GA068d Karlsruhe, 19 de enero de 1909 - El misterio de los temperamentos humanos

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El misterio de los temperamentos ✻↓ humanos

 LA NATURALEZA HUMANA A LA LUZ DE LA CIENCIA ESPIRITUAL

Rudolf Steiner

 Karlsruhe, 19 de enero de 1909


Una y otra vez se ha repetido desde todos los ámbitos de la vida intelectual humana, una y otra vez, que el mayor misterio del ser humano es el propio ser humano. Las investigaciones científicas y de otro tipo han percibido una y otra vez la gravedad de esta afirmación. En relación con la vida, se puede decir que esta afirmación se puede profundizar aún más, en el sentido de que no solo el ser humano en general, lo que denominamos naturaleza humana, nos plantea el gran enigma de la existencia, sino que, en el fondo, cada ser humano con el que nos encontramos, -si tenemos una mirada libre e imparcial-, nos plantea un enigma especial debido a su naturaleza y esencia particulares.

Si echamos un vistazo a la vida humana, tendremos que prestar especial atención precisamente a este enigma individual que es el «ser humano», pues toda nuestra vida social, nuestro comportamiento de persona a persona, debe depender más de que seamos capaces de acercarnos, en cada caso concreto, no solo con la razón, sino con nuestros sentimientos y nuestras sensaciones, al enigma individual que es el «ser humano», al que nos enfrentamos tan a menudo cada día y con el que tratamos tan a menudo. La ciencia secreta, o como se la suele llamar en los tiempos modernos, la teosofía, tendrá una tarea especial precisamente en relación con este enigma individual que es el «ser humano». Ésta no solo debe informarnos sobre lo que es el ser humano en general, sino que debe ser un conocimiento que influya en nuestra vida cotidiana inmediata, en todas nuestras sensaciones y sentimientos. Dado que nuestros sentimientos y sensaciones se desarrollan de la manera más hermosa en nuestro comportamiento hacia nuestros semejantes, el fruto de la ciencia espiritual, el conocimiento científico-espiritual, se manifestará de la manera más hermosa en la visión que, a través de este conocimiento, obtenemos de nuestros semejantes.

Cuando nos encontramos con otras personas en la vida, debemos tener siempre presente, en el sentido de esta ciencia espiritual o teosofía, que lo que podemos percibir externamente de los seres humanos es solo una parte, solo un miembro de la esencia humana. Una visión material externa del ser humano considera, por supuesto, que lo que nos pueden aportar esta percepción externa y el entendimiento vinculado a ella, constituye la totalidad del ser humano. Sin embargo, la ciencia espiritual nos muestra que la esencia del ser humano es algo muy, muy complejo. Y a menudo, cuando nos adentramos más profundamente en esta complejidad de la naturaleza humana, podemos ver al individuo bajo la luz adecuada.

Las ciencias espirituales deben mostrarnos cuál es la esencia más profunda del ser humano, de la cual lo que vemos con los ojos y tocamos con las manos no es más que la expresión exterior, la envoltura exterior. Y podemos esperar que, si somos capaces de comprender la interioridad espiritual, también aprenderemos a comprender lo exterior.

Según la ciencia espiritual, el ser humano se articula en dos corrientes vitales. Una corriente es la que nos lleva desde el individuo hasta sus padres, antepasados y otros ancestros. Aquello que fluye desde los antepasados del ser humano hasta el individuo, se denomina en la vida y en la ciencia «rasgos y características hereditarios». Esa es la línea de la herencia y cuando conocemos, por así decirlo, su linaje ancestral pueden explicar muchas, muchas cosas en el ser humano. Cuán profunda es la verdad de las palabras pronunciadas por Goethe, -profundo conocedor del alma-, en relación con su propia personalidad:

«De mi padre heredé la estatura,
la seriedad en la vida,
de mi madre, el carácter alegre
y la pasión por contar historias».

 Todo lo que encontramos como herencia de los antepasados a los descendientes nos explica, en cierta medida, al ser humano individual, pero solo en cierta medida. Sin embargo, la visión materialista actual quiere buscar todo lo posible en el ser humano en la línea de la herencia, quiere derivar incluso la esencia espiritual del ser humano, (las cualidades espirituales del ser humano), de la herencia y no se cansa de explicar que incluso las cualidades geniales de una persona se pueden explicar si encontramos las huellas, los indicios de tales cualidades en tal o cual antepasado. Se pretende, por así decirlo, calcular la personalidad humana a partir de lo que se encuentra disperso en los antepasados. Sin embargo, quien profundiza más en la naturaleza humana se dará cuenta de que, además de estos rasgos heredados, en cada persona encontramos algo que no podemos describir de otra manera que diciendo: «Es lo más propio del ser humano», y que, tras un examen minucioso, no podemos decir que provenga de tal o cual antepasado. Aquí entra en juego la ciencia espiritual y nos dice lo que tiene que decir al respecto. 

