GA062 Berlín, 10 de abril de 1913 - El alma humana en épocas culturales anteriores y en la actualidad- el legado del siglo XIX

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RUDOLF STEINER

  El alma humana en épocas culturales anteriores y en la actualidad 
- el legado del siglo XIX

Berlín, 10 de abril de 1913

XIV conferencia


El ciclo de conferencias de este invierno trató de caracterizar desde diferentes perspectivas la corriente espiritual que pretende guiar al alma humana, mediante la profundización en su propia esencia, hacia aquellos conocimientos que anhela en relación con los enigmas más importantes de la existencia y la vida. Se ha intentado mostrar cómo, de manera totalmente natural, a través de la observación de las corrientes espirituales actuales o que se perfilan para el futuro, la ciencia espiritual aquí mencionada se revelará como el instrumento adecuado para introducir el alma humana en el ámbito del conocimiento espiritual, precisamente en el sentido de nuestro presente y del futuro próximo, de acuerdo con las leyes dadas por el desarrollo del espíritu humano para este presente y el futuro próximo. Al mismo tiempo, como trasfondo de estas reflexiones invernales, se ha intentado siempre hacer eco de los logros y resultados que la vida y el esfuerzo espirituales han aportado a la humanidad en el siglo XIX. Porque se puede decir con toda sinceridad que, dada la forma en que el afán intelectual y la vida intelectual del siglo XIX se apoderaron de la humanidad, llevándola al gran triunfo de la existencia material, parecería una empresa sin futuro que esta ciencia espiritual, tal y como se entiende aquí, se enfrentara con rebeldía o rechazo a las exigencias legítimas de la ciencia natural o, en general, a los resultados espirituales del siglo XIX.

Por lo tanto, tal vez sea apropiado concluir este ciclo de conferencias echando un vistazo a lo que podríamos llamar la herencia espiritual del siglo XIX, para poder señalar, quizá a través de la contemplación de esta herencia espiritual del siglo XIX, lo natural que es la ciencia espiritual a la que nos referimos aquí para el ciclo de desarrollo actual de la humanidad.

¿Qué pretende ser esta ciencia espiritual del alma? Intenta ser un conocimiento del alma sobre su origen espiritual, intenta ser un conocimiento de aquellos mundos, aquellos mundos suprasensibles a los que pertenece el alma como ser espiritual, aparte del hecho de que esta alma vive dentro del mundo físico-sensorial a través de las herramientas e instrumentos de su cuerpo. Por lo tanto, intenta demostrar que esta alma es un ciudadano de los mundos suprasensibles. Intenta mostrar que el alma, si aplica los métodos de los que se ha hablado a menudo aquí a lo largo de este invierno, puede llegar a un desarrollo tal que despierte en ella fuerzas de conocimiento que, en la vida cotidiana del ser humano, apenas resuenan como un trasfondo de esta vida, pero que, si se despliegan y desarrollan, realmente sitúan a esta alma en los mundos a los que realmente pertenece con su ser superior. Al descubrir estas fuerzas en sí misma, el alma llega a reconocerse como un ser frente al cual el nacimiento y la muerte o, digamos, la concepción y la muerte representan límites en el mismo sentido en que el firmamento azul representa límites para el alma que conoce con espíritu científico desde los albores de la ciencia moderna, aproximadamente desde la obra de Giordano Bruno y aquellos que compartían su forma de pensar. Al tomar conciencia de las fuerzas que yacen dormidas en ella, el alma experimenta algo similar a lo que experimentó en el pasado con respecto al conocimiento externo de lo espacial y material en los albores de la ciencia moderna, cuando, por ejemplo, Giordano Bruno señaló que esta bóveda celeste azul, que durante siglos y siglos se ha considerado una realidad, no es más que un límite que el conocimiento humano se impone a sí mismo por una especie de incapacidad y que puede superar cuando se comprende a sí mismo.

Así como Giordano Bruno demostró que detrás de la bóveda celeste azul se abre el mar infinito del espacio con los mundos infinitos que contiene, la ciencia espiritual debe demostrar que el límite que establecen el nacimiento y la muerte o la concepción y la muerte solo existe porque, en un primer momento, la capacidad del alma humana se limita en el tiempo como en su día se limitó en el espacio por la bóveda celeste azul, pero que luego, cuando más allá del nacimiento y la muerte se puede extender la infinidad a la concepción de los hechos espirituales en los que se entrelaza el alma, esta se reconoce a sí misma como continua a través de repetidas vidas terrenales. De modo que la vida del alma fluye, por un lado, en la existencia entre el nacimiento y la muerte y, por otro, en el tiempo desde la muerte hasta un nuevo nacimiento.

Si ampliamos nuestra mirada hacia las vastedades temporales y espirituales, tal y como la ciencia natural ha ampliado su mirada hacia las vastedades espaciales, entonces el alma humana, al pasar de la vida que ha vivido entre la muerte y el último nacimiento a la vida entre el nacimiento y la muerte, se reconoce a sí misma como co-creadora de la organización más sutil de su propio cuerpo, al igual que se reconoce como creadora de su propio destino. Además, se ha dicho, —quizás esto se haya tratado menos este invierno, pero sí en años anteriores, aunque se puede leer en la literatura de la ciencia espiritual—, que cuando el alma se percibe a sí misma en sus fuerzas más profundas, también se remonta a aquellos tiempos en los que se inició la vida en formas de existencia física; que puede remontarse a aquellos tiempos en los que ya existía, antes de que nuestro planeta Tierra adoptara su forma material, antes de que la Tierra surgiera como forma material a partir de un ser primigenio puramente espiritual, en el que el alma humana ya estaba presente en su primera disposición, incluso antes del surgimiento de los reinos naturales que nos rodean, el reino animal, el vegetal y el mineral. Y de nuevo se abre la perspectiva de un futuro al que deberá entrar el alma humana cuando se hayan cumplido las encarnaciones terrenales, en el cual pasará entonces a un mundo puramente espiritual que sustituirá a la Tierra; de modo que se puede mirar hacia un futuro en el que el alma humana entrará de forma puramente espiritual, de tal manera que tendrá que llevar los frutos de las formas de vida terrenales a lo que volverá a alcanzar como un reino espiritual, como en un estado primigenio. Pero no lo alcanzará de la misma forma en que partió, sino con el resultado de todo lo que se puede adquirir en las encarnaciones terrenales.

Cuando el alma se apoderan de sí misma de tal manera que se condensa con las fuerzas que yacen dormidas en ella, entonces se reconoce también en relación con mundos que son mundos originarios frente a nuestro planeta Tierra; se reconoce como ciudadana del universo entero. A partir de las sucesivas vidas terrenales del alma individual, la ciencia espiritual puede elevarse a las sucesivas vidas de los planetas, e incluso de los soles del universo. El método consiste, por tanto, en la autoeducación del alma hacia sus fuerzas más profundas. El resultado es el conocimiento del origen y la dirección de la vida anímica, el conocimiento de que lo primero es el espíritu al que pertenece el alma, que es el espíritu el que hace surgir la materia a partir de sí mismo y le da forma, y la forma más importante que nos interesa en primer lugar en la existencia terrenal es la forma del cuerpo humano. Por lo tanto, en un futuro próximo, la humanidad deberá tomar conciencia de que el espíritu es lo primero y lo más importante, que el espíritu da lugar a la materia, al igual que el agua da lugar al hielo, que es el espíritu el que se da forma exterior en el cuerpo humano, que el espíritu está relacionado con las actividades espirituales, los hechos y las entidades del mundo, y que el alma humana es ciudadana de este mundo de hechos y entidades espirituales, que liberan toda la existencia material externa, la vierten en las formas correspondientes, que luego conforman el universo visible y perceptible por los sentidos que nos rodea. Así es como me gustaría caracterizar en pocas palabras lo que puede ser el método y el resultado de lo que aquí se denomina ciencia espiritual.

Esta ciencia espiritual se encuentra en nuestros días aún en sus inicios. A menudo se ha subrayado que es perfectamente comprensible que hoy en día sigan surgiendo enemigos y adversarios de esta ciencia espiritual por todas partes. Esto debe resultar comprensible precisamente para aquellos que se basan en esta ciencia espiritual y conocen, por así decirlo, toda su peculiaridad frente al resto de la vida cultural actual. No es de extrañar que esta ciencia espiritual tenga enemigos y detractores, que se la considere una fantasía, una quimera, quizá a veces incluso algo peor. Sería más bien sorprendente que, dada la peculiaridad de esta ciencia espiritual, ya en la actualidad hubiera más voces de reconocimiento y apoyo de las que hay. Porque parece muy probable que no solo los resultados de esta ciencia espiritual, sino también toda la forma de pensar y de imaginar, tal y como se practican aquí, contradigan todos los hábitos de pensamiento y todas las formas de imaginar que se han desarrollado para la humanidad precisamente a partir de la herencia del siglo XIX. Pero solo lo parece. Y se puede decir que esto es más evidente para aquellos que creen que deben mantenerse firmes en el terreno de esta herencia del siglo XIX, de tal manera que solo consideran compatible con ella una forma materialista o teñida de materialismo de contemplar el mundo.

Lo que el científico espiritual debe reconocer como ciencia espiritual no contradice en absoluto la herencia del siglo XIX. Porque también desde el punto de vista de esta ciencia espiritual se puede decir que, en cierto modo, lo que el siglo XIX ha aportado a la humanidad de forma tan esperanzadora y ya tan fructífera en los más diversos ámbitos de la evolución, brillará con fuerza en todas las épocas de desarrollo venideras de la humanidad. Por supuesto, es imposible agotar todo el ámbito mundial en relación con esta cuestión de la herencia del siglo XIX. Pero incluso si nos limitáramos, por ejemplo, a lo que muestra la estructura de la vida espiritual de Europa Central o de Occidente, habría que decir: mucha, mucha luz emana de una comprensión real del significado de lo que allí se presenta. Pero también se podría decir que ha habido una variedad y diversidad extraordinarias, a menudo vertiginosas, en el desarrollo intelectual del siglo XIX, de modo que el observador podría sentirse fascinado por esto o aquello, lo que podría llevarle fácilmente a ser parcial y a sobrevalorar esto o aquello. Quizás solo se cure de tal sobrevaloración el hecho de que los éxitos del siglo XIX y las imágenes cambiantes del desarrollo cultural se sucedan de tal manera que una imagen tras otra se va desvaneciendo y se presenta una gran diversidad. Por supuesto, solo podemos destacar algunas cosas y queremos dirigir la atención hacia lo siguiente.

Qué esperanzador es para lo que puede florecer en el interior del alma humana, lo que puede llegar a ser cuando toma conciencia de sus fuerzas y las utiliza, se encuentra precisamente en el cambio de siglo entre el XVIII y el XIX el gran filósofo occidental Johann Gottlieb Fichte, quien precisamente en esa época escribió su famosa obra «La vocación del hombre». Si se sigue la forma en que él se expresaba al respecto con sus amigos más íntimos y con personalidades cercanas a él mientras trabajaba en este escrito, se ve que se le permitió echar un vistazo a los secretos más profundos del conocimiento humano y del sentimiento religioso.

Al leer este escrito, uno puede quedar fascinado por una especie de testimonio personal en el que el alma humana busca seguridad y esperanza. Como Fichte parte en el primer capítulo de que el conocimiento obtenido a través de la observación externa de la naturaleza y el dolor físico es, en el fondo, solo una apariencia externa apenas lo que en sentido estricto podría llamarse un sueño, y cómo, en los capítulos siguientes, quiere mostrar cómo el alma se apodera de sí misma, se apodera de sí misma en su voluntad, cómo se asegura de su propia existencia, se obtiene, aún más que a través de las explicaciones individuales de este escrito, a través de todo el contexto en el que se inscribe, una impresión que podría caracterizarse más o menos así. Esta alma humana ha intentado plantearse la pregunta siguiente: ¿Puedo ser fiel a mí mismo si no confío en todo el conocimiento que me proporcionan mis sentidos, e incluso la contemplación de la razón exterior? Al estilo de su época, Fichte respondió a esta pregunta de manera grandiosa con un «sí». Lo impresionante de este escrito es precisamente lo que puede llegar a ser para el alma por el tipo de lenguaje, por el tono interiormente seguro, que es tan seguro a pesar de la renuncia al conocimiento aparente externo.

Ahora bien, esta obra se sitúa en medio de una búsqueda, propia de la vida intelectual occidental, de las fuentes de la confianza y el conocimiento humanos. Siguió a la época en la que Fichte se elevó a una forma tan poderosa de comprender el alma humana, por así decirlo, el período de esplendor de la búsqueda filosófica. Lo que intentó el propio Fichte, lo que intentaron Schelling, Hegel y Schopenhauer, lo que se intentó en el ámbito filosófico en el primer tercio del siglo XIX para penetrar en los misterios del mundo con la fuerza del pensamiento humano, todo ello tuvo un efecto, —por mucho que hoy se pueda opinar sobre los resultados de este auge intelectual—, —por la forma en que se sintió y se quiso en esta búsqueda—, un efecto grandioso en todas las almas humanas sensibles y perceptivas.

Si uno se deja impresionar por lo que Schelling, por así decirlo, intenta obtener de una concepción del mundo que se ha vuelto segura gracias al intelecto, pero que luego se vuelve más imaginativa, en una visión del mundo que realmente es capaz de transportarlo por encima de toda la materia al desarrollo espiritual del mundo, si uno pasa entonces al esfuerzo intelectual de Hegel, que confía en la capacidad del ser humano para penetrar en el interior de las cosas solo con el poder del pensamiento, de modo que Hegel quería dejar claro al alma humana que en el poder del pensamiento tiene las fuentes en las que confluyen todas las fuerzas del mundo y en las que se tiene todo para, por así decirlo, comprender lo eterno, entonces se ve una lucha poderosa de la humanidad. Solo hay que aferrarse a la esperanza y la confianza que estaban ligadas a esta poderosa lucha.

Y de nuevo, si echamos la vista atrás, quizá nos llame la atención algo que puede arrojar algo de luz sobre los orígenes de toda esta época, de la que ahora hablamos fugazmente. Así, en el año 1784, la mirada observadora se posa en un pequeño y característico tratado de Kant titulado «¿Qué es la Ilustración?». El estilo casi pedante no siempre permite intuir hasta qué punto los pensamientos, a veces bastante racionales, de este tratado están arraigados en toda la lucha del alma humana en los tiempos modernos.  «¿Qué es la Ilustración?» Esta pregunta se la planteó Kant, el mismo Kant que quedó tan impresionado por el esfuerzo a menudo caótico, pero poderoso, del espíritu humano, tal y como se puso de manifiesto, por ejemplo, en Rousseau, que cuando conoció a Rousseau en sus escritos, —lo cual es más que una anécdota—, no tuvo descanso, sino que trastocó toda su agenda y se fue a pasear a Königsberg a horas muy irregulares, —Kant, tras cuyo paseo se podía ajustar el reloj—, ¡en Königsberg! Pero sabemos cómo se vio sacudida el alma de Kant por el movimiento libertario del siglo XVIII. Esto nos salta a la vista, cuando tomamos en nuestras manos este pequeño escrito, en las frases que leemos, que podríamos calificar de monumentales. La Ilustración, según Kant, es la salida del alma humana de su minoría de edad autoinfligida. «Atrévete a usar tu propio entendimiento». Esta frase aparece en el escrito de Kant de 1784. En realidad, se aprecia esta frase: «¡Atrévete a usar tu propio entendimiento!», al igual que la otra, sobre todo cuando se tiene claro que en ellas se expresa realmente algo como una especie de maduración del alma humana en cierta relación. Intentemos ver estas dos frases kantianas de su ensayo de 1784 en su justa medida con una idea sencilla.

Cartesius, que como filósofo no precedió por mucho tiempo la obra de Kant, —si se considera «no mucho tiempo» en el sentido del desarrollo mundial—, se remitió a una frase llamativa y significativa. Remitió el alma humana a su propio pensamiento y, con ello, volvió a hacer lo mismo que ya había hecho Agustín en los primeros siglos del cristianismo. La frase sonaba como un tono fundamental de la vida espiritual de Cartesius: «Pienso, luego existo», y con ello dijo algo que ya había expresado de forma similar Agustín: se puede dudar de todo el mundo, pero al dudar se piensa, y al pensar se es, y al comprenderse a uno mismo en el pensamiento, se comprende en uno mismo el ser. Según Cartesius, es imposible que una persona con sentido común se reconozca a sí misma como alma pensante y dude de su existencia. Pienso, luego existo: aunque Agustín ya se había adelantado al formular una frase similar, esta tuvo una importancia extraordinaria para el siglo de Cartesius y para lo que luego se reflejaría en el siglo XVIII. Pero si seguimos a Cartesius en su intento de construir una cosmovisión, partiendo precisamente de esta frase como base, vemos que recoge todo lo que existe desde hace siglos en forma de tradiciones y costumbres. Se ve cómo, con su pensamiento, con lo que brota del alma humana, se detiene ante las tradiciones acumuladas a lo largo de los siglos, ante las verdades espirituales, ante las preguntas sobre el destino del alma humana después de la muerte, etc. Cartesius se detiene ante las verdades espirituales propiamente dichas.

