REENCARNACIÓN Y KARMA
Revista Lucifer - Gnosis 1903
RUDOLF STEINER
Octubre - noviembre de 1903
El naturalista italiano Francesco Redi fue considerado un peligroso hereje por la sabiduría dominante del siglo XVII, ya que afirmaba que incluso los animales más inferiores se reproducían. Por poco escapó al destino martirial de Giordano Bruno o Galileo. Los eruditos ortodoxos de la época creían que los gusanos, los insectos e incluso los peces podían surgir del barro inerte. Redi no afirmó nada más que lo que hoy se reconoce generalmente, que todo lo vivo proviene de algo vivo. Cometió el pecado de conocer una verdad dos siglos antes de que la ciencia encontrara «pruebas irrefutables» de ella. Desde que Pasteur realizó sus investigaciones, no cabe duda de que se trataba únicamente de un engaño en aquellos casos en los que antes se creía que, a partir de sustancias inertes, surgían seres vivos mediante la « génesis espontánea ». Los gérmenes vitales que penetraban en tales sustancias inertes escapaban a la observación. Mediante métodos seguros, Pasteur impidió la penetración de tales gérmenes en sustancias en las que suelen surgir pequeños seres vivos, y no se formó ni rastro de vida. Por lo tanto, la vida solo surge del germen vital. Redi tenía toda la razón.
Hoy en día, el antropósofo se encuentra en una situación similar a la del pensador italiano. Basándose en sus conocimientos, debe decir respecto al alma lo mismo que Redi dijo respecto a los seres vivos. Debe afirmar que lo anímico solo puede surgir de lo anímico. Y si la ciencia natural sigue avanzando en la misma dirección que ha tomado desde el siglo XVII, llegará el momento en que ella misma, por sí misma, defenderá esta visión. Porque, —hay que recalcarlo una y otra vez—, la visión antroposófica actual se basa exactamente en la misma forma de pensar que la afirmación científica de que los insectos, los gusanos y los peces no se originan en el barro, sino en gérmenes vitales. Y afirma la frase: «cada alma surge de lo anímico» en el mismo sentido y con el mismo significado que el naturalista afirma la suya: «Todo lo vivo surge de lo vivo».(1)↓
Las costumbres actuales son diferentes a las del siglo XVII. Las actitudes que subyacen a las costumbres no han cambiado mucho. Sin embargo, en el siglo XVII se perseguían las opiniones heréticas con medios que hoy en día ya no parecen humanos. Hoy en día no se amenaza a los antropósofos con la muerte en la hoguera: se contenta con neutralizarlos declarándolos fanáticos y cabezas huecas. La ciencia convencional los tacha de necios. La antigua ejecución por la Inquisición ha sido sustituida por un nuevo tipo de ejecución, la periodística. Pero los antropósofos se mantienen firmes: se consuelan con la conciencia de que llegará el tiempo en que se oirá decir a algún Virchow: «Hubo un tiempo, —y nos alegramos de que haya quedado atrás—, en el que se creía que el alma surgía por sí sola cuando se producían ciertos procesos químicos y físicos complejos dentro del cráneo. Hoy en día, sin embargo, cualquier investigador serio debe sustituir esa idea infantil por la siguiente afirmación: todo lo espiritual surge de lo espiritual». Y el coro de periodistas «ilustrados» de diferentes tendencias políticas escribirá, si es que ese tipo de periodismo no se considera en sí mismo una infantilidad: «El genial investigador X ha desplegado con valentía la bandera de la ciencia ilustrada del alma y ha acabado con la superstición de una visión mecánica de la naturaleza, que aún en la reunión de naturalistas de 1903 celebrada por el químico Ladenburg de Breslavia pudo celebrar verdaderos triunfos».
Ahora bien, no hay que caer en la ilusión de que la ciencia espiritual quiera demostrar sus verdades a partir de la ciencia natural. Lo que hay que destacar es más bien que la ciencia espiritual tiene la misma actitud que la verdadera ciencia natural. El antropósofo solo hace por los ámbitos de la vida anímica lo mismo que el naturalista se esfuerza por lograr con lo que puede ver con los ojos y oír con los oídos. No puede haber contradicción entre la verdadera investigación natural y la ciencia espiritual. El antropósofo expone que las leyes que establece para la vida anímica se aplican de manera correspondiente también a los fenómenos externos de la naturaleza. Lo hace porque sabe que el sentido humano del conocimiento solo puede declararse satisfecho cuando comprende que existe armonía y no contradicción entre los diferentes ámbitos de la existencia. Hoy en día, la mayoría de las personas que se esfuerzan por alcanzar el conocimiento y la verdad, están familiarizadas con ciertos conceptos científicos. Estas verdades, por así decirlo, llegan al ser humano de forma espontánea. Los suplementos de entretenimiento de los periódicos revelan tanto a los cultos como a los incultos las leyes por las que los animales perfectos se desarrollan a partir de los imperfectos, la profunda relación que existe entre el ser humano y el simio más evolucionado, y los ágiles escritores de semanarios no se cansan de inculcar a sus lectores cómo deben pensar sobre el «espíritu» en la era del «gran Darwin ». Rara vez añaden que en la obra principal de Darwin también se encuentra la frase: «Considero que todos los seres orgánicos que han vivido alguna vez en esta Tierra descienden de una forma primigenia a la que el Creador insufló vida». En una época como esta, es muy necesario demostrar una y otra vez que la antroposofía no se toma tan a la ligera como Darwin y algunos darwinistas el «insuflar vida» y también el alma, sino que sus verdades no contradicen los resultados de la verdadera investigación científica. La antroposofía no quiere avanzar hacia los misterios de la vida espiritual apoyándose en la ciencia natural actual, sino que solo quiere decir: «Reconoced las leyes de la vida espiritual y encontraréis estas elevadas leyes confirmadas de forma correspondiente cuando descendáis al ámbito en el que podéis ver con los ojos y oír con los oídos. La ciencia natural actual no contradice a la ciencia espiritual, sino que es en sí misma ciencia espiritual elemental. Haeckel obtuvo tan buenos resultados en el ámbito de la vida animal precisamente porque aplicó al desarrollo de la vida animal las leyes que los investigadores del alma aplican desde hace mucho tiempo al alma. Que él mismo no tuviese esta convicción, no importa; simplemente no conoce las leyes del alma y tampoco sabe nada de las investigaciones que se pueden realizar en el campo del alma. Esto no resta importancia a los resultados que obtuvo en su campo. Los grandes hombres tienen los defectos de sus virtudes. Nuestra tarea es demostrar que Haeckel, en su ámbito, no es más que un antroposofo». Y hay otro recurso más a disposición del científico espiritual: la conexión con los conocimientos científicos actuales. Las cosas de la naturaleza exterior se pueden, en cierto modo, tocar con las manos. Por eso es fácil explicar sus leyes. No cuesta nada imaginar que las plantas cambian cuando se trasladan de un lugar a otro. Que ciertas especies animales pierden la vista cuando viven durante un tiempo en cuevas oscuras es fácil de imaginar. Si ahora se muestran las leyes que actúan en tales procesos, se puede pasar fácilmente de ahí a las leyes menos vívidas y menos comprensibles que se nos presentan en el ámbito de la vida anímica. Cuando el antropósofo recurre a la ciencia natural, lo único que pretende es ilustrar. Debe demostrar que las verdades antropológicas se reflejan de forma adecuada en su ámbito, que la ciencia natural no puede ser otra cosa que ciencia espiritual elemental, y debe servirse de los conceptos científicos para conducir hacia los suyos, de naturaleza superior.