Hoy solo podemos esbozar de forma somera de qué se trata, apenas esbozar los resultados de la ciencia espiritual. La ciencia espiritual nos dice ahora: «Es cierto que el ser humano está inmerso en la corriente que podemos llamar la corriente de la herencia, de los rasgos heredados; pero en el ser humano existe algo más, el núcleo espiritual más íntimo del ser humano. Este no proviene de los antepasados directos del ser humano, los padres, ni tampoco de los antepasados; proviene de ámbitos completamente diferentes. Lo que vemos en el ser humano cuando penetramos en lo más profundo de su alma solo podemos explicarlo si conocemos una gran ley espiritual global, que, sin embargo, no es más que la consecuencia de muchas leyes naturales. Se trata de la ley, hoy en día muy denostada, de la llamada reencarnación, la ley de las vidas terrenales repetidas.

Con esta ley, el mundo se volverá extraño. Le pasará lo mismo que con otra ley. Hasta bien entrado el siglo XVII, tanto los eruditos como los ignorantes no tenían ninguna duda de que a partir de objetos inanimados comunes y corrientes podían desarrollarse no solo animales inferiores, sino incluso lombrices de tierra e incluso peces a partir del lodo común de los ríos. El primero en defender enérgicamente que lo vivo solo puede surgir de lo vivo fue el gran naturalista italiano Redi (1627-1697), que en aquella época escapó por poco del destino de Giordano Bruno. Demostró que lo vivo solo puede provenir de lo vivo. Es una ley que solo es el precursor de otra ley: que lo espiritual y lo anímico provienen de lo espiritual y lo anímico.

Solo debemos considerar el núcleo espiritual y anímico más íntimo del ser humano, como aquello que desciende del mundo espiritual y se une con lo que el padre y la madre pueden proporcionar al ser humano. Por lo tanto, lo que vemos en el ser humano físico en cuanto a forma y apariencia, etc., es decir, las formas externas, debemos atribuirlo a los antepasados, al padre y a la madre; pero quizá muy, muy atrás, más allá de todas las herencias, tengamos que buscar el núcleo espiritual del ser humano, que existía hace milenios y que a lo largo de los milenios ha vuelto a la existencia una y otra vez, ha vivido una y otra vez y ahora, en la existencia actual, se ha unido de nuevo con lo que el padre y la madre pueden proporcionar.

Por lo tanto, si queremos explicar plenamente lo que ahora se nos presenta en él como alma y espíritu, debemos remontarnos al espíritu del ser humano y a sus encarnaciones anteriores. Debemos remontarnos a sus encarnaciones anteriores, a lo que adquirió en aquel entonces. Debemos considerar lo que trajo consigo desde allí, la forma en que vivió en aquel entonces, como las causas de lo que el ser humano posee hoy en la nueva vida como predisposiciones, disposiciones y capacidades para esto o aquello.

Por supuesto, hoy en día esto se considera una lógica insignificante, y siempre se oirá a los materialistas objetar: basta con mirar a los antepasados para descubrir que tal o cual rasgo, tal o cual peculiaridad, se encuentra en tal o cual antepasado, que todos podemos explicar los rasgos y características individuales si nos remontamos a los antepasados. Sí, se afirma abiertamente que la genialidad se encuentra al final de una línea hereditaria, y eso debe ser una prueba de que la genialidad se hereda. Se parte del punto de vista de que una persona tiene una determinada característica, —es un genio—; entonces se busca en el pasado, entre sus antepasados y antepasados lejanos, y se encuentra en algún antepasado indicios de la misma característica, con lo cual se concluye que la genialidad se hereda. Para quien piensa de forma lineal y lógica, esto podría demostrar como mucho lo contrario.  Que encontramos las características del genio en nuestros antepasados, ¿Demuestra esto algo? Esto no prueba más que el hecho de que, cuando una persona cae al agua, sale mojada. Es bastante obvio que lo que se ha transmitido por vía hereditaria, y que finalmente ha sido transmitido por el padre y la madre al ser humano que ha descendido del mundo espiritual, lleva las cualidades de los antepasados.

El ser humano se viste con las ropas que le han proporcionado sus antepasados. Se podría demostrar que se encuentra al principio y no al final de una línea hereditaria, que tiene hijos y nietos a los que se transmiten sus cualidades geniales; pero ese no es el caso. - Es una lógica simplista la que pretende atribuir a la línea ancestral, las cualidades intelectuales del ser humano. Las cualidades intelectuales debemos atribuirlas, a lo que el ser humano ha traído consigo de sus encarnaciones anteriores .

