GA114 Basilea 18 de sept. de 1909 lugares guía de la antigua Atlántida. El Nirmanakaya del Buda y el niño Jesús Nathanico. El alma de Adán antes de la Caída. La reencarnación de Zaratustra en el Niño Jesús salomónico. -evangelio de S. Lucas

RUDOLF STEINER
EL NUEVO ADAN
Y LA INDIVIDUALIDAD DE ZARATUSTRA


Basilea 18 de sept. de 1909

cuarta conferencia

En esta y las próximas conferencias hablaremos de hechos cada vez más sutiles en cuanto al contenido de los Evangelios, principalmente del Evangelio de Lucas. Por esta razón, habrá que tomar en cuenta la relación de una conferencia con otra, porque no es posible comprenderlas separadamente, y habrá que tenerlo presente sobre todo con respecto a esta y la próxima conferencia, como asimismo con relación a otros ciclos de conferencias sobre el particular.
Al finalizar la conferencia anterior, hemos dicho que nuestro mundo ha visto el Nirmanakaya del Buda en el momento al que el Evangelio de Lucas describe como la anunciación a los pastores. Hemos dicho que el rejuvenecimiento del budismo y su confluencia con el cristianismo, se debe a que, a los doce años de la vida del niño Jesús, el cuerpo astral materno que con la pubertad se separa del organismo humano, ha sido acogido por el Nirmanakaya del Buda, unificándose con él. Por lo tanto, desde aquel momento, se nos presenta una entidad constituida por el Nirmanakaya o cuerpo espiritual del Buda y el cuerpo astral que, como envoltura astral materna, se separó del niño Jesús, cuando había llegado a los doce años de edad.
Ahora hemos de considerar lo siguiente. Por lo común, cuando, en la evolución del ser humano, el cuerpo astral materno se desprende, y nace el propio cuerpo astral del hombre, la envoltura astral materna se disuelve en el mundo astral universal. La envoltura astral materna del hombre normal de nuestra era, no sería apropiada para incorporarse a una entidad tan sublime como lo fue el Buda en su Nirmanakaya. Por consiguiente, esta envoltura astral materna del niño Jesús que, por su unión con el Nirmanakaya del Buda, rejuveneció a todo el budismo, debía tener una particularidad especial; dicho en otras palabras, en el niño Jesús debía haber una entidad de singulares características, para que de ella, en los primeros doce años de su vida, pudieran irradiar las fuerzas que dotaron su envoltura astral materna de las fuerzas rejuvenecedoras a que nos hemos referido. Debía de tratarse, pues, no de una naturaleza humana común, sino de una entidad de propiedades particulares la que vivió en el niño Jesús hasta los doce años, y que luego fue capaz de irradiar en la envoltura astral materna todas las fuerzas que provocaron aquel rejuvenecimiento.
Para formarnos una idea de cómo es posible que un niño pueda ejercer sobre sus envolturas una influencia totalmente distinta a lo que sucede en condiciones normales, hemos de servirnos de una comparación a fin de hacer comprensible lo que realmente tuvo lugar en aquel tiempo.
Si observamos el desarrollo normal de una vida humana desde el nacimiento hasta los veinte, treinta o cuarenta años de edad, podemos contemplar cómo van manifestándose las distintas fuerzas latentes del germen y las que el hombre trae consigo al nacer. El niño se desarrolla físicamente, pero también espiritualmente; las fuerzas del alma se desenvuelven paso a paso (véase mi libro “La educación del niño a la luz de la Antroposofía”). Trátese de tener presente cómo en el niño se desarrollan gradualmente las fuerzas del ánimo y del intelecto, y que a los siete, catorce o veintiún años de edad se manifiestan estas o aquellas fuerzas que antes no existían, o que otras fuerzas se han desarrollado en mayor medida, etc. Esto es así en condiciones normales de la vida; pero hagamos ahora un experimento con otra característica de vida: Supongamos que a un hombre recién nacido le diéramos la posibilidad de desarrollarse, no tan normal y medianamente como es el caso en nuestro ciclo evolutivo, sino que artificialmente le diéramos la oportunidad de apropiarse, con cierta agilidad, lo que normalmente se aprende desde los doce a los dieciocho años de edad, de apropiárselo, no de la manera corriente, sino de aprehenderlo en el alma con una agilidad especial; es decir, que el alma lo haga suyo, no como lo hacen los demás, sino de manera que active su desarrollo con cierto poder “inventivo”. Si artificialmente quisiéramos hacer de él un hombre de singular productividad, no deberíamos dejarle desarrollarse tal como otros niños comúnmente se desarrollan.