Ahora bien, se podría objetar aquí que cualquier inclinación hacia las concepciones científicas actuales podría poner en una situación delicada a las ciencias espirituales, ya que estas concepciones se basan en un terreno muy incierto. Es cierto: hay naturalistas que consideran ciertas líneas básicas del darwinismo como verdades irrefutables, y otros que ya hablan de una «crisis del darwinismo». Unos encuentran en el «poder omnipotente de la selección natural» y en la «lucha por la existencia» razones exhaustivas para explicar el desarrollo de los seres vivos; otros consideran esta «lucha por la existencia» como una de las enfermedades infantiles de la nueva ciencia natural y hablan de la «impotencia de la selección natural». Si se tratara de estos puntos controvertidos concretos, lo mejor que podría hacer un antropósofo sería no preocuparse por ellos por el momento y esperar a que llegue un momento más propicio que el actual para alcanzar la armonía con la ciencia natural. Pero eso no es lo importante. Se trata más bien de una cierta actitud, de una forma de pensar dentro de la investigación científica de nuestro tiempo, de ciertas grandes directrices que se siguen en todas partes, aunque las opiniones sobre cuestiones concretas difieran mucho entre los distintos investigadores y pensadores. Es cierto que las opiniones de Ernst Haeckel y Virchow sobre el «origen del ser humano» difieren mucho. Pero los antropósofos podrían alegrarse de que las personalidades más influyentes pensaran con tanta claridad sobre ciertos aspectos importantes relacionados con la vida del alma como lo hacen estos oponentes sobre lo que, a pesar de todas las disputas, consideran absolutamente seguro. Ni los seguidores de Haeckel ni los de Virchow buscan hoy el origen de los gusanos en el barro inerte, ni unos ni otros dudan de la frase: «todo lo vivo proviene de lo vivo» en el sentido anteriormente descrito. En la psicología aún no hemos llegado tan lejos. Falta claridad sobre un punto de vista que pueda compararse con tales convicciones científicas fundamentales. Quien quiera explicar la forma y el modo de vida de un gusano sabe que debe remontarse al huevo del gusano y a los antepasados del gusano; sabe en qué dirección debe investigar, aunque sobre todo lo demás prevalezcan opiniones diferentes o se afirme que aún no ha llegado el momento de generar ideas concretas sobre tal o cual punto. ¿Dónde encontraríamos una claridad similar en la ciencia del alma? El hecho de que el alma (2)↓ tenga dos propiedades espirituales, al igual que el gusano tiene propiedades físicas, no nos lleva, como debería, a abordar un hecho con el mismo espíritu investigador que el otro. Sin embargo, nuestra época está bajo la influencia de hábitos de pensamiento que hacen que innumerables personas de entre quienes se ocupan de estas cuestiones ni siquiera quieran abordar tal exigencia de manera adecuada. Ciertamente, se admite a regañadientes que las cualidades espirituales de un ser humano también deben provenir de algún lugar, al igual que las físicas. Se reflexiona sobre cómo es posible que las almas de un grupo de niños sean tan diferentes, habiendo crecido y sido educados en las mismas circunstancias, que incluso los gemelos difieran entre sí en rasgos esenciales, habiendo estado siempre en el mismo lugar, al cuidado de una niñera. A veces se dice que «los gemelos siameses pasaron sus últimos años de vida muy incómodos debido a sus simpatías opuestas en la guerra civil norteamericana». Por cierto, no se pretende afirmar que no se haya prestado la debida atención y observación a tales fenómenos, ni que no existan trabajos dignos de mención al respecto. Pero lo habitual es que dichos trabajos se comporten con lo psíquico tal y como se comportaría el naturalista con lo vivo si simplemente quisiera afirmar su origen en el barro inerte. Sin duda, es legítimo remontarse a los antepasados físicos para explicar las características psíquicas inferiores y hablar de herencia, tal y como se hace con los rasgos físicos. Pero se quiere cerrar los ojos ante lo esencial cuando se adopta la misma orientación para las características psíquicas superiores, para lo verdaderamente espiritual en el ser humano. Simplemente nos hemos acostumbrado a considerar estas cualidades espirituales superiores solo como una intensificación, como un grado superior de las inferiores. Y por eso creemos que podemos conformarnos con una explicación que se mantiene en el mismo sentido que la de las cualidades espirituales de los animales.