Si observamos ahora la corriente que fluye en la vida humana, aquello que vive en la línea hereditaria, encontramos que el ser humano es absorbido por una corriente de existencia que le confiere ciertas características: vemos al ser humano ante nosotros con las características de su familia, su pueblo, su raza. Los diferentes hijos de una pareja de padres tienen características de este tipo. Cuando pensamos en la verdadera esencia individual del ser humano, debemos decirnos: al nacer en la familia, el pueblo, la raza, se forma el núcleo espiritual y anímico del ser; este se envuelve en lo que le han transmitido sus antepasados, pero también aporta características puramente individuales. Por lo tanto, debemos preguntarnos: ¿cómo se establece la armonía entre el núcleo del ser humano, que tal vez hace siglos adquirió tal o cual característica, y que ahora debe envolverse en una capa exterior que lleva las características de la familia, el pueblo, etc.? ¿Puede existir la armonía? ¿No es algo eminentemente individual lo que se trae consigo y no contradice esto lo heredado?

Entre ambos, entre lo que traemos de nuestra vida anterior y lo que nos marcan la familia, los antepasados y la raza, existe una mediación, algo que al mismo tiempo tiene características más generales, pero que sin embargo es capaz de individualizarse. Lo que se interpone entre la línea hereditaria y la línea vital que representa nuestra individualidad se expresa en la palabra «temperamento».

En lo que nos encontramos en el temperamento del ser humano, tenemos algo que, en cierta medida, se asemeja a una fisonomía de su individualidad más íntima. Así entendemos cómo la individualidad se ve influenciada por las características del temperamento, rasgos que se transmiten de generación en generación. El temperamento se encuentra en medio de eso y de lo que traemos con nosotros individualmente.

Sin embargo, ahora comprendemos en detalle cómo funciona esto, si visualizamos toda la naturaleza humana desde el punto de vista de la ciencia espiritual. Para la ciencia espiritual, lo que los sentidos externos pueden percibir en el ser humano, y que el modo de pensar materialista solo quiere reconocer, no es más que un único miembro de la esencia humana: el cuerpo físico. Las leyes físicas, lo que el ser humano tiene en común con toda la naturaleza exterior que lo rodea, la suma de las leyes químicas y físicas, es lo que en la ciencia espiritual denominamos cuerpo físico. Pero por encima de él reconocemos miembros superiores y suprasensibles de la naturaleza humana, que son tan reales y esenciales como el cuerpo físico exterior.  El siguiente eslabón de la naturaleza humana. En la ciencia espiritual se le denomina «cuerpo etérico» o «cuerpo vital». También podemos llamarlo «cuerpo glandular», ya que no es visible para nuestros ojos externos, al igual que los colores tampoco lo son para los ciegos de nacimiento. Pero está presente, realmente perceptible para lo que Goethe denomina los ojos del espíritu, y es incluso más real que el cuerpo físico externo, ya que es el constructor, el formador del cuerpo físico externo.

Este cuerpo etérico o vital lucha constantemente contra la descomposición del cuerpo físico durante todo el tiempo que transcurre entre el nacimiento y la muerte. Cualquier producto mineral natural, por ejemplo un cristal, está compuesto de tal manera que se mantiene a sí mismo continuamente, gracias a las fuerzas de su propia sustancia. Este no es el caso del cuerpo físico de un ser vivo; las fuerzas físicas actúan de tal manera que destruyen la forma de la vida, como podemos observar después de la muerte, cuando las fuerzas físicas destruyen la forma de la vida. Para que esto no se produzca durante la vida, para que el cuerpo físico no siga las fuerzas y leyes físicas y químicas, el cuerpo etérico lucha constantemente. - Como tercer eslabón de la esencia humana, reconocemos al portador de todo lo que es placer y dolor, alegría y sufrimiento, lo que es impulso, deseo y pasión, e incluso todas las ideas de lo que denominamos ideales morales, etc. A esto lo llamamos cuerpo astral. No se escandalicen por esta expresión. Este cuerpo también podría llamarse cuerpo nervioso. La ciencia espiritual ve en él algo real. Precisamente este cuerpo de impulsos y deseos no es para ella un efecto del cuerpo físico; sabe que este cuerpo espiritual y anímico ha construido el cuerpo físico.

 Así, ya tenemos tres miembros de la entidad humana, y como cuarto miembro reconocemos aquello por lo que el ser humano es la corona de la creación en nuestra Tierra. El ser humano comparte el cuerpo físico con todo el entorno visible, el cuerpo etérico con las plantas y los animales, y el cuerpo astral con los animales. Pero el cuarto miembro es exclusivo del ser humano, por lo que se eleva por encima de las demás criaturas visibles. Denominamos a este cuarto miembro el «portador del yo», es decir, aquello en la naturaleza humana que permite al ser humano decir «yo» y alcanzar la independencia. Hoy solo podemos referirnos brevemente a estos cuatro miembros, ya que no es posible profundizar en ellos ahora.

Lo que solo vemos físicamente y lo que puede reconocer la mente, que está ligada a los sentidos físicos, es solo una expresión de estos cuatro miembros de la esencia humana. Por eso, la expresión del «yo», del verdadero portador del yo, es la sangre en su circulación. Este «líquido tan especial» es la expresión del «yo». La expresión física y sensorial del cuerpo astral es, por ejemplo, entre otras cosas, el sistema nervioso en los seres humanos. La expresión del cuerpo etérico, o parte de ella, es el sistema glandular, y el cuerpo físico se expresa a través de los órganos sensoriales.