Si se piensa en ello, se comprende lo que significan las frases de Kant, pronunciadas en pleno siglo XVIII, en plena Ilustración: «La Ilustración es la salida del alma humana de su minoría de edad autoinfligida» y «¡Atrévete a usar tu propio entendimiento!». Es decir, ahora se ha atrevido a aproximarse a la intención, —y precisamente la frase kantiana caracterizada es una prueba de ello—, de confiar en la fuerza del alma humana para llegar a las fuentes de su existencia, a las fuentes de sus fuerzas, por su propio poder, por su propia grandeza.

De ahí surgió todo lo que se encuentra en las audaces frases del escrito de Fichte citado, de ahí surgió ese audaz trabajo intelectual que ocupa un lugar tan grandioso en la filosofía occidental del primer tercio del siglo XIX. Si observamos este auge del espíritu humano, que hoy no pretendemos valorarlo en relación con la veracidad o falsedad de su contenido, sino en relación con lo que el alma humana esperaba obtener de él en términos de confianza interior y seguridad en la esperanza, y si dirigimos nuestra mirada más allá, hacia mediados del siglo XIX, quizás nos sintamos conmovidos con cierta nostalgia por las palabras de un hombre como el historiador de la filosofía, también filósofo independiente, pero sobre todo biógrafo de Hegel, Karl Rosenkranz. Así escribe en el prólogo de su obra «La vida de Hegel» (1844): «No sin melancolía me separo de este trabajo, ¡si tan solo no fuera necesario dejar que lo que está por venir llegara a existir! ¿Acaso no parece que nosotros, los de hoy, solo somos los sepultureros y los erigidores de monumentos de los filósofos que nacieron en la segunda mitad del siglo pasado (XVIII) para morir en la primera del actual?». Quizás esta afirmación refleje mejor que cualquier otra descripción cómo, a mediados del siglo XIX, todo el esplendor de la búsqueda filosófica que había caracterizado el cambio del siglo XVIII al XIX y el primer tercio del siglo XIX se extinguió rápidamente.

Pero inmediatamente surge otro esplendor. A medida que en los años treinta y cuarenta del siglo XIX el esplendor de la vida intelectual filosófica se desvaneció rápidamente, surgió una nueva confianza, se podría decir que una nueva felicidad esperanzadora. Esto ya había sido preparado por las grandes visiones científicas de un fisiólogo como Johannes Müller y por todo lo que hicieron personas como Alexander Humboldt y otros. Pero luego llegaron logros tan significativos como el descubrimiento de la célula y su efecto en el organismo vivo por parte de Schleiden y Schwann. Con ello se inició una nueva época de esplendor del conocimiento científico. Y ahora vemos que todo lo que se ha hecho se une a lo que realmente brillará de forma inmortal en la evolución del siglo XIX. Vemos cómo se suceden los grandes logros de la física: aún en los años cuarenta, el descubrimiento de la ley de la conservación de la energía y de la transformación del calor por Julius Robert Mayer y Helmholtz. Quien conoce la física actual sabe que solo gracias a este descubrimiento ha sido posible la física en su concepción moderna. Vemos cómo la física va de triunfo en triunfo, cómo el descubrimiento del análisis espectral por Kirchhoff y Bunsen desvía la mirada de las condiciones materiales terrestres hacia la contemplación de las condiciones materiales celestes, al reconocer cómo se manifiestan las mismas sustancias en todas las condiciones celestes. Vemos cómo la física llega a combinar sus fundamentos teóricos con la aplicación práctica de sus principios, cómo logra penetrar en la tecnología y cómo cambia la cultura del planeta Tierra. Consideramos que los ámbitos naturales, como la electricidad y el magnetismo, al estar vinculados a la tecnología, representan algo grandioso. Vemos un futuro prometedor en la contemplación de lo vivo, de lo orgánico, tal y como lo describieron Darwin y, en sus posteriores desarrollos, Haeckel.

Vemos cómo todo esto se incorpora a la vida intelectual de la humanidad. Vemos cómo las investigaciones de Lyell de principios del siglo XIX se unen a la geología actual, que intenta dar una imagen del curso de los acontecimientos terrestres en sentido material. Vemos cómo también allí se realizan intentos grandiosos de integrar la evolución humana en los acontecimientos terrestres mediante leyes puramente materiales, de conectar lo biológico con lo geológico. Todo lo que ocupaba el lugar que en el primer tercio del siglo XIX ocupaba la confianza en el poder del pensar, todo eso ha tenido un profundo impacto, y no solo en las cosmovisiones teóricas. Porque si solo hubiera sido así, se podría decir: todo eso se desarrolló inicialmente como en una especie de horizonte superior del desarrollo espiritual; pero por debajo está el horizonte del resto de la población, que no se ocupa de ello. No, no hay nada en la evolución de la humanidad en lo que no hayan penetrado los impulsos que ahora se han esbozado con trazos fugaces. Lo vemos extenderse por todas partes en las misteriosas formaciones de este proceso espiritual de la humanidad.

El alma humana, en lo más profundo de su ser y de su esencia, no ha permanecido indiferente ante lo que ha sucedido. Se podría resumir lo que ha sucedido, caracterizando, por así decirlo, la herencia que nos ha dejado el siglo XIX, por ejemplo, en un alma que aún había podido escuchar lo que salió de la boca de Fichte, lo que, por ejemplo, se recoge en su obra «Die Bestimmung des Menschen» (La determinación del ser humano). Un alma así habría tenido ciertas sensaciones y sentimientos sobre su propia esencia, sobre la forma en que puede experimentarse a sí misma. Esta estructura interna en relación con la experiencia de uno mismo a principios del siglo XIX se presentaría de manera muy diferente si consideramos un alma que, no quiero decir que se adhiera a una confesión materialista, sino que se entrega con los sentidos abiertos y con interés a todo lo que fluye legítimamente de la herencia del siglo XIX. El alma humana, en lo más profundo de su ser, no ha permanecido indiferente ante lo que se desarrolla a su alrededor, ante la expansión de los centros urbanos, ni ante los logros culturales que se erigen como encarnación de la nueva vida espiritual, esa vida espiritual que se ha conquistado a partir de la contemplación de las nuevas leyes del orden mecánico del mundo. De estas concepciones, que se muestran dispuestas, por así decirlo, a considerar el universo en sus leyes de manera similar a las leyes que también rigen las máquinas, las locomotoras, aún se liberó un alma que pudo entregarse con todo su corazón a una obra como la de Fichte «La determinación del ser humano». Se ha destacado con razón que esta alma humana tuvo que experimentar su transformación bajo la impresión de todo lo que se derivó necesariamente como resultado material de la cultura del pensar, sentir y percibir del siglo XIX, que se transformó en el sentido caracterizado.

Intentemos comprender, a partir de síntomas concretos, todo lo que ha sucedido como consecuencia del pensamiento científico del siglo XIX. Pensemos en cómo el pintor de antaño se situaba frente al lienzo, cómo mezclaba sus colores, cómo sabía que estos se mantendrían, pues sabía lo que estaba mezclando. El siglo XIX, con sus grandes logros y los avances de su tecnología, instruye al pintor para que compre sus colores. Él ya no sabe lo que se presenta ante sus sentidos, no sabe cuánto tiempo durará el brillo que evoca con ello en el lienzo, cuánto tiempo durará la impresión. Sí, solo bajo la influencia de la tecnología surgida de los logros de las ciencias naturales, es posible lo que hoy tenemos como periodismo público, como nuestra prensa moderna y todo lo que impresiona al alma humana, lo que sobre todo ha cambiado todo el ritmo del alma humana, de modo que las formas de pensamiento, toda la influencia sobre los sentimientos y, con ello, también la estructura de los sentimientos. No solo hay que recordar la rapidez con la que hoy en día las cosas llegan al ser humano gracias a los logros de la tecnología moderna, sino que también hay que señalar la rapidez con la que lo que alcanza el espíritu humano llega a los espíritus humanos a través de la publicidad, y la abundancia con la que llega al espíritu humano.

Ahora comparemos lo que una persona aprende hoy en día a través de estos medios de comunicación sobre lo que sucede en el mundo, incluyendo lo que investiga el espíritu humano, con la forma en que podía conocer todos los acontecimientos a principios del siglo XIX. ¡Tomemos como ejemplo a un genio como Goethe! Podemos observarlo de cerca, porque gracias al cuidado con el que se ha conservado su correspondencia, sabemos casi todo lo que hacía hora a hora, sabemos lo que hablaba y hacía con tal o cual erudito. De este modo, en su solitaria habitación de Weimar confluyen lentamente los logros de la vida intelectual humana. Pero Goethe era necesario como punto central, ya que pudo llevar a cabo lo que hoy en día cualquiera puede hacer gracias al periodismo. Pero eso cambia toda el alma humana, toda la posición del alma humana frente al entorno.

