GA028 El curso de mi vida cap. XXIII - Individualismo ético

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1890-1897

Weimar

Cap. XXIII Individualismo ético

Con la revolución mental así descrita debo cerrar la segunda gran división de mi vida. Tanto en el período de Viena como en el de Weimar, las señales exteriores del destino se me manifestaron en direcciones que coincidían con el contenido de mis esfuerzos mentales interiores. En todos mis escritos está vitalmente presente el carácter básico de mi concepto espiritual del mundo, aunque una necesidad interior requería que mis reflexiones se extendieran menos a las esferas espirituales. En mi trabajo como profesor en Viena, los objetivos fijados eran únicamente los que resultaban de las percepciones de mi propia mente. En Weimar, en lo que se refiere a mi trabajo en relación con Goethe, sólo estaba activo lo que yo consideraba la responsabilidad inherente a tal trabajo. Nunca tuve que superar dificultades para armonizar las tendencias procedentes del mundo exterior con las mías propias.

Sólo a partir de este curso de mi vida pude percibir la idea de la libertad en una forma que brillaba claramente dentro de mí, y así exponerla. No creo que la gran importancia que esta idea tuvo para mi propia vida me haya llevado a considerarla de forma unilateral. La idea se corresponde con una realidad objetiva, y lo que uno experimenta realmente de tal cosa no puede alterar esta realidad a través de un esfuerzo concienzudo por el conocimiento, sino que sólo puede permitirle a uno ver en ella en mayor o menor grado.

Con esta visión de la idea de libertad se unió el "individualismo ético" de mi filosofía, que ha sido malinterpretado por tantas personas. También esto, al comienzo de la tercera etapa de mi vida, pasó de ser un elemento de mi mundo conceptual que vivía dentro de la mente, a ser algo que se había apoderado de todo el hombre.

Tanto en la física como en la fisiología, la concepción del mundo de aquella época, a cuyas formas de pensar me oponía, así como la concepción del mundo de la biología, que, a pesar de su carácter incompleto, podía considerar como un puente que conducía a una concepción espiritual, me exigían que mejorase continuamente la formulación de mis propias concepciones en todos estos aspectos del mundo. Debo responder por mí mismo a la pregunta: ¿Pueden los impulsos para la acción revelarse al hombre desde el mundo exterior? Lo que descubrí fue lo siguiente: Las fuerzas espirituales divinas, que son el alma interior de la voluntad del hombre, no tienen ninguna vía de acceso desde el mundo exterior al hombre interior. Una manera correcta de pensar tanto en física y fisiología, como en biología, me pareció llegar a este resultado. No se puede descubrir una vía en la naturaleza que dé acceso desde fuera a la voluntad. Por lo tanto, ningún impulso moral espiritual divino puede por tal camino desde fuera penetrar hasta aquel lugar en el alma donde llega a existir el impulso de la propia voluntad que actúa en el hombre. Las fuerzas naturales externas, además, sólo pueden estimular en el hombre lo que pertenece a la naturaleza. En ese caso, sin embargo, no hay expresión real de una voluntad libre, sino la continuación del acontecer natural en el hombre y a través de él. Entonces el hombre no se ha apoderado todavía de todo su ser, sino que sigue siendo, en cuanto al elemento natural de su aspecto exterior, un agente no libre.

El problema no puede ser en modo alguno, -así me lo decía a mí mismo una y otra vez-, responder a esta pregunta: ¿Es o no libre la voluntad del hombre?. Sino responder a otra muy distinta: ¿Cómo se alcanza en la vida de la mente el camino que conduce de la voluntad natural no libre a la que es libre, es decir, a la que es verdaderamente moral? Y si queremos encontrar una respuesta a esta pregunta, debemos observar cómo vive lo divino-espiritual en cada alma humana individual. Es del alma de donde procede lo moral; en su ser enteramente individual, por tanto, debe tener su existencia el impulso moral.

Las leyes morales, -como mandatos-, que provienen de un medio exterior dentro del cual se encuentra el hombre, aunque estas leyes tuvieran su origen primigenio en el mundo espiritual, no se convierten en impulsos morales dentro del hombre por el hecho de que éste dirija su voluntad de acuerdo con ellas, sino sólo por el hecho de que él mismo, puramente como individuo, experimenta la naturaleza espiritual y esencial del contenido de su pensamiento. La libertad tiene su vida en el pensamiento humano; y no es la voluntad la que es de por sí libre, sino el pensar el que faculta a la voluntad.

Así, pues, en mi Filosofía de la Actividad Espiritual me había parecido necesario poner todo el énfasis posible en la libertad de pensamiento al discutir la naturaleza moral de la voluntad.

Esta idea también fue confirmada en grado muy especial a través de la vida de meditación. El orden moral del mundo se presentaba ante mí con una luz cada vez más clara, como la única realización claramente marcada en la tierra de tales sistemas ordenados en acción, como los que se encuentran en las regiones espirituales elevadas. Se mostró como aquello a lo que sólo se aferra en su mundo conceptual aquel que es capaz de reconocer lo espiritual.

Precisamente durante la época de mi vida que estoy describiendo aquí, todas estas percepciones se vincularon para mí con la elevada verdad global de que los seres y los acontecimientos del mundo no se explicarán en verdad si el hombre emplea su pensar para "explicarlos"; sino sólo cuando el hombre, por medio de su pensar, es capaz de contemplar los acontecimientos en esa conexión en la que uno explica a otro, en la que uno se convierte en el enigma y otro en su solución, y el hombre mismo se convierte en la palabra para el mundo externo que percibe.

Aquí, sin embargo, se experimentó la verdad de la concepción de que en el mundo y su funcionamiento lo que domina es el Logos, la Sabiduría, la Palabra.

