su alma.
En primer
lugar, el discípulo debe formar un símbolo para provocar la
imaginación; este símbolo contiene todavía representaciones de
percepciones externas.
El hombre no determina su contenido por sí
solo; no lo forma él mismo, y por lo tanto puede engañarse a sí
mismo y malinterpretar su origen.
Pero aleja este contenido de su
conciencia cuando procede a los ejercicios de inspiración, y se
concentra sólo en su propia alma en la actividad que ha formado el
símbolo.
Pero incluso en este punto existe la posibilidad de
error; a través de la educación y el estudio, etc., el hombre ha
desarrollado una actividad especial de su alma, cuyo origen no conoce
completamente.
El discípulo ahora alejaa incluso esta actividad
de su alma de la conciencia, y si después de esta eliminación
todavía le queda algo, no queda nada que pueda escapar a la
observación, o de lo cual no pueda juzgar plenamente el
contenido.
El discípulo posee, pues, algo con su intuición que
le muestra cómo se constituye una realidad pura del mundo
anímico-espiritual; si luego utiliza las características
reconocidas de la realidad anímico-espiritual como piedra de toque
para examinar todo lo que somete a su observación, podrá distinguir
la apariencia de la realidad.
Si aplica esta ley, puede estar tan
seguro de protegerse de la ilusión en el mundo suprasensible como lo
está en el mundo físico-sensible de no confundir un hierro ardiente
imaginario por un hierro ardiente real.
Por
supuesto, estas consideraciones sólo pueden aplicarse a los
conocimientos adquiridos a través de la experiencia en los mundos
sensibles mencionados, y no a los que nos comunican otros, y que se
comprenden con nuestro intelecto físico y un saludable sentimiento
de verdad.
El discípulo debe esforzarse por trazar un límite
bien definido entre lo que ha adquirido para sí mismo y lo que ha
recibido de los demás, y debe estar dispuesto a aceptar las
comunicaciones sobre los mundos superiores y a examinarlas según su
propio criterio.
Pero cuando se trata de una experiencia propia,
una observación hecha por él mismo, debe verificar cuidadosamente
si presenta esas características que ha aprendido a conocer por los
medios infalibles de la intuición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario