GA034 enero-abril de 1904 - El aura humana

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 EL AURA HUMANA

Revista Lucifer - Gnosis 1904

RUDOLF STEINER


enero-abril de 1904

Una cita de Goethe que explica de manera sutil la relación del ser humano con el mundo es la siguiente: «En realidad, intentamos en vano expresar la esencia de una cosa. Nos damos cuenta de los efectos, y una historia completa de estos efectos abarcaría, en el mejor de los casos, la esencia de esa cosa. En vano nos esforzamos por describir el carácter de una persona; en cambio si reunimos sus acciones, sus hechos, se nos presentará una imagen de su carácter. Los colores son actos de la luz, actos y sufrimientos... Los colores y la luz están en la relación más precisa entre sí, pero debemos pensar en ambos como pertenecientes a la naturaleza en su conjunto: porque es ella en su totalidad la que quiere revelarse especialmente al sentido de la vista. Del mismo modo, toda la naturaleza se revela a otro sentido... «Así habla la naturaleza hacia abajo, a otros sentidos, a sentidos conocidos, incomprendidos y desconocidos; así habla consigo misma y con nosotros a través de mil fenómenos. Para quien está atento, ella no está muerta ni muda en ninguna parte».

Para apreciar plenamente el significado de esta afirmación, basta con pensar en lo diferente que debe ser el mundo para los seres vivos más inferiores, que solo tienen una especie de sentido del tacto o sensibilidad que recorre toda la superficie de su cuerpo, en comparación con los seres humanos. En cualquier caso, la luz, el color y el sonido no pueden existir para ellos en el mismo sentido en que existen para los seres dotados de ojos y oídos. Las vibraciones del aire que provoca un disparo de escopeta pueden tener un efecto sobre ellos cuando les alcanza. Para que estas vibraciones del aire se perciban como un estruendo, se necesita un oído. Y para que ciertos procesos que se manifiestan en la sutil materia llamada éter se revelen como luz y color, se necesita un ojo. En este sentido, se aplica la frase del filósofo Lotze: «Sin un ojo que perciba la luz y sin un oído que perciba el sonido, el mundo entero sería oscuro y mudo. No habría en él tanta luz o sonido como no habría dolor de muelas sin un nervio dental que percibiera el dolor».

El poeta Robert Hamerling dice en su libro filosófico («Atomistik des Willens» 'Atomismo de la voluntad') sobre esta idea: «Si esto no te resulta evidente, querido lector, y tu mente se rebela ante este hecho como un caballo asustadizo, no sigas leyendo ni una sola línea más; deja este y todos los demás libros que tratan de temas filosóficos sin leer, pues careces de la capacidad necesaria para comprender un hecho con imparcialidad y retenerlo en tu mente».

Sin embargo, este hecho conlleva necesariamente una conclusión. Goethe lo expresa muy bien: «El ojo debe su existencia a la luz. Partiendo de órganos auxiliares animales indiferenciados, la luz crea un órgano que no tiene parangón; y así se forma el ojo en la luz para la luz, de modo que la luz interior se enfrenta a la luz exterior». Esto no significa otra cosa que: los procesos externos que el ser humano percibe a través del ojo como luz estarían ahí incluso sin el ojo; pero a partir de ellos el ojo crea la sensación de luz. Por lo tanto, el ser humano nunca debe decir que solo existe lo que percibe, sino que debe reconocer que, de todo lo que existe, solo puede percibir aquello para lo cual él dispone de órganos. Y con cada nuevo órgano, el mundo debe revelar nuevas facetas de su esencia. El naturalista Tyndall lo expresa acertadamente: «El efecto de la luz parece ser en el reino animal solo un cambio de naturaleza química, como el que se produce en las hojas de las plantas. Poco a poco, este efecto se localiza en células pigmentarias individuales, que son más sensibles a la luz que el tejido circundante. El ojo comienza. Al principio es capaz de revelar las diferencias de luz y sombra que producen los cuerpos muy cercanos. Dado que la interrupción de la luz casi siempre va seguida del contacto con el cuerpo opaco cercano, hay que concluir que la visión es una especie de sensación anticipada. La adaptación continúa (en los animales superiores). Se forma una pequeña inflamación de la piel por encima de las células pigmentarias; comienza a formarse una lente y, a través de infinitas adaptaciones, el sentido de la vista alcanza una agudeza que finalmente llega a la perfección del ojo del halcón o del águila. Lo mismo ocurre con los demás sentidos».

Lo que realmente se revela a un ser a través de la sensación depende, por tanto, de los órganos que se han desarrollado en él. Por lo tanto, el ser humano nunca debe decir: solo es real lo que puede percibir. Podría haber muchas cosas reales que no puede percibir porque carece de los órganos necesarios para ello. Y un ser humano que solo declarara real lo que se puede percibir sensorialmente de forma habitual se asemejaría a un animal inferior que declarara irreal los colores y los sonidos, ya que no puede percibirlos.

Ahora bien, todo ser humano conoce un mundo real que no puede percibir con los sentidos comunes. Se trata de su propio mundo interior. Sus sentimientos, instintos, pasiones y pensamientos son reales. Viven en él. Pero ningún oído puede oírlos; ningún ojo puede verlos. Para los demás son «oscuros y mudos», como dice la cita anterior de Lotze: «sin un ojo que perciba la luz y sin un oído que perciba el sonido, el mundo entero sería oscuro y mudo». Y este mundo deja de ser «oscuro y mudo» tan pronto como hay ojos y oídos que lo perciben. Solo un ser así puede saber que de este mundo «mudo y oscuro» surge el de los colores y los sonidos, que el ojo y el oído experimentan este último mundo. Solo la experiencia directa puede decidirlo.

Entonces, quien no es capaz de percibir el mundo interior real del ser humano como una sensación, ¿Puede afirmar que es imposible percibirlo? Quien reconozca el alcance de los hechos expuestos hará más que eso. Tendrá que decirse a sí mismo: solo quienes tienen esa percepción pueden decidir si es posible, pero no quienes no la tienen. Porque el ser dotado de vista, y no el ser sin ojos, puede dar cuenta de la realidad del mundo de los colores. Esta idea debe ir seguida de la siguiente, en la que Hamerling resume brillantemente lo que tiene que decir al respecto: «Nuestro mundo sensorial es el mundo de los efectos. Lo que actúa en cada ser produce en los demás la idea, del mismo modo que al tocar las cuerdas se produce el sonido. Cada ser es arpista en cuerdas ajenas y, al mismo tiempo, arpa para dedos ajenos».