Yo creía que estas concepciones me permitían ver claramente la naturaleza del materialismo. Percibí el carácter nocivo de esta manera de pensar, no en el hecho de que el materialista dirija su atención a la manifestación de un ser en forma de materia, sino en la manera en que concibe la materia. El contempla la materia sin tomar conciencia de que en realidad está en presencia del espíritu, que simplemente se manifiesta en forma material. Él no sabe que el espíritu se metamorfosea en la materia para alcanzar formas de obrar que sólo son posibles en esta metamorfosis. El espíritu debe tomar primero la forma de un cerebro material para llevar en esta forma la vida del mundo conceptual, que puede conferir al hombre en su vida terrena una autoconciencia libremente actuante. Ciertamente, en el cerebro el espíritu surge de la materia, pero sólo después de que el cerebro material haya surgido del espíritu.

Tengo que rechazar la forma de pensar de la física y la fisiología sólo porque ésta hace de la materia que no se experimenta vitalmente, sino que sólo se concibe a través del pensamiento, la causa externa de la experiencia espiritual del hombre; y, además, esta materia se concibe de tal modo en el pensamiento que es imposible rastrearla hasta el punto en que es espíritu. Tal materia, que este modo de pensar postula como real, no lo es en ningún sentido. El error fundamental de los pensadores materialistas sobre la naturaleza consiste en su idea imposible de la materia. Con ello cierran ante sí mismos el camino que conduce a la existencia espiritual. Una naturaleza material que estimula en el alma meramente lo que el hombre experimenta dentro de la naturaleza hace del mundo una "ilusión". La intensidad con que estas ideas penetraron en mi vida mental me llevó cuatro años más tarde a elaborarlas en mi obra Concepción del mundo y de la vida en el siglo XIII, en el capítulo titulado "Die Welt als Illusion." (En ediciones ampliadas posteriores se dio a esta obra el título de Rötsel der Philosophie-.Enigmas de la Filosofía, GA018).

En la forma biológica de las concepciones es imposible de la misma manera caer en formas típicas de pensamiento que sacan la cosa así concebida totalmente fuera de la esfera que está abierta a la experiencia del hombre, y por lo tanto dejar atrás en su mente una ilusión en cuanto a esto. Aquí no se puede llegar realmente a esta explicación: "Fuera del hombre hay un mundo del que nada experimenta, que sólo le causa impresión a través de sus sentidos; una impresión, sin embargo, que puede ser totalmente distinta de la que la causa". Si un hombre suprime dentro de su vida mental los elementos más importantes del pensar, puede creer, en efecto, que ha dicho algo cuando afirma que para la percepción subjetiva de la luz la contrapartida objetiva consiste en una forma de onda en el éter, -tal era entonces la concepción; pero hay que ser un fanático absoluto si uno se propone "explicar" de esta manera lo que también se percibe en el reino de los vivos.

En ningún caso, me dije, tal concepción de las ideas relativas a la naturaleza penetra en las ideas relativas al orden moral del mundo. Tal concepción sólo puede ver esto como algo que cae en el mundo físico del hombre desde una esfera ajena al conocimiento del hombre.

No puedo considerar que el hecho de que estas preguntas se plantearan en mi mente tuviera importancia para la tercera fase de mi vida, pues ya lo habían hecho durante mucho tiempo. Pero fue significativo para mí que toda la esfera del conocimiento dentro de mi mente, -sin cambiar nada esencial en su contenido-, alcanzara por medio de estas preguntas una rapidez de actividad vital en un sentido enormemente elevado en comparación con lo que había sido el caso hasta entonces. En el Logos vive el alma humana; ¿Cómo vive el mundo exterior en este Logos? Esta es la pregunta básica en mi Teoría de la cognición en la concepción del mundo de Goethe (de mediados de los años ochenta); así continuó para mi escrito Wahrheit und Wissenschaft, (verdad y ciencia) y La filosofía de la actividad espiritual. En esta orientación del alma dominaban todas las ideas que pude formular en el esfuerzo por penetrar en los sustratos del alma de los que Goethe pretendía aportar luz para los fenómenos del mundo.

Lo que me preocupó especialmente durante la fase de mi vida aquí expuesta fue el hecho de que las ideas a las que me vi obligado a oponerme con tanta fuerza se habían apoderado con la mayor intensidad del pensar de aquella época. La gente vivía tan completamente de acuerdo con estas tendencias de la mente que no estaban en condiciones de darse cuenta en absoluto del alcance de cualquier cosa que apuntara en la dirección opuesta. Experimenté de tal modo la oposición entre lo que para mí era la pura verdad y las opiniones de mi época, que esta experiencia dio el color predominante a mi vida, especialmente en los años cercanos al cambio de siglo.

En cada manifestación de la vida espiritual, la impresión que me causaba procedía de esta oposición. No es que lamentara todo lo que esta vida espiritual me había traído; pero tenía un sentimiento de profunda angustia en presencia de las muchas cosas buenas que podía apreciar, porque creía ver los poderes de la destrucción extendiéndose contra estas cosas buenas, los gérmenes evolutivos de la vida espiritual.

Así que mi vida se centró en todas direcciones en esta pregunta: "¿Cómo se puede encontrar un camino por el que lo que se percibe interiormente como verdadero pueda exponerse en formas de expresión que puedan ser comprendidas por esta época?". Cuando uno tiene una experiencia así, es como si se enfrentara a la necesidad de escalar de un modo u otro la cima escasamente accesible de una montaña. Uno lo intenta desde los más variados puntos de aproximación; uno permanece allí todavía, forzado a sentir que todos los esfuerzos que uno ha hecho han sido en vano.

En una ocasión, en los años noventa del siglo XIX, hablé en Frankfort-am-Main sobre la concepción de la naturaleza de Goethe. En mi introducción dije que sólo hablaría de las concepciones de la vida de Goethe, ya que sus ideas sobre la luz y los colores eran tales que no existía ninguna posibilidad en la física contemporánea de tender un puente hacia esas ideas. En cuanto a mí, sin embargo, me vi obligado a considerar esta imposibilidad como un síntoma muy significativo de la orientación espiritual de la época.

