GA028 El curso de mi vida cap. III Años de estudiante

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1879-1890

Viena

Cap. III Años de estudiante

La dirección de los Ferrocarriles del Sur le había prometido a mi padre que le asignarían una pequeña estación cerca de Viena en cuanto yo terminara en la Realschule y tuviera que ir a la Technische Hochschule. Así podría ir a Viena y volver todos los días. Así fue como mi familia llegó a Inzersdorf, en las montañas de Viena. La estación estaba alejada de la ciudad, muy solitaria y en un entorno natural poco agradable. Mi primera visita a Viena después de habernos trasladado a Inzersdorf fue con el propósito de comprar un mayor número de libros filosóficos. Lo que más me interesaba ahora era el primer esbozo de la Enseñanza de las Ciencias de Fichte. Había llegado tan lejos con mi lectura de Kant que podía formarme una idea, aunque inmadura, del avance que Fichte quería hacer más allá de Kant. Pero esto no me interesaba demasiado. Lo que me interesaba entonces era expresar el tejido vivo de la mente humana en una imagen mental nítidamente esbozada. Mis esfuerzos por alcanzar concepciones en las ciencias naturales me habían llevado finalmente a ver en la actividad del yo humano el único punto de partida para el verdadero conocimiento. Cuando el yo está activo y él mismo percibe esta actividad, el hombre tiene algo espiritual en presencia inmediata en su conciencia - así me decía a mí mismo. Me pareció que lo así percibido debía expresarse ahora en conceptos claros y vívidos. Para encontrar la manera de hacerlo, me dediqué a la Teoría de la Ciencia de Fichte. Sin embargo, tenía mis propias opiniones. Así que tomé el volumen y lo reescribí, página por página. Esto dio lugar a un largo manuscrito. Antes me había esforzado por encontrar concepciones para los fenómenos de la naturaleza de las que se pudiera derivar una concepción del yo. Ahora deseaba hacer lo contrario: desde el yo penetrar en el proceso de devenir de la naturaleza. Espíritu y naturaleza se presentaban ante mi alma en su contraste absoluto. Existía para mí un mundo de seres espirituales. Que el yo, que en sí mismo es espíritu, vive en un mundo de espíritus era para mí una cuestión de percepción directa. Pero la naturaleza no pasaba a este mundo espiritual de mi experiencia.

 A partir de mi estudio de la Teoría de la Ciencia concebí un interés especial por los tratados de Fichte Sobre la determinación del erudito y sobre la naturaleza del erudito. En estos escritos encontré una especie de ideal hacia el que yo mismo me esforzaría. Junto a ellos leí también los Discursos a la Nación Alemana. Esta obra me cautivó mucho menos que las otras de Fichte.

Pero ahora deseaba llegar también a una mejor comprensión de Kant de la que hasta entonces había podido alcanzar. En la Crítica de la razón pura esta comprensión se negaba a revelárseme. Así que abordé el problema con los Prolegómenos a toda metafísica futura. A través de este libro creí reconocer que me era necesaria una penetración a fondo en todas las cuestiones que Kant había suscitado entre los pensadores. Ahora trabajaba más conscientemente con el fin de moldear en las formas del pensamiento la visión inmediata del mundo espiritual que poseía. Y mientras estaba ocupado con este trabajo interior, traté de orientarme con referencia a los caminos que habían tomado los pensadores de la época de Kant y de la época posterior. Estudié el seco y calvo Sintetismo Trascendental de Traugott Krug con la misma avidez que me adentré en la tragedia del conocimiento que poseía Fichte cuando escribió su destino del hombre. La historia de la filosofía de Thilo de la escuela de Herbart amplió mi visión de la evolución del pensamiento filosófico desde la época de Kant en adelante. Me abrí camino hasta Schelling y Hegel. La oposición entre el pensamiento de Herbart y el de Fichte pasó por mi mente en toda su intensidad.

Los meses de verano de 1879, desde el final de mi período en la Realschule hasta mi ingreso en la Technische Hochschule, los dediqué por entero a estos estudios filosóficos. En otoño debía decidir mi elección de estudios con referencia a mi futura carrera. Decidí prepararme para enseñar en una Realschule. El estudio de las matemáticas y la geometría descriptiva habrían encajado con mi inclinación. Pero tendría que renunciar a esta última, ya que el estudio de esta asignatura requería muchas horas de práctica durante el día en dibujos geométricos, pero para ganar algo de dinero tenía que disponer de tiempo libre para dedicarlo a la enseñanza. Esto era posible mientras asistía a clases cuya materia, cuando era necesario ausentarse de las clases, podía retomarse después en lecturas, pero no era posible cuando uno tenía que dedicar regularmente las horas asignadas al dibujo en la escuela.

Así que me matriculé en matemáticas, historia natural y química.

Sin embargo, las clases que Karl Julius Schröer impartía en la Hochschule sobre literatura alemana tuvieron una importancia especial para mí. Durante mi primer año, él impartió conferencias sobre "Literatura desde Goethe" y "Vida y obra de Schiller". Desde la primera conferencia me impresionó. Desarrolló un estudio de la vida del espíritu en Alemania en la segunda mitad del siglo XVIII y puso en dramático contraste con esto la primera aparición de Goethe y su efecto sobre esta vida espiritual. La calidez de su forma de tratar el tema, la manera inspiradora en que se adentró en las selecciones leídas de los poetas, nos introdujeron a través de un proceso interior en la naturaleza de la poesía.

En relación con estas conferencias, tenía la costumbre de exigir "práctica en conferencias orales y escritas". Los alumnos debían entonces exponer oralmente o leer lo que ellos mismos habían preparado. Schröer daba sugerencias informales durante estas actuaciones de los estudiantes en cuanto a estilo, forma de presentación y cosas por el estilo. Mi primer debate versó sobre el Laokoon de Lessing. Luego emprendí una ponencia más larga. Elaboré el tema: "¿Hasta qué punto es el hombre un ser libre en sus acciones?". Para ello me basé en gran medida en la filosofía de Herbart. A Schröer no le gustó nada. No compartía el entusiasmo por Herbart que reinaba entonces en Austria tanto en los círculos filosóficos como en la pedagogía. Estaba completamente entregado al tipo de mente de Goethe. Así que todo lo que se derivaba de Herbart le parecía pedante y prosaico, aunque reconocía la disciplina de pensamiento que se podía obtener de este filósofo.

Ahora podía asistir también a algunas conferencias en la universidad. El herbartiano Robert Zimmermann me produjo una gran satisfacción. Daba conferencias sobre "Filosofía práctica". Asistí a la parte de sus conferencias en la que desarrollaba los principios básicos de la ética. Alternaba, por lo general, un día su conferencia y al día siguiente la de Franz Brentano, que en la misma época disertaba sobre el mismo tema. No podía seguir así mucho tiempo, porque me perdía demasiados cursos en la Hochschule.

Me impresionó profundamente aprender filosofía de esta manera, no simplemente de los libros, sino de labios de los propios filósofos.

Robert Zimmermann era una personalidad notable. Tenía una frente extraordinariamente alta y una larga barba de filósofo. Con él todo estaba medido, reducido al estilo. Cuando entró por la puerta y montó en su asiento, sus pasos parecían estudiados, y tanto más cuanto que uno sentía: "Con este hombre es obviamente natural ser así". En la postura y el movimiento era como si se hubiera formado así a través de una larga disciplina según los principios estéticos de Herbart. Y, sin embargo, uno podía simpatizar totalmente con todo esto. Luego se sentó lentamente en la silla, echó una larga mirada a través de sus gafas sobre el auditorio, luego se quitó las gafas lentamente y con precisión, miró una vez más durante mucho tiempo sin gafas sobre el círculo de oyentes y, finalmente, comenzó a disertar, sin manuscrito pero con frases cuidadosamente formadas y artísticamente pronunciadas. Su discurso tenía algo de clásico. Sin embargo, debido a los largos períodos, uno perdía fácilmente el hilo de su discurso. Exponía la filosofía de Herbart de una forma algo modificada. La estrecha lógica de su enseñanza me impresionó. Pero no impresionó a los demás oyentes. Durante los tres o cuatro primeros periodos, la gran sala en la que disertaba estaba llena. "Filosofía práctica" era obligatoria para los estudiantes de derecho de primer curso. Necesitaban la firma del profesor en sus fichas. A partir de la quinta o sexta conferencia, la mayoría de ellos se mantenían alejados; mientras uno escuchaba al filósofo clásico, se encontraba en un grupo muy reducido de oyentes en los bancos más alejados.

Para mí estas conferencias suponían un poderoso estímulo, y la diferencia entre los puntos de vista de Schröer y Zimmermann me interesaba profundamente. El poco tiempo que no dedicaba a asistir a las conferencias o a las clases particulares lo empleaba en la biblioteca de la corte o en la biblioteca de la Hochschule. Entonces leí por primera vez el Fausto de Goethe. La verdad es que hasta mis diecinueve años, cuando me inspiré en Schröer, nunca me había sentido atraído por esta obra. Sin embargo, entonces se ganó mi interés. Schröer ya había comenzado sus clases sobre la primera parte. Al cabo de unas pocas clases conocí mejor a Schröer. A menudo me llevaba a su casa, me contaba esto o aquello como ampliación de sus conferencias, respondía gustosamente a mis preguntas y me enviaba con un libro de su biblioteca, que me prestaba para leer. Además, me dijo muchas cosas sobre la segunda parte de Fausto, cuya edición anotada ya estaba preparando. También leí esta parte en aquel momento.

En la biblioteca me dediqué a la metafísica de Herbart a través de la obra de Zimmermann La estética como ciencia de la forma, escrita desde el punto de vista de Herbart. Además, estudié a fondo la Generelle Morphologie de Haeckel.  Puedo decir que todo lo que sentí que entraba en mí a través de las conferencias de Schröer y Zimmermann, así como de las lecturas que he mencionado, se convirtió en un asunto de la más profunda experiencia mental. Enigmas del conocimiento y de la concepción del mundo se formaron en mí a partir de estas cosas.

Schröer era un espíritu al que no le importaba el sistema. Pensaba y hablaba desde una cierta intuición. Además, ponía el mayor cuidado posible en la manera de revestir de lenguaje sus puntos de vista. Por eso casi nunca daba conferencias sin manuscrito. Necesitaba escribir las cosas sin perturbaciones para poder prestar la atención necesaria a la plasmación del pensamiento en palabras apropiadas. Entonces leía una conferencia de tal manera que resaltaba su verdadero significado interno. Una vez habló extemporáneamente sobre Anastasio Grün y Lenau. Había olvidado su manuscrito. En el siguiente período, sin embargo, volvió a tratar todo el tema, leyendo de su manuscrito. No estaba satisfecho con la forma que había podido dar al asunto extemporáneamente.

De Schröer aprendí a comprender muchos ejemplos concretos de belleza. A través de Zimmermann me llegó una teoría desarrollada de la belleza. Los dos no coincidían bien. Schröer, la personalidad intuitiva con cierto desdén por lo sistemático, estaba ante mi mente codo con codo con Zimmermann, el teórico rígidamente sistemático de la belleza.

Franz Brentano, a cuyas clases de "Filosofía práctica" también asistí, me interesó especialmente por su personalidad. Era un pensador agudo y al mismo tiempo dado al ensueño. En su manera de hablar había algo de ceremonioso. Yo escuchaba lo que decía, pero también tenía que observar cada mirada, cada movimiento de su cabeza, cada gesto de sus expresivas manos. Era el lógico perfecto. Cada pensamiento debía ser absolutamente completo y estar enlazado con muchos otros pensamientos. Las formas de estas series de pensamientos estaban determinadas por la más escrupulosa atención a los requisitos de la lógica. Pero yo tenía la sensación de que estos pensamientos no salían del telar de su propia mente; nunca penetraban en la realidad. Y tal era también toda la actitud de Brentano. Sujetaba el manuscrito con la mano, como si en cualquier momento pudiera escapársele de las manos; con la mirada se limitaba a hojear las líneas. Y ésta era la acción adecuada para un toque meramente superficial de la realidad, no para una firme comprensión de la misma. Comprendía mejor su filosofía por sus "manos de filósofo" que por sus palabras.

El estímulo que vino de Brentano actuó fuertemente sobre mí. Pronto empecé a estudiar sus escritos, y en el transcurso de los años siguientes leí la mayor parte de lo que había publicado.