No se puede negar que la observación de ciertas funciones mentales de los animales superiores induce fácilmente a tal conclusión. Basta con señalar que los perros dan muestras sorprendentes de una memoria fiel, que los caballos, al notar que les falta una herradura, acuden por sí mismos al herrero donde suelen ser herrados, que incluso los animales encerrados en una habitación se abren la puerta ellos mismos, y que se podrían citar muchos otros ejemplos asombrosos similares. Ciertamente, tampoco el antropósofo dejará de reconocer cualquier aumento de las capacidades animales. Pero, ¿debe por ello difuminarse toda diferencia entre los rasgos inferiores del alma, que el ser humano tiene en común con los animales, y las cualidades espirituales superiores, que solo le son propias? Solo puede hacerlo quien está completamente cegado por un prejuicio dogmático de la «ciencia», que se aferra a lo burdo y sensual. Basta con tomar el hecho, constatado mediante una observación impecable, de que los animales, incluso los más evolucionados, no calculan y, por lo tanto, tampoco aprenden a calcular. Ya en las antiguas escuelas de sabiduría se consideraba una frase significativa que el ser humano se diferenciaba del animal por su capacidad de calcular. Calcular es la más simple y trivial de las capacidades superiores del alma. Precisamente por eso se menciona aquí como el punto límite en el que lo animal-anímico se transforma en lo espiritual-anímico, en lo humano superior. Por supuesto, es muy fácil poner objeciones también en este caso. En primer lugar, se puede decir que aún no es noche y que algún día se podrá lograr lo que hasta ahora no se ha conseguido: enseñar a contar a ciertos animales inteligentes. Y en segundo lugar, se podría señalar que, después de todo, el cerebro humano se ha perfeccionado en comparación con el de los animales, y que eso se debe simplemente a que produce grados más elevados de actividad mental. Se puede dar la razón a quien plantea tales objeciones, no una, sino cien veces. Pero en la misma situación se encuentran aquellos que, ante el hecho de que toda vida proviene de seres vivos, afirman una y otra vez: pero en el gusano rigen las mismas leyes químicas y físicas que en el lodo, solo que de forma más compleja. A quien quiera desvelar los misterios de la naturaleza con trivialidades y obviedades, le resultará difícil ayudar. Hay personas que consideran que el nivel intelectual al que han llegado es el más alto posible y, por lo tanto, no se les ocurre que otra persona podría plantearse sus objeciones triviales si no fuera porque se da cuenta de su futilidad. No hay nada que objetar a que todas las actividades superiores del mundo sean solo intensificaciones de las inferiores, que las leyes que rigen en el gusano sean intensificaciones de las que se encuentran en el lodo. Pero, al igual que hoy en día nadie sensato afirma que el gusano proviene del barro, nadie con un pensamiento claro puede querer encajar lo espiritual-anímico en el mismo patrón conceptual que lo animal-anímico. Así como primero hay que permanecer en la serie de los seres vivos para explicar el origen de estos seres vivos, también hay que permanecer en el reino de lo espiritual-anímico para comprender el origen de lo espiritual-anímico.
Hay hechos que pueden observarse en todas partes y ante los que innumerables personas pasan sin prestarles especial atención. Entonces llega alguien y descubre una verdad trascendental en un hecho accesible a todos. Se dice que Galileo observó la importante ley de la oscilación del péndulo en una lámpara oscilante de una iglesia. Antes, innumerables personas habían visto oscilar lámparas de iglesia sin hacer esta profunda observación. Lo importante es relacionar las cosas que se ven con los pensamientos correctos. Ahora bien, hay un hecho que es accesible a todos y que, visto correctamente, arroja una luz brillante sobre el carácter de lo espiritual y lo anímico. La simple verdad es que cada persona tiene una biografía, pero los animales no. Es cierto que algunos dirán: ¿no se puede escribir también la historia de la vida de un gato o un perro? A ellos hay que responder: sin duda, pero también hay tareas escolares en las que se pide a los niños que cuenten el destino de una pluma. Sin embargo, se trata de que, para cada persona, la biografía tiene el mismo significado fundamental que, para los animales, la descripción de su especie. Del mismo modo que me interesa la descripción de la especie de los leones, me interesa la biografía de cada persona. Schiller, Goethe y Heine no se agotan para mí en el mismo sentido cuando describo su forma de ser, como se agota para mí el león individual cuando lo reconozco como ejemplar de su especie. El ser humano individual es más que un ejemplar de la especie humana. En el mismo sentido, comparte las características de su especie con sus antepasados físicos, al igual que los animales. Pero donde termina lo genérico, comienza para el ser humano lo que determina su posición especial, sus tareas en el mundo. Y donde esto comienza, termina toda posibilidad de explicación según el patrón de la herencia física animal. Puedo atribuir la nariz y el cabello de Schiller, quizás también ciertos rasgos de temperamento, a sus antepasados, pero no su genio. Y esto no solo se aplica a Schiller, por supuesto. También se aplica a la señora Müller de Krähwinkel. Si solo nos limitamos a observar, también en ella encontraremos una espiritualidad que no se encuentra en sus padres y abuelos, al igual que su nariz y sus ojos azules. Es cierto que Goethe dijo que había heredado la estatura y la seriedad de su padre, y de su madre, el carácter alegre y la afición a fabular, y que, por lo tanto, no había nada original en él. Sin embargo, nadie intentará derivar el talento de Goethe del mismo modo de su padre y su madre, y se declarará satisfecho con ello, como se deriva la forma y el modo de vida del león de sus antepasados. Aquí radica la dirección que debe tomar la psicología si quiere añadir a la frase científica «todo lo vivo proviene de lo vivo» la correspondiente «todo lo espiritual se explica a partir de lo espiritual». Seguiremos esta dirección y mostraremos que las leyes de la reencarnación y el karma, son desde este punto de vista, una necesidad científica.