Algo más tarde tuve una conversación con un físico que era una persona importante en su campo, y que también trabajaba intensamente en la concepción de la naturaleza de Goethe. La conversación llegó a su punto culminante cuando dijo que la concepción de Goethe sobre los colores es tal que la física no puede comprenderla.

Cuánto había entonces que decía que lo que para mí era verdad era tal que el pensamiento de la época no podía "en absoluto hacerse con ello".


GA028 El curso de mi vida cap. XXV En la "Sociedad Literaria Libre"; Vida teatral de Berlín

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1897-1907 / Berlín - Múnich

Cap. XXV En la "Sociedad Literaria Libre"; Vida teatral de Berlín

Asociada al grupo de la Revista había una Sociedad Dramática Libre. No pertenecía tan íntimamente a la Revista como la Sociedad Literaria Libre; pero en su junta directiva figuraban las mismas personas que en la otra Sociedad, y yo fui elegido miembro de esta junta inmediatamente después de llegar a Berlín.

La finalidad de esta Sociedad era la de producir obras que, por su carácter especial, por estar fuera del gusto y las tendencias usuales y cosas por el estilo, no eran producidas al principio por los teatros. No fue tarea fácil la que recayó sobre los directores, el triunfar en medio de tantos intentos dramáticos con las obras "incomprendidas".

Las producciones se llevaban a cabo de tal manera que en cada caso se formaba una compañía de actores compuesta por artistas que actuaban en los escenarios más variados. Con estos actores la obra se representaba por la mañana en un teatro alquilado o prestado gratuitamente por sus gestores. Los actores se mostraron muy desinteresados en relación con esta Sociedad, ya que ésta, debido a sus escasos medios, no podía ofrecer una compensación adecuada. Pero ni los actores ni los directores tenían ninguna razón interna para oponerse a la producción de obras de un tipo inusual. Se limitaron a decir: "Ante el público ordinario y en una representación nocturna, esto no puede hacerse, ya que causaría un perjuicio económico a cualquier teatro. El público simplemente no está maduro para la idea de que el teatro deba servir exclusivamente a la causa del arte."

La actividad asociada a esta Sociedad Dramática resultó ser de un carácter en alto grado adecuado para mí; sobre todo la parte que tenía que ver con la puesta en escena de las obras. Junto con Otto Erich Hartleben participé en los ensayos. Nos sentíamos verdaderos directores de escena. Dimos a las obras su forma escénica. Precisamente en este arte se hizo evidente que toda teorización y dogmatización no sirven de nada si no proceden de un sentido artístico vital que intuye en los detalles la exigencia general del estilo. Hay que resistirse firmemente a recurrir a reglas generales. Todo lo que las circunstancias hacen posible en ese ámbito debe surgir en un instante de nuestro sentido seguro del estilo en la acción, en la disposición de las escenas. Y lo que uno hace entonces, sin ninguna reflexión lógica sino desde el sentido del estilo, da un sentimiento de satisfacción a cada artista del reparto, mientras que una regla derivada del intelecto les da la sensación de que su libertad interior está siendo interferida.

A las experiencias en este campo, que entonces eran mías, tuve ocasión después una y otra vez de volver la vista atrás con satisfacción.

La primera obra que produjimos de este modo fue L'intruse, de Maurice Maeterlinck. Otto Erich Hartleben había hecho la traducción. Maeterlinck era considerado entonces por los estetas como el dramaturgo idóneo para llevar al escenario, ante los ojos del espectador susceptible, lo invisible que se esconde en medio de los acontecimientos groseros de la vida. Maeterlinck emplea lo que normalmente se denomina incidente en el drama, la forma de desarrollo en el diálogo, para producir en el espectador el efecto de los símbolos. Fue este simbolismo lo que atrajo a muchos cuyo gusto había sido repelido por el naturalismo precedente. Todos los que buscaban el "espíritu", pero que no deseaban una forma de expresión en la que se revelara directamente un mundo espiritual, encontraron su satisfacción en un simbolismo que hablaba un lenguaje que no se expresaba en forma naturalista y que, sin embargo, entraba en lo espiritual sólo en la medida en que éste se revelaba en la vaga forma borrosa de lo místico-presentimental. Cuanto menos se podía "distinguir" lo que había detrás de los sugestivos símbolos, más embelesaban a muchos.

Yo no me sentía a gusto en presencia de estos destellos espirituales. Sin embargo, fue un placer trabajar en la dirección de una obra como El intruso. Porque la representación de tales símbolos con los medios escénicos apropiados requería en un grado inusual una función de dirección guiada de la manera descrita anteriormente.

Además, me correspondió a mí preceder la producción con un breve discurso introductorio. Esta práctica, común en Francia, se había adoptado también en Alemania en relación con obras individuales. No, por supuesto, en el teatro ordinario, sino en relación con las obras adaptadas a la Sociedad Dramática. Esto no ocurría, de hecho, en cada producción de la Sociedad, sino con poca frecuencia: cuando parecía necesario introducir al público en un propósito artístico con el que no estaba familiarizado. La tarea de pronunciar este breve discurso escénico me satisfacía por la razón de que me brindaba la oportunidad de hacer dominante en mi discurso un estado de ánimo que yo mismo irradiaba del espíritu. Y me complacía hacerlo en un entorno humano que, por lo demás, no tenía oído para el espíritu.

Estar vitalmente dentro de este arte dramático era, en todo caso, realmente importante para mí en aquel período. A partir de entonces, yo mismo escribía las críticas dramáticas para la Revista. Con respecto a esa "crítica", además, tenía mis propios puntos de vista, que, sin embargo, eran poco comprendidos. Consideraba innecesario que un individuo emitiera un "juicio" sobre una obra y su producción. Tales juicios, como generalmente se daban, debían ser emitidos por el público para sí mismo.