Así como la naturaleza exterior transforma los «órganos auxiliares animales indiferenciados », —en el sentido de Goethe—, transformándose en el ojo, así el ser humano es capaz de desarrollar en sí mismo los órganos a través de los cuales los sentimientos, los impulsos, los instintos, las pasiones, los pensamientos, etc., se convierten en un mundo sensorial, en un mundo de efectos, del mismo modo que las vibraciones del aire se convierten en percepción del sonido a través del oído, y las vibraciones del éter se convierten en percepción del color a través del ojo. En una próxima publicación de esta revista se hablará de los caminos que debe seguir el alma para desarrollar estos sentidos. Aquí se dirá algo sobre las percepciones de estos «sentidos espirituales» en sí mismos. 

Es evidente que para el ojo exterior, solo es visible una parte del ser humano. Es la parte que se denomina cuerpo físico. Este cuerpo físico está compuesto por los mismos elementos que componen los objetos externos de la naturaleza. Y en él actúan las mismas fuerzas físicas y químicas que actúan en los minerales. Ahora bien, cualquier persona pensante admitirá que la vida anímica nunca puede explicarse a partir de estas sustancias y sus procesos. El naturalista Du Bois-Reymond se expresa así al respecto: 

«A primera vista, parece que el conocimiento de los procesos materiales que tienen lugar en el cerebro nos permite comprender ciertos procesos y aptitudes espirituales. Entre ellos incluyo la memoria, la afluencia y combinación de ideas, las consecuencias del ejercicio, los talentos específicos y otras cosas por el estilo. La más mínima reflexión nos enseña que esto es un engaño. Solo se nos enseñaría sobre ciertas condiciones internas de la vida mental, que son más o menos equivalentes a las externas establecidas por las impresiones sensoriales, pero no sobre el origen de la vida mental a través de estas condiciones. ¿Qué conexión concebible existe entre, por un lado, ciertos movimientos de ciertos átomos en mi cerebro y, por otro, los hechos originales, indefinibles e innegables para mí: siento dolor, siento placer, saboreo lo dulce, huelo el aroma de las rosas, oigo el sonido del órgano, veo el rojo, y la certeza igualmente inmediata que se deriva de ello: ¿por lo tanto, existo? Es absolutamente incomprensible, y lo será para siempre, que a un número de átomos de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, etc. no les sea indiferente cómo se encuentran y se mueven, cómo se encontraban y se movían, cómo se encontrarán y se moverán». 

Sin duda, Du Bois-Reymond se equivoca en lo que deduce de ello, pero no en el hecho en sí. (Compárese con mi libro Welt-und Lebensanschauungen im neunzehnten Jahrhundert [Cosmovisiones y concepciones de la vida en el siglo XIX], Berlín, Siegfr. Cronbach, segundo volumen, página 78 y siguientes). Es necesario aclarar qué hechos subyacen a tal afirmación. El naturalista utiliza los sentidos externos para investigar. Es cierto que refuerza su poder mediante instrumentos, que combina con la razón los hechos que estos le proporcionan y que determina sus proporciones mediante cálculos, pero la base de todo lo que constata es la observación externa y sensorial. Ahora bien, esta puede determinar procesos en el mundo material; o, cuando estos son demasiado pequeños para ser percibidos directamente, puede complementarse con hipótesis: pero nunca puede percibir lo psíquico o lo espiritual. Du Bois-Reymond no dice otra cosa que, allí donde el proceso material pasa a ser psíquico, cesa la observación sensorial externa. La forma en que se encuentran y se mueven los átomos de carbono, oxígeno, etc., puede representarse de esta manera, porque es similar a los procesos materiales perceptibles. Pero «Sentir dolor, sentir placer, etc.» ya no puede captarse con los sentidos externos. Debe producirse una mayor capacidad de percepción, al igual que debe añadirse la mayor capacidad de percepción del ojo, si se quiere complementar el mundo de las sensaciones táctiles del animal inferior con el mundo de los colores. Y para tal mayor capacidad de percepción se produce igualmente una transición entre los procesos físicos y los «hechos innegables: «Siento dolor, siento placer, huelo el aroma de las rosas, etc.», como entre el movimiento de una bola de marfil que rueda y el estado de la otra, que pasa de la quietud al movimiento como consecuencia del impacto de la primera. Para esta capacidad de percepción superior, el cuerpo físico humano no es más que la parte central de un cuerpo mayor, en el que el primero está envuelto como en una nube. Y así como el ojo físico percibe las vibraciones etéreas que emite el cuerpo físico como los colores de este cuerpo, el ojo espiritual percibe, a través de la mediación correspondiente, los sentimientos, los instintos, las pasiones y las ideas, que son «hechos innegables» al igual que los movimientos del carbono, el hidrógeno, etc. en el cerebro.

Mediante un proceso de transformación especial, que se describirá más adelante, el mundo interior de las causas del ser humano se presenta al «ojo espiritual» como un mundo de efectos en colores, del mismo modo que los procesos físicos del cuerpo se presentan al ojo exterior como efectos de colores. Los efectos cromáticos perceptibles por el «ojo espiritual», que irradian alrededor del ser humano físico y lo envuelven como una nube (aproximadamente con forma de huevo), se denominan aura humana. Debe considerarse parte de la esencia humana al igual que el cuerpo físico. El tamaño de esta aura varía de una persona a otra. Sin embargo, se puede imaginar, en promedio, que el ser humano completo es dos veces más largo y cuatro veces más ancho que el físico.

En esta aura fluyen los tonos de color más diversos. Y este fluir es una imagen fiel de la vida interior del ser humano. Tan cambiantes como esta son las tonalidades de color individuales. Sin embargo, ciertas características permanentes, como los talentos, los hábitos y los rasgos de carácter, se expresan en tonos de color básicos estables.

El aura varía mucho según los diferentes temperamentos y disposiciones mentales de las personas; también varía según los grados de desarrollo espiritual. Una persona que se entrega por completo a sus instintos animales tiene un aura completamente diferente a la de alguien que vive mucho en sus pensamientos. El aura de una persona de naturaleza religiosa difiere esencialmente de la de alguien que se sumerge en las experiencias triviales del día a día. A esto se suma que todos los cambios de humor, todas las inclinaciones, alegrías y penas encuentran su expresión en el aura.