Abordemos otro tema. Hoy en día escribimos libros o leemos libros. Quien escribe un libro hoy en día sabe que dentro de unos sesenta años ya no se podrá leer si está impreso en ese papel que debemos a los grandes avances de la tecnología, porque para entonces se habrá pulverizado. Así que, si no nos hacemos ilusiones, sabemos lo mucho que lo que hacíamos antes difiere de lo que hay hoy en día.

En una conferencia de este ciclo he intentado caracterizar un espíritu que, aunque está relacionado con todo el espíritu de la primera mitad del siglo XIX, es sin embargo un espíritu de la segunda mitad de este siglo: Herman Grimm. Hemos visto que se presenta como un conservador de la herencia de la primera mitad del siglo XIX en la segunda mitad. Pero quien lea los ensayos artísticos de Herman Grimm con comprensión interior notará, entre otras cosas, dos cosas En él resuena por todas partes, precisamente en los ensayos más valiosos, una cierta escuela por la que ha pasado, una escuela que se puede escuchar en cada ensayo. Es la escuela que solo pudo seguir porque, en una época relativamente temprana, por lo que se suele llamar casualidad, cayó en manos de un gran espíritu, en manos de Emerson, un gran predicador y escritor que no era un predicador y escritor ideológico en el sentido antiguo, sino en el sentido más moderno. Intentemos hacernos una idea de Emerson, intentemos profundizar en él, y descubriremos que ante nosotros se encuentra un espíritu del siglo XIX. Intentemos sentir el pulso de sus pensamientos, que incluso cuando se refieren a Platón, el filósofo, o a Swedenborg, el místico, aparecen con el colorido y los matices del siglo XIX. Por muy imparciales que sean, son pensamientos del siglo XIX, que solo se pueden concebir en un siglo destinado a convertir el telégrafo en el medio de comunicación del mundo. Precisamente en Emerson se encuentra un espíritu que, arraigado por completo en la cultura occidental, eleva esta cultura occidental a lo que se ha convertido en el sentido más eminente, precisamente en él se encuentra un espíritu que representa la aceleración del pensamiento. Intentemos comparar una página de Emerson con una página de Goethe, sea cual sea la que abramos. Intentemos entonces, —lo que, sin embargo, en el caso de Goethe nos parecerá natural—, comparar la imagen del Goethe que aún camina tranquilamente al ritmo del siglo XVIII y principios del XIX con el ser apresurado del hombre del siglo XIX, que repercute en el pensamiento de Herman Grimm. Eso es lo primero.

Pero luego hemos visto cómo Herman Grimm, en su maravillosa novela histórica «Unüberwindliche Mächte» (Poderes insuperables), incluso ha hecho referencia a la existencia del cuerpo etérico o cuerpo vital humano, al igual que ha señalado muchas cosas que solo han alcanzado su plenitud en la ciencia espiritual. Pero también se puede ver cómo Herman Grimm aborda todo lo artístico de una manera muy personal e interesante, cómo es capaz de yuxtaponer artísticamente períodos de tiempo más lejanos, cómo es capaz de ofrecer una visión artística interesante y sutil. Para quien es capaz de fijarse en estas cosas, es imposible pensar que los pensamientos que conforman los ensayos más bellos de Herman Grimm pudieran haber sido escritos en otra época que no fuera aquella en la que Herman Grimm tenía la posibilidad de viajar en tren rápido de Berlín a Florencia o al Tirol del Sur. Porque esta es la condición previa para que algunas de sus obras hayan podido tomar forma. Imaginemos que alguien como Herman Grimm hubiera podido decir en siglos anteriores: «Las partes más importantes de mi libro sobre Homero las escribí siempre en Gries, cerca de Bolzano, durante las semanas de primavera, porque allí siento el efecto de la primavera». Que algo así se integre en la vida humana solo es posible en toda la atmósfera del siglo XIX. Sentimos cómo confluye lo que brota en Herman Grimm como una maravillosa contemplación del arte, lo que resulta ser una penetración en el alma de toda la influencia cultural del siglo XIX, con lo que emana de la técnica y vuelve a fluir hacia ella, de los triunfos del siglo XIX.

Es imposible comprender algo de lo más profundo del siglo XIX si no se es capaz de resumirlo con lo que constituye el legado más importante de ese siglo: con los pensamientos científicos con los que el siglo XIX intentó comprender el mundo. Hoy en día no podemos sino admitir que en nuestra alma vive algo como uno de sus instrumentos más importantes, algo que no existiría sin la estructura del pensamiento científico tal y como lo hemos heredado del siglo XIX. Esa es una cara, la cara que se nos muestra en lo que el alma humana ha hecho de sí misma después de haber emprendido lo que Kant caracterizó de manera tan monumental al decir: «La Ilustración es la salida del alma humana de su minoría de edad autoinfligida» y «¡Atrévete a valerte de tu propio entendimiento!». A través del auge filosófico, hasta la era de las ciencias naturales, se mantuvo esta tendencia de la Ilustración, es decir, el uso de los medios de investigación del alma humana, tal y como es esta alma humana. Pero, ¿cómo se llegó a esto en general?

Desde el punto de vista de las ciencias humanas, debemos situarnos en un contexto más amplio si queremos comprender lo que realmente se ha expresado aquí, si queremos comprender la configuración, la estructura de nuestra alma, en la que vemos, por un lado, la voluntad de ilustración y, por otro, todo lo que ha aportado la cultura científica. Para ello, debemos comparar al menos tres épocas culturales sucesivas del desarrollo humano. En relación con estas conferencias, ya se ha hecho referencia a estos ciclos culturales en el sentido de la consideración que se deriva del conocimiento de la vida espiritual humana, que intenta comprender cómo el alma humana regresa a través de los siglos en sucesivas vidas terrenales y no solo transfiere de épocas anteriores a épocas posteriores su propia culpa para expiarlas en el sentido de una gran ley del destino, sino también lo que ha experimentado interiormente en cuanto a logros espirituales. En el sentido de este conocimiento espiritual, distinguimos inicialmente tres épocas. Otras épocas preceden a estas tres. Pero hoy no hay tiempo para entrar en ellas.

EL ALMA EN LA ÉPOCA EGIPCIO-CALDEA

La época que nos interesa en primer lugar es la época egipcio-caldea, que llegó a su fin aproximadamente en el siglo VIII antes de Cristo. Si se quiere caracterizar, se podría decir que, durante esta época, el alma humana vivía de tal manera que aún intuía su conexión con todo el universo, con todo el cosmos. En su destino en la Tierra, aún se sentía dependiente del curso de las estrellas y de los acontecimientos del gran universo. Las reflexiones sobre la dependencia de la vida humana de los mundos celestes, del gran universo, llenan esta época de los primeros milenios, hasta aproximadamente el siglo VIII antes de nuestra era. De una manera maravillosa, el alma se sentía conmovida cuando se sumergía en la sabiduría del antiguo Egipto o de la antigua Caldea, cuando veía cómo todo apuntaba a sentir la conexión del alma con el cosmos más allá de la estrecha existencia humana. Algo que era importante para sentir esta conexión del alma con el cosmos en esa época cultural era, por ejemplo, la aparición de Sirio. Y algo importante en relación con lo que el ser humano hacía por la cultura del alma, lo que aprovechaba para el alma o lo que él mismo realizaba, era la observación de las leyes celestes. El ser humano se sentía nacido de todo el universo, sentía su conexión tanto con lo extraterrenal como con lo terrenal; se sentía, por así decirlo, trasladado de los mundos espirituales al mundo terrenal. Esta sensación era un último eco de la antigua clarividencia, que provenía del alma humana y que se ha mencionado aquí con frecuencia. Esta antigua visión curativa existía en los tiempos primitivos, y el ser humano la perdió en el curso de la evolución para poder contemplar el mundo tal y como es ahora. En aquella época, en la época egipcio-caldea, aún existía un eco de la antigua clarividencia. El ser humano aún podía comprender la conexión espiritual de las leyes anímico-espirituales en toda la existencia natural y quería comprenderla. En cierto sentido, el alma humana no estaba sola consigo misma. Al sentirse en la Tierra, estaba conectada y fusionada con las fuerzas que llegaban al planeta desde el universo.