Quien escribe sobre una producción teatral debe hacer surgir ante sus lectores en un cuadro artístico-ideal qué combinación de fantasía-forma se esconde tras la obra. En los pensamientos artísticamente formados debe surgir ante el lector una reproducción poética ideal como germen vivo, aunque inconsciente, a partir del cual el autor produjo su obra. Para mí, los pensamientos nunca fueron simplemente algo por medio de lo cual la realidad se expresa abstracta e intelectualmente. Vi que una actividad artística es posible en las concepciones del pensamiento al igual que en los colores, en las formas, en los dispositivos escénicos. Y tal obra de arte menor debería ser creada por alguien que escribe sobre una producción teatral. Pero que tal cosa se produzca cuando se representa una obra ante el público me pareció una cooperación necesaria en la vida del arte. Si una obra es "buena", "mala" o "mediocre" quedará patente en el tono y el porte de esa "forma artística de pensamiento". Pues esto no se puede ocultar aunque no se diga en forma de juicios burdos. Cualquier cosa que sea una estructura artística imposible será visible en la reproducción del arte-pensamiento. Pues uno expone allí los pensamientos, pero éstos aparecen como totalmente irreales si la obra de arte no ha surgido de una fantasía verdadera y viva.

Tal trabajo vital al unísono con el arte vivo deseaba tener en la Revista. De este modo se habría producido algo que habría dado a la revista un carácter distinto del de la discusión y el juicio meramente teóricos sobre el arte y la vida espiritual. La Revista se convertiría realmente en un miembro de esta vida espiritual.

Porque todo lo que el arte del pensamiento puede hacer por la poesía dramática es posible también para el arte teatral. Es posible, mediante el pensamiento-fantasía, dar existencia a lo que el arte del director ha introducido en la concepción escénica; de este modo es posible seguir al actor y, no mediante la crítica sino mediante la presentación "positiva", hacer que se destaque lo que está vivo en él. Entonces uno se convierte, como "escritor", en un participante formativo en la vida artística de la época, y no en un "juez" que permanece en un rincón, "temido", "compadecido" o incluso despreciado y odiado. Cuando esto se practica para todas las ramas del arte, una publicación periódica literario-artística está en medio de la vida real.

Pero en tales cosas siempre se tiene la misma experiencia. Si uno trata de ponerlas en práctica con personas que se dedican a escribir, o bien no logran entrar completamente en estas cosas, porque son contrarias a los hábitos de pensamiento del escritor, o bien se ríen y dicen: "Sí, es cierto, pero yo siempre lo he hecho así". No observan en absoluto la distinción entre lo que uno propone y lo que ellos mismos "siempre han hecho".

Quien puede ir solo por su camino espiritual no necesita que esto le perturbe la mente. Pero quien tenga que trabajar entre personas unidas en un grupo espiritual se verá afectado hasta lo más profundo de su alma por estas relaciones. Especialmente si su tendencia interior es una tan fija, crecida en él, que no puede retirarse de ésta hacia otra vitalmente real.

Ni mis artículos en la Revista ni mis conferencias me proporcionaron entonces satisfacción interior. Sólo que quien los lea ahora y piense que yo pretendía ser un representante del materialismo, se equivoca. Eso nunca quise hacerlo.

Esto puede verse claramente en los ensayos y resúmenes de conferencias que escribí. Sólo hay que contraponer a los pasajes individuales que tienen una nota materialista otros en los que hablo del espíritu, de lo eterno. Así ocurre en el artículo Un poeta vienés. De Peter Attenberg digo allí. "Lo que más interesa a la persona que entra profundamente en la armonía del mundo le parece extraño... De las ideas eternas ninguna luz penetra en los ojos de Attenberg ..." (Magazin, 17 de julio de 1897). Y el hecho de que esta "eterna armonía del mundo" no puede significar algo materialista y mecánico queda claro en expresiones como las del ensayo sobre Rudolf Heidenhain (6 de noviembre de 1897): "Nuestra concepción de la naturaleza se dirige claramente hacia la meta de explicar la vida del organismo según las mismas leyes por las que deben explicarse también los fenómenos de la naturaleza inanimada. Las leyes generales de la mecánica, la física y la química se buscan en los cuerpos de animales y plantas. El mismo tipo de leyes que controlan una máquina también deben operar en el organismo, sólo que de forma mucho más complicada y apenas comprensible. No hay que añadir nada a estas leyes para hacer posible una explicación del fenómeno que llamamos vida... La concepción mecanicista de los fenómenos de la vida gana cada vez más terreno. Pero nunca satisfará a quien tenga la capacidad de echar una mirada más profunda a los procesos de la naturaleza. Los investigadores contemporáneos de la naturaleza piensan con demasiada cobardía. Donde falla la sabiduría de sus explicaciones mecanicistas, dicen que la cosa es para nosotros inexplicable... Un pensamiento audaz se eleva a una forma superior de percepción, tratando de explicar mediante leyes superiores lo que no es de carácter mecánico. Todo nuestro pensar científico-natural permanece detrás de nuestra experiencia científica natural. En la actualidad, la forma de pensar científico-natural es muy elogiada. A este respecto, se dice que vivimos en una era científico-natural. Pero, en el fondo, esta era científico-natural es la más pobre que la historia puede mostrar. Se caracteriza por aferrarse a los meros hechos y a las formas mecanicistas de explicación. La vida nunca será comprendida por esta forma de pensar, porque tal comprensión requiere una forma de concebir más elevada que la que corresponde a la explicación de una máquina."

¿No es evidente que quien habla así de la explicación de la "vida" no puede pensar materialistamente en la explicación del "espíritu"?

Pero a menudo he hablado de que el "espíritu emana" del seno de la naturaleza. ¿Qué se entiende aquí por "espíritu"? Todo lo que emana del pensar, del sentir y de la voluntad humana que engendra la "cultura". Hablar entonces de otro "espíritu" habría sido bastante inútil. Pues nadie me habría entendido si hubiera dicho: "Lo que aparece en el hombre como espíritu y está en la base de la naturaleza no es ni espíritu ni naturaleza, sino la unidad completa de ambos". Esta unidad, -el Espíritu creador que en su creación trae la materia a la existencia y por lo tanto es al mismo tiempo materia, pero que también se muestra totalmente como espíritu-, esta unidad es captada por una idea que estaba lo más lejos posible de los hábitos de pensamiento de ese período. Pero habría sido necesario hablar de tal idea si se hubiera querido presentar en una forma espiritual de pensar el estado primitivo de la evolución de la tierra y del hombre y las Potencias materiales espirituales todavía activas hoy en día en el hombre mismo, que por una parte forman su cuerpo y por otra hacen brotar lo espiritual vivo por medio del cual crea la cultura. Pero habría sido necesario discutir la naturaleza exterior de tal modo que en ella lo espiritual-material primigenio se representara como muerto en las leyes naturales.