Para comprender el significado de los tonos de color, es necesario comparar las auras de los diferentes tipos de personas. Tomemos primero a las personas que tienen afectos muy pronunciados. Se pueden dividir en dos tipos diferentes. Aquellos que se dejan llevar por estos afectos principalmente por su naturaleza animal, y aquellos en los que estos afectos adoptan una forma más refinada, en la que, por así decirlo, se ven fuertemente influenciados por la reflexión. En el primer tipo de personas, el aura está inundada principalmente por corrientes de colores marrones y marrón rojizos de todos los matices en determinados puntos. En las personas con afectos más refinados, en los mismos puntos aparecen tonos de rojo y verde más claros. Se puede observar que, a medida que aumenta la inteligencia, los tonos verdes se vuelven cada vez más frecuentes. Las personas muy inteligentes, pero que se dedican por completo a la satisfacción de sus instintos animales, tienen mucho verde en su aura. Sin embargo, este verde siempre tendrá un toque más o menos intenso de marrón o marrón rojizo. Las personas poco inteligentes muestran una gran parte del aura inundada por corrientes marrón rojizas o incluso rojo sangre oscuro.

El aura de las personas tranquilas, reflexivas y meditativas es muy diferente a la de las personas impulsivas. Los tonos marrones y rojizos pasan a un segundo plano y destacan diferentes matices de verde. En las personas pensativas, el aura muestra un agradable tono verde básico. Así es como se ven aquellas personas de las que se puede decir que saben adaptarse a cualquier situación de la vida.

Los tonos azules aparecen en las naturalezas devotas. (Quiero señalar expresamente que estoy dispuesto a que otros investigadores me corrijan. Las observaciones en este campo son, por supuesto, inciertas. Y esta incertidumbre no se puede comparar con la que ya es posible en el campo físico, aunque esta última —como saben los investigadores— también es muy grande. Para comparar mis datos, me remito al escrito de C. W. Leadbeater: «Man visible and invisible», publicado en 1902 en Londres por Theosophical Publishing Society). Cuanto más se pone el ser humano al servicio de una causa, más significativos se vuelven los matices azules. En este sentido, también se encuentran dos tipos de personas muy diferentes. Hay naturalezas de escasa capacidad intelectual, almas pasivas que, en cierto modo, no tienen nada que aportar a la corriente de los acontecimientos mundiales salvo su «buen carácter». Su aura brilla con un hermoso color azul. Así se manifiesta también la de muchas naturalezas devotas y religiosas. Las almas compasivas y aquellas que disfrutan viviendo una existencia llena de buenas obras tienen un aura similar. Si además estas personas son inteligentes, las corrientes verdes y azules se alternan, o el azul adquiere un matiz verdoso. A diferencia de las almas pasivas, las almas activas se caracterizan por un azul impregnado de tonos claros desde su interior. Las naturalezas inventivas, aquellas que tienen pensamientos fructíferos, irradian tonos claros desde un punto interior. En general, todo lo que indica actividad mental tiene más bien la forma de rayos que se expanden desde el interior, mientras que todo lo que proviene de la vida animal tiene la forma de nubes irregulares que inundan el aura.

Dependiendo de si las ideas que surgen de un alma activa se ponen al servicio de los propios instintos animales o de intereses más ideales y objetivos, las correspondientes estructuras cromáticas muestran diferentes matices. La mente inventiva, que utiliza todos sus pensamientos para satisfacer sus pasiones sensuales, muestra matices azul oscuro y rojo; por el contrario, aquella que pone sus fructíferos pensamientos desinteresadamente al servicio de un interés objetivo, muestra tonos rojo claro y azul. Una vida espiritual, unida a una noble dedicación y capacidad de sacrificio, se refleja en colores rosa o violeta claro.

No solo la constitución básica del alma, sino también los afectos pasajeros, los estados de ánimo y otras experiencias internas muestran sus ondas de color en el aura. Una ira repentina y violenta genera ondas rojas; el orgullo herido, que se manifiesta en un arrebato repentino, puede verse en forma de nubes de color verde oscuro. Pero los fenómenos cromáticos no solo aparecen en formaciones nubosas irregulares, sino también en figuras definidas, limitadas y de forma regular. Por ejemplo, un ataque de miedo se manifiesta en el aura con rayas onduladas de color azul con un brillo rojizo que la atraviesan de arriba abajo. En una persona que espera con tensión un determinado acontecimiento, se pueden ver rayas rojas y azules continuas que atraviesan el aura de dentro hacia fuera en forma de radios.

Para tener una percepción mental precisa, hay que prestar atención a cada sensación que el ser humano recibe del exterior. Las personas que se excitan mucho con cada impresión externa muestran un destello continuo de pequeños puntos y manchas rojizas en el aura. En las personas que no tienen una percepción viva, estas manchas tienen un color amarillo anaranjado o incluso un bonito color amarillo. Las personas denominadas «distraídas» muestran manchas azuladas de forma más o menos variable.

A continuación se mostrará en qué medida el aura aquí descrita es un fenómeno muy complejo. También se demostrará cómo es la expresión de la totalidad del ser humano. Las explicaciones aquí proporcionadas deben considerarse únicamente como una introducción.

En lo anterior se ha descrito a grandes rasgos la nube áurica en la que se encuentra el cuerpo físico del ser humano. Para una «visión espiritual» más desarrollada, se pueden distinguir tres tipos de fenómenos cromáticos dentro de esta «aura» que envuelve e irradia al ser humano. En primer lugar, están los colores que tienen un carácter más o menos opaco y apagado. Sin embargo, si comparamos estos colores con los que ve nuestro ojo físico, nos parecen vivos y transparentes. Pero dentro del mundo suprasensible, hacen que el espacio que llenan sea comparativamente opaco; lo llenan como una neblina. — Un segundo tipo de colores son aquellos que son, por así decirlo, pura luz. Iluminan el espacio que llenan. Este se convierte por sí mismo en un espacio luminoso. Muy diferente de estos dos es el tercer tipo de apariciones cromáticas. Estas tienen un carácter radiante, centelleante y brillante. No solo iluminan el espacio que ocupan, sino que lo atraviesan y lo irradian. Hay algo activo, algo móvil en sí mismo en estos colores. Los otros tienen algo de reposo, de inmovilidad. Estos, en cambio, se generan continuamente a partir de sí mismos. Los dos primeros tipos de colores llenan el espacio como con un líquido fino que permanece en calma en él; el tercero lo llena de una vida siempre creciente, de una actividad que nunca reposa.