En aquel momento me sentí en el deber de buscar la verdad a través de la filosofía. Tenía que estudiar matemáticas y ciencias naturales. Estaba convencido de que no encontraría ninguna relación entre éstas y yo, a menos que pudiera colocar bajo ellas una base sólida de filosofía. Pero percibí un mundo espiritual, no obstante, como una realidad. En clara visión se me reveló la individualidad espiritual de cada uno. Esta encontraba en el cuerpo físico y en la acción en el mundo físico meramente su manifestación. Se unía a lo que descendía como germen físico de los padres. Seguí a personas difuntas en su camino en el mundo espiritual. Después de la muerte de un compañero de escuela, escribí sobre esta fase de mi vida espiritual a uno de mis antiguos profesores, que había sido un gran amigo mío durante mis días en la Realschule. Me contestó con un afecto inusitado, pero no se dignó decir ni una palabra sobre lo que yo había escrito acerca del compañero fallecido.

Y esto es lo que me ocurría siempre en aquella época en esta forma de mi percepción del mundo espiritual. Nadie le prestaba atención. De todas partes venían personas con toda clase de cosas espirituales. Con esto yo a mi vez no tendría nada que hacer. Me resultaba desagradable acercarme a lo espiritual de ese modo.

Por casualidad conocí a un hombre sencillo del pueblo llano. Cada semana iba a Viena en el mismo tren que yo tomaba. Recogía plantas medicinales en el campo y las vendía a los boticarios de Viena. Nos hicimos amigos. Con él era posible hablar del mundo espiritual como con alguien que había tenido su propia experiencia en él. Era una personalidad de piedad interior. No tenía estudios. Había leído muchos libros místicos, pero lo que decía no estaba en absoluto influenciado por esta lectura. Era el desbordamiento de una vida espiritual marcada por una sabiduría creadora muy elemental. Era fácil percibir que leía esos libros sólo porque deseaba encontrar en los demás lo que sabía por sí mismo. Se revelaba como si él, como personalidad, fuera sólo el portavoz de un contenido espiritual que deseaba brotar de fuentes ocultas. Cuando uno estaba con él, podía vislumbrar los secretos de la naturaleza. Llevaba a la espalda su fardo de plantas medicinales; pero en su corazón llevaba los resultados que había obtenido de la espiritualidad de la naturaleza en la recolección de estas hierbas. He visto sonreír a muchos hombres que de vez en cuando se cruzaban con él mientras paseaba por las calles de Viena con este "iniciado". No es de extrañar, pues su manera de expresarse no se entendía a la primera. En cierto sentido, primero había que aprender su dialecto espiritual. Para mí también fue ininteligible al principio. Pero desde que nos conocimos sentí una profunda simpatía por él. Y así, poco a poco, llegué a sentirme como en compañía de un alma de los tiempos más antiguos que -sin verse afectada por la civilización, la ciencia y las concepciones generales de la época actual- me aportaba un conocimiento instintivo de épocas anteriores.

Según la concepción habitual del "aprendizaje", podría decirse que sería imposible "aprender" nada de este hombre. Pero, si uno poseyera en sí mismo una percepción del mundo espiritual, podría obtener vislumbres muy profundos de este mundo a través de otro que tuviera un pie firme allí. Además, todo lo que tuviera que ver con meros sueños era totalmente ajeno a esta personalidad. Cuando uno entraba en su casa, se encontraba en medio de la más sobria y sencilla familia de campesinos. Encima de la entrada de su casa estaban las palabras: "Con la bendición de Dios, todo es bueno". Uno era agasajado igual que por otras gentes del pueblo. Allí siempre tenía que beber café, no de una taza, sino de un cuenco de gachas en el que cabía casi un litro; con él tenía que comer un trozo de pan de enormes dimensiones. Los aldeanos tampoco lo consideraban un soñador. No había motivo para burlarse de su comportamiento en su aldea. Además, poseía un humor sano y saludable, y sabía charlar, siempre que se encontraba con jóvenes o viejos del pueblo, de tal manera que a la gente le gustaba oírle hablar. No había nadie que sonriera como aquellas personas que nos veían a él y a mí ir juntos por las calles de Viena, y estas personas sencillamente percibían en él algo muy ajeno a ellas mismas.

Este hombre siempre continuó estando, incluso después de que la vida me hubiera llevado de nuevo lejos de él, muy cerca de mí en alma. Aparece en mis obras de misterio en la persona de Félix Balde.

Para mi vida mental de entonces no era nada fácil que la filosofía que aprendía de otros no pudiera ser llevada en su pensamiento hasta la percepción del mundo espiritual. Debido a la dificultad que experimenté a este respecto, comencé a formar una forma de "teoría del conocimiento" dentro de mí mismo. La vida del pensamiento en los hombres llegó gradualmente a parecerme el reflejo irradiado en el hombre físico de lo que yo experimentaba en el mundo espiritual. La experiencia del pensamiento era para mí la cosa misma, con una realidad en la que -como algo realmente experimentado de principio a fin- la duda no podía encontrar entrada. El mundo de los sentidos no me parecía tan completamente un asunto de experiencia. Está ahí, pero uno no se aferra a él como al pensamiento. En él o detrás de él puede ocultarse una realidad desconocida. Sin embargo, el hombre mismo se encuentra en medio de este mundo. Por lo tanto, surge la pregunta: Entonces, ¿es este mundo una realidad completa en sí misma? Cuando el hombre desde su interior teje en este mundo de los sentidos los pensamientos que traen luz a este mundo, ¿introduce entonces en este mundo algo ajeno a él? Esto no concuerda en absoluto con la experiencia que el hombre tiene cuando el mundo de los sentidos se presenta ante él y él irrumpe en él por medio de su pensar. El pensar aparece entonces como aquello por medio de lo cual el mundo de los sentidos expresa su propia naturaleza. El desarrollo ulterior de esta reflexión constituía entonces una parte importante de mi vida interior.

Pero deseaba ser prudente. Seguir un curso de pensamiento demasiado precipitadamente hasta el punto de construir una visión filosófica propia me parecía algo arriesgado. Esto me llevó a estudiar a fondo a Hegel. La manera en que este filósofo exponía la realidad del pensar me resultaba angustiosa. El hecho de que sólo se abriera paso a través de un mundo de pensamiento, aunque fuera un mundo de pensamiento vivo, y no a la percepción de un mundo de espíritu concreto, esto me repugnaba. La seguridad con la que se filosofa cuando se avanza de pensamiento en pensamiento me atraía. Vi que muchas personas pensaban que había una diferencia entre experiencia y pensamiento. Para mí el pensamiento mismo era experiencia, pero de tal naturaleza que uno vivía en él, no de tal manera que entraba desde fuera en los hombres. Y así, durante mucho tiempo, Hegel fue muy útil para mí.

En cuanto a mis estudios obligatorios, que en medio de estos intereses filosóficos tenían que estar naturalmente escasos de tiempo, tuve la suerte de que ya me había ocupado mucho del cálculo diferencial e integral y de la geometría analítica. Gracias a ello podía permanecer alejado de muchas clases de matemáticas sin perder mi conexión. Las matemáticas eran muy importantes para mí como base de todos mis esfuerzos en pos del conocimiento. En las matemáticas se ofrece un sistema de percepciones y conceptos a los que se ha llegado independientemente de cualquier impresión sensorial externa. Y sin embargo, me decía constantemente en aquella época, uno traslada estas percepciones y conceptos a la realidad sensorial y descubre sus leyes. A través de las matemáticas se aprende a comprender el mundo, pero para ello primero hay que evocar las matemáticas desde la mente humana.

Justamente en aquel momento me llegó una experiencia decisiva desde el lado de las matemáticas. La concepción del espacio me planteaba la mayor dificultad interior. La forma en la que las teorías dominantes de las ciencias naturales se basaban en la vacuidad ilimitada que lo abarcaba todo, no podía ser concebida de manera definida. A través de la geometría (sintética) más reciente, que aprendí por medio de conferencias y en el estudio privado, llegó a mi mente la percepción de que una línea que se prolongara infinitamente hacia la derecha volvería de nuevo desde la izquierda a su punto de partida. El punto infinitamente distante a la derecha es el mismo que el punto infinitamente distante a la izquierda.

Se me ocurrió que por medio de tales concepciones de la nueva geometría uno podría formarse una concepción del espacio, que de otro modo permanecería fija en la vacuidad. La línea recta que vuelve sobre sí misma como un círculo me pareció una revelación. Salí de la conferencia en la que esto había pasado por primera vez por mi mente como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Me invadió un sentimiento de liberación. De nuevo, como en mis primeros años de juventud, algo satisfactorio me había llegado de la geometría.

Detrás del enigma del espacio se escondía en aquel período de mi vida el enigma del tiempo. ¿Podría ser posible aquí también una concepción que contuviera en sí misma la idea de un regreso del pasado a través de un avance hacia un futuro infinitamente distante? Mi felicidad por la concepción del espacio provocó una profunda inquietud por la del tiempo. Pero entonces no se veía ninguna salida. Todos los esfuerzos del pensamiento sólo me condujeron a la comprensión de que debía cuidarme especialmente de aplicar la clara concepción del espacio al problema del tiempo. Todas las aclaraciones que el esfuerzo por comprender podía aportar se vieron frustradas por el enigma del tiempo. El estímulo que había recibido de Zimmermann hacia el estudio de la estética me llevó a leer los escritos del famoso especialista en estética de la época, Friedrich Theodor Vischer. Encontré en un pasaje de su obra una referencia al hecho de que el pensamiento científico más reciente hacía necesario un cambio en la concepción del tiempo. Siempre se despertaba en mí un sentimiento de alegría cuando encontraba en otros el reconocimiento de alguna necesidad cognitiva que yo había concebido. En este caso fue como una confirmación en mi lucha por un concepto satisfactorio del tiempo.

Las clases en las que me matriculaba en la Technische Hochschule siempre tenía que terminarlas con el examen correspondiente. Se me había concedido una beca, y sólo podía cobrar mi asignación cuando mostraba cada año los resultados de mis estudios. Pero mi necesidad de comprensión, sobre todo en el ámbito de las ciencias naturales, se veía poco favorecida por estos estudios obligatorios. Sin embargo, en los institutos técnicos de Viena era posible asistir a conferencias como visitante y también realizar cursos prácticos. En todas partes me encontré con personas que me ayudaron cuando traté de fomentar mi vida científica, incluso en el estudio de la medicina.

Puedo afirmar positivamente que nunca permití que mi visión del mundo espiritual se convirtiera en un factor perturbador cuando estaba comprometido en el esfuerzo por comprender la ciencia tal como se desarrollaba entonces. Me aplicaba a lo que se enseñaba, y sólo en el fondo de mi pensamiento tenía la esperanza de que algún día se me concedería la mezcla de la ciencia natural con el conocimiento del espíritu.

Sólo por dos lados se me turbaba esta esperanza.

Las ciencias de la naturaleza orgánica estaban entonces, -dondequiera que yo pudiera echar mano de ellas-, impregnadas de ideas darwinistas. El darwinismo me parecía científicamente imposible en sus ideas principales. Poco a poco había llegado a formarme una concepción del hombre interior. Era de tipo espiritual. Y pensaba en este hombre interior como un miembro del mundo espiritual. Lo concebía como descendiendo del mundo espiritual a la naturaleza, uniéndose al organismo de la naturaleza para percibir y actuar en el mundo de los sentidos.

El hecho de que sintiera cierto respeto por la línea de pensamiento que caracterizaba la teoría evolucionista de los organismos, no me permitía sacrificar nada de la concepción. La derivación de organismos superiores a partir de organismos inferiores me parecía una idea fructífera, pero la identificación de esta idea con lo que yo conocía como el mundo espiritual me parecía inconmensurablemente difícil.

Los estudios de física estaban penetrados en su totalidad por la teoría mecánica del calor y la teoría ondulatoria de los fenómenos de la luz y el color.

El estudio de la teoría mecánica del calor había adquirido para mí el encanto de un colorido personal porque en este campo de la física asistí a conferencias de una personalidad por la que sentía un respeto bastante extraordinario. Se trataba de Edmund Reitlinger, el autor de aquel hermoso libro, Freie Blicke. 

Este hombre era de una amabilidad cautivadora. Cuando me convertí en su alumno, ya estaba gravemente enfermo de tuberculosis. Durante dos años asistí a sus clases de teoría del calor, física para químicos e historia de la física. Trabajé a sus órdenes en el laboratorio de física en muchos campos, especialmente en el del análisis de espectros.