Todo esto no podía darse. Sólo podía relacionarse con la experiencia científico-natural, no con el pensar científico-natural. En esta experiencia había algo que podía poner a la luz de la mente del hombre un pensamiento verdadero y lleno de espíritu sobre el mundo y el hombre, algo a partir de lo cual se podía encontrar de nuevo el espíritu que se había perdido en el tipo de conocimiento confirmado por la tradición y aceptado por la fe. Yo quería extraer la percepción de la naturaleza espiritual a través de la experiencia de la naturaleza. Quería hablar de lo que se encuentra en "este lado" como lo espiritual-natural, como lo esencialmente divino. Pues en el conocimiento confirmado por la tradición, lo divino había llegado a pertenecer al "más allá" porque el espíritu de "este lado" no era reconocido y, por tanto, estaba separado del mundo perceptible. Se había convertido en algo que se había sumergido en la conciencia del hombre en una oscuridad cada vez mayor. No el rechazo de lo divino-espiritual, sino su encuadramiento en el mundo, su llamada a "este lado", estaba en frases como la siguiente en una de las conferencias ante la Sociedad Literaria Libre: "Creo que la ciencia natural puede devolvernos la conciencia de la libertad en una forma más bella que aquella en que los hombres la han poseído hasta ahora. En la vida de nuestras almas actúan leyes tan naturales como las que hacen girar los cuerpos celestes alrededor del sol. Pero estas leyes representan algo superior a todo el resto de la naturaleza. Este algo no está presente en ninguna parte, excepto en el hombre. Todo lo que se deriva de esto, en eso es libre el hombre. Se eleva por encima de la necesidad fija de las leyes de lo inorgánico y lo orgánico; sólo se atiende y se sigue a sí mismo". (Las últimas frases están en cursiva aquí por primera vez; no estaban en cursiva en la Revista. Para estas frases, véase la Revista del 12 de febrero de 1898).


GA028 El curso de mi vida cap. XXIV Editor de la «Revista de Literatura»; Encuentros con Hartleben, Scheerbart, Wedekind

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 EL CURSO DE MI VIDA

RUDOLF STEINER

1897-1907 / Berlín - Múnich

Cap. XXIV Editor de la «Revista de Literatura»; Encuentros con Hartleben, Scheerbart, Wedekind

Así que esta pregunta se convirtió en parte de mi experiencia: "¿Debe uno quedarse sin palabras?"

Con esta configuración de mi vida mental me enfrenté entonces a la necesidad de introducir en mi actividad exterior una nota completamente nueva. Las fuerzas que determinaban mi destino exterior ya no podían permanecer en tal unidad con aquellas tendencias directivas interiores que provenían de mi experiencia del mundo espiritual, como había sido el caso hasta ahora.

Hacía mucho tiempo que había pensado en dar a conocer a mi época, por medio de un diario, los impulsos espirituales que creía que debían presentarse al público de aquel tiempo. No me quedaría "sin palabras", sino que diría todo lo que fuera posible decir.

Fundar yo mismo un periódico era algo impensable en aquella época. Carecía por completo de los fondos necesarios y de las conexiones esenciales para fundar un periódico así.

Así que aproveché la oportunidad que se me presentó para conseguir la dirección del Magazin fur Literatur.

Se trata de un antiguo semanario. Se fundó el año de la muerte de Goethe (1832), al principio como Magazin für Literatur des Auslandes. En él se publicaban traducciones de todas las producciones extranjeras en todos los aspectos de la vida intelectual que los editores consideraban dignos de ser incorporados a la vida intelectual de Alemania. Más tarde, el semanario se convirtió en Magazin für die Literatur des In- und Auslandes. Ahora contenía poesía, estudios de carácter, crítica, de toda la extensión de la vida intelectual. Dentro de ciertos límites, cumplía bien su cometido. Su actividad, así definida, se desarrolló en un momento en el que un número suficientemente grande de personas de las regiones de habla alemana deseaban que cada semana se les presentara de forma breve y resumida lo que estaba "de moda" en la esfera intelectual. Luego, en los años ochenta y noventa, cuando los nuevos objetivos literarios de la generación más joven entraron en esta forma pacífica y superior de compartir lo intelectual, la Revista pronto se vio arrastrada por este movimiento. Su dirección cambió bastante repentinamente, y tomó su color por el momento de aquellos que de un modo u otro pertenecían a los nuevos movimientos. Cuando logré hacerme con ella en 1897, estaba en estrecha relación con los esfuerzos de la joven literatura, sin haberse opuesto firmemente a lo que quedaba fuera de esos esfuerzos. Pero, en cualquier caso, no estaba en condiciones de mantenerse económicamente sólo gracias a sus contenidos. Por eso se había convertido, entre otras cosas, en el órgano de la Freie Literarische Gesellschaft. Esto aumentó un poco la lista de suscriptores, que ya no era tan extensa. Pero, a pesar de todo, la situación era tal en relación con mi asunción de la revista que había que incluir a todos los suscriptores, incluso a los menos seguros, para alcanzar a duras penas el mínimo necesario para subsistir. Sólo podía hacerme cargo del periódico en el caso de que pudiera incluir como parte de mi trabajo una actividad que pareciera susceptible de aumentar el círculo de suscriptores. Se trataba de la actividad de la Sociedad Literaria Libre. Tenía que determinar el contenido del periódico de modo que esta Sociedad estuviera adecuadamente representada. En la Sociedad Literaria Libre uno esperaba encontrar a aquellos que tenían interés en las producciones de la generación más joven. La sede de la Sociedad estaba en Berlín, donde los jóvenes literatos la habían fundado. Pero también tenía sucursales en muchas otras ciudades alemanas. Por supuesto, pronto muchas "sucursales" tuvieron una existencia muy particular. Ahora me tocaba a mí pronunciar conferencias ante esta Sociedad para que la mediación de la vida intelectual que debía llevar a cabo la Revista tuviera también una expresión personal.