Estos tres tipos de colores no se encuentran simplemente uno al lado del otro en el aura humana; no se encuentran exclusivamente en partes separadas del espacio; sino que se entremezclan parcialmente. En un lugar del aura se pueden ver los tres tipos entremezclados, del mismo modo que se puede ver y oír al mismo tiempo un cuerpo físico, por ejemplo, una campana. Esto convierte al aura en un fenómeno extraordinariamente complejo. Porque, por así decirlo, se trata de tres auras entrelazadas que se interpenetran. (No se tienen en cuenta aquí las auras de mayor valor). Pero se puede aclarar esto si se centra la atención alternativamente en una de estas tres auras. En el mundo suprasensorial se hace algo similar a lo que se hace en el mundo sensorial, por ejemplo, cerrar los ojos para entregarse por completo a la impresión de una pieza musical. El «vidente» tiene, en cierto modo, tres órganos para los tres tipos de colores. Y para observar uno sin que los otros le molesten, puede abrir uno u otro tipo de órganos a las impresiones y cerrar los demás. En un «vidente» puede estar desarrollado inicialmente solo el tipo de órganos correspondiente al primer tipo de colores. Este solo puede ver un aura; las otras dos le resultan invisibles. Del mismo modo, alguien puede ser sensible a los dos primeros tipos, pero no al tercero. El nivel superior del «don de la visión» consiste entonces en que una persona puede observar las tres auras y, con fines de estudio, dirigir su atención alternativamente a una u otra.

Esta triple aura es la expresión visible, más allá de los sentidos, de la esencia del ser humano. Porque esta esencia se compone de tres elementos: cuerpo, alma y espíritu. El cuerpo es lo efímero del ser humano; lo que nace y muere. El espíritu es lo imperecedero. Tras la muerte del cuerpo, atraviesa diferentes experiencias y estados en ámbitos inaccesibles a los sentidos externos, para volver a encarnarse en un nuevo cuerpo tras un periodo más o menos largo. (En el ensayo «Cómo actúa el karma» se puede encontrar información más detallada sobre los estados entre la muerte y una nueva encarnación). El vínculo entre el cuerpo perecedero y el espíritu imperecedero es el alma. Hay que imaginarse que las impresiones del mundo exterior sensorial son primero captadas por el alma y luego transmitidas al espíritu. El oído, como órgano físico, recibe, por ejemplo, una impresión a través de una vibración del aire. El alma transforma esta vibración del aire en la sensación del sonido. Solo así el ser humano experimenta en su interior, —como sensación—, lo que de otro modo sería un proceso mudo en el aire exterior. Y en el interior del ser humano, el espíritu vuelve a percibir la sensación. De este modo, a través del alma, obtiene información sobre el mundo exterior sensorial y terrenal. En el ser humano, el espíritu no puede comunicarse directamente con el mundo exterior sensorial, sino que el alma es su mensajera. A través del alma, el espíritu inmortal del ser humano entra en contacto con el mundo terrenal. (Quien busque información más detallada sobre las relaciones entre el espíritu, el alma y el cuerpo, la encontrará en mi próxima publicación «Teosofía»). El alma es, por tanto, la verdadera portadora de lo que el ser humano experimenta en su interior entre el nacimiento y la muerte. El espíritu conserva estas experiencias y las traslada de una encarnación a otra.

El alma humana recibe influencias desde dos lados. El cuerpo actúa sobre ella para transmitirle las impresiones sensoriales y corporales. El espíritu la influye desde el otro lado para grabar en ella las leyes eternas que le son propias. El alma está relacionada, por un lado, con el cuerpo y, por otro, con el espíritu. Por lo tanto, en el ser humano vivo se puede distinguir una triple vida interior. La primera abarca todo lo que fluye continuamente desde el cuerpo hacia el alma; la segunda son los procesos que tienen lugar en la propia alma. La tercera son las influencias que el alma recibe del espíritu. Un ejemplo sencillo puede aclarar cómo se diferencian estas tres formas de vida interior humana. Supongamos que una persona lleva mucho tiempo sin comer. Esto provoca ciertos procesos en el cuerpo que no son beneficiosos para su vida física. Esto afecta al alma en forma de sensación de hambre.

Esta sensación es un proceso del alma, pero su causa se encuentra en el cuerpo. Supongamos además que una persona pasa junto a alguien que está pasando necesidades y le ayuda. La motivación para ello reside en el reconocimiento por parte del espíritu de que el ser humano debe ayudar a los demás. El alma lleva a cabo la acción; el espíritu da la orden. El alma siente compasión. Esta compasión es, de nuevo, un proceso del alma. La causa reside en el espíritu. Entre estos dos tipos de experiencias del alma hay una tercera. Es aquella en la que, en cierto modo, ni el cuerpo ni el espíritu participan directamente. En primer lugar, el ser humano se ve impulsado una y otra vez a ingerir alimentos por el estímulo inmediato del hambre. Pero cuando empieza a reflexionar sobre la relación entre el hambre y su estilo de vida, regula este último mediante el pensamiento. En cierto modo, utiliza el pensamiento para satisfacer las necesidades de su sensualidad. De este modo, hace que su vida anímica sea independiente de los estímulos inmediatos de la corporalidad sensual. Cuanto menos desarrollado está el ser humano, más se entregará a los estímulos sensuales. Con un mayor desarrollo, pone cada vez más su vida interior al servicio del pensamiento, pero de este modo también se vuelve cada vez más receptivo a las influencias de lo espiritual. Un ser humano poco desarrollado, que debe entregarse a todos los estímulos de su cuerpo, será insensible a las leyes eternas de lo verdadero y lo bueno, que provienen del espíritu. Se sumergirá por completo en lo que su cuerpo le exige. Cuanto más independiente se haga el ser humano de estas influencias, más brillará en él lo que es imperecedero, lo que es eternamente verdadero y eternamente bueno. Y finalmente reconocerá que está aquí para poner sus fuerzas, sus capacidades, todas sus acciones al servicio de lo eterno. De este modo obtenemos una vida interior del ser humano dividida en tres niveles. 

  1. La primera es la que depende de las causas físicas; 
  2. la segunda es la parte de la vida del alma que, hasta cierto punto, se ha independizado de cualquier estímulo externo mediante la reflexión, pero que aún se absorbe en la satisfacción de la vida exterior; 
  3. la tercera parte es, finalmente, la que pone la propia vida al servicio de lo eterno. En el ser humano poco desarrollado predomina la primera parte; en el más desarrollado destaca la tercera. El ser humano medio se encuentra en un término medio entre ambas.