De especial importancia para mí fueron las conferencias de Reitlinger sobre la historia de la física. Hablaba de tal manera que uno sentía que, debido a su enfermedad, cada palabra era una carga para él. Y, sin embargo, sus conferencias eran inspiradoras en el mejor sentido posible. Era un hombre con un método de investigación fuertemente inductivo. Para todos los métodos de la física le gustaba citar el libro de Whewel sobre la ciencia inductiva. Newton marcó para él el punto culminante de la investigación en física. Expuso la historia de la física en dos partes: la primera, desde los primeros tiempos hasta Newton; la segunda, desde Newton hasta los últimos tiempos. Era un pensador universal. De la consideración histórica de los problemas de la física pasaba siempre a la perspectiva de la historia general de la cultura. De hecho, en sus discusiones sobre física aparecían ideas filosóficas bastante generales. De este modo trató los problemas del optimismo y el pesimismo, y habló de manera impresionante sobre la legitimidad de establecer hipótesis científicas. Su exposición de Keppler, su caracterización de Julius Robert Mayers, fueron obras maestras de la discusión científica.

Entonces me sentí estimulado a leer casi todos los escritos de Julius Robert Mayers, y pude experimentar el verdadero gran placer de hablar cara a cara con Reitlinger sobre el contenido de los mismos.

Me invadió una profunda tristeza cuando, sólo unas semanas después de haber aprobado mi examen final sobre la teoría mecánica del calor con Reitlinger, mi querido profesor sucumbió a su penosa enfermedad. Poco antes de su muerte me había dejado como legado un testimonio de cualificación personal que me permitiría conseguir alumnos para clases particulares. Tuve mucha suerte. No poco de lo que obtuve en los años siguientes como medio de vida se lo debía a Reitlinger después de su muerte.

A través de la teoría mecánica del calor y la teoría ondulatoria de la luz y de los fenómenos eléctricos, me vi impulsado al estudio de las teorías de la cognición. En aquella época el mundo físico exterior se concebía como movimiento-acontecimientos en la materia. Las sensaciones parecían ser sólo experiencias subjetivas, como los efectos del movimiento puro sobre los sentidos de los hombres. En el espacio exterior se producían los sucesos de movimiento en la materia; si estos sucesos afectaban al sentido humano del calor, el hombre experimentaba la sensación de calor. Fuera del hombre hay ondas en el éter; si éstas afectan al nervio óptico, se generan en el hombre sensaciones de luz y color.

Estas concepciones me salieron al encuentro en todas partes. Me causaban indecibles dificultades en mi pensamiento. Desterraban todo espíritu del mundo externo objetivo. Ante mi mente se alzaba la idea de que, aunque las observaciones de los fenómenos naturales condujeran a tales opiniones, quien poseyera una percepción del mundo espiritual no podría llegar a ellas. Vi cuán seductoras eran estas suposiciones para la manera de pensar de aquella época, educada en las ciencias naturales, y sin embargo no pude entonces resolverme a oponer una manera de pensar propia a la que entonces prevalecía. Pero precisamente esto me causó amargas luchas mentales. Una y otra vez, la crítica que podía formular fácilmente contra esta manera de pensar debía ser reprimida en mi interior para esperar el momento en que fuentes y vías de conocimiento más amplias me dieran una mayor seguridad.

La lectura de las cartas de Schiller sobre la educación estética del hombre me conmovió profundamente. Su afirmación de que la conciencia humana oscila, por así decirlo, entre diferentes estados, me proporcionó una conexión con la noción que me había formado del funcionamiento interno y el tejido del alma humana. Schiller distinguía dos estados de conciencia en los que el hombre desarrolla su relación con el mundo. Cuando se entrega a lo que le afecta a través de los sentidos, vive bajo la compulsión de la naturaleza. Las sensaciones y los impulsos determinan su vida. Si se somete a las leyes lógicas y a los principios de la razón, vive bajo una compulsión racional. Pero puede desarrollar un estado intermedio de conciencia. Puede desarrollar el "estado de ánimo estético", que no está sometido ni a la compulsión de la naturaleza ni a las necesidades de la razón. En este estado de ánimo estético, el alma vive a través de los sentidos; pero en la percepción de los sentidos y en la acción desencadenada por los estímulos de los sentidos, el alma aporta algo espiritual. Uno percibe a través de los sentidos, pero como si lo espiritual hubiera irrumpido en los sentidos. En la acción uno se entrega a la gratificación del deseo presente; pero uno ha ennoblecido tanto este deseo que para él el bien es agradable y el mal desagradable. La razón ha entrado entonces en unión con lo sensible. El bien se convierte en instinto; el instinto puede dirigirse a sí mismo con seguridad, pues ha tomado el carácter de lo espiritual. Schiller ve en este estado de conciencia aquella condición del alma en la que el hombre puede experimentar y producir obras de belleza. En la evolución de este estado ve la aparición en el hombre del verdadero ser humano.

Estos pensamientos de Schiller me resultaban muy atractivos. Implicaban que el hombre debe primero tener su conciencia en una cierta condición antes de que pueda alcanzar una relación con los fenómenos del mundo que corresponda a su propio ser. Aquí se me dio algo que aclaró las cuestiones que se me presentaban a partir de mi observación de la naturaleza y de mi experiencia espiritual. Schiller hablaba del estado de conciencia que debe estar presente para que uno pueda experimentar la belleza del mundo. ¿No se podría pensar también en un estado de conciencia que nos mediara la verdad en el ser de las cosas? Si se admite esto, entonces no se debe, al modo de Kant, observar el estado actual de la conciencia humana e investigar si ésta puede entrar en los seres verdaderos de las cosas. Sino que primero hay que tratar de descubrir el estado de conciencia mediante el cual el hombre se coloca en tal relación con el mundo que las cosas y los hechos le revelan su ser.

Y creí saber que tal estado de conciencia se alcanza hasta cierto grado cuando el hombre no sólo tiene pensamientos que conciben cosas y acontecimientos externos, sino pensamientos tales que él mismo los experimenta como pensamientos. Este vivir en pensamientos se me reveló como muy diferente de aquel en el que el hombre existe ordinariamente y también lleva a cabo la investigación científica ordinaria. Si uno penetra cada vez más profundamente en la vida del pensamiento, descubre que la realidad espiritual viene al encuentro de esta vida del pensamiento. Uno toma entonces el camino del alma hacia el espíritu. Pero en este camino interior del alma se llega a una realidad espiritual que también se vuelve a encontrar en la naturaleza. Se adquiere un conocimiento más profundo de la naturaleza cuando uno se enfrenta a ella después de haber contemplado en pensamientos vivos la realidad del espíritu.

Cada vez me resultaba más claro cómo, yendo más allá de los pensamientos abstractos habituales hacia estas percepciones espirituales -que, sin embargo, la calma y la luminosidad del pensamiento sirven para confirmar- el hombre se vive a sí mismo en una realidad de la que la conciencia habitual le impide salir. Este estado habitual tiene, por un lado, la cualidad viva de la percepción sensorial y, por otro, la abstracción de la concepción del pensamiento. La visión espiritual percibe el espíritu como los sentidos perciben la naturaleza; pero no se separa en pensamiento de la percepción espiritual como el estado habitual de conciencia se separa en sus pensamientos de las percepciones de los sentidos. La visión espiritual piensa mientras experimenta el espíritu, y experimenta mientras pone a pensar la espiritualidad despierta del hombre.

Se formó ante mi mente una percepción espiritual que no descansaba en un oscuro sentimiento místico. Procedía mucho más de una actividad espiritual que, por su minuciosidad, podría compararse con el pensamiento matemático. Me acercaba al estado del alma en el que sentía que podía considerar que la percepción del mundo espiritual que llevaba dentro se confirmaba ante el foro del pensamiento científico natural.

Cuando estas experiencias pasaron por mi mente, yo tenía veintidós años.

GA028 El curso de mi vida cap. II - Días de escuela -

 

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1861-1879

Kraljevec, Mödling, Pottschach, Neudörfl 


Cap. II Días de escuela

La decisión de enviarme al instituto o a la universidad fue tomada por mi padre con la intención de prepararme para un puesto en el ferrocarril. Este propósito se concretó finalmente en la decisión de que yo fuera ingeniero civil ferroviario. Por eso eligió la Universidad Real.
A continuación, sin embargo, quedaba por resolver la cuestión de si, al pasar de la escuela del pueblo de Neudörfl a una de las escuelas de la vecina Wiener-Neustadt, debía estar preparado para ser admitido en dicha escuela. Así que me llevaron al ayuntamiento para que me examinaran.

Estos planes que se estaban llevando a cabo para mi propio futuro no despertaban en mí ningún interés profundo. A esa edad, las cuestiones relativas a mi "posición" y a si la elección debía recaer en la escuela municipal, la Realschule o el Gymnasium eran para mí asuntos indiferentes. A través de lo que observaba a mi alrededor y sentía en mi interior, era consciente de preguntas indefinidas pero candentes sobre la vida, el mundo y el alma, y mi deseo era aprender algo para poder responder a estas preguntas mías. Me importaba muy poco el tipo de escuela en la que debía hacerlo.

Pasé el examen de la escuela municipal con gran éxito. Llevaba todos los dibujos que había hecho para el maestro asistente, y éstos causaron tal impresión en los maestros que me examinaron que, por este motivo, pasaron por alto mis conocimientos tan defectuosos. Salí del examen con un expediente "brillante". Hubo gran regocijo por parte de mis padres, el maestro asistente, el sacerdote y muchas de las personalidades de Neudörfl. La gente se alegró del resultado de mi examen porque para muchos de ellos era una prueba de que "¡la escuela de Neudörfl sabe enseñar un par de cosas!".
A mi padre se le ocurrió que yo no debía pasar un año en la escuela municipal -ya que estaba muy adelantado-, sino ingresar de inmediato en la Realschule. Así que unos días después me llevaron a esa escuela para otro examen. En este caso las cosas no salieron tan bien; sin embargo, fui admitido. Fue en octubre de 1872.

Ahora tenía que ir todos los días de Neudörfl a Wiener Neustadt. Por la mañana podía ir en tren; pero tenía que volver por la tarde a pie, ya que no había tren a la hora adecuada. Neudörfl estaba en Hungría, Wiener Neustadt en la Baja Austria. Así que cada día iba de "Transleitanien" a "Cisleitanien". (Éstas eran las denominaciones oficiales de los distritos húngaros y austriacos).

Durante el paréntesis del mediodía permanecí en Wiener-Neustadt. Sucedió que cierta mujer me había conocido durante una de sus paradas en la estación de Neudörfl, y se había enterado de que yo venía a Wiener-Neustadt a la escuela. Mis padres le habían hablado de su preocupación por cómo iba a pasar el recreo de mediodía durante mi asistencia a la escuela de Wiener-Neustadt. Ella les dijo que estaría encantada de que almorzara en su casa sin coste alguno, y que me recibiría allí siempre que necesitara ir.

En verano, el camino de Wiener-Neustadt a Neudörfl era muy bonito; en invierno, a menudo resultaba excesivamente duro. Para llegar desde las afueras de la ciudad hasta el pueblo había que caminar durante media hora por campos que no estaban limpios de nieve. Allí a menudo tenía que "vadear" la nieve, y llegaba a casa como un verdadero "hombre de nieve".