Se trata, pues, de una especie de hipotético experimento de vida; pero hago notar, expresamente, que lo doy como un ejemplo hipotético y no en sentido de llevarlo a la práctica; lo empleo en forma de una comparación y no para recomendarlo como un ideal pedagógico.
Supongamos que de un hombre quisiéramos hacer un genio particularmente inventivo, que no sólo sea capaz de vivificar la facultad intelectual, sino de continuar su desarrollo creativo para convertir estas facultades en mayor productividad, cuando llegue a la edad madura. Para este fin, ante todo tendríamos que impedir que este niño, a los seis o siete años de edad, empezara a aprender las mismas materias que otros niños aprenden, sino que, desde la referida edad, se le enseñaría lo menos posible de lo que a los demás se les enseña. Hasta los diez u once años, tendríamos que permitirle quedarse con sus juegos infantiles, dándole lo menos posible de educación escolar; de modo que, quizás, a los nueve años aún no supiera sumar, y que a los ocho todavía tuviera dificultad de leer. Sólo a los ocho o nueve años tendríamos que empezar con lo que comúnmente se enseña a partir de los seis o siete años. Porque a esa edad las fuerzas del ser humano llegan a desarrollarse de manera que el alma asimila, de un modo distinto, lo que se le enseña. Semejante niño conservaría hasta los diez u once años las fuerzas de la niñez que, de otro modo, son sofocadas por la instrucción normal, y así se dedicaría a todo lo que se le enseña con una fuerza anímica mucho más fervorosa, captándolo de una manera muy distinta. Sus facultades se transformarían y llegarían a ser particularmente productivas. En otras palabras, habría que conservar en lo posible las cualidades de la niñez; entonces, el clarividente notaría que la envoltura astral que se separa con la pubertad, tendría en realidad fuerzas muy distintas de las que se obtienen comúnmente; tendría, en efecto, fuerzas frescas y juveniles. Semejante envoltura astral sería entonces apropiada para una entidad como lo fue, en nuestro caso, el Nirmanakaya del Buda. Por medio de semejante experimento se obtendría, no solamente la extensión del período de la juventud, sino también el efecto de que ciertas fuerzas juveniles penetrarían en la envoltura astral materna, fuerzas que después podrían emplearse en el mundo, de manera que un ser que descendiera de las alturas espirituales, podría de ellas nutrirse y rejuvenecerse.
Empero, este experimento no debería hacerse; pues no es un ideal de educación. En nuestros tiempos, el hombre debe aún dejar ciertas cosas al criterio de los dioses. Los dioses saben hacerlo, los hombres aún no pueden realizarlo adecuadamente. Si hubiera, por ejemplo, una personalidad que en un determinado campo actuara en forma fecunda y, si de ella se dijera que durante mucho tiempo parecía ingenua y de poco talento, y que sólo más tarde se ha “despabilado”, se podría decir que los dioses, hicieron el experimento, ellos han conservado la candidez de tal hombre durante aquellos años, capacitándole así para aprender sólo más tarde lo que normalmente se aprende mucho antes. Esto se evidenciará principalmente en niños con facilidad de captar lo que se les cuenta, pero que, cuando van a la escuela, en realidad no tienen voluntad de aprender nada. En estos casos, son los dioses quienes hacen el referido experimento de vida.
Algo similar, pero en medida infinitamente mayor, debe de haber tenido lugar en el niño que vivió como Jesús y que a su debido tiempo debió dar al Nirmanakaya del Buda la inmensamente fecunda envoltura astral materna, y realmente fue así. Estamos tocando un hecho misterioso, frente al cual cada uno es libre de creer o no, pero que hoy puede exponerse ante un auditorio de cierta preparación antroposófica, y que incluso puede verificarse. Examinándolo a la luz de todos los hechos, según los textos del Evangelio o de cuanto dice la historia exterior, se confirmará todo a través de los hechos del plano físico, siempre que se los consulte en forma adecuada, sin juzgar precipitadamente. Lo que dice el ocultista, como mensaje recibido desde los mundos superiores, lo transmite a la humanidad como constancia y, si lo ha recibido de las fuentes verdaderas, dirá: “Podéis examinarlo con toda severidad; si lo examináis de la debida manera, lo veréis confirmado por los documentos escritos o por los resultados de la ciencia natural”. A los padres de que habla el Evangelio de Lucas, nació, pues, un niño de singulares cualidades, un niño dotado de fuerza juvenil, fuerzas de la niñez de características particulares, que luego se conservaron robustas y sanas en todo sentido y con todo su vigor.