Estas tres partes de la vida interior humana se expresan de forma suprasensible y visible en el aura triple. Aquel grado en cual el alma depende del cuerpo y se deja influir por sus procesos se refleja en las manifestaciones cromáticas opacas y turbias. Una persona que vive completamente su naturaleza física tiene esta parte del aura especialmente desarrollada. Todo lo que, a través de la educación, la reflexión, en definitiva, la cultura externa, se ha independizado de las influencias inmediatas del cuerpo, se expresa en los colores que iluminan el espacio con una claridad transparente. Y toda la verdadera espiritualidad del ser humano, la entrega desinteresada a lo verdadero y lo bueno, en otras palabras, los tesoros que el ser humano acumula para la eternidad, se manifiestan en los colores brillantes y resplandecientes del aura.

  1. El primer aura es un reflejo de la influencia que el cuerpo ejerce sobre el alma del ser humano; 
  2. el segundo caracteriza la vida propia del alma, que se ha elevado por encima de los estímulos sensoriales inmediatos, pero que aún no se ha dedicado al servicio de lo eterno; 
  3. el tercero refleja el dominio que el espíritu eterno ha ganado sobre el ser humano mortal.

Para el «vidente», el grado de desarrollo de una persona se evalúa a partir de la naturaleza de su aura. Si se encuentra con una persona poco desarrollada, que se entrega por completo a sus instintos sensuales, deseos y estímulos externos momentáneos, ve el primer aura en los tonos de color más llamativos; el segundo, por el contrario, está poco desarrollado. En ella solo se ven escasas formaciones de color, mientras que la tercera apenas se insinúa. Aquí y allá solo se ve una chispa de color brillante, lo que indica que también en esta persona ya vive lo eterno como predisposición, pero que aún necesitará un largo camino de desarrollo, a través de muchas encarnaciones, hasta que adquiera una influencia destacada en la vida exterior de este portador. Cuanto más se despoja el ser humano de su naturaleza instintiva, más imperceptible se vuelve la primera parte del aura. La segunda parte se agranda cada vez más y llena cada vez más completamente con su fuerza luminosa el cuerpo de colores en el que vive el ser humano físico. Y los «siervos del Eterno» muestran la milagrosa tercera aura, aquella parte que da testimonio de hasta qué punto el ser humano se ha convertido en ciudadano del mundo espiritual. Porque lo divino mismo irradia a través de esta parte del aura humana en el mundo terrenal. Las personas en las que se ha desarrollado esta aura son las llamas a través de las cuales la divinidad ilumina este mundo. Han aprendido a vivir no para sí mismas, sino para lo eternamente verdadero y bueno; han logrado, a pesar de su estrecho yo, sacrificarse en el altar de la gran obra del mundo.

Así, en el aura se manifiesta lo que el ser humano ha hecho de sí mismo a lo largo de sus encarnaciones.

Las tres partes del aura contienen colores de los más diversos matices. Sin embargo, el carácter de estos matices cambia con el grado de desarrollo del ser humano. En la primera parte del aura del ser humano instintivo y sin desarrollar se pueden ver todos los matices, desde el rojo hasta el azul. En él, estos matices tienen un carácter turbio y sucio. Los matices rojos llamativos indican los deseos sensuales, los placeres carnales, la adicción a los placeres del paladar y del estómago. Los matices verdes parecen encontrarse principalmente en aquellas naturalezas inferiores que tienden a la torpeza, a la indiferencia, que se entregan con avidez a todos los placeres, pero que rehúyen los esfuerzos que les llevan a ellos. No es agradable ver a los vagabundos perezosos de nuestras grandes ciudades holgazaneando en sus nubes de color verde sucio. Sin embargo, ciertas profesiones modernas fomentan precisamente este tipo de auras. — Una autoestima personal que se basa completamente en inclinaciones bajas, es decir, que representa el nivel más bajo del egoísmo, se manifiesta en tonos amarillos sucios y marrones. Ahora bien, está claro que la vida instintiva animal también puede adquirir un carácter agradable. Existe una capacidad de sacrificio puramente natural que ya se encuentra en alto grado en el reino animal. En el amor maternal natural, esta formación de un instinto animal encuentra su más bella culminación. Estos instintos naturales desinteresados se expresan en la primera aura en tonos que van del rojo claro al rosa. La cobardía, el miedo a los estímulos sensoriales se manifiestan en el aura con colores marrón azulado o gris azulado.

La segunda aura muestra a su vez los más diversos matices de color. Las formas marrones y anaranjadas indican un fuerte sentido del yo, orgullo y ambición. El amarillo claro refleja un pensar lúcido e inteligencia; el verde es la expresión de la comprensión de la vida y del mundo. Los niños que aprenden con facilidad tienen mucho verde en esta parte de su aura. El amarillo verdoso en la segunda aura parece revelar una buena memoria. El rosa rojizo indica un ser benevolente y cariñoso; el azul es aquí el signo de la piedad. Cuanto más se acerca la piedad al fervor religioso, más se transforma el azul en violeta. El idealismo y la seriedad de la vida en su concepción más elevada se ven como azul índigo.

Los colores básicos del tercer aura son el amarillo, el verde y el azul. El amarillo aparece aquí cuando el pensamiento está lleno de ideas elevadas y amplias que captan lo individual desde la totalidad del orden divino del mundo. Este amarillo tiene entonces, cuando el pensamiento es intuitivo y se le atribuye una pureza perfecta de la imaginación sensual, un brillo dorado. El verde indica el amor a todos los seres; el azul es el signo de la capacidad de sacrificio desinteresado por todos los seres. Si esta capacidad de sacrificio se intensifica hasta convertirse en una fuerte voluntad que se pone al servicio del mundo, el azul se aclara hasta convertirse en violeta claro. Si en un ser humano más desarrollado aún persisten el orgullo y la ambición, como últimos restos del egoísmo personal, junto a los matices amarillos aparecen otros que tienden hacia el naranja. — Sin embargo, hay que señalar que en esta parte del aura los colores son muy diferentes de los matices que el ser humano está acostumbrado a ver en el mundo sensorial. Aquí, el «vidente» se encuentra con una belleza y una majestuosidad que no se pueden comparar con nada del mundo ordinario.

A continuación se mostrará cómo se expresan los diferentes componentes básicos de la esencia del ser humano a través de los auras aquí descritos.