La vida de la ciudad no podía compartirla interiormente como la del campo. Me sumía en un pardo estudio sobre el problema de lo que pudiera estar ocurriendo dentro y entre aquellas casas cerradas herméticamente una contra otra. Sólo ante las librerías de Wiener-Neustadt me quedaba a menudo largo rato.
Lo que ocurría también en la escuela, y lo que yo tenía que hacer allí, transcurría al principio sin despertar ningún vivo interés en mi mente. En las dos primeras clases tuve grandes dificultades para "seguir el ritmo". Sólo en el segundo semestre el trabajo fue más fácil en estas dos clases. Sólo entonces me convertí en un "buen estudiante". Era consciente de una necesidad abrumadora. Ansiaba hombres a quienes pudiera tomar como modelos humanos a seguir. Los profesores de las dos primeras clases no eran tales hombres. En esta vida escolar ocurrió algo que me impresionó profundamente. El director de la escuela, en uno de los informes anuales que debían publicarse al final de cada año escolar, publicó una conferencia titulada Die Anziehungskraft betrachtet als eine Wirkung der Bezuegung. (La fuerza de atracción considerada como un efecto del movimiento). Como niño de once años, al principio no pude entender casi nada del contenido de esta ponencia, pues empezaba enseguida con matemáticas superiores. Sin embargo, a partir de algunas de las frases capté cierto significado. Se formó en mi mente un puente entre lo que había aprendido del sacerdote sobre la creación del mundo y estas frases del documento. El documento también se refería a un libro que el director había escrito, Die allgemeine Bewegung der Materie als Grundursache aller Naturerscheinungen. (El movimiento general de la materia como causa fundamental de todos los fenómenos naturales). Ahorré dinero hasta que pude comprar el libro. Ahora se convirtió en mi objetivo aprender lo más rápidamente posible todo lo que pudiera llevarme a comprender el documento y el libro.
La cosa era así. El director sostenía que la concepción de fuerzas que actúan a distancia de los cuerpos que las ejercen era una hipótesis "mística" no demostrada. Quería explicar la "atracción" entre los cuerpos celestes, así como la que existe entre las moléculas y los átomos, sin hacer referencia a tales "fuerzas". Decía que entre dos cuerpos cualesquiera hay muchos cuerpos pequeños en movimiento. Estos, moviéndose de un lado a otro, empujan a los cuerpos más grandes. Del mismo modo, estos cuerpos más grandes son empujados desde todas las direcciones en los lados opuestos. Los empujes en los lados opuestos son mucho más numerosos que en los espacios entre los dos cuerpos. Por esta razón se aproximan. La "atracción" no es ninguna fuerza especial, sino sólo un "efecto del movimiento". En las primeras páginas del volumen me encontré con dos frases afirmadas positivamente: "1. Existe el espacio y en el espacio el movimiento continuado durante un largo período de tiempo. 2. El espacio y el tiempo son masas continuas y homogéneas; pero la materia está formada por partículas separadas (átomos)." De los movimientos que se producen de la manera descrita entre las partes pequeñas y grandes de la materia, el profesor derivaría todos los sucesos físicos y químicos de la naturaleza.

Yo no tenía nada en mi interior que me inclinase en modo alguno a aceptar tal opinión; pero tenía la sensación de que sería un asunto muy importante para mí cuando pudiese comprender lo que de este modo se expresaba. E hice todo lo que pude para llegar a ese punto. Siempre que podía conseguir libros de matemáticas y física, aprovechaba la oportunidad. Fue un proceso lento. Me propuse leer el documento una y otra vez; cada vez había alguna mejora.

Ahora sucedió algo más. En la tercera clase tuve un profesor que realmente cumplía el "ideal" que tenía ante mi mente. Era un hombre al que podía emular. Enseñaba cálculo, geometría y física. Su enseñanza era maravillosamente sistemática y exhaustiva. Construía todo tan claramente a partir de sus elementos que seguirle resultaba muy beneficioso para el pensamiento.
Fue él quien pronunció la conferencia que acompañó al segundo informe escolar anual. Tenía que ver con la ley de las probabilidades y los cálculos en los seguros de vida. Yo también me enfrasqué en esta ponencia, aunque de ésta tampoco pude entender gran cosa. Pero pronto comprendí la idea de la ley de las probabilidades. Sin embargo, un resultado más importante para mí fue que la exactitud con la que mi profesor favorito manejaba sus materiales me proporcionó un modelo para mi propio pensamiento matemático. Esto dio lugar a una relación maravillosamente hermosa entre este profesor y yo. Me sentí muy feliz de tener a este hombre como profesor de matemáticas y física durante todas las clases de la Realschule.

Gracias a lo que aprendí de él, me acerqué cada vez más al enigma que me había planteado el documento del director.

Con otro profesor llegué sólo después de mucho tiempo a una relación espiritual más íntima. Era el que enseñaba geometría constructiva en las clases inferiores y geometría descriptiva en las superiores. Enseñaba incluso en la segunda clase. Pero sólo durante su curso en la tercera clase llegué a apreciar la clase de hombre que era. Era un constructor entusiasta. Su enseñanza también era un modelo de claridad y orden. El dibujo de círculos, líneas y triángulos se convirtió para mí, por su influencia, en una ocupación favorita. Detrás de todo lo que recibía del director, del profesor de matemáticas y física y del profesor de diseño geométrico, surgía en mí, en una forma de pensar infantil, el problema de lo que ocurre en la naturaleza. Mi sentimiento era: Debo ir a la naturaleza para ganarme un lugar en el mundo espiritual, que estaba allí ante mí, conscientemente percibido.

Me dije: "Uno puede tomar la actitud correcta hacia la experiencia del mundo espiritual por su propia alma sólo cuando su proceso de pensamiento ha alcanzado tal forma que puede llegar a la realidad del ser que está en los fenómenos naturales." Con tales sentimientos pasé por la vida durante el tercer y cuarto año de la Realschule. Todo lo que aprendí lo dirigí de tal modo que me acercara a la meta que he indicado.
Un día pasé por delante de una librería. En el escaparate vi un anuncio de la Crítica de la razón pura de Kant. Hice todo lo que pude para adquirir este libro lo antes posible.

Cuando Kant entró en el círculo de mi pensamiento, no sabía nada de su lugar en la historia espiritual de la humanidad. Lo que alguien hubiera pensado sobre él, aprobándolo o desaprobándolo, me era totalmente desconocido. Mi ilimitado interés por la Crítica de la razón pura había surgido enteramente de mi propia vida espiritual. A mi manera de muchacho, me esforzaba por comprender lo que la razón humana podía ser capaz de lograr hacia una verdadera comprensión del ser de las cosas.

La lectura de Kant tropezó con todo tipo de obstáculos en las circunstancias de mi vida exterior. Debido a la larga distancia que tenía que recorrer entre la escuela y casa, perdía cada día al menos tres horas. Por las tardes no llegaba a casa hasta las seis. Luego había una interminable cantidad de tareas escolares que dominar. Los domingos me dedicaba casi por completo al diseño geométrico. Mi ideal era alcanzar la mayor precisión en la ejecución de las construcciones geométricas y la más inmaculada pulcritud en el sombreado y la aplicación de los colores.

Así que apenas me quedaba tiempo para leer la Crítica de la razón pura. Encontré la siguiente salida. Nuestro curso de historia se impartía de tal manera que el profesor parecía estar dando una conferencia, pero en realidad estaba leyendo un libro. Entonces, de vez en cuando, teníamos que aprender de nuestros libros lo que nos había dado de esta manera. Pensé que debía ocuparme de leer lo que estaba en mi libro mientras estaba en casa. De la "conferencia" del profesor no saqué nada en absoluto. Escuchando lo que leía no podía retener lo más mínimo. Ahora separaba las secciones individuales del pequeño volumen de Kant, las colocaba dentro del libro de historia, que mantenía delante de mí durante la lección de historia, y leía a Kant mientras la historia nos era "enseñada" desde el asiento del profesor. Esto era, por supuesto, desde el punto de vista de la disciplina escolar, una falta grave; sin embargo, no molestaba a nadie y restaba tan poco de lo que de otro modo habría adquirido, que la nota que me dieron en mi lección de historia en ese mismo momento fue "excelente".

Durante las vacaciones la lectura de Kant avanzaba con brío Muchas páginas las leí más de veinte veces seguidas. Quería llegar a una decisión en cuanto a la relación sostenida por el pensamiento humano con la obra creadora de la naturaleza.

El sentimiento que tenía respecto a estos esfuerzos del pensamiento estaba influido aquí por tres lados. En primer lugar, deseaba construir el pensamiento dentro de mí de tal manera que cada pensamiento estuviera completamente sujeto a examen, que ningún sentimiento vago inclinara el pensamiento en ninguna dirección. En segundo lugar, deseaba establecer dentro de mí una armonía entre tal pensamiento y las enseñanzas de la religión. Porque ésta era también la que más me dominaba en aquel momento.
Precisamente en este campo teníamos libros de texto realmente excelentes. De estos libros tomé con la mayor devoción el símbolo y el dogma, la descripción del servicio eclesiástico, la historia de la iglesia. Estas enseñanzas eran para mí un asunto vital. Pero mi relación con ellas estaba determinada por el hecho de que para mí el mundo espiritual contaba entre los objetos de la percepción humana. La razón misma por la que estas enseñanzas penetraron tan profundamente en mi mente fue que en ellas me di cuenta de cómo el espíritu humano puede encontrar conscientemente su camino hacia lo suprasensible. Estoy perfectamente seguro de que no perdí en lo más mínimo mi reverencia por lo espiritual a través de esta relación de lo espiritual con la percepción.

Por otra parte, estaba tremendamente ocupado con la cuestión del alcance de la capacidad humana para el pensar. Me parecía que el pensar podía desarrollarse hasta convertirse en una facultad que realmente se apoderara de las cosas y los acontecimientos del mundo. Una "materia" que permanece fuera del pensar, hacia la cual podemos meramente "pensar", me parecía una concepción insoportable. Lo que hay en las cosas, debe estar también dentro del pensar humano, me decía una y otra vez. Contra esta convicción, sin embargo, se oponía siempre lo que leía en Kant. Pero yo apenas observaba este conflicto. Pues lo que más deseaba era alcanzar, a través de la Crítica de la razón pura, una base firme para dominar mi propio pensamiento. Dondequiera y cuandoquiera que diera mis paseos de vacaciones, tenía en todo caso que plantearme esta cuestión y aclararla una vez más: ¿Cómo se pasa de las percepciones simples y claras a los conceptos en relación con los fenómenos naturales? Entonces me aferré acríticamente a Kant, pero no avancé con él.

En todo esto no me aparté de lo que se refiere a la práctica real y al desarrollo de la habilidad humana. Sucedió que uno de los empleados que se turnaban con mi padre en su trabajo sabía encuadernar libros. Aprendí encuadernación con él, y pude encuadernar mis propios libros escolares en las vacaciones entre cuarto y quinto curso de la Realschule. Y aprendí taquigrafía también en esta época durante las vacaciones sin profesor.

No obstante, seguí el curso de taquigrafía que se impartía a partir del quinto curso.

Las ocasiones para realizar trabajos prácticos eran abundantes. Mis padres tenían asignado cerca de la estación un pequeño huerto de árboles frutales y una pequeña parcela para patatas. Recoger cerezas, cuidar del huerto, preparar las patatas para la siembra, cultivar la tierra, cavar las patatas... todas estas tareas nos correspondían a mi hermana, a mi hermano y a mí. Comprar los víveres de la familia en el pueblo, de esto no dejaba que nadie me privara en los momentos en que la escuela me dejaba libre.
Cuando tenía unos quince años se me permitió entablar una relación más íntima con el médico de Wiener Neustadt que ya he mencionado. Había concebido una gran simpatía hacia él por la forma en que me hablaba durante sus visitas a Neudörfl. Así que a menudo pasaba por delante de su casa, que estaba en la planta baja de un edificio situado en la esquina de dos calles muy estrechas de Wiener-Neustadt. Un día estaba en la ventana. Me llamó a su habitación. Me quedé ante lo que entonces me pareció una gran biblioteca. Volvió a hablar de literatura; luego sacó Minna von Barnhelm, de Lessing, de la colección de libros, y me dijo que debía leerlo y volver después a verle. De este modo me fue dando un libro tras otro para que lo leyera y me invitaba de vez en cuando a ir a verle. Cada vez que tenía la oportunidad de volver, debía contarle mi impresión sobre lo que había leído. De este modo se convirtió realmente en mi maestro de literatura poética. Hasta entonces, tanto en mi casa como en la escuela, todo esto -salvo algunos "extractos"- había estado bastante al margen de mi vida. En el ambiente de este adorable médico, sensible a todo lo bello, aprendí especialmente a conocer a Lessing.