Resulta muy extraño que tantos pasen por alto la cuestión del origen del alma por puro temor a adentrarse en un campo del conocimiento incierto. Hay que recordarles lo que dijo el gran naturalista Karl Gegenbaur sobre el darwinismo. Aunque las afirmaciones inmediatas de Darwin no sean del todo correctas, fueron la guía para descubrimientos que sin ellas no se habrían hecho. Darwin señaló de manera convincente la evolución de las formas de vida a partir unas de otras, lo que ha estimulado la búsqueda de las conexiones entre dichas formas. Incluso aquellos que combaten los errores del darwinismo deben tener claro que este mismo darwinismo ha aportado claridad y seguridad a la investigación del desarrollo animal y vegetal, y que, gracias a ello, ha arrojado luz sobre áreas oscuras del funcionamiento de la naturaleza. Él mismo superará sus errores. Si no hubiera existido, tampoco tendríamos sus consecuencias. Y quienes temen la incertidumbre ante estas enseñanzas deberían conceder a las ideas antroposóficas un valor similar para la vida espiritual. Aunque no fueran del todo correctas, ellas mismas conducirían a la luz sobre los enigmas del alma. También a ellas se les debe agradecer la claridad y la seguridad. Y dado que se refieren a nuestro destino espiritual, a nuestra vocación humana, a nuestras tareas más elevadas, el logro de esta claridad y seguridad debería ser el asunto más importante de nuestra vida. En este ámbito, la búsqueda del conocimiento es al mismo tiempo una necesidad moral, una obligación ética incondicional.
David Friedrich Strauss quiso ofrecer una especie de biblia del hombre «ilustrado» de la nueva era en su libro Der alte und der neue Glaube (La vieja y la nueva fe), publicado en 1872. La «nueva fe» se basa en los descubrimientos de la ciencia natural y no en los descubrimientos de la «vieja fe», que, en opinión del mencionado apóstol de la Ilustración, han quedado obsoletos. La nueva Biblia está escrita bajo la influencia de las ideas de Darwin. Y proviene de una personalidad que se decía a sí misma: quien, como yo, se considera un hombre ilustrado, hace tiempo que dejó de creer en la «revelación sobrenatural» y sus milagros, mucho antes de Darwin. Se ha dado cuenta de que en la naturaleza rigen leyes necesarias e inmutables, y que lo que la Biblia nos cuenta como milagros serían perturbaciones, interrupciones de estas leyes; y eso no puede existir. Sabemos por las leyes de la naturaleza que ningún muerto puede volver a la vida: por lo tanto, Jesús tampoco pudo resucitar a Lázaro. Pero ahora, —continúa diciendo nuestro ilustrado—, nuestra explicación de la naturaleza tenía una laguna. Podíamos comprender cómo los fenómenos inanimados podían explicarse mediante leyes naturales inmutables, pero no podíamos concebir de forma natural cómo habían surgido las múltiples especies de plantas y animales, y el propio ser humano. Creíamos que también en este caso solo podían aplicarse leyes naturales necesarias, pero no sabíamos cuáles eran ni cómo actuaban. Por mucho que lo intentáramos, no podíamos rebatir con argumentos razonables lo que había dicho Karl von Lineé, el gran naturalista del siglo XVIII: que hay tantas «especies en el reino animal y vegetal como las que se crearon originalmente». ¿Acaso no teníamos ante nosotros tantos milagros de la creación como especies de plantas y animales? ¿De qué nos servía nuestra convicción de que Dios no podía haber resucitado a Lázaro mediante una intervención sobrenatural en el orden natural, mediante un milagro, si teníamos que aceptar innumerables actos sobrenaturales? Entonces llegó Darwin y nos mostró que, mediante leyes naturales inmutables, —la adaptación y la lucha por la existencia—, las especies vegetales y animales surgen como los fenómenos inanimados. Nuestra laguna en la explicación de la naturaleza quedó colmada.
Inspirado por el estado de ánimo que le proporcionaba tal convicción, David Friedrich Strauss escribió estas palabras en su obra «Alte und neue Glaubens» (Viejas y nuevas creencias): «Nosotros, los filósofos y teólogos críticos, hemos hablado bien al decretar el fin del milagro; nuestra declaración de poder no tuvo ningún efecto, porque no supimos demostrar ninguna fuerza natural que pudiera sustituirlo en los ámbitos en los que hasta ahora se consideraba más indispensable. Darwin ha demostrado esta fuerza de la naturaleza, este proceso natural, ha abierto la puerta por la que una posteridad más afortunada expulsará el milagro para siempre. Todo aquel que sepa lo que implica el milagro lo alabará como uno de los mayores benefactores de la raza humana».
Estas palabras transmiten un espíritu triunfalista. Y todos aquellos que piensan como Strauss pueden abrirse a la siguiente perspectiva de una «nueva fe»: en un momento dado, las partículas inertes de materia se agruparon mediante sus fuerzas intrínsecas de tal manera que dieron lugar a materia viva. Esta se desarrolló, siguiendo leyes necesarias, hasta convertirse en los seres vivos más simples e imperfectos. Luego, siguiendo leyes igualmente necesarias, estos se transformaron en gusanos, peces, serpientes, marsupiales y, por último, en monos. Y como Huxley, el gran naturalista inglés, ha demostrado que los seres humanos son mucho más parecidos en su estructura a los monos superiores que estos a los monos inferiores: ¿Qué se opone a la creencia de que el ser humano se haya desarrollado a partir de simios superiores siguiendo las mismas leyes naturales? Además, ¿no encontramos ya en los animales, en un estado imperfecto, lo que llamamos actividad mental humana superior, lo que llamamos moral? ¿Podemos dudar de que los animales, a medida que su estructura se perfeccionaba, a medida que se desarrollaba hasta alcanzar la forma humana, basándose únicamente en las leyes físicas, también desarrollaron hasta alcanzar la altura humana los indicios de actividad intelectual y moral que ya se encuentran en ellos?