Y estos cuatro miembros de la naturaleza humana: el yo, el cuerpo astral, el cuerpo etérico y el cuerpo físico, interactúan entre sí de las formas más diversas. Uno de ellos siempre influye en los demás. Dependiendo de cuál de estos miembros se destaque, el ser humano se nos presenta con uno u otro temperamento. El color peculiar de la naturaleza humana, lo que llamamos el color real del temperamento, depende de si predominan las fuerzas, los diferentes medios de poder de uno u otro, si tienen más peso que los demás.

La esencia eterna del ser humano, aquello que pasa de una encarnación a otra, se manifiesta en cada nueva encarnación de tal manera que provoca una cierta interacción entre los cuatro miembros de la naturaleza humana: «yo, cuerpo etérico, cuerpo astral y cuerpo físico», y de la interacción entre estos cuatro miembros surge el matiz del ser humano que denominamos temperamento. Ustedes saben que se distinguen cuatro temperamentos principales, los cuales se mezclan de las formas más diversas en cada persona, de modo que ahora podemos hablar de que tal o cual temperamento predomina en tales o cuales rasgos de una persona. Se distingue entre el temperamento colérico, el sanguíneo, el flemático y el melancólico. Estos cuatro temperamentos surgen de la interacción de las cuatro partes de la naturaleza humana de las formas más diversas.  Cuando el «yo» es predominante, cuando el «yo» actúa con especial fuerza y domina los demás miembros de la naturaleza humana, surge el temperamento colérico. Cuando las fuerzas del cuerpo astral actúan de manera especialmente predominante, surge el temperamento sanguíneo. Cuando el cuerpo etérico o vital impone su naturaleza al ser humano, surge el temperamento flemático, y cuando el cuerpo físico con sus leyes es especialmente predominante en la naturaleza humana, surge el temperamento melancólico.

Si sabemos que la sangre en su circulación es la expresión del yo real, diremos que el temperamento colérico, debido a que aquí predomina el yo, se expresa a través del efecto predominante de la sangre, que se manifiesta especialmente a través de la sangre ardiente y vehemente. En el temperamento sanguíneo predomina el cuerpo astral; por lo tanto, encontramos aquí que, en consecuencia, la actividad del sistema nervioso, este instrumento para las sensaciones que suben y bajan, tiene un efecto especialmente fuerte y domina los demás sistemas. Sin embargo, esta actividad está limitada en cierto sentido por el sistema sanguíneo.

Entre el sistema nervioso y el sistema sanguíneo actúa el cuerpo astral, de tal manera que se puede palpar con las manos lo estrecha que es esta conexión.

Si el sistema nervioso actuara por sí solo, siendo especialmente predominante como expresión del cuerpo astral, entonces el ser humano tendría unas ideas y una imaginación cambiantes; se entregaría a todo tipo de imágenes e ideas, a todo tipo de sentimientos y sensaciones que fluctúan. -

 La sangre que fluye en el ser humano es, por así decirlo, lo que refrena lo que se expresa en el sistema nervioso, es lo que modera la vida emocional y sensorial, con sus altibajos.

Y aunque uno no se adentre en cuestiones psicológicas más sutiles, puede deducir del simple hecho de que cuando alguien tiene anemia, es decir, falta de glóbulos rojos, es propenso a tener todo tipo de ideas fantasiosas e incluso alucinaciones, puede deducir de este simple hecho que la sangre es la que controla el sistema nervioso.

Entre el yo y el cuerpo astral, o fisiológicamente hablando, entre el sistema sanguíneo y el sistema nervioso, debe existir un equilibrio para que el ser humano no se convierta en esclavo de su sistema nervioso, es decir, de su vida emocional y sensitiva, que fluctúa constantemente. Si ahora predomina el cuerpo astral y sus expresiones del sistema nervioso, si la sangre frena, pero no puede conducir completamente a un equilibrio absoluto, entonces surge esa peculiaridad en la que el ser humano se interesa por un objeto, pero pronto lo abandona y pasa rápidamente a otro. En este rápido entusiasmo y rápido paso a otro objeto se ve la expresión del astral predominante: el temperamento sanguíneo.