Otro acontecimiento influyó profundamente en mi vida. Conocí los libros de matemáticas que Lübsen había preparado para estudiar en casa. Pude entonces enseñarme a mí mismo geometría analítica, trigonometría e incluso cálculo diferencial e integral mucho antes de aprenderlos en la escuela. Esto me permitió retomar la lectura de aquellos libros sobre El movimiento general de la materia como causa fundamental de todos los fenómenos de la naturaleza. Ahora podía comprenderlos mejor gracias a mis conocimientos de matemáticas. Mientras tanto, habíamos llegado al curso de física que seguía al de química, y esto me trajo una nueva serie de enigmas relativos al conocimiento humano que añadir a los anteriores. El profesor de química era un hombre distinguido. Enseñaba casi exclusivamente por medio de experimentos. Hablaba poco. Dejaba que los procesos naturales hablaran por sí mismos. Era uno de nuestros profesores favoritos. Había algo en él que le distinguía de los demás profesores a los ojos de sus alumnos. Uno tenía la impresión de que estaba más cerca de la ciencia que los demás. A los demás nos dirigíamos con el título de "Profesor"; a él, aunque era igual de profesor, le llamábamos "Doctor". Era hermano del reflexivo poeta tirolés Hermann von Gilm. Tenía una mirada que captaba la atención con firmeza. Uno tenía la sensación de que este hombre estaba acostumbrado a observar atentamente los fenómenos de la naturaleza y a retener después lo que había percibido.
Su enseñanza me desconcertó un poco. El sentimiento por los hechos que le caracterizaba no siempre podía mantener concentrado ese estado mental por el que yo me esforzaba entonces hacia la unificación. Aun así, debió de considerar que yo progresaba adecuadamente en química, pues desde el principio calificó mis apuntes de "aceptables", y yo mantuve esta nota durante todas las clases.

Un día encontré en un anticuario de Wiener-Neustadt la Historia del mundo de Rotteck. Hasta entonces, a pesar de haber obtenido las mejores notas de la escuela en historia, esta asignatura siempre había sido para mí algo externo. Ahora se convirtió en algo interior. La calidez con la que Rotteck concebía y exponía los acontecimientos históricos me cautivó. No percibí entonces su unilateralidad. A través de él conocí otros dos libros que, por su estilo y sus vívidos conceptos históricos, me causaron la más profunda impresión: Johannes von Müller y Tácito.

En medio de tales impresiones, me resultaba muy difícil interesarme por las lecciones escolares de historia y literatura. Pero me esforzaba por dar vida a estas lecciones a partir de todo lo que hacía mío de otras fuentes. Así pasé los tres cursos superiores de los siete años de la Realschule.

A partir del decimoquinto año enseñé a otros alumnos del mismo curso que yo o de un curso inferior. Los profesores estaban muy dispuestos a asignarme esta tutoría, pues me calificaban de muy "buen alumno". Gracias a ello pude contribuir al menos un poco a lo que mis padres tenían que gastar de sus escasos ingresos en mi educación. Le debo mucho a esta tutoría. Al tener que dar a otros la materia que me habían enseñado, yo mismo me volví, por así decirlo, consciente de ello. No puedo expresarlo de otro modo que diciendo que recibí en una especie de vida onírica los conocimientos que me impartía la escuela. Siempre estaba despierto a lo que ganaba por mi propio esfuerzo, y a lo que recibía de un benefactor espiritual, como el doctor que he mencionado de Wiener-Neustadt. Lo que recibía de este modo, en un estado mental plenamente consciente de mí mismo, era notablemente diferente de lo que se me transmitía como imágenes oníricas en la instrucción en el aula. El desarrollo de lo que había recibido en estado de semidespertar se debía ahora a que en los periodos de tutoría tenía que vitalizar mis propios conocimientos.

Por otra parte, esta experiencia me obligó desde muy joven a ocuparme de la pedagogía práctica. Aprendí las dificultades del desarrollo de las mentes humanas a través de mis alumnos.

A los alumnos de mi propio curso a los que daba clases particulares, lo más importante que tenía que enseñarles era composición alemana. Como yo mismo también tenía que escribir cada una de esas composiciones, tenía que descubrir para cada tema que se nos asignaba diversas formas de desarrollo. A menudo me sentía en una situación muy difícil. Escribía mi propio tema sólo cuando ya había dado las mejores ideas sobre el mismo.
Existía una relación bastante tirante entre el profesor de lengua y literatura alemanas de las tres clases superiores y yo. Los alumnos lo consideraban el "profesor más agudo", y especialmente estricto. Mis redacciones siempre habían sido inusualmente largas. Los más breves los había dictado a mis compañeros. El profesor tardaba mucho tiempo en leer mis trabajos. Después del examen final, durante la celebración previa a la clausura de la sesión, cuando por primera vez estaba "de buen humor" entre nosotros los alumnos, me contó cómo le había molestado con mis largos temas.

Todavía ocurrió otra cosa. Tuve la sensación de que a través de este profesor había llegado a la escuela algo que yo debía dominar. Cuando hablaba de la naturaleza de las descripciones poéticas, me parecía que había algo de fondo detrás de lo que decía. Al cabo de un tiempo descubrí de qué se trataba. Se adhería a la filosofía de Herbart. Él mismo no dijo nada al respecto. Pero yo lo descubrí. Y entonces compré una Introducción a la Filosofía y una Psicología, ambas escritas desde el punto de vista de la filosofía de Herbart.

Y ahora comenzó una especie de juego del escondite entre el profesor y yo en mis composiciones. Empecé a comprender en él muchas cosas que exponía con los colores de la filosofía de Herbart; y él encontraba en mis composiciones toda clase de ideas que procedían de la misma fuente. Sólo que ni él ni yo mencionábamos a Herbart como fuente de nuestras ideas. Se trataba de una especie de acuerdo tácito. Pero un día terminé una composición de un modo imprudente a la vista de la situación. Tenía que escribir sobre alguna que otra característica de los seres humanos. Al final utilicé esta frase: "Un hombre así posee libertad psicológica". Nuestro profesor discutía las redacciones con la clase después de corregirlas. Cuando llegó a la discusión de este tema en particular, juntó las comisuras de los labios con evidente ironía y dijo: "Aquí dice usted algo sobre la libertad psicológica. No existe", le contesté: "Me parece un error, profesor. Existe realmente una libertad psicológica, sólo que no hay 'libertad trascendental' en un estado ordinario de conciencia." Los labios del profesor volvieron a suavizarse. Me dirigió una mirada penetrante y observó: "He notado desde hace tiempo, por tus composiciones, que tienes una biblioteca filosófica. Te aconsejo que no la utilices; con ello sólo confundes tu pensamiento". Nunca pude entender en absoluto por qué iba a confundir mi pensamiento leyendo los mismos libros de los que se derivaba su propio pensamiento. Y así la relación entre nosotros continuó siendo algo tensa.
Su enseñanza me dio mucho que hacer. En la quinta clase estudiaba a los poetas griegos y latinos, de los que se hacían selecciones para traducir al alemán. Entonces, por primera vez, empecé a lamentar de vez en cuando que mi padre me hubiera puesto en la Realschule en lugar del Gymnasium . Sentía lo poco que iba a aprender del arte griego y romano a través de las traducciones. Así que compré libros de texto de griego y latín, y llevé en secreto, junto al curso de la Realschule, también un curso privado de instrucción en el Gymnasium. Esto requirió mucho tiempo, pero también sentó las bases para que yo cumpliera, aunque de manera inusual, pero de acuerdo con las reglas, los requisitos del Gimnasio. Tuve que dar muchas horas de clase, sobre todo cuando estaba en la Universidad Técnica de Viena. Pronto tuve que dar clases a un alumno del Gymnasium. Circunstancias de las que hablaré más adelante hicieron que tuviera que ayudar a este alumno con clases particulares durante casi todo el curso del Gymnasium. Le enseñé latín y griego, de modo que tuve que repasar con él todos los detalles del curso.

Los profesores de historia y geografía que tan poco podían aportarme en las clases inferiores se convirtieron, sin embargo, en importantes para mí en las superiores. El mismo que me había impulsado a una lectura tan inusual de Kant escribió una vez una conferencia para un informe escolar sobre La Edad de Hielo y sus causas.  Capté el significado de la misma con gran avidez de espíritu, y concebí a partir de ella un fuerte interés por el problema de la edad glacial. Pero este profesor era también un buen alumno del distinguido geógrafo Friedrich Simony. Este hecho le llevó a explicar en las clases superiores la evolución geológico-geográfica de los Alpes con dibujos ilustrativos en la pizarra. Entonces yo no leía ni mucho menos a Kant, sino que era todo ojos y oídos. Por este lado, ahora he sacado mucho provecho de este profesor, cuyas lecciones de historia no me interesaban en absoluto.
En la última clase tuve por primera vez un profesor que me atrapó con su instrucción en historia. Enseñaba historia y geografía. En esta clase, la geografía de los Alpes fue expuesta de la misma manera deliciosa que ya había sido el caso con el otro profesor. En las clases de historia, el nuevo profesor nos cautivó. Era para nosotros una personalidad en el pleno sentido de la palabra. Era un partidario entusiasta de las ideas progresistas del movimiento liberal austriaco de la época. Pero en la escuela no había ninguna prueba de ello. No llevaba nada de sus ideas partidistas al aula. Sin embargo, su enseñanza de la historia tenía, por su propia participación en la vida, una fuerte vitalidad. Escuché los temperamentales análisis históricos de este profesor con los resultados de mi lectura de los volúmenes de Rotteck todavía en mi memoria. La experiencia produjo una armonía satisfactoria. No puedo dejar de pensar que fue algo importante para mí haber tenido la oportunidad de empaparme de esta manera de la historia de los tiempos modernos.

En casa oí hablar mucho de la guerra ruso-turca (1877-78). El empleado que entonces sustituía a mi padre cada tres días era un tipo original. Cuando venía a relevar a mi padre, traía siempre consigo una enorme bolsa de alfombra. En ella llevaba grandes paquetes de manuscritos. Eran resúmenes de los más variados surtidos de libros científicos. Me daba esos resúmenes, uno tras otro, para que los leyera. Yo los devoraba. Luego discutía estas cosas conmigo. Porque realmente tenía en la cabeza una concepción, algo caótica por cierto, pero completa, sobre todas estas cosas que había recopilado. Con mi padre, en cambio, hablaba de política. Le encantaba ponerse del lado de los turcos; mi padre defendía con gran seriedad a los rusos. Era una de esas personas que todavía estaban agradecidas a Rusia por el servicio que prestó a Austria en la época del levantamiento húngaro (1848). Mi padre no se llevaba bien con los húngaros. Vivía en la ciudad fronteriza húngara de Neudörfl en aquella época en que avanzaba el proceso de magiarización, y sobre su cabeza pendía la espada de Damocles: el peligro de que no le permitieran seguir al frente de la estación de Neudörfl a menos que supiera hablar magiar. Este idioma era totalmente innecesario en aquel lugar de origen alemán, pero el régimen húngaro se esforzaba por conseguir que las líneas ferroviarias de Hungría estuvieran tripuladas por empleados que hablaran magiar, incluso las de propiedad privada. Pero mi padre deseaba mantener su puesto en Neudörfl el tiempo suficiente para que yo pudiera terminar en la escuela de Wiener-Neustadt. Por todo ello, entonces no era amigo de los húngaros. Así que, como no podía soportar a los húngaros, le gustaba, a su manera sencilla, pensar en los rusos como aquellos que en 1848 habían "demostrado a los húngaros quiénes eran sus amos". Esta manera de pensar se manifestaba con extraordinaria seriedad y, sin embargo, de la manera maravillosamente amable de mi padre hacia su amigo turcófilo en la persona del "sustituto". La marea de la discusión subió a veces muy alto. Me interesaban mucho los arrebatos mutuos de las dos personalidades, pero apenas sus opiniones políticas. Para mí una necesidad mucho más vital en aquel momento era la de encontrar una respuesta a esta pregunta: ¿Hasta qué punto es posible probar que lo efectivo en el pensamiento humano es realmente el espíritu?

GA028 El curso de mi vida cap. I Experiencias del corazón de la niñez

Índice

 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1861-1879

Kraljevec, Mödling, Pottschach, Neudörfl 


Cap. I Experiencias del corazón de la niñez

En las charlas públicas sobre la antroposofía que preconizo, se han mezclado desde hace algún tiempo afirmaciones y juicios sobre el curso que ha tomado mi vida. De lo que se ha dicho a este respecto se han sacado conclusiones sobre el origen de las llamadas variaciones que algunas personas creen haber descubierto en el curso de mi evolución espiritual. En vista de estos hechos, los amigos han considerado que sería bueno que yo mismo escribiera algo sobre mi propia vida.