Se puede comprender el aura del ser humano si se observa su esencia. Como cuerpo físico, el ser humano está compuesto por las sustancias que también se encuentran en el mundo mineral. Y en él actúan las fuerzas que también actúan en este mundo. El oxígeno que el ser humano adquiere a través del proceso de respiración es el mismo que se encuentra en el aire, en los componentes líquidos y sólidos de la Tierra. Y lo mismo ocurre con las sustancias que el ser humano ingiere en sus alimentos. Se pueden estudiar estas sustancias y sus fuerzas en el ser humano, al igual que se estudian en otros cuerpos naturales. Si se observa al ser humano de esta manera, se le reconoce como un eslabón del mundo mineral. Además, se puede observar al ser humano en la medida en que es un ser vivo. Muestra cómo las sustancias y fuerzas del mundo mineral se combinan para formar un organismo que se estructura en miembros, que crece y se reproduce, y cuyas partes interactúan para realizar una actividad común. El ser humano comparte este tipo de existencia con todo lo que vive. Quien se entrega a esta reflexión se enfrenta a la pregunta: ¿qué es lo que da vida a un ser? Una cierta corriente de la ciencia natural moderna da una respuesta fácil a esta pregunta. Simplemente dice: la acción de las sustancias y fuerzas minerales en el organismo vivo es exactamente del mismo tipo que en la naturaleza inorgánica, solo que mucho más compleja. Según esta corriente, se comprende un organismo cuando se comprenden los complejos procesos físicos y químicos que tienen lugar en su interior. Esta visión niega que existan causas especiales que transformen en procesos vitales las sustancias y fuerzas minerales del organismo. En el siglo XIX se desarrolló una intensa lucha contra los defensores de una fuerza vital especial. Un pensamiento claro debería haber evitado esta lucha. Porque, del mismo modo que nadie debería negar que se entiende un reloj cuando se comprende el mecanismo de sus piezas, tampoco un representante de la fuerza vital con un pensamiento claro podría oponerse a la afirmación de que se entiende científicamente el organismo en este sentido cuando se conoce la eficacia de sus sustancias y fuerzas. Pero, ¿puede alguien negar por ello que el reloj, mecánicamente comprensible, no podría existir sin el relojero? Quien realmente pueda distinguir entre la comprensibilidad de un organismo como hecho físico y las condiciones de su origen, no puede tener dudas de que la comprensibilidad anterior no afecta en absoluto a la existencia de causas especiales de la vida, del mismo modo que la comprensibilidad mecánica del reloj no afecta a la existencia del relojero. Y así como el mecánico que quiere hacer comprensible el reloj no necesita describir al relojero, el investigador puramente físico tampoco necesita tener en cuenta las causas especiales de la vida. Sin embargo, quien profundiza más en la esencia de los fenómenos comprende que, para que se produzca el organismo físico, no bastan las entidades que lo hacen físicamente comprensible. Por eso, los entendidos hablan de causas especiales de la vida. La vida es algo que se añade al efecto físico en el organismo y que se sustrae a los ojos sensoriales y al entendimiento, que solo se atiene a los hechos sensoriales. La vida es objeto de una percepción especial, al igual que el relojero es objeto de una percepción especial. Hay que observar el organismo con los «ojos del espíritu», entonces se revelan las causas especiales de la vida, que se escapan a la observación sensorial. Por eso, quienes observan con los «ojos del espíritu» han denominado «prana» (fuerza de la vida) al constructor natural de los organismos. Para ellos, la «fuerza vital» no puede ser objeto de controversia, ya que para ellos es una percepción. Y todo lo que se esgrime contra estos defensores de una fuerza vital no es más que una lucha contra molinos de viento. Solo se esgrime mientras se malinterpreta lo que quieren decir. En su sentido, aquí se debe atribuir al ser humano, en la medida en que es un organismo, el prana o la fuerza vital, como el segundo eslabón de su esencia junto al cuerpo físico-mineral.

En la sensación se ha dado algo que va más allá de la mera vida. A través de la vida, un ser construye su organismo. A través de la sensación, se le abre el mundo exterior. Es diferente cuando digo: vivo, y diferente cuando digo: siento el mundo de colores que me rodea. Para convertirse en un ser sensible, el organismo debe dotar a sus órganos de propiedades que vayan más allá de su capacidad para mantenerlo con vida y propagar la vida a través de él. Lo que convierte al organismo vivo en un organismo sensible es lo que el investigador que ve con «los ojos del espíritu» denomina el cuerpo sensitivo o, como se ha convertido en habitual entre los teósofos, el cuerpo astral. Este nombre «astral», que significa «brillante como las estrellas», proviene del hecho de que la imagen suprasensiblemente visible del mismo aparece en el aura, cuya luminosidad se ha comparado con la de las estrellas. Aquí, esta parte del ser humano se denominará cuerpo sensitivo, como tercer miembro de la entidad humana. Dentro de este cuerpo sensitivo aparece ahora la vida propia de un ser humano. Se expresa en placer y disgusto, alegría y dolor, en inclinaciones y aversiones, etc. Con cierta razón, se denomina «vida interior de un ser» a todo lo que forma parte de él. El cielo estrellado está fuera, en el espacio, y mi organismo vivo pertenece al mismo espacio. Este organismo se abre al cielo estrellado a través de sus órganos sensoriales. La alegría y el sentimiento de admiración por el cielo estrellado los experimento en mi interior. Las llevo dentro de mí cuando el cielo estrellado hace tiempo que ha desaparecido de mi ojo sensible. Lo que yo antepongo al mundo exterior como yo mismo, lo que lleva una vida propia, es el alma. Y en la medida en que esta alma se adueña de las sensaciones, en la medida en que se adueña de los procesos que le son dados desde el exterior y los transforma en vida propia, se le puede llamar alma sensible. Esta alma sensible llena, por así decirlo, el cuerpo sensible; todo lo que este recibe del exterior, ella lo transforma en una experiencia interior. Así forma un todo con el cuerpo sensible. Por lo tanto, junto con este, se denomina cuerpo astral en los escritos teosóficos. Sin embargo, un conocimiento profundo deberá distinguir entre ambos. En el aura también se deben diferenciar ambos, ya que cada tono de color del cuerpo astral está sujeto a dos influencias. Una dependerá de cómo estén configurados los órganos del ser humano, la otra de cómo responda su alma, según su naturaleza interior, a las impresiones externas. Una persona puede tener buen o mal ojo. De ello depende la imagen que recibe de un objeto externo; puede tener una predisposición espiritual más fina o más burda, lo que determina el sentimiento que experimenta en su interior a través de esta imagen.