EL ALMA EN LA ÉPOCA GRECO-ROMANA

Luego llegó la época grecolatina, que podemos situar, por su esencia y sus repercusiones, entre el siglo VIII a. C. y los siglos XIII, XIV y XV d. C., ya que las repercusiones de esta época cultural se prolongaron hasta entonces. Si se observa esta época, especialmente en sus inicios, se encuentra como característica peculiar que el alma humana se liberó en un sentido superior del universo, se liberó en su conocimiento, en su fe, en el reconocimiento de las fuerzas que actuaban en ella. Esto se puede ver especialmente si se observa a los griegos: el ser humano sano, tal y como se desarrollaba en su alma, también se sentía, tal y como estaba en la Tierra, en conexión con su ser natural y físico. Eso es lo que sentía y experimentaba el alma griega en el segundo de los periodos que ahora nos ocupan. Hoy en día resulta difícil caracterizar lo que esto significa. Intentamos acercarnos a nuestra comprensión al respecto con motivo de las reflexiones sobre Rafael y Leonardo da Vinci. Los griegos vivían de forma muy diferente en lo que respecta a lo espiritual y lo anímico. Esto era especialmente cierto, por ejemplo, en el caso de los artistas griegos. Hoy en día ni siquiera se quiere admitir lo que tenía de especial el sentir y el percibir del alma griega. Que el escultor, que representaba la figura humana en sentido auténtico, pudiera tener ante sí lo que hoy llamamos modelo, que modelara la figura humana según el modelo, es algo imposible de concebir para los griegos. No era así. La relación del artista actual con su modelo habría sido impensable en Grecia. Porque el griego sabía que en todo su cuerpo vivía su espíritu y su alma. Él sentía cómo las fuerzas de lo anímico-espiritual fluían hacia la formación del brazo, hacia la formación de los músculos, hacia la formación de toda la figura humana. Y entonces supo que, al igual que fluían hacia la figura humana, debía expresarlas en sus esculturas. De acuerdo con el conocimiento interno de la naturaleza del cuerpo, sabía recrear lo que él mismo podía sentir en lo material externo. Así, podía decirse a sí mismo: soy débil, pero si desarrollara mi voluntad, podría hacer que esta voluntad influyera en la formación de los músculos, en la formación del brazo, y así me haría más fuerte. Lo que experimentaba así, lo vertía en sus figuras. Para él, lo esencial no era la contemplación de las formas externas, sino el sentimiento de la inserción del ser humano en la cultura terrenal en su propio cuerpo y alma y la reproducción de lo que se experimentaba en el exterior.

Así era también la experiencia de la personalidad en su totalidad en la cultura griega. Es imposible concebir a un Pericles u otro estadista como los estadistas modernos. Hoy en día vemos a un estadista moderno defender lo que piensa y quiere basándose en principios generales. Cuando Pericles se presenta ante el pueblo en la antigua Atenas y lleva a cabo algo, no es porque se diga a sí mismo: «Como lo entiendo, debe llevarse a cabo». Ese no es el caso. Cuando Pericles se presenta ante el pueblo y hace valer lo que quiere, es su voluntad personal. Y si se cumple, es porque los griegos saben que Pericles puede querer lo correcto, porque lo siente como personalidad. Los griegos son personas coherentes consigo mismas, viven su propia vida y piensan de forma coherente. Él puede hacerlo porque ya no siente, como los habitantes de la época egipcio-caldea, la conexión con los dioses y demás. Esto solo permanece como un eco. Pero lo que experimenta de forma inmediata es que siente que su cuerpo físico está conectado con lo espiritual y lo anímico. De este modo, aunque está más solo con su alma que el hombre de la época egipcio-caldea, sigue conectado con el resto de la naturaleza, porque su cuerpo, su físico, le ha proporcionado esta conexión. Hay que sentirlo: el alma en la época grecolatina, ya más libre del universo general que en el período anterior, todavía tiene que sentirse conectada con todo lo que hay en los reinos de la naturaleza que la rodean. Porque el alma se sentía conectada con lo que es un extracto de estos reinos de la naturaleza, lo físico-corporal. Este sentimiento es lo que hay que considerar como característico de este período grecolatino, durante el cual se produjo el misterio del Gólgota.

EL ALMA EN LA ÉPOCA ACTUAL

Ahora vemos llegar, —y nos encontramos inmersos en él con nuestro pensar y sentir—, el tercer período que debemos considerar. ¿En qué se diferencia del período grecolatino? De nuevo, el alma humana es mucho más, pues el griego se sentía conectado con la naturaleza a través de lo que era en su cuerpo. Imaginemos que los griegos hubieran tenido la oportunidad de observar los seres vivos más pequeños con un microscopio moderno, habrían tenido que pensar en la teoría celular. ¡Imposible para el alma griega! Porque, más allá de la curiosidad inicial, ante estas observaciones microscópicas habría sentido que era algo completamente antinatural e innatural idear instrumentos que permiten ver las cosas de forma diferente a como se presentan al ojo natural del cuerpo. El griego se sentía tan conectado con su naturaleza que le habría parecido antinatural ver las cosas de otra manera que como se presentan a la vista. Y hacer visibles las cosas del mundo a través del telescopio le habría parecido igualmente antinatural. En muchos aspectos, la antigua forma de pensar griega se asemeja aquí al sentimiento de una personalidad que se inspiraba en esta forma de pensar y que pronunció la hermosa frase: «¿Qué son todos los instrumentos de la física frente al ojo humano, que es el aparato más maravilloso?». Es decir, la visión griega del mundo era la más natural que se puede obtener cuando se arman los sentidos con el menor número posible de instrumentos y, de este modo, se hacen las cosas de forma diferente a como se ven cuando el ser humano percibe la naturaleza de forma inmediata, tal y como se encuentra en el entorno.

¡Qué diferente es nuestra época! En nuestra época era algo totalmente natural, y cada vez más, debido al desarrollo espiritual desde el período que acabamos de caracterizar, se separaba completamente lo que se aspiraba como una visión objetiva y científica del mundo de lo que vive en el alma humana. Solo así pudo surgir la idea de que la verdad sobre la organización humana solo se puede conocer cuando se dirige la mirada armada hacia las cosas, cuando se examinan los seres vivos con el microscopio y se aplica el telescopio a las condiciones celestes, cuando se utiliza un instrumento que ayuda a la imprecisión del ojo. Pero si se contempla todo este espíritu que se expresa en ello, hay que decir que, a partir de ahora, el ser humano separa completamente de su visión del mundo lo que vive en su interior, lo que está relacionado con su yo. El yo humano, el ser humano, está aún más solo y abandonado que en la época griega. Si intentamos comparar la cosmovisión griega con nuestra cosmovisión, tal y como nos la ha proporcionado la ciencia natural, debemos decir: También en la práctica se ha intentado independizar esta visión del mundo de lo que ocurre en lo más profundo del alma humana, de lo que vive, se mueve y es en el yo del ser humano. Así, en la antigua época egipcio-caldea, para la sensibilidad del ser humano, el alma y el mundo eran uno. En la época griega, el alma y el cuerpo humanos eran uno, pero a través del cuerpo humano el ser humano seguía conectado con su visión del mundo. Ahora, lo espiritual y lo anímico se han separado cada vez más, completamente separados de lo que consideran el contenido legítimo de la visión del mundo. El alma humana está sola, encerrada en sí misma.

Ahora observemos la curiosa polaridad que se nos revela al pasar del período egipcio-caldeo al greco-latino y al nuestro. Lo que el ser humano aspira ante todo en nuestra época, en comparación con la época griega anterior, es adquirir una visión científica del mundo independiente de su alma. Lo que resultó necesario además fue separar el alma humana de aquello con lo que estaba conectada en épocas anteriores, situar el alma en sí misma, relegarla por completo a su conciencia. En la época egipcio-caldea, el alma humana aún dirigía su mirada espiritual y anímica hacia los confines del mundo y se dejaba inspirar por ellos, dejando fluir en su interior lo que había en los confines del mundo. Incluso en la época griega, el ser humano aún tomaba lo que se le presentaba en su visión del mundo y lo plasmaba en el arte. En la época moderna, la visión del mundo se presenta por sí sola, separada de la experiencia anímica del ser humano. Y, sin embargo, debemos decir: En los tiempos modernos, cuando el alma humana se ha alejado de la visión objetiva del mundo, donde ya no se encuentra espiritualmente en lo que fluye mecánica y objetivamente en el exterior, cuando ha roto la conexión con la existencia exterior del mundo, quiere obtener en sí misma la fuerza para el conocimiento, como visión del mundo, para todo su ser. Para los griegos habría sido increíble que alguien les hubiera dicho: «¡Atrévete a usar tu razón!» o «La Ilustración es la salida del alma humana de su minoría de edad autoinfligida». En Grecia se podían pronunciar palabras socráticas, pero no estas, porque el griego no las habría entendido. Habría sentido: «¿Qué quiero yo con mi razón? A lo sumo, obtener una imagen del mundo». Pero esta imagen del mundo vive continuamente en mí, ya que el mundo fluye hacia mis fuerzas y mi espíritu y mi alma. Sería antinatural utilizar mi razón frente a lo que fluye hacia mí. Y los habitantes de la época egipcio-caldea habrían considerado aún más extraño y antinatural el requerimiento de utilizar su razón. A la frase: «¡Atrévete a utilizar tu razón!», habría respondido: «Entonces se me escaparían las mejores intuiciones e inspiraciones que me llegan del universo. ¿Por qué debería utilizar solo mi razón, que empobrecería mi experiencia, frente a lo que fluye hacia mí desde el universo?».