Tenía, pues, un círculo de lectores para la Revista en cuyas necesidades intelectuales tenía que abrirme camino. En la Sociedad Literaria Libre tenía un grupo organizado que esperaba algo bastante definido porque hasta ahora se les había ofrecido algo bastante definido. En cualquier caso, no esperaban lo que a mí me hubiera gustado darles desde lo más profundo de mi ser. El sello de la Sociedad Literaria Libre estaba determinado por el hecho de que deseaba formar una especie de opuesto a la Literarische Gesellschaft a la que personas como Spielhagen, por ejemplo, daban el tono predominante.

Mi condición en el mundo espiritual me obligaba a participar de una manera totalmente interior en la relación que había entablado. Hice todo lo posible por arraigarme en mi círculo de lectores y en los miembros de la Sociedad, a fin de descubrir en la naturaleza espiritual de estos hombres las formas en las que debía verter lo que deseaba darles espiritualmente.

No puedo decir que al principio de esta actividad hubiera cedido a ilusiones y que éstas se fueron destruyendo poco a poco. Pero el hecho mismo de trabajar fuera del círculo de lectores y oyentes, como era necesario que lo hiciera, encontró una oposición cada vez mayor. No se podía contar con ningún motivo espiritual fuerte y sincero por parte de los hombres que habían sido atraídos por la Revista antes de que yo me hiciera cargo de ella. Los intereses de estos hombres sólo estaban profundamente arraigados en unos pocos casos. E incluso en el caso de estos pocos no había fuertes fuerzas subyacentes del espíritu, sino más bien un deseo general que buscaba expresión en toda clase de formas artísticas y otras formas intelectuales. Así que pronto se me planteó la cuestión de si estaba justificado interiormente y ante el mundo espiritual para trabajar dentro de este círculo. Pues, aunque muchas de las personas implicadas me eran muy queridas, aunque me sentía unido a ellas por lazos de amistad, sin embargo, incluso éstas se contaban entre las personas que hacían surgir la pregunta con respecto a lo que yo experimentaba vitalmente en mi interior: ¿Debe uno quedarse sin palabras?

Entonces surgió otra pregunta. Con respecto a un gran número de personas que hasta ahora habían entrado en relaciones cercanas y amistosas conmigo, tuve el privilegio de sentir que, aunque no iban muy lejos conmigo en nuestra vida mental, sin embargo asumían algo en mí que daba valor a sus ojos a todo lo que yo hacía en la esfera del conocimiento, y en muchas otras clases de relaciones vitales. Tan a menudo compartían mi modo de vida, sin probarme más, después de que habíamos entrado en relación.

Los que hasta ahora habían publicado la Revista no tenían ese sentimiento. Se decían a sí mismos: "A pesar de muchos rasgos de vida práctica en Steiner, es, sin embargo, un idealista". Y puesto que la venta de la revista se había hecho en condiciones tales que los pagos parciales debían hacerse al antiguo propietario en el curso del año, y que esta persona tenía el principal interés de hecho en la continuación del semanario, por lo tanto, desde su punto de vista, no podía hacer otra cosa que proporcionar para sí mismo, y para el asunto en cuestión, otra garantía que la que consistía en mi propia personalidad, con respecto a la cual no podía decir qué efecto tendría dentro del círculo de personas que hasta ahora se habían reunido en torno a la revista y la Sociedad Literaria Libre. Por ello se añadió a las condiciones de la compra que Otto Erich Hartleben fuera coeditor, compartiendo activamente el trabajo.

Ahora, reflexionando sobre la orientación de mi trabajo editorial, no lo habría hecho de otra manera. En efecto, quien se encuentra en el mundo espiritual debe, como he dejado claro en las páginas precedentes, aprender a conocer plenamente a través de la experiencia los hechos del mundo físico. Y esto se había convertido para mí, especialmente a causa de mi revolución mental, en una necesidad evidente. No ceder a lo que yo reconocía claramente como las fuerzas del destino habría sido para mí un pecado contra mi experiencia del espíritu. No sólo vi "hechos" que entonces me asociaron durante algunos años con Otto Erich Hartleben, sino "hechos tejidos por el destino" (Karma).

Sin embargo, de esta relación surgieron dificultades insuperables.

Otto Erich Hartleben era una persona absolutamente dominada por la estética. Había algo que me atraía en cada manifestación de su filosofía absolutamente estética, incluso en sus gestos, a pesar de los ambientes realmente cuestionables en los que a menudo se encontraba conmigo. Debido a esta actitud, de vez en cuando sentía la necesidad de pasar meses en Italia. Y, cuando regresaba, había realmente algo de italiano en lo que se desprendía de su naturaleza. Además, sentía un fuerte afecto personal por él.

Sólo que era realmente imposible trabajar conjuntamente en lo que ahora era nuestro campo común. Él no dirigía sus esfuerzos en lo más mínimo a transplantarse a la esfera de ideas e intereses pertenecientes a los lectores de la Revista o al círculo de la Sociedad Literaria Libre, sino que deseaba en ambos casos "imponer" lo que sus sentimientos estéticos le decían. Esto actuaba sobre mí como algo ajeno. Además, a menudo insistía en su derecho como coeditor, pero también a menudo no lo hacía durante mucho tiempo. De hecho, a menudo se ausentaba de Italia durante mucho tiempo. De este modo llegó a haber una cierta falta de coherencia en la Revista. Y, con toda su "filosofía estética madura", Otto Erich Hartleben nunca pudo superar al "estudiante" que había en él. Me refiero al aspecto cuestionable del "estudiantado", no, por supuesto, a lo que se puede llevar a la vida posterior como una hermosa fuerza de la propia existencia fuera de los días de estudiante.