Debo confesar que esto no concuerda con mis propias inclinaciones. Siempre me he esforzado por ordenar lo que tengo que decir y lo que considero oportuno hacer según lo requiera el asunto, y no por consideraciones personales. Por cierto, siempre he tenido la convicción de que en muchos aspectos de la vida el elemento personal da a la acción humana un colorido del mayor valor; sólo que me parece que este elemento personal debe revelarse a través de la manera en que uno habla y actúa, y no a través de la atención consciente a la propia personalidad. Lo que pueda resultar de esa atención es algo que el hombre debe resolver consigo mismo.
Y así me ha sido posible resolver la siguiente narración sólo porque es necesario poner bajo una luz verdadera, por medio de una objetiva declaración escrita, muchos falsos juicios en referencia a la consistencia entre mi vida y lo que he fomentado, y porque aquellos que por interés amistoso me han instado a ello me parecen justificados en vista de tales falsos juicios.

El hogar de mis padres estaba en la Baja Austria. Mi padre nació en Geras, un lugar muy pequeño de la región boscosa de la Baja Austria; mi madre en Horn, una ciudad del mismo distrito.

Mi padre pasó su infancia y juventud en la más íntima asociación con el seminario de la Orden Premonstratense en Geras. Siempre recordaba con gran afecto esta época de su vida. Le gustaba contar cómo servía en el colegio y cómo le instruían los monjes. Más tarde, fue cazador al servicio del conde Hoyos. Esta familia tenía un lugar en Horn. Fue allí donde mi padre conoció a mi madre. Luego dejó el trabajo de cazador y se hizo telegrafista en los Ferrocarriles Austriacos del Sur. Al principio lo destinaron a una pequeña estación del sur de Estiria. Luego lo trasladaron a Kraljevec, en la frontera entre Hungría y Croacia. En esa época se casó con mi madre. Su apellido de soltera era Blie. Descendía de una antigua familia de Horn. Nací en Kraljevec el 27 de febrero de 1861. Sucedió así que el lugar de mi nacimiento estaba muy alejado de aquella parte del mundo de la que procedía mi familia.

Mi padre, y también mi madre, eran verdaderos hijos de la región boscosa del sur de Austria, al norte del Danubio. Es una región a la que el ferrocarril tardó en llegar. Incluso hoy en día ha dejado Geras intacta. Mis padres amaban la vida que habían llevado en su región natal. Cuando hablaban de ello, uno se daba cuenta instintivamente de cómo en sus almas nunca se habían separado de ese lugar de nacimiento a pesar del destino que les obligó a pasar la mayor parte de sus vidas lejos de él. Y así, cuando mi padre se jubiló, después de una vida llena de trabajo, regresaron enseguida allí, a Horn.
Mi padre era un hombre de muy buena voluntad, pero de un temperamento -sobre todo de joven-, apasionado. El trabajo de empleado ferroviario era para él una cuestión de deber; no sentía ningún aprecio por él. Cuando yo era todavía un niño, a veces tenía que permanecer de servicio durante tres días y tres noches seguidas. Luego le relevaban durante veinticuatro horas. En tales condiciones, la vida no tenía para él nada llamativo; todo era gris apagado. Encontraba cierto placer en mantenerse al corriente de los acontecimientos políticos. Le interesaban mucho. Mi madre, como nuestros bienes terrenales no eran demasiado abundantes, se vio obligada a dedicarse a las tareas domésticas. Sus días estaban llenos de amor y cuidado de sus hijos y del pequeño hogar.

Cuando yo tenía año y medio, mi padre fue trasladado a Mödling, cerca de Viena. Allí mis padres permanecieron medio año. Luego mi padre fue puesto a cargo de la pequeña estación del Ferrocarril del Sur en Pottschach, en la Baja Austria, cerca de la frontera con Estiria. Allí viví desde mi segundo hasta mi octavo año. Un paisaje maravilloso formaba el entorno de mi infancia. La vista se extendía hasta las montañas que separan Baja Austria de Estiria: la "Montaña de Nieve", el Wechsel, los Alpes de Rax, el Semmering. La Montaña de las Nieves captaba los primeros rayos del sol en su desnuda cima, y el encendido reflejo de éstos desde la montaña hasta el pueblecito era el primer saludo del amanecer en los hermosos días de verano. El fondo gris del Wechsel, por contraste, le ponía a uno de un humor sobrio. Era como si las montañas surgieran del verde circundante del amable paisaje. En los lejanos límites del círculo se tenía la majestuosidad de las cumbres, y cerca, la ternura de la naturaleza.

Pero alrededor de la pequeña estación todo el interés se centraba en el negocio del ferrocarril. En aquella época los trenes pasaban por aquella región sólo a largos intervalos; pero, cuando llegaban, muchos de los hombres del pueblo que podían disponer de tiempo se reunían generalmente en la estación, buscando así introducir algún cambio en sus vidas, que de otro modo encontraban muy monótonas. Allí estaban el maestro de escuela, el cura, el contable de la casa y, a menudo, también el burgomaestre.

Me parece que pasar mi infancia en un ambiente así tuvo un cierto significado para mi vida. Porque sentía un interés muy profundo por todo lo que me rodeaba de carácter mecánico; y sé cómo este interés tendía constantemente a eclipsar en mi alma infantil los afectos que se dirigían a esa naturaleza tierna y sin embargo poderosa en la que el tren ferroviario, a pesar de estar sometido a este mecanismo, debía siempre desaparecer en la lejanía.
En medio de todo esto estaba presente la influencia de cierta personalidad de marcada originalidad, el cura de San Valentín, lugar al que se llegaba a pie desde Pottschach en unos tres cuartos de hora. A este sacerdote le gustaba venir a casa de mis padres. Casi todos los días daba un paseo hasta nuestra casa, y casi siempre se quedaba mucho tiempo. Pertenecía al tipo liberal de clérigo católico, tolerante y genial; un hombre robusto y ancho de hombros. También era bastante ingenioso; tenía muchos chistes que contar, y se complacía cuando arrancaba una carcajada a las personas que le rodeaban. Y se reían aún más de lo que había dicho mucho después de que se hubiera ido. Era un hombre práctico y le gustaba dar buenos consejos prácticos. Un consejo tan práctico produjo sus efectos en mi familia durante mucho tiempo. Había una hilera de acacias (Robinien) a cada lado de la vía férrea en Pottschach. Una vez estábamos paseando por el pequeño sendero bajo estos árboles, cuando él comentó: "¡Ah, qué hermosas acacias en flor!" Agarró una de las ramas y rompió una masa de flores. Extendió su enorme pañuelo rojo de bolsillo -le gustaba mucho el rapé-, envolvió cuidadosamente las ramitas en él y se puso el binkerl bajo el brazo. Luego dijo: "¡Qué suerte tienes de tener tantas flores de acacia! " Mi padre se quedó asombrado, y contestó: "¿Por qué, qué podemos hacer con ellas?" "¿Qué?", dijo el cura. "¿No sabes que puedes hornear las flores de acacia igual que las flores de saúco, y que entonces saben mucho mejor porque tienen un aroma mucho más delicado?". A partir de entonces comimos a menudo en nuestra familia, según la oportunidad que se nos ofrecía de vez en cuando, "flores de acacia al horno".

En Pottschach nacieron una hija y otro hijo de mis padres. La familia no volvió a crecer.

Desde muy pequeño mostré una marcada individualidad. Desde el momento en que pude alimentarme por mí mismo, tuve que ser cuidadosamente vigilado. Tenía la convicción de que un plato de sopa o una taza de café eran para usarlos una sola vez, así que cada vez que no me vigilaban, en cuanto terminaba de comer, tiraba el plato o la taza debajo de la mesa y los hacía pedazos. Luego, cuando aparecía mi madre, le gritaba: "¡Madre, he terminado!".
No podía tratarse de una mera propensión a destruir cosas, ya que trataba mis juguetes con sumo cuidado y los conservaba en buen estado durante mucho tiempo. Entre estos juguetes, los que más me atraían eran los que aún hoy considero especialmente buenos. Se trataba de libros ilustrados con figuras que se movían tirando de unos hilos atados a ellas en la parte inferior. A estas figuras se les asociaban pequeñas historias, a las que uno daba una parte de su vida tirando de los hilos. Muchas veces me sentaba con mi hermana a leer los libros de ilustraciones. Además, con ellos aprendí yo sola los primeros pasos de la lectura.

Mi padre se preocupaba de que aprendiera pronto a leer y escribir. Cuando llegué a la edad requerida, me enviaron a la escuela del pueblo. El maestro era un anciano para quien el trabajo de "enseñar en la escuela" era una tarea pesada. Igualmente oneroso era para mí que él me enseñara. No tenía ninguna fe en que pudiera aprender algo de él. Venía a menudo a nuestra casa con su mujer y su hijo pequeño, y éste, según mis ideas de entonces, era un bribón. Así que tenía esta idea firmemente fijada en mi cabeza: "Quien tiene por hijo a semejante bribón, nadie puede aprender nada de él". Además, ocurrió otra cosa, "bastante espantosa". Este bribón, que también estaba en la escuela, hizo un día la travesura de mojar una ficha en todos los tinteros de la escuela y hacer círculos alrededor de ellos con toques de tinta. Su padre se dio cuenta. La mayoría de los alumnos ya se habían ido. El hijo del maestro, otros dos chicos y yo seguíamos allí. El maestro estaba fuera de sí; hablaba de un modo espantoso. Estaba seguro de que iba a rugir, de no ser porque su voz era siempre ronca. A pesar de su rabia, nuestro comportamiento le hizo intuir quién era el culpable. Pero las cosas cambiaron. La casa del profesor estaba al lado del aula. La "señora directora" oyó la conmoción y entró en el aula con ojos desorbitados, agitando los brazos en el aire. Para ella estaba claro que su hijito no podía haber hecho eso. Me echó la culpa a mí. Salí corriendo. Mi padre se puso furioso cuando se lo conté en casa. Entonces, la siguiente vez que la familia del maestro vino a nuestra casa, les dijo con la mayor franqueza que la amistad entre nosotros había terminado, y añadió sin rodeos: "Mi hijo no volverá a poner los pies en su escuela." Ahora mi padre mismo se hizo cargo de la tarea de enseñarme; y así me sentaba a su lado en su pequeño despacho por horas, y tenía que leer y escribir entre horas cuando él estaba ocupado con sus deberes.
Tampoco con él podía sentir verdadero interés por lo que tenía que llegarme por vía de instrucción directa. Lo que me interesaba eran las cosas que escribía mi padre. Imitaba lo que él hacía. Así aprendí mucho. En cuanto a las cosas que me enseñaba, no veía ninguna razón para hacerlas sólo para mejorar. Por otra parte, me arraigué, a la manera de un niño, en todo lo que formaba parte del trabajo práctico de la vida. La rutina de una oficina ferroviaria, todo lo relacionado con ella, me llamaba la atención. Sin embargo, eran sobre todo las leyes de la naturaleza las que ya me habían tomado como su pequeño recadero. Cuando escribía, era porque tenía que escribir, y escribía tan rápido como podía para tener pronto una página llena. Porque entonces podía esparcir el tipo de polvo que mi padre usaba sobre esta escritura. Entonces me quedaba absorto observando lo rápido que el polvo secaba la tinta y la mezcla que hacían. Probaba las letras una y otra vez con los dedos para descubrir cuáles estaban ya secas y cuáles no. Mi curiosidad al respecto era muy grande, y fue sobre todo así como aprendí rápidamente el alfabeto. De este modo, mis lecciones de escritura adquirieron un carácter que no agradaba a mi padre, pero él era bondadoso y sólo me reprendía llamándome con frecuencia pequeño "bribón" incorregible. Esto, sin embargo, no fue lo único que evolucionó en mí por medio de las lecciones de escritura. Lo que me interesaba más que las formas de las letras era el cuerpo mismo de la pluma de escribir. Podía coger la regla de mi padre y forzar la punta de ésta en la hendidura de la punta de la pluma, y así llevar a cabo investigaciones físicas sobre la elasticidad de una pluma. Después, por supuesto, volvía a doblar la pluma para darle forma, pero la belleza de mi escritura se resentía claramente en este proceso.
Fue también la época en que, con mi inclinación hacia la comprensión de los fenómenos naturales, ocupé una posición intermedia entre la visión a través de una combinación de cosas, por un lado, y "los límites de la comprensión", por otro. A unos tres minutos de la casa de mis padres había un molino. Los dueños del molino eran los padrinos de mi hermano y mi hermana. En ese molino siempre éramos bienvenidos. A menudo desaparecía en él. Entonces estudié con todo mi corazón el trabajo de molinero. Me abrí camino en el "interior de la naturaleza". Aún más cerca de nosotros, sin embargo, había una fábrica de hilo. La materia prima para ésta llegaba a la estación de ferrocarril; el producto acabado salía de la estación. Participé así en todo lo que desaparecía dentro de la fábrica y en todo lo que reaparecía. Teníamos estrictamente prohibido echar una ojeada al "interior" de esta fábrica. Nunca lo conseguimos. Ahí estaban los "límites de la comprensión" ¡Y cuánto deseaba traspasarlos! Casi todos los días, el director de la fábrica venía a ver a mi padre por algún asunto de negocios. Para mí, de niño, este director era un problema, que proyectaba un velo milagroso, por así decirlo, sobre el "interior" de aquellos trabajos. Estaba manchado aquí y allá de mechones blancos; sus ojos habían adquirido cierta mirada fija de tanto trabajar con maquinaria. Hablaba roncamente, como con un habla mecánica. "¿Cuál es la conexión entre este hombre y todo lo que está rodeado por esos muros?". - Este era un problema insoluble que se planteaba en mi mente. Pero nunca interrogué a nadie acerca del misterio. Porque tenía la convicción infantil de que no sirve de nada hacer preguntas sobre un problema que se oculta a los ojos. Así viví entre el molino amistoso y la fábrica antipática.
Una vez ocurrió algo en la estación que fue muy "espantoso". Llegó un tren de mercancías. Mi padre se quedó mirándolo. Uno de los vagones traseros estaba ardiendo. La tripulación no se había dado cuenta. Todo lo que sucedió a continuación me impresionó profundamente. El fuego se había declarado en un vagón debido a un material altamente inflamable. Durante mucho tiempo me pregunté cómo había podido ocurrir algo así. Lo que mi entorno me decía en este caso, como en muchos otros, no me satisfacía. Estaba lleno de preguntas, y tenía que llevarlas conmigo sin respuesta. Así fue como llegué a mi octavo año.
Durante mi octavo año, la familia se trasladó a Neudörfl, un pueblecito húngaro. Este pueblo está justo en la frontera con la Baja Austria. La frontera aquí estaba formada por el río Laytha. La estación que mi padre tenía a su cargo estaba en un extremo del pueblo. Media hora más adelante estaba el arroyo fronterizo. Otra media hora más llevaba a Wiener-Neustadt.