Bajo las condiciones corrientes de aquel tiempo no hubiera sido posible encontrar un niño, ni tampoco padres, con las requeridas fuerzas de niñez y de infancia. En toda la humanidad y, considerando solamente las condiciones normales de aquel tiempo, no se hubiera encontrado en parte alguna la individualidad y los padres necesarios para semejante encarnación, si no se hubieran dado otras posibilidades de singulares características; sólo lo podemos comprender si recordamos ciertos hechos de la ciencia espiritual antroposófica.
Sabemos que el origen de la actual humanidad se remonta, a través de diversas épocas, a una humanidad primitiva de la antigua Atlántida, y ésta, a su vez, se remonta a la humanidad de la antigua Lemuria. La ciencia espiritual nos revela, sobre el curso de la evolución de la humanidad, hechos bien distintos de lo que nos dice la ciencia natural exterior, la que sólo puede basarse en los hechos del mundo físico. La ciencia espiritual nos enseña que la humanidad ha pasado por el periodo evolutivo de la cultura grecoromana, precedida por las culturas egipcio-caldea, la antigua persa y la antigua india, respectivamente. Así nos remontamos a ese gran cataclismo que se produjo entonces, y que cambió enteramente la faz de nuestra Tierra. Anteriormente, hubo un vasto continente en las regiones en que hoy se extiende el Océano Atlántico; ese continente era la antigua “Atlántida”, mientras gran parte de las regiones ahora habitadas por la humanidad europea, asiática y africana, estaba cubierta por el mar. Con el gran cataclismo atlante que se desarrolló en el elemento agua de nuestra Tierra, la faz de ésta cambió por completo. Antes, la parte principal de la humanidad vivía en la Atlántida, donde transcurrió su evolución. Eran seres humanos de una organización distinta a la del hombre actual. Los grandes conductores y sacerdotes de aquella humanidad vieron acercarse la catástrofe atlante y, debido a ello, condujeron a las poblaciones hacia el Este y, en parte, hacia el Oeste. Estos últimos hombres fueron los predecesores de la posterior población americana. Debemos, pues, buscar entre los antiguos atlantes los predecesores de la actual humanidad. Los pueblos atlantes eran, a su vez, descendientes de otros pueblos más antiguos aún, muy distintos de aquellos y que habitaban un continente situado entre los actuales territorios de Asia, África y Australia, llamado la antigua “Lemuria” (véase mi libro “Ciencia Oculta”).
Si, por medio de la Crónica del Akasha, dirigimos la mirada retrospectiva a los tiempos más antiguos, nos sorprende encontrar en ella pruebas maravillosas de todo el contenido de los documentos bíblicos, y sólo así llegamos a comprenderlos de la justa manera. Por ejemplo, ¡qué problema más difícil ha sido para la ciencia exterior, el de saber si es verdad lo que se lee en la Biblia acerca de nuestros “únicos primeros padres”, Adán y Eva, de los que toda la humanidad trajese su origen! Es un problema que desde el punto de vista de la ciencia natural ha sido muy discutido, principalmente alrededor de la mitad del siglo XIX. Resumiendo lo que nos dice la Crónica del Akasha, sabemos que la evolución de la Tierra ha tenido largos períodos prehistóricos, y que también la época de Lemuria ha sido precedida de otra anterior. Además, sabemos que la “Tierra” es la reincorporación de anteriores estados planetarios, a saber: la antigua Luna, el antiguo Sol y el antiguo Saturno. La Tierra misma, tal como ha progresado en su evolución, ha tenido la misión de agregar, a los tres cuerpos desarrollados durante sus estados planetarios anteriores - el cuerpo físico, sobre Saturno, el cuerpo etéreo, sobre el Sol y el cuerpo astral, sobre la Luna - el Yo, como cuarto vehículo del ser humano. Todo lo que ha precedido a la época de Lemuria, sólo ha sido la preparación de esa misión de la Tierra. Durante la época de Lemuria, el hombre se desarrolló de tal manera que llegó a ser capaz de forjar el cuarto vehículo, su Yo. En esa época empezó a formarse el germen para engendrar el Yo dentro de los tres vehículos que el hombre había adquirido en el pasado. Así que podemos decir: Gracias a las transformaciones que han tenido lugar sobre la Tierra, se han ejercido sobre el hombre tales efectos que llegó a ser capaz de convertirse en portador de un Yo. Antes del período de Lemuria, la Tierra estaba también poblada, pero por hombres de una forma totalmente distinta, que aún no eran “portadores de un Yo”, sino que sólo habían desarrollado lo que ellos, como cuerpo físico, cuerpo etéreo y cuerpo