En el momento en que tuve que unirme a él, un círculo adicional de admiradores se había convertido en el suyo a causa de su drama Die Erziehung zur Ehe. Esta producción no había surgido en absoluto de la elegante estética que resultaba tan encantadora en la asociación con él; era el producto de esa "exuberancia" e "irrefrenabilidad" que hacía que todo lo que salía de él, tanto en forma de producciones intelectuales como en sus decisiones con respecto a la Revista, surgiera, no de las profundidades de su naturaleza, sino de una cierta superficialidad - el Hartleben conocido por muy pocos de sus asociados personales.

Como es natural, después de trasladarme a Berlín, donde tuve que editar la Revista, me asocié con el círculo formado en torno a Otto Erich Hartleben. Pues éste fue el que me permitió supervisar lo concerniente al semanario y a la Sociedad Literaria Libre en la forma necesaria.

Esto me causó, por una parte, mucho sufrimiento, pues me impedía buscar y acercarme a aquellos hombres con los que en Weimar habían existido deliciosas relaciones. Y ¡cómo habría disfrutado visitando a Eduard von Hartmann!

Nada de esto ocurrió. El otro lado me reclamó por completo. Y así, de un solo golpe, me fue arrebatado gran parte de un valioso elemento humano que con gusto habría conservado. Pero reconocí esto como una dispensación del destino (Karma). Siempre me ha sido perfectamente posible, en razón del sustrato del alma que aquí he descrito, aplicar mi mente con completo interés a dos grupos humanos tan completamente diferentes como los asociados con Weimar y los existentes alrededor de la Revista. Sólo que ninguno de estos grupos habría encontrado satisfacción permanente en una persona que se asociaba por turnos con quienes pertenecían en alma y mente a esferas del mundo polarmente opuestas. Además, me habría visto obligado a explicar continuamente por qué dedicaba mi trabajo exclusivamente a ese servicio al que estaba obligado por lo que era la Revista.

Cada vez tenía más claro que ya no podía situarme en una relación con los hombres como la que he descrito en relación con Viena y Weimar. Los literatos se reunían y aprendían literariamente a conocerse como pequeños literatos. Incluso con los mejores, incluso en el caso de los personajes más claramente marcados, este elemento del escritor (o pintor o escultor) estaba tan profundamente incrustado en el alma que lo puramente humano se retiraba por completo a un segundo plano.

Tal fue la impresión que recibí cuando me senté entre estas personas, por mucho que las valorara. Tanto más profunda fue por esta razón la impresión que yo mismo recibí del fondo del alma humana. Una vez, después de haber dado una conferencia, y O. J. Bierbaum una lectura, en la Sociedad Literaria Libre de Leipzig, me senté en medio de un grupo en el que también estaba Frank Wedekind. No podía apartar los ojos de esta figura verdaderamente rara. Utilizo aquí el término "figura" en un sentido puramente físico. ¡Qué manos! -como si procedieran de una vida terrenal anterior en la que hubieran logrado cosas como las que sólo pueden lograr aquellos hombres que hacen afluir su espíritu a la ramificación más delicada de los dedos. Esto podía dar una impresión de brutalidad, porque la energía se había gastado en el trabajo; sin embargo, lo que brotaba de aquellas manos atraía el más profundo interés. Y aquella cabeza expresiva, todo un regalo de lo que procedía de la inusual nota de voluntad en las manos. Tenía algo en su mirada y en el juego de sus rasgos que se entregaba tan arbitrariamente al mundo, pero que especialmente podía replegarse de nuevo, como los gestos de los brazos que expresaban lo que sentían las manos. Un espíritu ajeno al tiempo presente hablaba desde aquella cabeza. Un espíritu que realmente se apartaba de los impulsos humanos del presente. 

Sólo un espíritu que interiormente no podía alcanzar una clara conciencia de cuál era el mundo del pasado al que pertenecía. Como escritor, -expreso ahora sólo lo que percibí en él, y no un juicio literario-, Frank Wedekind era como un químico que rechaza totalmente las opiniones contemporáneas en química y practica la alquimia, incluso esto sin participar interiormente en ella sino con cinismo. Se podría aprender mucho sobre la acción del espíritu sobre la forma si se recibiera en la visión del alma la apariencia exterior de Frank Wedekind. En esto, sin embargo, no hay que emplear la mirada de esa especie de "psicólogo" que "se propone observar al hombre", sino la mirada que muestra lo puramente humano sobre el fondo del mundo espiritual a través de una dispensación interior del destino, que uno no busca, sino que simplemente llega.

Una persona que se da cuenta de que está siendo observada por un "psicólogo" puede indignarse con razón; pero el paso de la relación puramente humana a "percibir el trasfondo espiritual" también es puramente humano, algo así como pasar de una amistad casual a una amistad íntima.

Una de las personalidades más singulares del círculo berlinés de Hartleben fue Paul Scheerbarth. Él había escrito poemas que al principio parecían al lector combinaciones arbitrarias de palabras y frases. Son tan grotescos sus poemas que uno se siente arrastrado a ir más allá de la primera impresión. Entonces uno descubre que un sentido fantástico para todo tipo de significados generalmente inobservados en las palabras se esfuerza por llevar a la expresión un contenido espiritual derivado de una fantasía del alma, no sólo sin fundamento, sino que no busca en absoluto un fundamento. En Paul Scheerbarth había un culto interior vital a lo fantástico, pero que se movía en las formas buscadas de lo grotesco. En mi opinión, tenía la sensación de que el hombre de ingenio debe exponer todo lo que expone sólo en formas grotescas, porque los demás lo convierten todo en formas monótonas. Pero este sentimiento suyo no desarrollará ni siquiera lo grotesco en forma artística redondeada, sino en un estado de ánimo señorial, intencionadamente insensato del alma. Y lo que se revelaba en estas formas grotescas debía brotar del ámbito interior de lo grotesco.