Todo parece encajar a la perfección. Es cierto que todos debemos admitir que nuestros conocimientos sobre la naturaleza aún distan mucho de ser suficientes para imaginar cómo se desarrolla todo lo descrito anteriormente en detalle, pero cada vez se descubrirán más hechos y leyes, y entonces la «nueva fe» ganará cada vez más adeptos.
Ahora bien, las investigaciones y reflexiones recientes no han aportado ningún fundamento sólido a esta creencia, sino que más bien han contribuido a su desmoronamiento; sin embargo, sigue vigente en círculos cada vez más amplios y constituye un grave obstáculo para cualquier otra convicción.
No cabe duda: si David Friedrich Strauss y sus compañeros tienen razón, todo lo que se dice sobre las leyes espirituales superiores de la existencia es una absurdidad: habría que basar la «nueva fe» únicamente en los fundamentos que, según estas personalidades, son el resultado del conocimiento de la naturaleza.
Sin embargo, a quien sigue con imparcialidad las explicaciones de estos seguidores de la «nueva fe» se le presenta un hecho curioso. Y este hecho se impone de manera irresistible cuando se observan las ideas de aquellos que aún conservan cierta imparcialidad frente a las afirmaciones tan seguras de los ilustrados ortodoxos.
Hay rincones ocultos en las convicciones de estos nuevos creyentes. Y cuando se descubre lo que hay en esos rincones, los verdaderos resultados de la ciencia moderna brillan con un resplandor intenso, pero las opiniones de los nuevos creyentes sobre el ser humano comienzan a desvanecerse.(3)↓
Echemos un vistazo a algunos de estos aspectos. Centrémonos primero en la personalidad más importante y venerable de estos nuevos creyentes. En la página 804 de la novena edición de la obra de Haeckel «Historia natural de la creación» se puede leer: «El resultado final (de una comparación entre los animales y los seres humanos) es que entre las almas animales más desarrolladas y las almas humanas más inferiores solo existe una diferencia cuantitativa mínima, pero ninguna diferencia cualitativa; esta diferencia es mucho menor que la diferencia entre las almas humanas más bajas y las más elevadas, o que la diferencia entre las almas animales más elevadas y las más bajas». Ahora bien, ¿Cómo se comporta el nuevo creyente ante tal hecho? Proclama: debemos explicar la diferencia entre las almas animales inferiores y superiores a partir de leyes necesarias e inmutables. Y estudiamos estas leyes. Nos preguntamos: ¿Cómo es posible que a partir de animales con un alma inferior se hayan desarrollado otros con un alma superior? Buscamos en la naturaleza las condiciones que permiten que lo inferior se convierta en superior. Encontramos, por ejemplo, que los animales que llegan a las cuevas de Kentucky desde otros lugares se quedan ciegos. Nos queda claro que la estancia en la oscuridad ha inutilizado sus ojos. En estos ojos ya no se lleva a cabo la actividad física y química que tiene lugar durante la visión. La corriente de alimento que antes se utilizaba para esta actividad fluye ahora hacia otros órganos. Los animales cambian de forma. De este modo, pueden surgir nuevas especies animales a partir de las antiguas, siempre que las transformaciones que la naturaleza provoca en estas especies sean lo suficientemente grandes y variadas. ¿Qué ocurre realmente? La naturaleza realiza cambios en ciertos seres, y estos cambios también se producen en la descendencia. Se dice que se heredan. Así se explica el origen de nuevas especies animales y vegetales.(4)↓
Y ahora, entre los nuevos creyentes, la explicación continúa alegremente. La diferencia entre las almas humanas inferiores y las almas animales superiores no es tan grande. Así pues, ciertas condiciones de vida en las que se han visto inmersas las almas animales superiores han provocado cambios en ellas, convirtiéndolas en almas humanas inferiores. El milagro del desarrollo del alma humana ha sido expulsado para siempre del templo de la nueva fe, por decirlo con palabras de Strauss, y el ser humano ha sido clasificado según las leyes «eternas y necesarias» del mundo animal. El nuevo creyente se retira satisfecho a su plácido sueño; a partir de ahora, no quiere ir más allá.
El pensamiento honesto debe perturbarlo en este letargo. Porque este pensamiento honesto debe mantener vivos en su lecho de letargo a los espíritus que él mismo ha invocado. Veamos más de cerca la frase anterior de Haeckel: «La diferencia (entre los animales superiores y los seres humanos) es mucho menor que la diferencia entre las almas humanas más bajas y las más elevadas». Si el nuevo creyente admite esto, ¿puede entonces dejarse arrullar por un sueño tranquilo tan pronto como haya explicado, en su opinión, la evolución de los seres humanos inferiores a partir de los animales superiores?
No, no puede hacerlo; y si lo hace, reniega de todo el fundamento sobre el que ha construido su convicción. ¿Qué le respondería un nuevo creyente a otro si este viniera y dijera: «He demostrado cómo los animales acuáticos surgieron de seres vivos inferiores. Con eso he terminado»? He demostrado que todo se desarrolla, por lo que las especies superiores a los peces se habrán desarrollado de la misma manera que los peces». Sin duda, nuestro nuevo creyente diría: tu idea general del desarrollo no sirve: también debes explicar cómo surgen los mamíferos, porque entre los mamíferos y los peces hay una diferencia mayor que entre los peces y los animales que están inmediatamente por debajo de ellos. ¿Y qué debería deducirse de ello si el nuevo creyente se mantuviera realmente fiel a sus creencias? Tendría que decir: la diferencia entre las almas humanas superiores e inferiores es mayor que la que existe entre estas almas inferiores y las almas animales que se encuentran inmediatamente por debajo de ellas; por lo tanto, debo admitir que en el universo hay causas que provocan transformaciones en el alma humana inferior, que la transforman de la misma manera que las causas que he señalado transforman la forma animal inferior en la superior. Si no lo hago, los tipos de almas humanas seguirán siendo para mí un misterio en cuanto a su origen, al igual que lo son las diferentes especies animales para quien no cree en la transformación de los seres vivos por las leyes de la naturaleza.