astral, habían traído consigo de los estados planetarios anteriores: Saturno, Sol y Luna. Sabemos cuáles fueron los procesos, en todo el universo, que condujeron al hombre a este grado de su madurez evolutiva; sabemos que, al principio de nuestra actual evolución, la Tierra estaba unida con el Sol y la Luna, y que después, en primer término, el Sol se separó, dejando un cuerpo planetario compuesto de nuestra Tierra y nuestra Luna. Pero también sabemos que, si la Tierra hubiera quedado unida con la Luna, todo ser humano que entonces existió como tal, se habría endurecido, momificado; se habría tornado leñoso. Para evitarlo, hubo que arrojar de la Tierra, todo lo que en la Luna había de substancias y entidades. En consecuencia, el cuerpo humano se salvó del endurecimiento; el hombre pudo darse su forma actual; mas sólo después de haberse separado la Luna, le fue dada la posibilidad de ser “portador de un Yo”. Pero lo descrito no se realizó todo a la vez. Primero, el Sol se separó lentamente de la Tierra, y mientras la Luna estaba aún dentro de la Tierra, hubo un periodo de condiciones que no permitían proseguir la evolución de la humanidad; la materia física se densificó cada vez más, de modo que el cuerpo humano realmente empezó a endurecerse. Las que entonces fueron almas humanas, pero de un grado evolutivo inferior, ya pasaban, igual que las almas humanas lo hacen ahora, por encarnaciones sucesivas; lo que equivale a decir que el ser interior del hombre abandona el cuerpo, pasa por el mundo espiritual, para reaparecer en una nueva encarnación. Antes que la Luna se separara de la Tierra, se produjeron condiciones de singular característica: hubo un estado difícil para proseguir la evolución. Ciertas almas humanas que habían dejado su cuerpo y que habían entrado en el mundo espiritual, encontraron en la Tierra, al querer reencarnarse, la sustancia humana tan dura y leñosa que no pudieron volver a encarnarse. Fue un período en que las almas que querían volver a la Tierra, no encontraron ninguna posibilidad de reencarnarse, porque los cuerpos sobre la Tierra no eran apropiados para ellas. Únicamente las almas más fuertes pudieron dominar la materia y la sustancia que en el ínterin se habían endurecido, y así encarnarse. Las demás debieron retornar al mundo espiritual, sin poder descender. Hubo cada vez menos almas fuertes capaces de dominar la materia y de poblar la Tierra. Antes de la época de Lemuria hubo pues un período en que gran parte del planeta quedó despoblada, porque las almas, al querer descender, no encontraron cuerpos apropiados. ¿Qué sucedió entonces con estas almas?.
Fueron dirigidas hacia los demás planetas que mientras tanto se habían formado del conjunto de la sustancia. Ciertas almas fueron dirigidas hacia Saturno, otras hacia Júpiter, Marte, Venus o Mercurio, en tanto que, durante el largo “invierno terrestre”, únicamente las almas más fuertes pudieron descender a la Tierra. Las almas más débiles debieron quedar al amparo de los demás planetas de nuestro sistema solar.
Durante la época de Lemuria hubo, efectivamente, un período del que se puede afirmar - siquiera aproximadamente - que existió, como nuestros primeros padres, una pareja principal que había conservado la fuerza para vencer a aquella resistente sustancia humana, incorporarse sobre la Tierra, y así “subsistir”, en cierto modo, durante todo aquel período terrestre. Ese fue, a la vez, el tiempo en que la Luna se separó de la Tierra. Gracias a la separación de la Luna, fue nuevamente posible que la sustancia humana se sutilizase y se volviese apropiada para recibir las almas débiles; de manera que los descendientes de la única “pareja principal” pudiesen existir en una sustancia más blanda que la de los hombres que habían vivido antes de la separación de la Luna. A partir de ese momento, todas las almas que habían sido enviadas a Marte, Júpiter, Venus, etc., paulatinamente volvieron a la Tierra y, con el aumento de la población, por descendencia de la “pareja principal”, resultó que las almas que desde el universo retornaran a la Tierra, se convirtieran en descendientes de aquella pareja. De tal suerte, nuestro planeta volvió a poblarse. Durante la última parte de la Lemuria, hasta muy avanzada la época atlante, continuaron descendiendo las almas que en los demás planetas habían aguardado el momento propicio para volver a encarnarse sobre la Tierra. De esta manera, se formó la población atlante, cuyos conductores fueron los iniciados de los “Oráculos”. Estos últimos los he caracterizado de la siguiente manera.