En Paul Scheerbarth había una cualidad básica del alma de no buscar la claridad en referencia a lo espiritual. Lo que sale del sentido común no pasa a la región del espíritu, -así decía este "fantast". Por tanto, no hace falta ser sensato para expresar el espíritu. Pero Scheerbarth no dio ni un paso de lo fantástico a la fantasía. Y así, escribió con un espíritu que era interesante pero que permanecía fijo en lo fantástico salvaje, un espíritu en el que mundos enteros del cosmos brillan y resplandecen como marco para historias que caricaturizan el reino del espíritu y que, sin embargo, contienen elevadas experiencias humanas. Tal es el caso de Tarub, berühmte Köchin de Bagdad. 

Uno no veía al hombre bajo esta luz cuando llegaba a conocerlo personalmente. Un burócrata, algo elevado a lo espiritual. La "apariencia externa", tan interesante en Wedekind, era en él bastante ordinaria, corriente. Y esta impresión se reforzaba aún más si uno entablaba conversación con él en las primeras etapas de su conocimiento. Llevaba dentro el odio más ardiente hacia los filisteos, pero tenía los gestos de un filisteo, su manera de hablar, y se comportaba como si el odio surgiera del hecho de que había tomado demasiado de los círculos filisteos en su propia apariencia y era consciente de ello y, sin embargo, tenía la sensación de que no podía superarlo. Se leía en el fondo de su alma una especie de reconocimiento: "Quisiera aniquilar a los filisteos porque me han hecho uno de ellos".

Pero si se pasaba de esta apariencia exterior a la naturaleza interior de Paul Scheerbarth independiente de ésta, se revelaba un hombre-espíritu del todo fino, sólo fijado en lo grotesco-fantástico, y permaneciendo incompleto. Entonces uno se daba cuenta en su cabeza "luminosa", en su corazón "dorado", de la manera en que se situaba en el mundo espiritual. Uno tenía que decirse a sí mismo qué fuerte personalidad, penetrando en visión en el reino del espíritu, podría haber venido al mundo si lo incompleto se hubiera completado al menos en alguna medida. Al mismo tiempo, uno se daba cuenta de que la "devoción por lo fantástico" era ya tan fuerte que incluso una futura culminación durante esta vida terrenal ya no entraba en el ámbito de lo posible.

En Frank Wedekind y Paul Scheerbarth se me presentaron personalidades que, en todo su ser, proporcionaban la experiencia más significativa a quien conocía la verdad de las repetidas vidas terrenales de los hombres. Eran, en efecto, enigmas en la presente vida terrena. Se percibía en ellos lo que habían traído consigo a esta vida terrena, y sobresalía un enriquecimiento ilimitado de toda su personalidad. Pero también se comprendían sus incompletitudes como resultado de vidas terrenales anteriores que no podían desarrollarse plenamente en el entorno espiritual actual. Y uno veía cómo lo que podría salir de estas incompletitudes necesitaba vidas terrenales futuras.

Así se presentaron ante mí muchas personalidades de este grupo. Reconocí que encontrarme con ellos era para mí una dispensación del destino (Karma).

Nunca pude conseguir una relación puramente humana y sincera, ni siquiera con el entrañable Paul Scheerbarth. En Paul Scheerbarth, como en los demás, intervenía siempre el literato. De modo que mis sentimientos hacia él, afectuosos sin duda, se limitaban finalmente a la atención y el interés que me impulsaban a sentir por su personalidad, tan digna de mención.

Había, en efecto, una personalidad en el grupo cuya presencia viva no era la de un literato, sino en el más pleno sentido humano: W. Harlan. Pero hablaba poco, siempre sentado como un observador silencioso. Cuando hablaba, sin embargo, su discurso era siempre brillante en el mejor sentido de la palabra o genuinamente ingenioso. Escribía mucho, pero no exactamente como un literato, sino más bien como un hombre que debe expresar lo que tiene en mente. Precisamente en aquella época salió de su pluma la Dichterbörse, una representación de la vida llena de excelente humor. Siempre me alegraba cuando llegaba algo temprano a nuestras reuniones y encontraba a Harlan, como el primero en llegar, sentado allí, completamente solo. Uno se acercaba entonces a él. Le excluyo, pues, cuando digo que en este grupo sólo encontré littérateurs y ninguna "persona". Y creo que él comprendió que yo tenía que ver el grupo desde este punto de vista. Pronto nos separaron caminos vitales totalmente distintos.

Los hombres asociados con la Revista y la Sociedad Literaria Libre estaban evidentemente entretejidos en mi destino. Pero yo no estaba en modo alguno entretejido con el suyo. Me vieron aparecer en Berlín, se dieron cuenta de que iba a editar la Revista y a trabajar para la Sociedad Literaria Libre, pero no comprendieron por qué debía hacerlo. Pues la forma en que, a los ojos de sus mentes, me movía entre ellos, no les ofrecía ningún aliciente para profundizar en mí. Aunque no se aferraba a mí ni un solo rastro de teoría, sin embargo mi actividad espiritual aparecía a su dogmatización teórica como algo teórico. Era algo en lo que ellos, como "naturalezas artísticas", pensaban que no tenían por qué interesarse. Pero aprendí en la percepción directa a conocer una corriente artística en sus representantes. Ya no era tan radical como la que apareció en Berlín a finales de los ochenta y en los primeros años noventa. Tampoco era ya tal que representara el naturalismo absoluto como la salvación del arte, como en la transformación teatral bajo Otto Brahms. No tenían una convicción artística tan amplia. Confiaban más en lo que brotaba de las voluntades y los dones de las personalidades individuales, que, sin embargo, carecía por completo de cualquier esfuerzo unificado hacia el estilo.

Mi lugar en este grupo se hizo mentalmente insoportable por la sensación de que yo sabía por qué estaba allí, pero los demás no.