Y esto es absolutamente cierto: los nuevos creyentes, que se consideran tan ilustrados porque creen haber «eliminado» el milagro del ámbito de lo vivo, son creyentes en los milagros, incluso adoradores del milagro en el ámbito de la vida espiritual. Y solo se diferencian de los creyentes en los milagros, a quienes tanto desprecian, en que estos últimos admiten honestamente su fe, mientras que ellos no tienen ni idea de que están infectados por la superstición más oscura.
Y ahora nuestra luz debe llevarse a otro rincón de la «nueva fe». El Dr. Paul Topinard ha recopilado muy bien en su «Antropología» los resultados de la moderna teoría del origen del hombre. Al final del libro, repite brevemente cómo se desarrollaron, -según Haeckel-, las formas animales superiores en las diferentes épocas de la Tierra: «Al comienzo del período terrestre, denominado por los geólogos Laurentiano, se formaron, por una coincidencia fortuita en condiciones que probablemente solo se dieron en esa época, a partir de algunos elementos: carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno, los primeros grumos de proteína. De ellos surgieron, por generación espontánea, los moneros, seres vivos minúsculos e imperfectos. A continuación, estas se dividieron y multiplicaron, se organizaron en órganos y, tras una serie de transformaciones que Haeckel establece en nueve, dieron vida a algunos vertebrados del tipo Amphioxus lanceolatus (pez lanceta). Podemos pasar por alto cómo se siguen las demás especies de animales en la misma dirección y añadir inmediatamente la conclusión de las frases de Topinard: «En el vigésimo grado (de transformaciones) se encuentra el antropoide (mono similar al hombre), aproximadamente durante todo el período Mioceno; en el vigésimo primero, el hombre mono, que aún no posee el lenguaje ni el cerebro correspondiente. En el vigésimo segundo periodo aparece por fin el ser humano tal y como lo conocemos, al menos en sus formas menos perfectas». Y ahora, después de exponer lo que debería ser la «base científica de la nueva fe», Topinard hace una importante confesión en pocas palabras. Dice: «Aquí se interrumpe la enumeración. Haeckel olvida el vigésimo tercer grado, en el que brillan Lamarck y Newton».
De este modo, se pone de manifiesto un aspecto de la confesión del nuevo creyente, en el que señala con la mayor claridad posible los hechos frente a los cuales niega su confesión. No quiere ascender al ámbito humano y espiritual con los conceptos con los que intenta orientarse en el resto de la naturaleza. Si lo hiciera, entraría con su mentalidad adquirida en la naturaleza exterior en el campo que Topinard denomina el grado veintitrés, y entonces tendría que decirse a sí mismo: así como deduzco la especie animal superior de la inferior a través del desarrollo, deduzco la especie espiritual superior de la inferior a través del desarrollo. No puedo comprender el alma de Newton si no la concibo como procedente de un ser espiritual anterior. Y este ser espiritual nunca y en ningún caso puede buscarse en los antepasados físicos. Porque si se quisiera buscarlo allí, se pondría patas arriba todo el espíritu de la investigación natural. ¿Cómo podría un naturalista aceptar que una especie animal se desarrollara a partir de otra, si esta última fuera tan diferente de la primera en términos físicos como lo era Newton de sus antepasados en términos espirituales? Uno imagina que una especie animal surge de otra similar, que solo está un grado por debajo de ella. Por lo tanto, el alma de Newton debe haber surgido de una similar, solo que en términos espirituales un grado más baja que ella. Lo espiritual en Newton lo abarca su biografía (véase la página 75 de su biografía). Reconozco a Newton por su biografía, como reconozco a un león por la descripción de su especie. Y entiendo la especie del león cuando imagino que surgió de otra inferior en relación con ella. Así que entiendo lo que comprendo en la biografía de Newton cuando lo imagino desarrollado a partir de la biografía de un alma similar a ella, emparentada con ella como alma. Por lo tanto, el alma de Newton ya existía en otra forma, al igual que la especie del león ya existía antes en otra forma.
Para pensar con claridad, no hay forma de escapar de esta visión. Solo porque los nuevos creyentes no tienen el valor de llevar sus pensamientos hasta el final, no llegan a esta conclusión. Sin embargo, gracias a ellos se asegura la reaparición del ser que se abarca en la biografía. O bien se abandona toda la teoría científica del desarrollo, o bien se admite que debe extenderse al desarrollo del alma. Solo hay dos posibilidades: o bien cada alma ha sido creada por un milagro, como tendrían que haber sido creadas por un milagro las especies animales si no se hubieran desarrollado por separado; o bien el alma se ha desarrollado y ha existido antes en otra forma, como existió la especie animal en otra forma.