Supongamos que el impulsor, el yo, que se expresa a través del sistema sanguíneo, ejerce un dominio especial. Si somos capaces de profundizar en la relación que existe entre el yo y los demás miembros del ser humano, supongamos que ejerzo un poder especial sobre la vida sensorial y representativa, el sistema nervioso, supongamos que todo en un ser humano proviene de su yo, que todo lo que siente lo siente con intensidad porque su yo es fuerte, a eso lo llamamos temperamento colérico. Supongamos que el cuerpo etérico o vital es el que es especialmente fuerte, entonces este predominio se expresa de otra manera. El cuerpo etérico es un cuerpo que lleva una especie de vida interior, mientras que el cuerpo astral se expresa en el interés por el exterior, y el yo es el portador de nuestra acción y se manifiesta completamente en el exterior.  Así pues, cuando el cuerpo etérico, que se manifiesta como cuerpo vital, y las funciones individuales se mantienen en equilibrio, lo que se expresa en un bienestar general, cuando esta vida interior contenida, esta vida que provoca preferentemente el bienestar interior, cuando esto predomina, entonces puede ocurrir que el ser humano viva preferentemente en este bienestar interior, que se sienta tan bien cuando todo está en orden en su organismo y se sienta poco impulsado a dirigir su interior hacia el exterior, que se sienta poco inclinado a desarrollar una fuerte plenitud: ese es el temperamento flemático.

Y cuando el principio físico, el principio del cuerpo físico, se vuelve predominante, se convierte en una especie de obstáculo para el desarrollo del ser humano. El cuerpo físico es el eslabón más denso del ser humano. El ser humano debe ser dueño de su cuerpo físico, al igual que uno debe ser dueño de una máquina si quiere utilizarla.

Si este principio predomina especialmente, si se impone con sus exigencias, entonces puede surgir el temperamento melancólico. El ser humano no es capaz de utilizar plenamente su instrumento, de modo que los otros principios se ven inhibidos, lo que provoca una falta de armonía entre el cuerpo físico y los demás miembros. Cuando esto ocurre, uno se ve fácilmente afectado por la vida de forma dolorosa y sufrida; la pena se impone con mucha facilidad. Así, el temperamento melancólico proviene de un predominio de lo físico.

Así, gracias a la naturaleza humana de cuatro miembros, aprendemos a comprender precisamente este enigma del alma que son los temperamentos. Y, en verdad, desde tiempos antiguos se ha transmitido el conocimiento de los cuatro temperamentos, a partir de un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Si comprendemos así la naturaleza humana y sabemos que lo exterior es solo la expresión de lo espiritual, entonces aprenderemos a comprender al ser humano en su contexto, más allá de las apariencias, a comprenderlo en su totalidad, y aprenderemos a reconocer lo que debemos hacer con respecto a nosotros mismos y a los niños en relación con el temperamento. Tanto para la sabiduría de la vida como para la pedagogía, es indispensable un conocimiento verdaderamente vivo de la naturaleza de los temperamentos, y ambos ganarían infinitamente con ello.

Veamos ahora cómo se expresa el temperamento en el aspecto exterior del ser humano. Observen al sanguíneo. Observen la mirada tan peculiar que ya se aprecia en el niño sanguíneo, que se aferra rápidamente a algo, pero que también se aleja con la misma rapidez; es una mirada alegre; una alegría y felicidad internas brillan en la mirada, en la que se expresa lo que proviene de lo más profundo de la naturaleza humana, del cuerpo astral móvil. Sí, podríamos reconocer toda la fisonomía exterior, la forma permanente, así como la gestualidad, como la expresión del cuerpo astral móvil, fugaz y fluido. El cuerpo astral tiene la tendencia a formar, a moldear. Lo interior se manifiesta en el exterior; por eso, el ser sanguíneo es esbelto y ágil. En el paso saltarín y danzante del niño sanguíneo se ve la expresión del cuerpo astral móvil. Excepto por el color de los ojos, podríamos determinar la expresión del ser humano sanguíneo; tiene unos ojos azules vivos. Estos ojos azules están íntimamente relacionados con la luz interior del ser humano, que es una luz invisible, con la luz del cuerpo astral.

En el temperamento colérico, en el aspecto físico, en todo lo que nos encontramos exteriormente, se puede reconocer de forma aún más tangible la expresión de lo que actúa interiormente, la verdadera naturaleza profunda e interior del ser humano, el «yo» cerrado. Johan Gottlieb Fichte, por ejemplo, era un colérico declarado. Fichte era como si estuviera reprimido en su crecimiento; esto es especialmente característico de los coléricos. No predomina el cuerpo astral con su capacidad de formación, sino el yo, el que frena, el que limita, el que domina las fuerzas formativas; el crecimiento se frena y se retiene. Por eso, por regla general, vemos cómo el yo, en estos seres humanos fuertes y eminentes, frena la libre fuerza formativa del astral: una figura nada robusta. Así vemos también en otro tipo de colérico, Napoleón, el «pequeño general», el crecimiento retenido, el «yo» que frena. Y por regla general vemos también en el colérico cómo esta luz interior fuertemente encendida, que vuelve hacia dentro todo lo luminoso, se expresa a veces en ojos negros como el carbón. Y también en el paso vemos la expresión de la gran fuerza del yo:  ya en el niño colérico vemos el paso firme, cómo no solo pone el pie cuando pisa el suelo, sino que pisa con tanta firmeza como si quisiera dar un paso más, atravesando el suelo.