El ser humano no se detiene en las impresiones que recibe del exterior y en los sentimientos que experimenta a través de ellas. Las conecta entre sí. De este modo, en su alma se forman imágenes completas de lo que percibe. El ser humano ve caer una piedra; después ve que en el lugar donde ha caído la piedra se ha formado un hueco en la tierra. Conecta ambas impresiones. Dice: la piedra ha excavado la tierra. En esta conexión de ambas expresiones, se expresa el pensar. Dentro del alma sensible, cobra vida el alma racional. Solo a través de ella surge, a partir de lo que el alma experimenta por influencias externas, una imagen del mundo exterior regulada por ella misma. El alma lleva a cabo continuamente esta regulación de sus impresiones externas. Y lo que así genera es una descripción, determinada por su naturaleza, de lo que percibe. Que está determinada por su naturaleza se deduce cuando se compara dicha descripción con lo que se describe. Dos personas pueden tener ante sí el mismo objeto; sus descripciones son diferentes según la constitución interna de sus almas. Pues ellas combinan sus impresiones de manera diferente.

Sin embargo, el pensamiento descriptivo lleva al ser humano más allá de su mera vida personal. Adquiere algo que trasciende su alma. Para él es una convicción natural que sus descripciones de las cosas guardan relación con estas mismas. Se orienta en el mundo pensando sobre él. De este modo, experimenta una cierta concordancia entre su vida personal y el orden de los hechos del mundo. El alma racional crea así armonía entre el alma y el mundo. El ser humano busca la verdad en su alma; y a través de esta verdad no solo se expresa el alma, sino también las cosas del mundo. Lo que se reconoce como verdad a través del pensamiento tiene un significado independiente, no solo para el alma humana. Con mi deleite por el cielo estrellado, vivo solo en mí mismo; los pensamientos que me formo sobre las órbitas de los cuerpos celestes tienen el mismo significado para el pensamiento de cualquier otra persona que para el mío. No tendría sentido hablar de mi deleite si yo no existiera; pero no es igualmente absurdo hablar de mis pensamientos sin relación conmigo mismo. Porque la verdad que pienso hoy también era cierta ayer y seguirá siendo cierta mañana, aunque solo me ocupe de ella hoy. Si un conocimiento me produce alegría, esta alegría solo tiene importancia mientras la experimento; la verdad de este conocimiento tiene su importancia independientemente de esta alegría. En conexión con la verdad, el alma capta algo que lleva su valor en sí mismo. Y este valor no desaparece con la propia experiencia del alma; tampoco ha surgido con ella. Hay una diferencia esencial entre las descripciones en las que el alma racional se limita a dejarse llevar por sus combinaciones y los pensamientos en los que se somete a las leyes de la verdad. Un pensamiento que adquiere un significado que trasciende la vida interior al estar impregnado de estas leyes de la verdad solo puede considerarse conocimiento. Cuando la verdad ilumina el alma racional, esta se convierte en alma consciente. Al igual que en el cuerpo se distinguen tres miembros: el cuerpo físico, la vida y el cuerpo sensorial, en el alma se distinguen el alma sensible, el alma racional y el alma consciente.

A partir de estos tres miembros del alma se puede comprender ahora el aura tripartita. Porque a través de estos tres miembros se entiende que la vida interior del ser humano sufre influencias desde dos lados. Como alma sensible, esta vida interior depende del cuerpo sensible. La interacción del alma sensible con el cuerpo sensible se expresa en la primera de las tres auras descritas. El alma racional combinatoria, que vive en sí misma y se somete por completo a su naturaleza en sus experiencias, se expresa en la segunda aura; y el alma consciente recibe su expresión suprasensible y visible en la tercera aura, la más brillante.

Para comprender plenamente la naturaleza de estas auras, es necesario recordar un hecho que, interpretado correctamente, abre la puerta a la comprensión del ser humano. A lo largo del desarrollo infantil, llega un momento en la vida del ser humano en el que se siente por primera vez como un ser independiente frente al resto del mundo. Para las personas sensibles, este es un acontecimiento significativo. El poeta Jean Paul cuenta en su autobiografía: «Nunca olvidaré la aparición en mi interior, que aún no he contado a nadie, en la que me encontraba en el momento del nacimiento de mi conciencia de mí mismo, cuyo lugar y momento puedo precisar. Una mañana, siendo aún un niño muy pequeño, estaba debajo de la puerta de casa y miraba hacia la leñera, a la izquierda, cuando de repente la imagen interior «yo soy un yo» me golpeó como un rayo del cielo y desde entonces permaneció brillante: allí mi yo se había visto a sí mismo por primera vez y para siempre. Aquí es difícil imaginar engaños de la memoria, ya que ningún relato ajeno puede mezclarse con un acontecimiento ocurrido únicamente en el santuario más recóndito del ser humano, cuya novedad ha conferido permanencia a circunstancias tan cotidianas. — En su autoconciencia, el ser humano ha dado lo que lo convierte en un ser independiente. Por lo tanto, la autoconciencia debe arrojar luz sobre todo su ser. Partiendo de ella, solo entonces se podrá comprender plenamente el significado del cuerpo y el alma. Más sobre esto al final de este artículo.