Algunos de los pensadores actuales, que aún conservan un poco de claridad y valor para imaginar de manera coherente, son una prueba viviente de este hecho. Es cierto que no pueden identificarse con las ideas tan poco habituales en nuestra época sobre el desarrollo del alma, al igual que los nuevos creyentes caracterizados. Pero al menos tienen el valor de profesar la única otra opinión posible: el milagro de la creación del alma. Así, en la obra sobre psicología del profesor Johannes Rehmke, de Greifswald, uno de los mejores pensadores de nuestro tiempo, se puede leer: «La idea de la creación... nos parece... la única adecuada para obtener algo comprensible del misterio del origen del alma». Rehmke llega a reconocer un ser universal consciente, del que dice que «debería llamarse el creador del alma, como única condición para el origen del alma». Así habla un pensador que no quiere dejarse arrullar suavemente por el letargo espiritual después de haber comprendido los procesos físicos de la vida, pero que carece de la capacidad de aceptar la idea de que un alma se haya desarrollado a partir de su forma de existencia anterior. Rehmke tiene precisamente el milagro de Mutzum, ya que no puede tener el otro punto de vista antroposófico sobre la reaparición del alma, o la reencarnación. Los pensadores en los que el afán científico comienza a formarse de manera coherente llegan necesariamente a esta conclusión. Así, en el escrito del profesor de filosofía de Gotinga Julius Baumann sobre «El nuevo cristianismo y la religión real», entre las treinta y nueve frases de un «Borrador de una breve síntesis de la religión científica real», leemos también la siguiente (la vigésimo segunda): «... Al igual que en la naturaleza inorgánica los elementos y fuerzas físico-químicos no desaparecen, sino que solo cambian sus combinaciones, según el método científico real también hay que suponer lo mismo de las fuerzas orgánicas y orgánico-espirituales. El alma humana como unidad formal, como yo vinculante, regresa en nuevos cuerpos humanos y así puede vivir todas las etapas del desarrollo humano».
Quien tenga el valor suficiente para profesar la fe científica actual debe tener esta visión. No debe malinterpretarse esto como si se afirmara que los más destacados entre los nuevos creyentes son, en el sentido habitual de la palabra, personalidades desanimadas. Se necesitaba valor, un valor indescriptiblemente grande, para defender la visión científica frente a las fuerzas contrarias del siglo XIX.(5)↓ Pero este valor es algo distinto al valor superior frente al pensamiento lógico. Sin embargo, precisamente los naturalistas actuales carecen de ese pensamiento lógico, ya que quieren construir una visión del mundo a partir de los conocimientos de su campo. ¿No es desolador que en una conferencia pronunciada en la última reunión de naturalistas por el químico de Breslavia Albert Ladenburg aparezca la siguiente frase: «¿Conocemos acaso un sustrato del alma? Yo no conozco ninguno». Y que, tras esta confesión, el mismo hombre pudiera decir: «¿Qué opina usted de la inmortalidad? Creo que, en esta cuestión más que en ninguna otra, el deseo es el padre del pensamiento, pues no conozco ningún hecho científicamente probado al que podamos recurrir para fundamentar la creencia en la inmortalidad». ¿Qué diría el erudito señor si se encontrara frente a un orador que dijera: «No sé nada sobre los hechos químicos. Por eso niego las leyes químicas, porque no conozco ni un solo hecho científicamente probado al que podamos recurrir en estas leyes»? El profesor respondería: «¿Qué nos importa tu ignorancia en materia de química? Primero ocúpate de la química y luego habla». El profesor Ladenburg no conoce el sustrato del alma, por lo que no debe molestar al mundo con los resultados de su ignorancia.
Así como el naturalista se dirige a las «formas animales» a partir de las cuales se han desarrollado otras para comprender estas últimas, el investigador del alma, que se basa en los fundamentos de esta investigación natural, debería dirigirse a la forma del alma a partir de la cual se ha desarrollado otra para comprender esta última. Los naturalistas explican la forma del cráneo de los animales superiores a partir de la transformación del cráneo de los animales inferiores. Por lo tanto, deben explicar todo lo que pertenece a la biografía de un alma a partir de la biografía del alma de la que ha surgido la que se tiene en mente. Las condiciones posteriores son el resultado de las anteriores. Es decir, las condiciones físicas posteriores son el resultado de las condiciones físicas anteriores, pero también las condiciones espirituales posteriores son el resultado de las condiciones espirituales anteriores. Este es el contenido de la ley del karma, que dice: todo lo que puedo hacer y hago en mi vida actual no es un milagro aislado, sino que está relacionado como efecto con las formas de existencia anteriores de mi alma y como causa con las posteriores.
Aquellos que contemplan la vida humana con mente abierta y desconocen esta ley universal, o no quieren reconocerla, se enfrentan continuamente a los enigmas de la vida. — Citemos un ejemplo entre muchos otros. Lo encontramos en El templo enterrado, de Maurice Maeterlinck, un libro que habla de esos enigmas que se presentan de forma confusa a los pensadores actuales, porque no están familiarizados con las grandes leyes de causa y efecto en la vida espiritual, con el karma. Aquellos que han caído en los dogmas estrechos de los nuevos creyentes no tienen hoy en día ningún sentido para tales enigmas. Maeterlinck plantea uno de ellos: «Si me tiro al agua en un frío intenso para salvar a mi prójimo, o si me caigo mientras intento tirarlo, las consecuencias del resfriado serán las mismas en ambos casos, y ningún poder en el cielo y en la tierra, excepto yo mismo y el hombre (si es capaz), aumentará mi sufrimiento por haber cometido un delito, ni aliviará mi dolor por haber realizado una acción virtuosa». Ciertamente, las consecuencias que aquí se discuten parecen ser las mismas en ambos casos para una observación que se limita a los hechos meramente físicos. Pero, ¿se puede considerar esta observación, sin más, como completa? Quien afirme esto se sitúa, como pensador, aproximadamente en el mismo punto de vista que aquel que observa que dos niños reciben clases de dos profesores diferentes y no ve más que el hecho de que, en ambos casos, los profesores dedican diariamente el mismo número de horas a los dos niños y hacen aproximadamente lo mismo. Si el observador profundizara más en los hechos, tal vez percibiría una gran diferencia en ambos casos y encontraría entonces explicable que uno de los niños se convirtiera en una persona incompetente y el otro en una persona excelente. Y si quien desea abordar las relaciones espirituales y anímicas considera las consecuencias anteriores para las almas de las personas en cuestión, debería decirse: lo que ocurre allí no puede considerarse de forma aislada. Las consecuencias del resfriado son experiencias anímicas y, para que no se consideren un milagro, debo considerarlas como causas y efectos en la vida anímica. Las consecuencias para el salvador de vidas serán diferentes a las del criminal, o tendrán efectos diferentes en uno u otro caso. Y si no puedo encontrar estas causas y efectos en la vida actual de las personas, si todo es igual en esta vida actual, entonces debo buscar el equilibrio en el pasado y el futuro. Entonces procedo exactamente como lo hace el naturalista en el campo de los hechos externos: él también explica la ceguera de los animales en cuevas oscuras por experiencias anteriores; y supone que las experiencias actuales tendrán sus efectos en la formación de razas y especies futuras.