En la antigua Atlántida hubo grandes centros de conducción de la humanidad. Según su orientación, y en virtud de la diversidad de los hombres de aquel tiempo, esos centros se llamaron los “Oráculos de Marte”, “Oráculos de Júpiter”, “Oráculos de Saturno”, etc. Para las almas humanas que en Marte habían aguardado su tiempo, hubo que crear enseñanza y conducción en los oráculos de “Marte”; para las almas que habían vivido en Júpiter, en los oráculos de “Júpiter”, etc. Sólo pocos hombres selectos pudieron recibir su instrucción en el gran “Oráculo del Sol” de la Atlántida. Eran los hombres que, como descendientes, estaban más estrechamente vinculados con la “pareja principal” que había subsistido a través de la crisis terrestre. A estos primeros padres, la Biblia les ha dado el nombre de “Adán y Eva”. Así vemos que la Biblia concuerda con los hechos de la Crónica del Akasha, de modo que su texto se confirma incluso en donde su contenido nos parezca inverosímil. Al frente del Gran Oráculo del Sol que ejercía la conducción superior de los demás, oficiaba el más grande de los iniciados, el gran iniciado del Sol, el que fue, a la vez, el “Manu”, o sea, el ductor de la población atlante, el que, al acercarse la catástrofe atlante, tuvo que hacerse cargo de la misión de transmigrar hacia el Este, con los hombres a los que él consideraba idóneos para fundar un centro primitivo de una cultura post-atlante. Empero, entre los que este iniciado reunía inmediatamente en torno de él, hubo, ante todo, hombres que en lo posible debieron ser descendientes directos de las almas que habían trascendido el “invierno de la Tierra”, de modo que, por decirlo así, eran descendientes directos de Adán y Eva, la primera “pareja principal”. A esos hombres se les dispensaron especiales cuidados dentro del ambiente del gran iniciado del Oráculo del Sol, y ellos fueron instruidos de manera que en los momentos apropiados de la evolución de la humanidad, y desde el centro dirigido por el gran Manu, hubiese siempre la posibilidad de hacer fluir en el mundo los estimulas adecuados. Supongamos, por ejemplo, que en algún momento de la evolución de la humanidad se hiciera necesario un rejuvenecimiento de la cultura, vale decir, que hubiera que dar un nuevo impulso a lo tradicionalmente conservado y ya “envejecido”, infundiendo en la cultura un nuevo elemento: con tal fin, las providencias necesarias debieron tomarse directamente en el centro del iniciado del Oráculo del Sol, y esto se hacia de la manera más variada.
Durante los primeros tiempos de la evolución post-atlante, pudo suceder que, desde el sitio de un oráculo, hombres especialmente preparados fuesen enviados a este o aquel territorio, y que ellos, como resultado de su cuidadosa educación, llevasen a esos territorios lo que justamente hacia falta a los respectivos pueblos. Desde ese mismo oráculo, escondido en determinada región de Asia, siempre se tomaron las medidas necesarias para que las distintas culturas pudiesen ser influidas de la manera correspondiente.