La cordillera de los Alpes que había visto cerca, en Pottschach, ahora sólo era visible a lo lejos. Sin embargo, las montañas seguían allí, en el fondo, para despertar nuestros recuerdos cuando mirábamos montañas más bajas a las que se podía llegar en poco tiempo desde el nuevo hogar de nuestra familia. Grandes alturas cubiertas de hermosos bosques delimitaban la vista en una dirección; en la otra, la vista podía abarcar una región llana, engalanada de campos y bosques, hasta Hungría. De todas las montañas, me enamoré sin límites de una que podía escalarse en tres cuartos de hora. En su cima había una capilla con un cuadro de Santa Rosalía. Esta capilla se convirtió en el objetivo de un paseo que, al principio, hacía a menudo con mis padres, mi hermana y mi hermano, y que más tarde me gustaba hacer solo. Esos paseos estaban llenos de una felicidad especial, porque en esa época del año podíamos llevarnos ricos regalos de la naturaleza. En esos bosques había moras, frambuesas y fresas. A menudo se podía encontrar una satisfacción interior en una hora y media de recolección de bayas con el fin de añadir una deliciosa contribución a la cena familiar, que de otro modo consistía simplemente en un trozo de pan con mantequilla o pan y queso para cada uno de nosotros.

Otra cosa agradable era pasear por los bosques, que eran propiedad común de todos. Los aldeanos se abastecían allí de leña. Los pobres la recogían por sí mismos; los ricos tenían sirvientes que lo hacían. Se podía llegar a conocer a todas estas personas tan amables. Siempre tenían tiempo para charlar cuando Steiner Rudolf se encontraba con ellos. "Así empezaban y luego hablaban de todo lo imaginable. La gente no pensaba en el hecho de que tenían ante sí a un simple niño. Porque en el fondo de sus almas también eran sólo niños, incluso cuando podían contar sesenta años. Y así aprendí realmente de las historias que me contaban casi todo lo que ocurría en las casas del pueblo.
A media hora a pie de Neudörfl se encuentra Sauerbrunn, donde hay un manantial que contiene hierro y ácido carbónico. El camino hasta allí discurre a lo largo de la vía férrea, y parte del trayecto a través de hermosos bosques. Durante las vacaciones iba allí todos los días por la mañana temprano, llevando conmigo un "Blutzer". Se trata de un recipiente de barro para el agua. El más pequeño tiene capacidad para tres o cuatro litros. Se llenaba gratuitamente en el manantial. Luego, a mediodía, la familia podía disfrutar de la deliciosa agua con gas.

Hacia Wiener-Neustadt y más adelante hacia Estiria, las montañas se desploman hasta convertirse en una llanura. A través de esta llanura serpentea el río Laytha. En la ladera de las montañas había un claustro de la Orden del Santísimo Redentor. A menudo me encontraba con los monjes en mis paseos. Aún recuerdo cuánto me habría alegrado si me hubieran hablado. Nunca lo hicieron. Así que me llevé de estos encuentros un sentimiento indefinido pero solemne que permaneció constantemente conmigo durante mucho tiempo. Fue en mi noveno año cuando se fijó en mí la idea de que debía haber asuntos de peso relacionados con los deberes de estos monjes que debía aprender a comprender. De nuevo me llené de preguntas que tuve que llevar a todas partes sin respuesta. De hecho, estas preguntas sobre todo tipo de cosas me hacían sentir muy solo de niño.

En las estribaciones de los Alpes se veían dos castillos: Pitten y Frohsdorf. En el segundo vivía entonces el conde Chambord, que a principios del año 1870 reclamó el trono de Francia como Enrique V. Muy profundas fueron las impresiones que recibí de aquel fragmento de vida ligado al castillo de Frohsdorf. El conde con su séquito tomaba con frecuencia el tren para un viaje desde la estación de Neudörfl.

Todo me llamaba la atención de aquellos hombres. Especialmente profunda fue la impresión que me causó un hombre del séquito del conde. Sólo tenía una oreja. La otra se la habían cortado de un tajo. Se había trenzado el pelo que cubría la oreja. Al ver esto percibí por primera vez lo que es un duelo. Porque fue de esta manera como el hombre había perdido su oreja.

También entonces se me reveló un fragmento de la vida social en relación con Frohsdorf. El maestro auxiliar de Neudörfl, a quien a menudo se me permitía ver trabajar en su pequeña habitación, preparaba innumerables peticiones al conde Chambord en favor de los pobres del pueblo y de los alrededores. En respuesta a cada una de estas peticiones, siempre llegaba un donativo de un gulden, y de éste el maestro siempre podía quedarse con seis kreuzer por sus servicios. Necesitaba estos ingresos, pues el salario anual que le proporcionaba su profesión era de cincuenta y ocho gulden. Además, tomaba su café matutino y su almuerzo con el "maestro de escuela". Además, daba clases especiales a unos diez niños, de los cuales yo era uno. Por esas lecciones cobraba un gulden al mes.
A este profesor ayudante le debo mucho. No es que me beneficiaran mucho sus clases en la escuela. En este sentido, tuve más o menos la misma experiencia que en Pottschach. Tan pronto como nos mudamos a Neudörfl, me enviaron a la escuela. Esta escuela consistía en una habitación en la que cinco clases de niños y niñas tenían sus lecciones. Mientras los niños que se sentaban en mi banco copiaban la historia del rey Arpad, los más pequeños se sentaban ante una pizarra negra en la que se había escrito con tiza la i y la u. Era imposible hacer otra cosa que no fuera aprender a leer y escribir. Era sencillamente imposible hacer nada, salvo dejar que la mente cayera en un aburrido ensueño mientras las manos se ocupaban casi mecánicamente de copiar. Casi toda la enseñanza tenía que ser impartida por el profesor asistente. El "maestro" sólo aparecía en la escuela en contadas ocasiones. Era también el notario del pueblo, y se decía que en esta ocupación tenía tanto que hacer que nunca podía asistir a la escuela.

A pesar de todo, aprendí a leer bien antes de lo habitual. Gracias a este hecho, el profesor asistente pudo captar algo dentro de mí que ha influido en todo el curso de mi vida. Poco después de mi ingreso en la escuela Neudörfl, encontré en su habitación un libro de geometría. Me llevaba tan bien con el profesor que enseguida me permitió tomar prestado el libro para mi uso personal. Me sumergí en él con entusiasmo. Durante semanas, mi mente se llenó de coincidencias, similitudes entre triángulos, cuadrados y polígonos: ¿Dónde se encuentran realmente las líneas paralelas? El teorema de Pitágoras me fascinaba. Que se pueda vivir dentro de la mente en el modelado de formas percibidas sólo dentro de uno mismo, sin impresión alguna en los sentidos externos, esto me producía la más profunda satisfacción. Encontré en ello un consuelo para la infelicidad que me habían causado mis preguntas sin respuesta. Poder asir algo sólo en el espíritu me producía una alegría interior. Estoy seguro de que aprendí primero en geometría a experimentar esta alegría.
En mi relación con la geometría debo percibir ahora el primer brote de una concepción que desde entonces ha evolucionado gradualmente en mí. Vivió en mí más o menos inconscientemente durante mi infancia, y hacia mis veinte años tomó una forma definida y plenamente consciente.

Me dije a mí mismo: "Los objetos y acontecimientos que perciben los sentidos están en el espacio. Pero, así como este espacio está fuera del hombre, también existe dentro del hombre una especie de espacio anímico que es el ámbito de las realidades y sucesos espirituales." En mis pensamientos no podía ver nada de la naturaleza de imágenes mentales como las que el hombre se forma en su interior a partir de cosas reales, sino que veía un mundo espiritual en este espacio del alma. La geometría me parecía un conocimiento que el hombre parecía haber producido, pero que tenía, sin embargo, un significado bastante independiente del hombre. Naturalmente, de niño no me decía todo esto con claridad, pero sentía que uno debía llevar el conocimiento del mundo espiritual dentro de sí mismo a la manera de la geometría.

Para mí, la realidad del mundo espiritual era tan cierta como la del mundo físico. Sin embargo, sentía la necesidad de justificar esta suposición. Quería poder decirme a mí mismo que la experiencia del mundo espiritual es tan ilusoria como la del mundo físico. Con respecto a la geometría me dije: "Aquí se permite conocer algo que sólo la mente, por su propio poder, experimenta". En este sentimiento encontré la justificación para el mundo espiritual que experimentaba, así como, por así decirlo, para el físico. Y de esta manera hablé de esto. Tenía dos concepciones naturalmente indefinidas, pero que desempeñaban un gran papel en mi vida mental ya antes de mi octavo año. Distinguía las cosas como aquellas "que se ven" y aquellas "que no se ven".
Relato estas cosas con toda franqueza, a pesar de que quienes buscan pruebas para demostrar que la Antroposofía es fantástica, tal vez lleguen a la conclusión de que ya de niño me caracterizaba un don para lo fantástico: no es de extrañar, pues, que también se haya desarrollado en mí una filosofía fantástica.

Pero precisamente porque sé lo poco que he seguido mis propias inclinaciones en la formación de concepciones de un mundo espiritual -habiendo seguido, por el contrario, sólo la necesidad interior de las cosas-, yo mismo puedo mirar retrospectivamente con bastante objetividad la manera infantil y sin ayuda con la que me confirmé a mí mismo por medio de la geometría el sentimiento de que debo hablar de un mundo "que no se ve".

Sólo que también debo decir que me encantaba vivir en ese mundo, pues me habría visto obligado a sentir el mundo físico como una especie de oscuridad espiritual a mi alrededor si no hubiera recibido luz desde ese lado.

El profesor asistente de Neudörfl me había proporcionado, en el libro de texto de geometría, lo que entonces necesitaba: la justificación del mundo espiritual.

También le debo mucho en otros aspectos. Me aportó el elemento artístico. Tocaba el piano y el violín y dibujaba mucho. Estas cosas me atrajeron poderosamente hacia él. Estuve con él todo lo que pude. Le gustaba mucho dibujar, e incluso en mi noveno año me hizo dibujar con lápices de colores. Tenía que copiar dibujos bajo su dirección. Mucho tiempo estuve, por ejemplo, copiando un retrato del conde Szedgenyi.