Y, a su vez, vemos cómo el temperamento flemático también se expresa en la forma exterior. En este caso predomina la actividad del cuerpo etérico o vital, que se expresa en el sistema glandular y, en el plano anímico, en la comodidad, en el equilibrio interior. Cuando en el interior de una persona así no solo todo está en orden, sino que, más allá de lo normal, estas fuerzas internas de la comodidad están especialmente activas, entonces sus productos se integran en el cuerpo humano; la persona se vuelve corpulenta, se ensancha. Tenemos ante nosotros la expresión física del predominio de las fuerzas imaginativas internas del cuerpo etérico o vital. ¿Y quién no reconocería también en esta falta de interacción entre el interior y el exterior la causa del paso a menudo vacilante y arrastrado del flemático, cuyos pasos a menudo no parecen encajar con el suelo? Hasta en la peculiar mirada apagada (sin color), mientras que la mirada del colérico es ardiente y brillante, se reconoce la expresión de la comodidad del cuerpo etérico dirigida solo hacia el interior: el flemático. El melancólico es aquel que no puede dominar completamente el instrumento físico; al que el instrumento físico le ofrece resistencia; que no sabe manejar este instrumento. Lo vemos en su peculiar forma de andar: es mesurada, pero en cierto modo lenta. En el melancólico, la cabeza inclinada hacia delante nos muestra que las fuerzas internas que levantan la cabeza no pueden desarrollarse libremente. También lo vemos en su peculiar mirada, en cómo le cuesta trabajo el instrumento físico.

 Ahora que sabemos todo esto, aprendemos también a manejarlo. En concreto, debe resultar interesante para las personas saber cómo pueden manejar los temperamentos ya en la pedagogía infantil. El niño sanguíneo es aquel que aprende rápido, pero también olvida rápido, al que le cuesta mantener su interés en algo, que pierde rápidamente el interés por un objeto y pasa a otro. Ante un niño así, quien piense de forma materialista vendrá enseguida con una receta y dirá: si tienes que criar a un niño sanguíneo, debes ponerlo en interacción con otros niños. Pero una persona que piensa de manera realista en el sentido correcto dirá: si intentáis influir en el niño sanguíneo en aquellas facultades que no posee, no lograréis nada con él. Por mucho que os esforcéis en desarrollar los otros miembros de la naturaleza humana, estos no son predominantes en él. Por lo tanto, no nos basamos en lo que el niño no tiene, sino en lo que tiene. Nos basamos precisamente en esa naturaleza sanguínea, en la movilidad del cuerpo astral, y no intentamos inculcarle lo que pertenece a otro miembro de la naturaleza humana.

En primer lugar, el profesional experimentado se da cuenta de que existe un interés real por todo niño sanguíneo. Por lo general, es fácil despertar su interés por tal o cual objeto, pero lo perderá rápidamente. Sin embargo, hay un interés que puede ser duradero para el niño sanguíneo; solo hay que encontrarlo. Así lo demuestra la práctica. Por lo general, no mostrará más que un interés pasajero y variable por las cosas, los objetos y los acontecimientos, pero, como demostrará la experiencia, sentirá un interés duradero y constante por una personalidad que le resulte especialmente adecuada. Solo hay que buscarlo de la manera adecuada. Por lo tanto, en la educación de este niño es importante prestar especial atención a que pueda desarrollar y cultivar el apego por alguna personalidad. Toda la educación del niño sanguíneo debe pasar por el desvío del apego a una personalidad. Por lo tanto, los padres y educadores deben tener en cuenta que no se puede inculcar al niño sanguíneo un interés duradero por las cosas, etc., sino que deben velar por que este interés se gane por el desvío del apego a una personalidad. Se puede basar la educación en la naturaleza sanguínea del niño. La naturaleza sanguínea se manifiesta en que no puede encontrar ningún interés duradero, por lo que hay que ocupar al niño sanguíneo con objetos que, en determinados momentos, le susciten un interés pasajero, en los que se le permita ser sanguíneo, por así decirlo, y que no merecen que se mantenga el interés. Por lo tanto, es importante seleccionar para un niño sanguíneo aquellas actividades en las que se le permita ser sanguíneo.

Si se apela a lo que existe y no a lo que no existe, se verá, —la práctica lo demostrará—, que, de hecho, cuando la fuerza sanguínea se vuelve unilateral, se consolida en los objetos importantes. Esto se logra como por un camino indirecto. Es bueno que el temperamento se desarrolle de manera adecuada en el niño, pero a menudo el adulto también tiene que tomar las riendas de su propia educación más adelante en la vida. Mientras los temperamentos se mantengan dentro de los límites normales, representan lo que hace que la vida sea bella, variada y grandiosa; qué aburrida sería la vida si todas las personas fueran iguales en cuanto a temperamento. Pero para compensar la parcialidad del temperamento, el ser humano a menudo debe tomar las riendas de su propia educación incluso en edades avanzadas. No hay que inculcarse un interés permanente por cualquier cosa, sino que hay que decirse a uno mismo: Soy sanguíneo; ahora busco objetos en la vida que pueda dejar atrás rápidamente con mi interés, donde sea correcto que no me aferre a ellos, y me ocupo precisamente de aquello en lo que puedo perder el interés con toda razón al momento siguiente.