Ahora bien, cinco o seis siglos después del tiempo del gran Buda había llegado un momento de singular característica. Fue entonces necesario rejuvenecer al budismo. Lo que el gran Buda había dado como una antigua, madura y elevadísima concepción del mundo, debió sumergirse en una fuente de rejuvenecimiento para presentarse a la humanidad con fuerzas juveniles. A la humanidad debieron proveerse bien definidas fuerzas juveniles. Estas fuerzas de juventud no podían encontrarse en una individualidad cualquiera que hubiera trabajado por allá en el mundo. Pues, el que trabaja para el mundo, va gastando sus fuerzas; y desgastar fuerzas significa precisamente “envejecer”. Podríamos remontarnos a los tiempos pasados y encontraríamos que surgen culturas, una tras otra: primero, la antigua cultura india; luego, la antigua persa; más tarde, la egipcio-caldea; etc., y notaríamos que en todas ellas hubo grandes e importantes conductores de la humanidad. Todos ellos dieron sus mejores fuerzas para el progreso del género humano. Así, por ejemplo, los santos Rishis de la antigua India, dieron sus mejores fuerzas; así también Zoroastro, el fundador de la cultura persa; Hermes, Moisés, los conductores de la cultura caldea; todos ellos dieron sus mejores fuerzas. En cierto sentido, todos ellos fueron, en virtud de lo que pudieron realizar, los más indicados y mejores conductores de sus respectivos tiempos. Tomemos, por ejemplo, una personalidad cualquiera de la antigua India, que en el curso de su evolución había reaparecido en esta o aquella encarnación, durante las culturas persa y egipcio-caldea: en cada encarnación, su alma se había tornado más vieja y más madura; se había elevado a fuerzas cada vez más maduras, pero había perdido las fuerzas vivas y juveniles. Un alma vieja que se ha desarrollado a través de muchas encarnaciones, puede madurar, puede realizar obras extraordinarias, pero será entonces un alma vieja. El que se haya desarrollado de esta manera, puede enseñar cosas sublimes, hacer grandes obras para la humanidad, pero a expensas de la fuerza viva y juvenil. Zoroastro fue una de las más grandes figuras de la evolución de la humanidad; de las profundidades del mundo espiritual pudo dar a su época el sublime mensaje del Espíritu Solar, que más tarde apareciera como el “Cristo”. Fue él quien dijo: “Ese Espíritu, Ahura Mazdao, está en el Sol y se acercará a la Tierra”. Sólo con el más profundo conocimiento espiritual, con el alto grado de su clarividencia, pudo Zoroastro ver a esa entidad de la que los santos Rishis aún decían que ella, “Vishva Karman”, se hallaba más allá de su esfera; la entidad a que Zoroastro llamó “Ahura Mazdao”, y cuya significancia para la evolución de la humanidad él anunció. En la corporalidad de Zoroastro vivió un espíritu que era ya inmensamente maduro cuando, como Zoroastro, fundó la primitiva cultura persa.
Podemos imaginarnos que a través de sus encarnaciones posteriores, esta individualidad debe de haber ascendido a grados más elevados, alcanzando mayor madurez, en su alma cada vez más vieja, siendo cada vez más capaz de hacer los más grandes sacrificios para la humanidad. En otras conferencias he expuesto que Zoroastro ha cedido su cuerpo astral, el que más tarde reapareció en Hermes, el ductor de la cultura egipcia, y su cuerpo etéreo a Moisés, el ductor del antiguo pueblo hebreo. Todo esto sólo lo puede hacer el que tenga el alma poderosamente evolucionada, para llegar a ser una individualidad de tan alto desarrollo como lo fue Zoroastro que seiscientos años antes de nuestra era, cuando el Buda vivió en la India, reapareció en Caldea, donde actuó como el gran maestro Nazaratos o Zaratas, siendo también el maestro de Pitágoras. Todo esto pudo llegar a ser la magna alma que había sido el ductor y fundador de la cultura persa. En Nazaratos, esta alma había alcanzado gran madurez, pero no pudo hacer lo que se necesitaba hacer para rejuvenecer al budismo. Esto se comprenderá por lo expuesto anteriormente. No le fue posible dar las fuerzas vivas y juveniles, cuya característica hubiera sido el haberse desarrollado durante la infancia, hasta la pubertad, para después entregarlas al Nirmanakaya del Buda. Esto hubiera sido imposible a la entidad de Zoroastro; justamente porque, en el curso de sus encarnaciones, se había elevado a tan alto grado de desarrollo, y no le hubiera sido posible desenvolverse en un niño, al principio de nuestra era, con el fin de lograr lo que entonces debió acontecer. Por consiguiente, si pasamos revista entre todas las individualidades que vivieron en aquel tiempo, no encontraremos a ninguna que desde su nacimiento hubiera tenido la fuerza para desenvolverse de tal manera que a los doce años de edad pudiese ofrecer las fuerzas vivas y juveniles, capaces de rejuvenecer al budismo; ni tampoco la extraordinaria gran individualidad de Zoroastro hubiera sido apropiada para vivificar el cuerpo de Jesús hasta el momento de separarse la envoltura astral materna, para que ésta pudiera unirse con el Nirmanakaya del Buda.