Así vemos cómo las almas humanas que llegan de épocas anteriores se encuentran cada vez con una era diferente. Así se educan, en palabras de Lessing: en la época egipcio-caldea, en la que el alma se siente una con el mundo; luego, en la época grecolatina, en la que el alma se siente una con su propia corporeidad, y ahora las almas atraviesan la época en la que deben encontrarse a sí mismas, porque se han alejado de su visión objetiva del mundo.

Por lo tanto, nos parece lógico que esta época haya dado lugar a Fichte y su libro «El destino del hombre», y que él plantee la pregunta: ¿Y si esta visión del mundo fuera solo una apariencia, un engaño, solo un sueño? ¿Cómo puede entonces el yo, que ahora se siente empobrecido, —una sensación que surge de la época—, alcanzar la confianza interior? ¿Cómo puede encontrarse a sí mismo?

Por consiguiente, consideramos la doctrina del yo de Fichte como un resultado necesario de toda la evolución. Observamos cómo, precisamente en el siglo XIX, debido a la visión científica del mundo, —como en la época de Fichte, cuando la fuerza del pensar aún estaba en pleno apogeo—, el yo desea alcanzar la claridad por sí mismo. Y los intentos posteriores a Fichte de Schelling y Hegel solo podemos caracterizarlos como el esfuerzo por alcanzar, a través del pensar, la conexión con el mundo desde el yo emancipado de la cosmovisión. Pero vemos cómo la visión científica del mundo, en el tercero de estos períodos caracterizados, elimina poco a poco, por así decirlo, también del yo, empobreciéndolo, todos los ecos de las antiguas visiones del mundo. En nuestra época, estas cosas no suelen observarse lo suficiente.

Si echamos la vista atrás a una de las personas que contribuyó de manera eminente a nuestra visión científica del mundo, a Kepler, que logró tanto y que aún hoy sigue influyendo en nuestra concepción científica, encontramos en su «Armonía del mundo» una idea curiosa. Él eleva la mirada desde la armonía del mundo hacia toda la Tierra. Pero para Kepler, esta Tierra es un organismo gigante que vive, algo así como una ballena. Al menos, cuando busca entre los seres vivos un organismo que se parezca al organismo terrestre, encuentra la ballena y dice: Este animal gigante sobre el que caminamos no respira como el ser humano, sino que respira según los tiempos determinados por el curso del sol, y el ascenso y descenso del océano es la señal de la inspiración y espiración del organismo terrestre. Kepler considera que la visión humana es demasiado limitada para comprender cómo se desarrolla este proceso.

Cuando se destaca la conexión con Giordano Bruno en relación con una visión unilateral del mundo, no hay que olvidar que Giordano Bruno también señaló una y otra vez que la Tierra es un organismo gigante que inspira y espira con el flujo y reflujo del océano. Y no hay que remontarse muy atrás en el tiempo para encontrar la misma idea en la época moderna. Hay una bonita frase de Goethe dirigida a Eckermann en la que dice algo así: «Me imagino la Tierra como un animal gigante que respira con el flujo y reflujo del aire y las mareas del mar». Es decir, la visión que se tiene hoy en día de la Tierra, tal y como la concibe la geología actual, surgió muy gradualmente, y otra visión se fue perdiendo, la que aún resuena en Goethe y que aún nos parece muy viva en Kepler y Giordano Bruno. Lo que pensaban y sentían Kepler, Giordano Bruno y Goethe era algo que las personas sentían de forma muy viva en aquellos tiempos antiguos, en los que el alma se sentía una con el mundo. Pero que esta empatía con el mundo se fuera apagando con el paso del tiempo fue el curso natural del desarrollo.

Si queremos caracterizar lo que se describe aquí desde el punto de vista de la ciencia espiritual, llegamos a la siguiente representación. La justificación detallada se encuentra en «La ciencia oculta en líneas generales».

Si observamos el alma humana, no de la manera caótica en que suele hacerlo la ciencia moderna, sino con la mirada de la ciencia espiritual, vemos que se divide en tres partes. En primer lugar está el miembro inferior de la naturaleza del alma humana, que, por así decirlo, en muchos aspectos solo expresa toda la profundidad caótica del alma humana, donde las partes superiores de la naturaleza humana no llegan por completo: el alma sensible. Allí brotan los instintos, los afectos, las pasiones y todos los sentimientos indefinidos que reinan en el alma. Luego tenemos un miembro superior del alma humana: el alma racional o intelectual. Es el alma que ya vive más conscientemente en sí misma, que se comprende a sí misma, que no solo se experimenta en las olas que siente brotar de las profundidades en forma de instinto, deseo y pasión, sino que, sobre todo, siente compasión y alegría compartida, y desarrolla en sí misma lo que llamamos conceptos intelectuales, etc. Y luego tenemos ese miembro del alma que podemos llamar alma consciente, a través del cual el alma humana experimenta realmente su yo en sí misma.

A lo largo de la evolución de la humanidad, estas diferentes partes se han ido formando sucesivamente. Si nos remontamos a la época egipcio-caldea, vemos que la educación se centraba principalmente en el alma sensible, que era lo que experimentaban los seres humanos en aquella época. Porque al alma sensible le hablaban las conexiones del gran cosmos, que se introducían en las almas humanas sin que el ser humano lo acompañara con su conciencia. Por lo tanto, la sabiduría egipcio-caldea se adquirió de forma inconsciente. Si pasamos a la época grecolatina, encontramos en ella el desarrollo especial del alma intelectual o emocional, en la que, a través del intelecto y el sentimiento, —podemos ver que este miembro del alma tiene dos partes—, se expresa la interioridad, que ya está más impregnada de conciencia. Y en nuestra época tenemos ahora, —y esto se desprende directamente de lo descrito—, esa cultura del alma humana, mediante la cual esta alma humana debe alcanzar la plena conciencia en sí misma, es decir, debe formar el alma consciente. Esto es lo que ha alcanzado su máxima altura, su cima más elevada, en el siglo XIX: la visión objetiva del mundo, que deja al alma sola consigo misma para que pueda comprender su yo, su ser, con su alma consciente. Precisamente para comprender la esencia más íntima del ser humano en su iluminación interior, era necesario que el alma no se presentara al mundo de la manera semiconsciente de la cosmovisión egipcia o de la manera que hemos descrito para la cosmovisión grecolatina, sino que se desprendiera de la cosmovisión para desarrollar en sí misma lo que más tenía que crecer en ella, el yo, el alma consciente. Así, en las sucesivas vidas terrenales, el ser humano ha tenido poco a poco la oportunidad favorable de desarrollar en las sucesivas culturas terrenales el alma sensible, el alma racional o emocional y el alma consciente.

Pero ahora echemos un vistazo a este legado del siglo XIX, a esta alma consciente: Ésta ha hecho frente, —lo cual podemos seguir, en particular, en el siglo XIX—, ha hecho frente en la filosofía de Fichte, en las representaciones filosóficas posteriores, ha hecho frente incluso en las filosofías más materialistas, por ejemplo, en la de Feuerbach, quien ha dicho: «La idea de Dios no es más que la proyección en el espacio de la imagen que el hombre tiene de sí mismo».

El ser humano expulsó de sí mismo la idea de Dios porque necesitaba apoyo en el alma consciente que se había quedado sola. Y si se sigue la trayectoria de los filósofos más radicales, desde Feuerbach y otros hasta Nietzsche, se ve en todas partes cómo el alma humana alcanza el poder y la seguridad interior después de haberse liberado de la visión objetiva del mundo. De manera muy regular, vemos cómo se desarrolla el alma humana a través de este proceso, vemos cómo se desarrolla lo que alcanzó su apogeo en el siglo XIX: la emancipación del alma consciente y la comprensión de sí misma por su propio esfuerzo.