Muy pocas veces en Neudörfl, pero con frecuencia en la vecina ciudad de Sauerbrunn, podía escuchar la impresionante música de los gitanos húngaros.

Todo esto influyó en una infancia que transcurrió en las inmediaciones de la iglesia y del cementerio. La estación de Neudörfl estaba a pocos pasos de la iglesia, y entre ambas se encontraba el cementerio. Si se pasaba junto al cementerio y se seguía un corto trecho más, se llegaba al pueblo propiamente dicho. Estaba formado por dos hileras de casas. Una empezaba con la escuela y la otra con la casa del cura. Entre estas dos hileras de casas corría un pequeño arroyo, a lo largo de cuyas orillas crecían majestuosos nogales. En relación con estos nogales se estableció un orden de precedencia entre los niños de la escuela. Cuando las nueces empezaban a madurar, los niños y las niñas atacaban los árboles con piedras, y de este modo conseguían una provisión invernal de nueces. En otoño casi sólo se hablaba de la cantidad de nueces recogidas. El que más había recogido era el más admirado, y así, paso a paso, se iba descendiendo hasta llegar a mí, el último, que como "forastero en el pueblo" no tenía derecho a participar en este orden de precedencia.
Cerca de la estación de ferrocarril, la hilera de casas más importantes, en las que vivían los "grandes agricultores", se encontraba en ángulo recto con una hilera de unas veinte casas pertenecientes a los aldeanos de "clase media". A continuación, a partir de los jardines que pertenecían a la estación, venía un grupo de casas con techo de paja pertenecientes a los "pequeños campesinos". Éstas constituían el vecindario inmediato de mi familia. Los caminos que salían del pueblo pasaban por campos y viñedos que eran propiedad de los aldeanos. Todos los años participaba con los "pequeños campesinos" en la vendimia, y una vez también en una boda del pueblo.

Junto al maestro auxiliar, la persona a la que más quería de entre las que tenían que ver con la dirección de la escuela era el cura. Venía regularmente dos veces por semana para dar clases de religión y a menudo también para inspeccionar la escuela. Su imagen quedó profundamente grabada en mi mente y ha vuelto a mi memoria una y otra vez a lo largo de mi vida. Entre las personas que llegué a conocer hasta mi décimo u undécimo año, él era con mucho el más significativo. Era un vigoroso patriota húngaro. Tomó parte activa en el proceso de magiarización del territorio húngaro que entonces se estaba llevando a cabo. Desde este punto de vista escribía artículos en lengua húngara, que yo aprendí gracias a que el profesor ayudante tenía que hacer copias claras de los mismos y siempre discutía su contenido conmigo a pesar de mi juventud. Pero el sacerdote era también un enérgico trabajador de la Iglesia. Una vez, uno de sus sermones me impresionó profundamente.

En Neudörfl había una logia de francmasones. Para los aldeanos estaba rodeada de misterio y tejían sobre ella las leyendas más sorprendentes. El papel principal en esta logia correspondía al director de una fábrica de cerillas situada al final del pueblo. Le seguían en importancia, entre las personas inmediatamente interesadas en el asunto, el director de otra fábrica y un comerciante de ropa. Por lo demás, la única importancia que se atribuía a la posada se debía al hecho de que de vez en cuando la visitaban forasteros procedentes de "lugares remotos", que a los aldeanos les parecían sumamente inoportunos. El comerciante de ropa era una persona notable. Caminaba siempre con la cabeza inclinada, como si estuviera sumido en profundos pensamientos. La gente le llamaba "el fingido", y su aislamiento hacía que no fuera posible ni necesario que nadie se le acercara. El edificio en el que se reunía la logia pertenecía a su casa.

No podía establecer ningún tipo de relación con esta logia. El comportamiento de todas las personas que me rodeaban en relación con este asunto era tal que, una vez más, tuve que abstenerme de hacer preguntas; además, la forma totalmente absurda en que el director de la fábrica de cerillas hablaba de la iglesia me causó una impresión chocante.
Entonces, un domingo, el sacerdote pronunció un sermón a su enérgica manera, en el que expuso en el orden debido los verdaderos principios de moralidad para la vida humana y habló del enemigo de la verdad en figuras retóricas enmarcadas para adaptarse a la logia. Como colofón, pronunció su consejo: "Amados cristianos, cuidaos de aquel que es enemigo de la verdad: por ejemplo, un masón o un judío". A los ojos del pueblo, el dueño de la fábrica y el comerciante de ropa quedaban así autoritariamente desenmascarados. El vigor con que esto había sido pronunciado me causó una impresión especialmente profunda. También debo al sacerdote, por cierta profunda impresión que me causó, mucho en la orientación posterior de mi vida espiritual. Un día vino a la escuela, reunió a su alrededor en la salita del maestro a los niños "más maduros", entre los que me incluía a mí, desplegó un dibujo que había hecho, y con ayuda de éste nos explicó el sistema copernicano de astronomía. Habló de ello muy vívidamente: la revolución de la tierra alrededor del sol, su rotación sobre su eje, la inclinación del eje en verano e invierno, y también las zonas de la tierra. Me quedé absorto en todo ello; hice dibujos similares durante días, y luego recibí del sacerdote una instrucción especial sobre los eclipses de sol y de luna; y desde entonces orienté toda mi búsqueda de conocimientos hacia este tema. Tenía entonces unos diez años, y aún no sabía escribir sin faltas de ortografía y gramática.

Lo más importante en mi vida de niño fue la cercanía de la iglesia y el cementerio que había junto a ella. Todo lo que ocurría en la escuela del pueblo se veía afectado en su curso por su relación con ellas. Esto no se debía a ciertas relaciones sociales y políticas dominantes que existen en toda comunidad, sino al hecho de que el cura era una personalidad impresionante. El maestro auxiliar era al mismo tiempo organista de la iglesia y custodio de los ornamentos utilizados en misa y del resto del mobiliario eclesiástico. Realizaba todos los servicios de un asistente del sacerdote en sus ministraciones religiosas. Los colegiales teníamos que desempeñar las funciones de ministrantes y coristas durante la misa, los ritos por los difuntos y los funerales. La solemnidad de la lengua latina y de la liturgia era algo en lo que mi alma de niño encontraba una felicidad vital. Como hasta los diez años participaba con tanto empeño en los oficios de la iglesia, me encontraba a menudo en compañía del sacerdote a quien tanto veneraba. En casa de mis padres no recibí ningún estímulo en este asunto de mi relación con la iglesia. Mi padre no tomó parte en ello. Era entonces un "librepensador". Nunca entró en la iglesia a la que yo me había unido tan profundamente; y sin embargo, él también, de niño y de joven, había sido igualmente devoto y activo. En su caso, todo volvió a cambiar sólo cuando regresó, ya anciano y pensionado, a Horn, su región natal. Allí volvió a ser "un hombre piadoso". Pero para entonces hacía tiempo que yo había dejado de tener relación alguna con la casa de mis padres.
Desde mi niñez en Neudörfl, siempre he tenido la más fuerte impresión de la forma en que la contemplación de los servicios de la iglesia en estrecha conexión con la solemnidad de la música litúrgica hace que el enigma de la existencia se eleve de forma poderosamente sugestiva ante la mente. La instrucción en la Biblia y el catecismo impartidos por el sacerdote tenían mucho menos efecto en mi mundo mental que lo que él lograba por medio de la liturgia al mediar entre lo sensible y lo suprasensible. Desde el principio, esto no fue para mí una mera forma, sino una experiencia profunda. Tanto más por el hecho de que en esto yo era un extraño en la casa de mis padres. Incluso en la atmósfera que tenía que respirar en mi casa, mi espíritu no perdía aquella experiencia vital que había adquirido de la liturgia. Pasé mi vida en medio de este ambiente hogareño sin participar de él, sin percibirlo; pero mis verdaderos pensamientos, sentimientos y experiencia estaban continuamente en ese otro mundo. Puedo afirmar enfáticamente, sin embargo, a este respecto, que yo no era ningún soñador, sino bastante autosuficiente en todos los asuntos prácticos.

Una completa contrapartida de este mundo mío eran los asuntos políticos de mi padre. Él y otro empleado se turnaban en el servicio. Este hombre vivía en otra estación de ferrocarril, de la que era en parte responsable. Venía a Neudörfl sólo cada dos o tres días. Durante las horas libres de la tarde, él y mi padre hablaban de política. Lo hacían en una mesa que había cerca de la estación, bajo dos enormes y maravillosos tilos. Allí se reunía toda nuestra familia y los demás empleados. Mi madre tejía o hacía ganchillo; mi hermano y mi hermana se ocupaban de nosotros; yo me sentaba a menudo a la mesa y escuchaba las inauditas discusiones políticas de los dos hombres. Mi participación, sin embargo, nunca tenía nada que ver con el sentido de lo que decían, sino sólo con la forma que adoptaba la conversación. Siempre estaban en bandos opuestos; si uno decía "Sí", el otro siempre le contradecía con un "No". Todo esto, sin embargo, estaba marcado, no sólo por una cierta intensidad -de hecho, violencia-, sino también por el buen humor que era un elemento básico en la naturaleza de mi padre.
En el pequeño círculo que allí se reunía a menudo, al que se añadían con frecuencia algunas de las "notabilidades" del pueblo, aparecía a veces un médico de Wiener-Neustadt. Tenía muchos pacientes en este lugar, donde en aquella época no había médico. Venía de Wiener-Neustadt a Neudörfl a pie, y venía a la estación después de visitar a sus pacientes para esperar el tren en el que volvía. A mis padres, y a la mayoría de las personas que le conocían, este hombre les parecía un personaje extraño. No le gustaba hablar de su profesión de médico, pero con mucho más gusto lo hacía de literatura alemana. Por él oí hablar por primera vez de Lessing, Goethe y Schiller. En mi casa nunca se hablaba de eso. No se sabía nada de esas cosas. Tampoco en la escuela del pueblo se hablaba de ello. Allí se hacía hincapié en la historia de Hungría. Ni el cura ni el profesor ayudante se interesaban por los maestros de la literatura alemana. Con el médico de Wiener-Neustadt se abrió ante mí un mundo completamente nuevo. Se interesaba por mí; a menudo, después de descansar un rato bajo los tilos, me llevaba a un lado, paseaba conmigo junto a la estación y hablaba -no como un conferenciante, sino con entusiasmo- de literatura alemana. En esas charlas exponía todo tipo de ideas sobre lo que es bello y lo que es feo.

Esto también ha permanecido como una imagen en mi memoria, dándome muchas horas felices de recuerdo a lo largo de mi vida: el alto y delgado doctor, con su paso rápido y largo, siempre con su paraguas en la mano derecha, sostenido invariablemente de tal manera que colgaba a su lado, y yo, un niño de diez años, al otro lado, absorto en lo que el hombre decía.

Además de todas estas cosas, me interesaba mucho todo lo relacionado con el ferrocarril. Aprendí por primera vez los principios de la electricidad en relación con la estación telegráfica. De niño aprendí también a telegrafiar.

En cuanto al idioma, crecí en el dialecto del alemán que se habla en la Baja Austria oriental. En realidad era el mismo que se utilizaba entonces en las zonas de Hungría limítrofes con la Baja Austria. Mi relación con la lectura y la escritura era totalmente distinta. En mi niñez pasaba rápidamente por encima de las palabras al leer; mi mente iba inmediatamente a las percepciones, los conceptos, las ideas, de modo que no obtenía de la lectura ningún sentimiento ni para deletrear ni para escribir gramaticalmente. Por otra parte, al escribir tenía tendencia a fijar en mi mente las formas de las palabras por sus sonidos, tal como generalmente las oía pronunciadas en el dialecto. Por esta razón, sólo después de arduos esfuerzos adquirí facilidad para escribir el lenguaje literario, mientras que la lectura me resultó fácil desde el principio.

Bajo tales influencias crecí hasta la edad en que mi padre tuvo que decidir si me enviaba al Gymnasium o a la Realschule de Wiener-Neustadt. A partir de entonces oí hablar mucho a otras personas -entre las discusiones políticas- sobre mi propio futuro. A mi padre le daban este y aquel consejo; yo ya lo sabía: "Le gusta escuchar lo que dicen los demás, pero actúa según su propia determinación fija y definida."