Solo aquel que reconoce este desarrollo también en lo espiritual y lo anímico tiene el derecho interno de hablar de desarrollo en el ámbito de la naturaleza exterior. Ahora bien, está claro que este reconocimiento, esta ampliación del conocimiento de la naturaleza más allá de la naturaleza, es más que un mero reconocimiento. Porque transforma el conocimiento en vida; no solo enriquece el saber del ser humano, sino que le da la fuerza para transformar sus caminos vitales. Le muestra de dónde viene y hacia dónde va. Y le mostrará este origen y este destino más allá del nacimiento y la muerte, si sigue con firmeza la dirección que le indica el conocimiento. Sabe que todo lo que hace se integra en una corriente que fluye de eternidad en eternidad. El punto de vista desde el que regula su vida se eleva cada vez más. Antes de llegar a esta actitud, el ser humano está envuelto en una espesa niebla, pues no tiene ni idea de su verdadera naturaleza, ni de su origen ni de sus objetivos. Sigue los impulsos de su naturaleza sin comprenderlos. Debe decirse a sí mismo que tal vez seguiría otros muy diferentes si iluminara sus caminos con la luz del conocimiento. El sentido de la responsabilidad hacia la vida crece cada vez más bajo la influencia de tal actitud. Sin embargo, si el ser humano no desarrolla este sentido de la responsabilidad en sí mismo, reniega, en un sentido superior, de su humanidad. El conocimiento sin el objetivo de ennoblecer al ser humano no es más que la satisfacción de una curiosidad superior. Elevar el conocimiento para comprender lo espiritual, de modo que se convierta en la fuerza de toda la vida, es, en un sentido superior, un deber. Y, por lo tanto, es deber de cada ser humano buscar la comprensión del origen y el destino del alma.
El funcionamiento de estas leyes de la vida espiritual —la reencarnación y el karma— será el tema de un próximo ensayo.
.(1) Es necesario hacer esta afirmación, porque hoy en día los lectores superficiales son numerosos, y siempre están dispuestos a leer toda clase de tonterías en las exposiciones de un pensador, aunque éste se esfuerce mucho por expresarse con precisión. Por esa razón, me gustaría agregar aquí muy especialmente que nunca se me ocurriría luchar contra aquellos que, basándose en premisas científicas, siguen el problema de la "generación espontánea". Pero aunque pueda ser un hecho que de alguna manera meras sustancias "sin vida" se unen para formar albúmina viva, esto no prueba que, entendida correctamente, la concepción de Redi sea incorrecta.
(2) Los fieles seguidores de la escuela de Wundt pueden sentirse terriblemente ofendidos por el hecho de que yo hable de «alma» de una manera tan anticuada, mientras que ellos juran por las palabras de su maestro, quien acaba de proclamar nuevamente que no se debe hablar de «alma», porque de esta sustancia «superreal» , una vez que «la mitologización de los fenómenos se ha evaporado en lo trascendente», no queda más que un «acontecimiento coherente». Bueno, pues la sabiduría de Wundt equivale a afirmar que no se debe hablar de «lirio», porque solo se trata de color, forma, procesos de crecimiento, etc. (Wundt: Naturwissenschaft und Psychologie, Leipzig 1903).
(3) Hoy en día puede que haya muchas personas que deseen aprender rápidamente las enseñanzas de la ciencia espiritual. A estas personas les resultará bastante incómodo que se les presenten de forma complicada los hechos científicos que deben servir de base para una construcción antroposófica. Dicen: queremos oír algo sobre ciencia espiritual y ustedes nos hablan de cosas científicas que cualquier persona culta conoce. Esta es una objeción que muestra claramente cómo nuestros contemporáneos no quieren pensar seriamente. En realidad, los que hablan de la manera indicada no saben nada del alcance de sus conocimientos; el astrónomo nada de las consecuencias de la astronomía, el químico nada de las de la química, etc. Y no hay salvación para ellos, salvo ser modestos y escuchar en silencio cuando se les explica cómo, debido a la fugacidad de su pensamiento, no saben nada de lo que creen haber agotado por completo en su presunción. Y también los antroposofos suelen pensar que es innecesario corroborar las creencias del karma y la reencarnación con los resultados de la ciencia natural. No saben que esa es la tarea de las subrazas a las que pertenecen los habitantes de Europa y América, y que sin esa base los miembros de esas razas no pueden llegar verdaderamente a la comprensión espiritual. Quien solo quiera repetir lo que oye de los grandes maestros de Oriente no puede convertirse en antropósofo dentro de la cultura europea-americana.
(4) Algunos podrían objetar a lo expuesto anteriormente que la ciencia natural contradice la forma actual de la doctrina antroposófica y que, por ejemplo, en La doctrina secreta de H. P. Blavatsky se encuentra una teoría de la evolución diferente a la defendida por Haeckel. Más adelante se analizará cómo es realmente el caso. Aquí no se pretende mostrar cómo se relaciona la «Nueva Fe» con la «Doctrina Secreta», sino simplemente cómo debería relacionarse consigo misma si comprendiera sus propios supuestos.
(5) Al autor de este ensayo no se le puede reprochar que ignore los grandes méritos de nuestros nuevos creyentes, ya que él mismo, en su libro «Welt- und Lebensanschauungen im neunzehnten Jahrhundert» (Cosmovisiones y visiones de la vida en el siglo XIX), ha valorado plenamente estos méritos en el contexto del desarrollo intelectual de su época y los ha presentado reconociendo su valor.
Traducido por J.Luelmo oct,2025
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