Cuando se educa a un niño colérico, hay que procurar que, ante todo, desarrolle y conserve sus grandes fuerzas interiores. Es necesario que el niño se familiarice con lo que puede suponerle dificultades en la vida exterior. No se debe castigar al niño por su temperamento colérico, es decir, educarlo para que lo pierda, sino que hay que presentarle precisamente aquellas cosas en las que debe emplear su fuerza, en las que está justificado que dé rienda suelta a su temperamento colérico. El niño colérico debe aprender a luchar con el mundo objetivo por una necesidad interior. Por lo tanto, se intentará organizar el entorno de tal manera que este temperamento colérico pueda expresarse al tener que superar obstáculos, y será especialmente bueno si puede superar estos obstáculos en pequeñas cosas, en trivialidades, si se deja que el niño haga algo en lo que tenga que emplear una gran fuerza, en lo que el temperamento colérico se exprese especialmente, pero en realidad triunfen los hechos y la fuerza empleada se disperse en nada. De este modo, aprende a respetar la fuerza de los hechos que se oponen a lo que se manifiesta en el temperamento colérico.

Una vez más, también aquí hay un camino alternativo para educar el temperamento colérico. Para ello es necesario, sobre todo, despertar el respeto, el sentimiento de admiración, enfrentándonos al niño de tal manera que realmente le infundamos ese respeto, mostrándole que podemos superar las dificultades que él aún no es capaz de superar. El respeto, la admiración, especialmente por lo que el educador es capaz de lograr, por lo que es capaz de superar frente a las dificultades de los objetos, ese es el medio adecuado; el respeto por lo que el educador es capaz de hacer, ese es el camino por el que se puede llegar especialmente al niño colérico en la educación.

¿Cómo debemos educar a un niño melancólico? En este caso es muy importante no pensar que se le puede convencer de que deje de lado su tristeza y su dolor, o que se le puede deseducar, porque tiene una predisposición a estar encerrado en sí mismo, ya que su instrumento físico le ofrece obstáculos. Debemos basarnos especialmente en lo que hay; debemos cuidar lo que hay. Si queremos enfrentarnos a este niño como educadores, también aquí debemos encontrar el punto en el que debemos partir. Aquí también hay algo importante: debemos mostrar al niño melancólico, ante todo, cómo puede sufrir el ser humano en general. No hay que pensar que hay que entretener al niño, que hay que intentar animarlo. Si lo llevan a un lugar donde puede encontrar placer, se encerrará cada vez más en sí mismo. Por el contrario, si al lado del niño melancólico hay una persona que, en contraposición a las inclinaciones melancólicas del niño, basadas únicamente en su interior, sabe hablar de manera justificada sobre el dolor y el sufrimiento que le ha causado el mundo exterior, entonces el niño melancólico se recupera gracias a esta experiencia compartida, a esta empatía por el dolor justificado.  Una persona que, al narrar una historia, es capaz de transmitir en sus sentimientos y emociones que ha sido puesta a prueba por el destino, es un bálsamo para un niño melancólico. Tampoco debemos descuidar sus aptitudes en lo que preparamos, por así decirlo, en torno al niño. Por eso, por extraño que pueda parecer, también es útil que le pongamos obstáculos e impedimentos reales, para que pueda experimentar un dolor y un sufrimiento justificados por determinadas cosas. La mejor educación para un niño así es desviar su atención del sentimiento interno de dolor y pena hacia lo que ya está presente como aptitud y puede despertarse en el exterior. El niño debe aprender a levantarse, a sufrir por los obstáculos y barreras externos; entonces, el niño, el alma del niño, poco a poco tomará otros caminos.

Esto también nos puede servir para la autoeducación. Siempre debemos dejar que las aptitudes y fuerzas que hay en nosotros se expresen libremente, sin reprimirlas artificialmente. Si, por ejemplo, el temperamento colérico se manifiesta en nosotros con tanta fuerza que se convierte en un obstáculo, debemos dejar que esta fuerza que hay en nosotros se exprese buscando en la vida aquellas cosas en las que, en cierta medida, podamos romper nuestra fuerza, que la reduzcan a la nada, es decir, aquellas cosas que son insignificantes, que no tienen importancia. Si, por el contrario, somos melancólicos, hacemos bien en buscar los dolores y sufrimientos externos justificados de la vida, para tener la oportunidad de dar rienda suelta a nuestra melancolía en el mundo exterior, y así sentirnos mejor.