Aquello que va a marcar la pauta en una época futura siempre se prepara ya en una época anterior. Se puede demostrar con toda exactitud que la formación del alma racional o emocional ya influye en ciertos fenómenos culturales de la época egipcio-caldea; y en la época grecolatina, especialmente en la poscristiana, por ejemplo en Agustín, se puede ver cómo la humanidad lucha por preparar ya el alma consciente. Por eso debemos decir: nuestra alma humana solo se comprende a sí misma correctamente cuando, en plena era del alma consciente, prepara lo que debe desarrollarse después del alma consciente. ¿Qué es lo que habrá de formar?

El desarrollo interior del alma humana tiende hacia lo que debe formarse, pero también hacia la llamada visión objetiva del mundo. Consideremos, para terminar, varios síntomas. ¿A qué ha llevado el siglo XIX con su brillante cultura? Vemos a uno de los naturalistas más brillantes del siglo XIX, Du Bois-Reymond, con su visión objetiva del mundo. Él quiere salvar —basta con leer su discurso «Über die Grenzen des Naturerkennens» (Sobre los límites del conocimiento de la naturaleza)— para el alma humana lo que necesita para su seguridad interior, y busca orientarse con la idea del «alma del mundo», porque le resulta inexplicable esta alma consciente que se ha vuelto solitaria y se ha separado de la visión objetiva del mundo. Pero la visión objetiva del mundo se interpone en su camino. Cuando el alma humana se manifiesta con sus experiencias, se muestra eficaz en el cerebro, en los nervios y en el resto de herramientas. Ahora Du Bois-Reymond se encuentra en la frontera del conocimiento de la naturaleza. ¿Qué es lo que él exige para reconocer un alma universal? Él exige que se le muestre en el universo un instrumento similar al que existe en el ser humano, cuando el alma humana piensa, siente y quiere. Él dice algo así como: «Que me muestren, incrustado en la neuroglia y alimentado con sangre arterial caliente a la presión adecuada, acorde con la capacidad aumentada de tal alma universal, un conjunto de ganglios y fibras nerviosas». Pero no lo encuentra. El mismo Du Bois-Reymond lo exige, quien, por lo demás, ha dicho en el mismo discurso: Si se observa al ser humano dormido, desde que se duerme hasta que se despierta, puede explicarse desde el punto de vista científico; pero si se observa al ser humano desde que se despierta hasta que se duerme, todo lo que fluye y refluye en él en forma de impulsos, deseos y pasiones, ideas, sentimientos e impulsos volitivos, nunca podrá explicarse mediante el pensamiento científico.

¡Tiene razón! Pero sigamos viendo a dónde nos ha llevado la herencia del siglo XIX. Du Bois-Rey­mond dice: «Cuando observo el cuerpo humano dormido desde el punto de vista científico, no encuentro nada que me explique el juego de las fuerzas que actúan en las ideas, los sentimientos, los impulsos de la voluntad, etc.». Porque es ilógico querer buscar una explicación de la naturaleza interna de los fenómenos del alma en los procesos físicos, del mismo modo que sería absurdo querer buscar una explicación del órgano pulmonar en la naturaleza interna del aire.

El legado del siglo XIX será que la ciencia natural demostrará que, precisamente cuando se mantiene estrictamente en su terreno, no puede explicar el papel de lo espiritual y lo anímico en el ser humano a partir de los procesos que tiene a su disposición. Más bien se puede decir lo siguiente: cuando el cuerpo humano despierta del sueño, lo espiritual y lo anímico es algo que inhala, como los pulmones inhalan el oxígeno o el aire; y cuando se duerme, lo espiritual y lo anímico es algo que, por así decirlo, exhala. En estado dormido, lo espiritual y lo anímico es algo independiente, fuera del cuerpo humano.

El legado del siglo XIX será que la ciencia natural se unirá por completo con la ciencia espiritual, que dice: el ser humano tiene un yo y un cuerpo astral, los cuales abandonan su cuerpo físico y su cuerpo etérico mientras duerme, y durante ese período se encuentra con su yo y su cuerpo astral en un mundo puramente espiritual, dejando que su cuerpo físico y su cuerpo etérico sigan sus propias leyes. Así, la ciencia natural separará su propio ámbito y, a través de lo que tiene que ofrecer, mostrará cómo la ciencia espiritual debe complementarla. Y cuando la ciencia natural reconozca correctamente cuál es, por ejemplo, uno de sus mayores logros: el desarrollo natural de los organismos desde los estados más imperfectos hasta los más perfectos, comprenderá que precisamente en este desarrollo de lo natural, en el sentido de la teoría de Darwin, hay algo en lo que no está incluida la evolución del alma humana, sino que primero debe ser captado por lo espiritual-anímico, si se quiere organizar lo meramente terrenal para convertirlo en humano. Precisamente la ciencia natural correctamente entendida será una hermosa herencia del siglo XIX, al mostrar cómo la ciencia espiritual se hace necesaria para complementar a la ciencia natural. Entonces se producirá, como consecuencia necesaria, la plena armonía entre ambas. Y el alma humana se comprenderá a sí misma, despertando las fuerzas que yacen dormidas en ella y reconociéndose a sí misma. ¿Cómo?

En la época egipcio-caldea, todavía se estaba en contacto con el cosmos. Este mostraba al ser humano su trasfondo espiritual. En la época grecolatina, el ser humano todavía estaba indirectamente conectado con el cosmos a través del cuerpo. Todavía sentía el cosmos porque sentía la unidad entre lo espiritual-anímico y lo corporal. Ahora, la visión objetiva del mundo se ha convertido en una mera suma de procesos externos. Sin embargo, a través de la ciencia espiritual, el alma, al encontrarse en sus propias fuerzas espirituales profundas, reconocerá una nueva forma de conexión con el universo. El alma podrá decir: cuando miro hacia abajo, me siento conectado con todo lo vivo, con todos los seres de la naturaleza que me rodean. Pero ahora, después de haber recorrido la cultura del alma sensible de la época egipcio-caldea, la cultura del alma racional o emocional de la época grecolatina, y después de haber asimilado la cultura del alma consciente, en la que la mirada del yo se dirigía hacia la cultura material, me siento vinculado a una serie de reinos espirituales: hacia abajo, al reino animal, vegetal y mineral, cuando miro hacia lo material; hacia arriba, a los reinos espirituales, a los reinos de las jerarquías espirituales, a los que el alma pertenece tanto como suele pertenecer hacia abajo, a los reinos de la naturaleza. Ante ella se abre una perspectiva de futuro que se une plenamente a las perspectivas del pasado. El ser humano se ha liberado de las conexiones espirituales del pasado; en el futuro se integrará en los reinos espirituales. El alma, por medio de sus fuerzas espirituales y anímicas se sentirá vinculada a los reinos de la naturaleza, y a través del yo espiritual, también se sentirá vinculada a los reinos espirituales superiores. Porque así como nuestra época se caracteriza por ser la época del desarrollo del alma consciente, en nuestra época se prepara para el futuro de la cultura espiritual humana el desarrollo del yo espiritual, que madurará poco a poco.

Si observamos el desarrollo desde el punto de vista de las ciencias espirituales, vemos que esta herencia del siglo XIX expresa de manera muy característica una tarea que estaba presente: la tarea de hacer que el alma se vuelva hacia sí misma, expulsarla de lo natural para obligarla a desarrollar sus propias fuerzas espirituales y anímicas. Y esa será la mejor herencia del siglo XIX, cuando el alma se vea desprendida de todo, pero se sienta aún más animada a desarrollar sus propias fuerzas. Si la época de la Ilustración quiso servirse de su propia razón, la época venidera deberá despertar las fuerzas aún más profundas que yacen dormidas en los entresijos del alma, lo que permitirá mirar hacia un mundo espiritual, como deberá hacerlo el alma en el futuro.

Por ello, el futuro estará agradecido al siglo XIX por haber dotado al alma de la capacidad de desarrollar por sí misma las fuerzas superiores de la ciencia objetiva. Esta es también una herencia del siglo XIX. Si se observa el desarrollo interior del alma humana, se ve que para llegar al desarrollo del yo espiritual, ésta debe pasar del desarrollo del alma sensible al del alma racional o emocional y al del alma consciente. Pero el ser humano solo encuentra el yo espiritual cuando, a través de la observación científica, que es la herencia del siglo XIX, se desprende primero de todo el mundo exterior.

Si se considera así la herencia del siglo XIX y se profundiza en los detalles, se verá que lo mejor de los resultados positivos de la herencia científica del siglo XIX es el fortalecimiento del alma, porque entonces se encuentra a sí misma en lo que esta ciencia no puede darle. El alma se mantendrá firme y sentirá con Du Bois-Reymond: Sí, con las leyes de la fisiología se puede explicar el cuerpo humano dormido, pero no lo que este inhala como espiritual y anímico. El alma sentirá que debe elevar a la conciencia lo que está inconsciente mientras duerme mediante los métodos de la ciencia espiritual, para poder tener una perspectiva de los mundos espirituales. Y entonces, un Du Bois-Reymond posterior, al observar el cuerpo humano, ya no se sentirá tan desconcertado cuando quiera explicarlo desde el punto de vista científico, porque se dirá a sí mismo: «El alma humana no está ahí dentro, en la neuroglia y en los ganglios; entonces, ¿por qué debería demostrar la existencia de la neuroglia y los ganglios en el alma gigante del mundo?».