Ahora bien, ¿Cuál es el origen de la gran fuerza vivificadora del cuerpo de Jesús?. Esta fuerza pertenecía a la Gran Logia Madre de la humanidad, dirigida por Manu, el gran iniciado del Sol. Una gran fuerza individual que había sido cuidada y preservada en la Gran Logia Madre, el gran Oráculo del Sol, se incorporó en el niño, nacido de los padres que en el Evangelio de Lucas son llamados “José” y “María”. La mejor, la más fuerte de las individualidades de esa Logia Madre fue insertada en este niño. ¿De qué individualidad se trata?.
Para conocerla, hemos de remontarnos al tiempo lejano, antes de la influencia luciférica, es decir, antes de penetrar el influjo luciférico en el cuerpo astral del hombre. Este influjo luciférico enfrentó al hombre en el mismo periodo en que la pareja principal o primitiva vivió en la Tierra. Esos hombres primitivos poseían suficiente fuerza para dominar, digamos, la sustancia humana en sí, de modo que fueron capaces de encarnarse, pero no poseían suficiente fuerza para resistir la influencia luciférica, por lo que el cuerpo astral de esos hombres también sufrió el efecto del influjo luciférico. A consecuencia de ello, fue imposible hacer fluir a los descendientes, por la sangre de los descendientes, todas las fuerzas contenidas en “Adán y Eva”. Hubo que dejar procrearse el cuerpo físico a través de todas las generaciones posteriores; pero del cuerpo etéreo se retuvo una parte en el centro de conducción de la humanidad. A este hecho se dio expresión, diciendo: “El hombre ha comido del árbol del conocimiento del bien y del mal”, vale decir, ha tomado lo que provenía del influjo luciférico; pero a ello se agregó: “¡Ahora tenemos que impedir que coma también del árbol de la vida!”. Esto significa que se le retuvo determinado conjunto de fuerzas del cuerpo etéreo que no se transmitieron a los descendientes. De modo que en “Adán” había una suma de fuerzas que, después del pecado original”, le fueron quitadas. Esta parte aún inocente de “Adán” fue retenida, cuidada y preservada en la Gran Logia Madre de la humanidad. Esta parte fue, en cierto modo, el alma de Adán aún no enredada en los lazos del pecado humano, el que fue origen de la caída del hombre. Estas fuerzas primitivas de la individualidad de Adán fueron conservadas. Continuaron existiendo y, como “Yo provisorio”, fueron encauzadas hacia donde nació el hijo de José y María, de modo que este niño Jesús tuvo en sí mismo, en los primeros años de su vida, la fuerza del primer padre de la humanidad terrenal.
¡Oh!, esta alma se había conservado muy joven, no había sido conducida a través de encarnaciones sucesivas, sino que había quedado retenida en un grado de desarrollo muy retardado, al igual que aquel niño de nuestro hipotético experimento de educación. ¿Quién descendió entonces para vivir en el niño que tuvo como padres a José y María?. Fue el fundador de la humanidad, el “antiguo Adán”, pero como el nuevo Adán. Esto ya lo sabía San Pablo; pues así hemos de interpretar sus palabras (la. Epístola a los Corintos, 15). También lo sabía Lucas, el discípulo de San Pablo, y es por ello que Lucas lo relata de una manera especial. El sabía que para hacer entrar en la humanidad esta sustancia espiritual, se requería algo extraordinario, o sea, un parentesco por consanguinidad que ascendiera hasta Adán y, por esta razón, Lucas da la genealogía de José que asciende hasta Adán, el que provino directamente del mundo espiritual, por lo que dice de Adán “que fue de Dios”, “hijo de Dios”.
En lo que, en el Evangelio, llamamos el capítulo de la genealogía, se esconde, justamente, un gran misterio, cuando se dice que sangre común debió fluir a través de las generaciones en sucesión ininterrumpida hasta el descendiente más lejano, a fin de que, a su tiempo, también el espíritu pudiese ser encauzado hacia los descendientes. Así se unió con el cuerpo que nació de José y María, aquel espíritu infinitamente juvenil, no influenciado por las peripecias del destino terrenal, esa alma joven cuyas fuerzas, si las buscáramos, las encontraríamos en la antigua Lemuria. Sólo este espíritu fue suficientemente fuerte para irradiar en el cuerpo astral materno y, al separarse éste, donarle las fuerzas necesarias para unirse fecundamente con el Nirmanakaya del Buda.