Hay algo sagrado en el ser humano que se denomina «autoconciencia». Quien lo comprende, entiende que esta palabra expresa en realidad el sentido de la existencia humana. La autoconciencia es la capacidad de reconocerse a uno mismo como un «yo». El siguiente hecho parece sencillo, pero encierra un significado infinito: «Yo» es la única palabra que cada uno puede decir solo a sí mismo. Nadie más puede decírselo al ser humano; y él no puede decírselo a nadie más. Cualquier otra palabra puede ser utilizada por otra persona con el mismo significado que yo. Lo que hace que el ser humano sea independiente, separado de todo lo demás, lo que le permite estar solo consigo mismo, es lo que él llama su «yo». — Este hecho se corresponde con un fenómeno muy concreto en el aura: ningún sanador puede ver nada en el punto del aura que corresponde al «yo». La conciencia del yo se representa en ella mediante un óvalo oscuro, completamente negro. Si se pudiera observar este óvalo por sí solo, parecería completamente negro. Pero eso no es posible, ya que se ve a través de lo que en los dos ensayos anteriores se ha denominado primera y segunda aura. Por eso parece azul. El «yo» de una persona sin desarrollar aparece como un pequeño óvalo azul. A medida que la persona se desarrolla, se hace cada vez más grande; y en una persona media actual tiene aproximadamente el tamaño del resto del aura. Dentro de este óvalo azul surge ahora una radiación especial. Todas las demás partes del aura solo reflejan de cierta manera lo que llega al ser humano desde el exterior. Sin embargo, la radiación mencionada es la expresión de lo que el ser humano hace de sí mismo. La primera aura expresa lo que actúa en el ser humano desde lo animal; la segunda, lo que experimenta en sí mismo a través de las impresiones del mundo sensorial; la tercera es una expresión del conocimiento que adquiere de este mundo sensorial. Pero lo que comienza a brillar dentro de la oscura aura del yo es lo que el ser humano adquiere a través de su trabajo sobre sí mismo. El mundo sensorial no puede proporcionarle la fuerza para ello. Por lo tanto, esta debe fluirle desde otro lugar. Le fluye desde el espíritu. Todo lo que fluye del espíritu hacia el yo humano resplandece en el aura marcada. Y, a diferencia de las apariencias efímeras del mundo sensorial, el espíritu es eterno, imperecedero. Lo que se manifiesta en las otras auras es también efímero en el ser humano, lo que resplandece en el aura del yo es la expresión de su espíritu eterno. Es lo permanente en él lo que reaparece en cada encarnación sucesiva. Hemos reconocido el alma consciente como la tercera parte del alma. Y dentro del alma consciente despierta el «yo». En el «yo» despierta de nuevo el espíritu eterno del ser humano. Al igual que el cuerpo y el alma, el espíritu también es tripartito. La parte más elevada es el verdadero ser espiritual (llamado «Atma» en la literatura teosófica). Así como el cuerpo físico está construido a partir de las materias y fuerzas del mundo físico exterior, el ser espiritual lo está a partir de las del mundo espiritual general. Es parte de este, al igual que el cuerpo físico lo es del mundo físico. Y así como el cuerpo físico se convierte en un ser vivo gracias a la fuerza vital física, el hombre espiritual se convierte en espíritu vital (denominado «Budhi» en la literatura teosófica) gracias a la fuerza vital espiritual. —Y así como el cuerpo físico obtiene conocimiento del mundo sensorial a través de la percepción sensorial, el ser humano espiritual obtiene conocimiento del mundo espiritual a través de la percepción espiritual, llamada intuición. Por lo tanto, al cuerpo sensorial del mundo físico le corresponde un espíritu sensorial especial en este ámbito superior. Así como la vida propia inferior comienza con la sensación, la superior comienza con la intuición. Por lo tanto, esta vida espiritual propia se denomina «yo espiritual» (en la literatura teosófica se denomina «manas superior»).

Por lo tanto, el ser humano se compone de las siguientes partes: 

  1.  La corporeidad, que consiste en el cuerpo físico, el cuerpo vital (la fuerza vital) y el cuerpo sensorial.
  2.   El alma, compuesta por el alma sensible, el alma racional y el alma consciente, en la que despierta el «yo»; 
  3.  El espíritu, compuesto por el yo espiritual, el espíritu vital y el hombre espíritu. 

— El alma sensible llena el cuerpo sensible y se fusiona con él para formar un todo. Esto queda claro si se imagina lo siguiente: el hecho de que una impresión del mundo exterior provoque el color «rojo» se basa en una actividad del cuerpo sensible. Que el alma vivencie este «rojo» en sí misma se basa en que el alma sensible está directamente vinculada al cuerpo sensible y hace suyo inmediatamente el efecto recibido del exterior.  Del mismo modo, el alma consciente y el yo espiritual se fusionan en un todo a través de la actividad propia del «yo». (Quien desee informarse con más detalle sobre todo esto, encontrará información en mi obra «Teosofía», que acaba de publicarse). Por lo tanto, se divide con razón la esencia del ser humano en las siguientes siete partes (añadimos entre paréntesis los términos habituales en la literatura teosófica): 

  1.  el cuerpo físico (Sthula sharira), 
  2.  el cuerpo vital (Linga sharira), 
  3.  el cuerpo sensble (cuerpo astral, Kama rupa), conectado con el alma sensible, 
  4.  el alma racional (manas inferior, kama manas), 
  5.  el alma consciente, llena de espíritu y generadora del «yo» (manas superior), 
  6.  el espíritu vital (cuerpo espiritual, budhi), 
  7.  el hombre espíritu (atma).

De lo descrito anteriormente se desprende que el aura espiritual radiante solo se insinúa muy débilmente en el ser humano sin desarrollar y se desarrolla cada vez más a medida que el ser humano se perfecciona. Así como las tres auras descritas corresponden a los portadores del «yo», el aura del yo se convierte en portadora del espíritu eterno. A través del «yo», el ser humano se convierte en un ser independiente y separado. Este desarrolla en sí mismo el contenido espiritual y se llena de él. Pero esto significa que el «yo» se entrega al espíritu eterno universal. Los niveles que alcanza el «yo» en esta entrega al espíritu universal se expresan a través de los matices de color del aura espiritual superior. Estos matices, en su resplandor radiante, no se pueden comparar con los colores físicos. No es posible describirlos aquí.

Para completar la información, cabe mencionar una parte del aura que aún no se ha tratado. Se trata de la parte que corresponde al cuerpo vital. Ocupa aproximadamente el mismo espacio que el cuerpo físico. El clarividente solo puede observarla si tiene la capacidad de abstraerse por completo del cuerpo físico (sugirirse). Entonces, el cuerpo vital (Linga sharira) aparece como una imagen doble completa del cuerpo físico, en un color que recuerda al de las flores de albaricoque. En este cuerpo vital se observa un flujo y reflujo continuo. La fuerza vital contenida en el universo fluye hacia dentro, se consume a través del proceso vital y vuelve a fluir hacia fuera.

Con esto se agotan las indicaciones que pueden darse aquí provisionalmente sobre el aura humana. Si alguien se siente ofendido porque algunas de las cosas que se han dicho aquí no parecen coincidir con lo que se expresa en la literatura teosófica, le pido que observe con más atención. Detrás de la aparente diferencia encontrará una armonía más profunda. Sin embargo, es mejor que cada uno describa exactamente lo que tiene que decir. En este campo solo se puede alcanzar la salvación si se sopesan las afirmaciones de los distintos observadores y se complementan entre sí. No avanzaremos nada repitiendo como loros los dogmas teosóficos. Sin embargo, cada uno debe ser consciente de su gran responsabilidad con respecto a sus afirmaciones. Por otra parte, hay que tener en cuenta que, a estas alturas de la observación, los errores en los detalles son muy posibles; de hecho, son mucho más probables aquí que en las observaciones científicas del mundo sensible. Por lo tanto, el autor de estas líneas pide la debida indulgencia a todos aquellos que tengan algo que decir en este campo.


Traducido por J.Luelmo oct, 2025