Pasemos ahora al temperamento flemático; aquí también sería totalmente erróneo, sería un gran error, querer sacudir a una persona que se siente cómoda consigo misma, si creemos que podemos inculcarle directamente algún tipo de interés, educarla. Debemos tener en cuenta lo que tiene. Hay algo a lo que el flemático se aferrará en todo momento, a saber, el niño; si solo mediante una educación sensata creamos a su alrededor lo que necesita, podremos lograr mucho. Para el flemático es necesario que tenga mucho contacto con otros niños. No se interesará fácilmente por objetos o acontecimientos. Solo es posible despertar su interés a través de ese peculiar efecto sugestivo, a través de los intereses de los demás. Despertar su propio interés a través de la experiencia indirecta del interés de los demás es válido para la educación del flemático, al igual que la empatía y la experiencia compartida del destino humano en los demás es válida para el melancólico. Una vez más: despertar su interés a través del interés de los demás es el método educativo adecuado para el flemático. De este modo, se pueden lograr cosas maravillosas con los niños pequeños, pero también se puede abordar su autoeducación en edades más avanzadas cuando se observa que la flema tiende a manifestarse de forma unilateral. Intentando observar a las personas y sus intereses. Pero hay algo más que se puede hacer, siempre y cuando se sea capaz de aplicar el entendimiento y la razón: buscar objetos y acontecimientos que sean sumamente indiferentes, ante los que esté justificado ser flemático. Una vez más, hemos visto cómo, en el método educativo basado en las ciencias espirituales, nos basamos en lo que se tiene y no en lo que no se tiene.

Así vemos que, precisamente cuando hablamos de los aspectos íntimos de la vida, es en estos aspectos íntimos de la vida donde la ciencia espiritual muestra su lado práctico, su lado eminentemente práctico. Se podría alcanzar un arte de vivir infinito mediante la adquisición de estos conocimientos realistas de la ciencia espiritual.

Cuando se trata de afrontar la vida, debemos escuchar sus secretos, y estos se encuentran más allá de lo sensual. Solo la verdadera ciencia espiritual es capaz de explicar algo como los secretos de los temperamentos humanos y de profundizar en ellos de tal manera que podamos manejar esta ciencia espiritual para que sirva al bien y a la verdadera bendición de la vida, tanto de la vida joven como de la vida más avanzada.

Si el ser humano es el mayor misterio de la vida y esperamos que este misterio se nos revele, debemos recurrir a la ciencia espiritual, la única que puede resolverlo. No solo el ser humano en general es un misterio para nosotros, sino cada persona con la que nos encontramos en la vida, cada nueva individualidad nos plantea un nuevo misterio que, sin embargo, no podemos desentrañar reflexionando sobre él con razonamientos intelectuales.

 ¿Cómo resolvemos el enigma que nos plantea cada persona? Lo resolvemos cuando nos enfrentamos a ella de tal manera que se crea armonía entre nosotros y ella. En nuestra empatía, en nuestro amor, en la forma en que nos relacionamos con cada persona, en nuestro comportamiento, debemos aprender el arte de vivir a través de la ciencia espiritual. Si dejáramos fluir los sentimientos y las sensaciones, la vida y el amor, la vida humana sería una hermosa expresión de los frutos de esta ciencia espiritual. En cada relación, conocemos al ser humano individual cuando lo reconocemos desde el punto de vista espiritual. Así, aprendemos a reconocer al niño, aprendemos a respetar y apreciar poco a poco lo peculiar, lo misterioso de la individualidad en el niño, y también aprendemos cómo debemos tratar a este individuo, y además aprendemos cómo debemos enfrentarnos al ser humano en la vida. Por eso, la ciencia espiritual resulta tan provechosa en la vida, porque no solo nos da instrucciones generales y teóricas, sino que nos guía en nuestro comportamiento hacia los demás para resolver los enigmas que hay que resolver: amar al ser humano como debemos amarlo, cuando no solo lo comprendemos racionalmente, sino que dejamos que actúe sobre nosotros, que nuestros sentimientos y nuestro amor se vean inspirados por nuestros conocimientos espirituales.

Son conocimientos que pueden influir en todas las fibras del ser humano, que pueden dominar cada una de las acciones de la vida. Así, como se ha podido observar especialmente en esta reflexión sobre las peculiaridades íntimas del ser humano, los temperamentos, la ciencia espiritual se convierte en un verdadero arte de vivir. Así se despierta lo más bello entre los seres humanos cuando miramos al rostro del otro y no solo tratamos de descifrar el enigma, sino que sabemos amar: dejar que el amor fluya de una individualidad a otra. La ciencia espiritual no necesita pruebas teóricas; sus pruebas las aporta la vida. La ciencia espiritual sabe que se puede argumentar «a favor» y «en contra» de todo. Las verdaderas pruebas son las que aporta la vida, y la vida solo puede mostrar a cada paso la verdad de lo que pensamos, (cuando contemplamos a los seres humanos desde el conocimiento de la ciencia espiritual), porque este consiste en un conocimiento armónico, impregnado de vida, que penetra hasta los secretos más profundos de la vida.

Traducido por J.Luelmo oct, 2025

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