En una mente sobresaliente del siglo XIX, que solo quería utilizar lo que el siglo XIX podía ofrecerle para comprender las fuentes de la existencia, en Otto Liebmann, que durante mucho tiempo impartió clases de filosofía en Jena, encontramos expresada la siguiente idea: ¿Por qué no se puede suponer que nuestros planetas, lunas y estrellas fijas son los átomos o incluso las moléculas de un cerebro gigante que se extiende de manera macrocósmica por el universo? Sin embargo, él cree que la inteligencia humana siempre será incapaz de penetrar en este cerebro gigante y que, por lo tanto, tampoco podrá llegar a conocer el alma espiritual del mundo. Sin embargo, la ciencia espiritual demuestra que Otto Liebmann tenía toda la razón. Porque esa inteligencia de la que habla es incapaz de satisfacer los anhelos humanos en este ámbito. Dado que esta inteligencia se ha hecho grande en primer lugar al emanciparse de la visión objetiva del mundo, no es de extrañar, sino lógico, que una filosofía basada en esta visión objetiva del mundo no pueda encontrar nada de un alma del mundo. Si el naturalista, en el sentido de Du Bois-Reymond, no puede encontrar el alma humana en los ganglios y la neuroglia del cuerpo humano dormido, ¿por qué se podría encontrar algo sobre la naturaleza del alma del mundo en los gigantescos ganglios de un cerebro gigante? ¡No es de extrañar que el fisiólogo se sienta desesperado!

Pero estos fundamentos son la mejor herencia del siglo XIX. Demuestran que el alma humana ahora se ve relegada a sí misma y que debe buscar y encontrar la conexión con los mundos espirituales no a través de la contemplación, sino mediante el desarrollo de sus fuerzas internas. El espíritu humano, al contemplar la imagen del mundo que conoce como la teoría darwiniana de la evolución, descubrirá que su grandeza se basa precisamente en que se ha separado de ella. El ser humano no habría llegado al desarrollo al que ha llegado ahora si no se hubiera excluido a sí mismo de la visión del mundo. Pero si comprende esto, entonces entenderá que en esta teoría de la evolución no puede encontrar lo que primero tuvo que excluir. Si se comprende correctamente la teoría darwiniana de la evolución, se verá que no es contradictorio creer al investigador espiritual cuando dice que, mirando más allá de las apariencias sensoriales, ve un espíritu en el que se arraiga el alma humana como espíritu.

Así pues, esta conferencia final debería demostrar que, en realidad, no existe la más mínima contradicción entre lo que aquí se entiende por ciencia espiritual y los verdaderos y auténticos logros de la ciencia natural, y que, cuando uno se adentra correctamente en lo que la cosmovisión científica tenía que convertirse según la concepción científica-espiritual correcta del desarrollo de la humanidad, se sabe que no puede ser de otra manera y que la cosmovisión científica, por haber llegado a ser así, es el medio educativo más hermoso para que el alma humana se convierta en lo que debe ser: un ser que, desde el alma consciente, aspira al yo espiritual.

Con ello, también se demuestra que la ciencia espiritual forma parte de la cultura de nuestro tiempo. Lo que se preparó en la época egipcio-caldea con la cultura del alma sensible, lo que se desarrolló posteriormente en la época grecolatina con la cultura del alma racional o emocional, ha encontrado su desarrollo ulterior en nuestra época con la cultura del alma consciente. Pero todo lo posterior ya se había preparado anteriormente. Así como ya en Sócrates y Aristóteles existía una cultura del alma consciente que perdurará durante mucho tiempo en nuestra época, también aquí, en nuestra época, debe estar la fuente de una verdadera enseñanza para el yo espiritual. Así es como el alma humana se comprende en relación con aquellos mundos en los que, como espíritu, tiene sus raíces en el espíritu.

Además de todo lo demás, la ciencia natural del siglo XIX es un medio educativo, y el mejor medio educativo precisamente para las ciencias espirituales. Quizás se desprenda de las conferencias de invierno que los conceptos de las ciencias espirituales que aquí se defienden sobre la herencia del siglo XIX, proporcionarán una base sólida para las ciencias espirituales, que no deben convertirse en un conglomerado y un caos de algo arbitrario, sino en algo que se asiente sobre una base tan sólida como la propia y admirable ciencia natural. Si se cree que necesariamente debe existir una ruptura entre lo que es y lo que ha logrado la ciencia natural y lo que es la ciencia espiritual, entonces se podría perder la fe en esta ciencia espiritual. Pero si vemos cómo las ciencias naturales tenían que llegar a ser tal y como son para que el alma humana encontrara el camino hacia el espíritu de una nueva manera, tal y como debe encontrarlo, entonces las reconoceremos como lo que necesariamente debe interponerse en el desarrollo, como lo que contiene la semilla para el período que se unirá al nuestro, tal y como el nuestro se une a los anteriores. Entonces se reconciliará lo que aparentemente son contradicciones entre la visión científica y la visión espiritual del mundo.

Por supuesto, no creo en absoluto que en el breve tiempo que ha durado la conferencia haya podido agotar ni siquiera en lo más mínimo lo que la ciencia espiritual muestra sobre la importancia perdurable del camino científico del siglo XIX con todas sus formas. Pero tal vez, mediante la ampliación de lo expuesto en las almas de los estimados oyentes, mediante el seguimiento de lo que hoy se ha sugerido, especialmente comparando los resultados de la ciencia espiritual con los resultados correctamente entendidos de la ciencia natural, se pueda comprender cómo, a través de una contemplación espiritual de la evolución de la humanidad, se da la necesidad de que la ciencia espiritual entre en el progreso del desarrollo humano. Estas conferencias se han elaborado a partir de esta conciencia de una necesidad interna de desarrollo, que ha sido siempre el tono fundamental. Esta conferencia en particular pretende evocar la sensación de que, por muy justificada que pueda parecer la mera confianza en los espíritus como Fichte y otros similares quisieran obtener del alma consciente, no puede obtenerse a partir del alma consciente encerrada en sí misma y en sus pensamientos, sino cuando el alma comprende y reconoce que encuentra en sí misma algo muy diferente a su mera inteligencia y razón: cuando encuentra en sí misma las fuerzas que la conducen a la imaginación, la inspiración y la intuición, es decir, a la vida en el mundo espiritual mismo, y cuando comprende que, a partir de una certeza realmente interior, también en el primer tercio del siglo XX, —con la herencia correctamente entendida del siglo XIX—, se puede volver a hablar de ello.

Si Hegel, basándose audazmente en lo que creía haber captado en la mera conciencia del alma, pronunció en alguna ocasión palabras significativas en sus conferencias sobre la historia de la filosofía, podemos, trasladando sus palabras, utilizarlas aquí al final para caracterizar, no resumiendo conceptualmente, sino expresando como una sensación que, como un elixir de vida, se deriva de las consideraciones de las ciencias espirituales. Con algunas modificaciones, queremos expresar con las palabras de Hegel lo que el alma puede sentir por la seguridad de la vida en las fuentes y fundamentos necesarios para la existencia y para toda la labor de la vida, lo que puede sentir en relación con las grandes cuestiones enigmáticas de la existencia, sobre el destino y la inmortalidad. Todo esto es así porque el alma se encuentra con la luz del mundo correcta cuando, —pero ahora no desde lo indefinido y abstracto del alma consciente, sino desde el reconocimiento de que en el alma yacen dormidas fuerzas cognitivas que la convierten en ciudadana de mundos espirituales—, cuando se impregna por completo de una sensación, de modo que esta sensación se convierte en la expresión inmediata de la ciencia espiritual pensada, que llena al alma de seguridad y esperanza:

El espíritu humano puede y debe creer en su grandeza y en su poder, pues es espíritu procedente del Espíritu. Y con esta fe, nada en el cosmos, en el universo, puede resultarle tan duro y refractario que no tenga que revelársele con el tiempo, en la medida en que lo necesite. Lo que al principio está oculto en el universo debe revelarse cada vez más al alma que busca, en su creciente conocimiento, y entregarse a ella para que pueda desarrollarlo como fuerza interior, como seguridad interior, como valor interior de la existencia y de la vida.

Traducido por J.Luelmo sep.2023