Podemos preguntar: ¿Qué es, en el fondo, lo que el Evangelio de Lucas nos describe, cuando al principio nos habla de Jesús de Nazareth?. En primer lugar, nos describe a un hombre que, por el parentesco sanguíneo, traía de Adán el origen de su cuerpo físico, es decir, de los tiempos en que por una pareja principal, se había salvado la humanidad, durante el período de la despoblación de la Tierra. Además, nos describe, hablando absolutamente desde el punto de vista de la reencarnación, la reaparición de un alma que, durante el tiempo más largo, había aguardado la posibilidad de sus reincorporaciones. En el niño Jesús reencontramos el alma de Adán antes del pecado original. Podemos, pues, afirmar - por más fantástico que parezca a la humanidad actual - que la individualidad que de la Gran Logia Madre ha sido unida con el niño Jesús, no solamente descendía de las generaciones humanas físicamente más antiguas, sino que es, la vez, la reencarnación del absolutamente primer miembro de la humanidad. Ahora sabemos quién fue el que ha sido presentado en el Templo y mostrado a Simeón, o, según Lucas, el “hijo de Dios”. El Evangelista no habla del hombre como tal, sino que testimonia que se trata de la reencarnación de aquel que existió antes, como el más antiguo padre de todas las generaciones.
Resumiendo lo expuesto, hemos de decir lo siguiente: Entre el sexto y el quinto siglo antes de nuestra era, vivió en la India el gran Bodisatva cuya misión ha sido traer a la humanidad las verdades que, después, paso a paso, debían engendrarse dentro de la humanidad misma. El dio el impulso y, en virtud de ello, se convirtió en el Buda, pero no vuelve a aparecer en un cuerpo terreno que pudiera ser enteramente adecuado a su individualidad. En cambio, bajando solamente hasta el mundo etéreo-astral, reaparece en el Nirmanakaya, el cuerpo de las transmutaciones. En forma de la multitud de los ángeles lo perciben los pastores, que, por un instante, llegan a ser clarividentes, porque deben ver lo que se les anuncia. El Nirmanakaya desciende sobre el niño, hijo de José y Maria; y es con fundado motivo que desciende justamente sobre este niño.
Lo que el gran Buda pudo dar a la humanidad, debió presentarse con la debida madurez. No es fácil comprenderlo, por que es de elevada espiritualidad. Para hacer universalmente fecundo lo que el Buda había conquistado hasta entonces, debió verterse en ello una fuerza enteramente viva y juvenil. Esta fuerza la debió atraer desde la tierra, descendiendo sobre un niño del que pudo recibir todas las fuerzas juveniles del cuerpo astral materno, el que estuvo por separarse. Este niño nació de la línea sanguínea, de las generaciones sucesivas, y su origen, como el Buda lo sabía mejor que nadie, se traía del primer padre de la humanidad, e incluso de la antigua alma joven, de la época de Lemuria, a la que él también reconoció como el reencarnado nuevo Adán. Este niño, con un alma que fue el alma madre de la humanidad, mantenida joven durante todas las épocas, vivió de tal manera que pudo irradiar todas las fuerzas vivas en el cuerpo astral que después se separó y ascendió para unirse con el Nirmanakaya del Buda.
Estos, sin embargo, no son todos los hechos, por medio de los cuales podemos comprender el maravilloso misterio de Palestina, sino que nos dan un solo aspecto. Ahora comprendemos quién fue el que nació en Belén, después de haber llegado allí José y María de Nazareth, y que fue anunciado a los pastores; pero esto no es todo. Al principio de nuestra era sucedieron muchos hechos extraños y significativos, con el fin de lograr lo que fue el más importante acontecimiento de toda la evolución. Para hacer comprensible lo que finalmente condujo a la realización de este supremo acontecimiento, hemos de considerar, además, lo que sigue.
Dentro del antiguo pueblo hebreo existió la estirpe de David. Todas las “generaciones davídicas” decían tener su origen en el patriarca David. La Biblia nos dice que David había tenido dos hijos, Salomón y Natán, de modo que de él descendían dos líneas de generaciones, la “línea salomónica” y la “línea natánica”. Sin tomar en consideración las generaciones intermedias, podemos decir que, al principio de nuestra era, existieron en Palestina los descendientes, tanto de la línea salomónica como de la línea natánica de la estirpe de David, y que en Nazareth vivió un hombre llamado José, como descendiente de la línea natánica. Su mujer se llamó María. Un descendiente de la línea salomónica que también se llamó José, vivió en Belén. No es nada extraño el que hayan vivido dos hombres llamados “José”, ambos de la estirpe de David, y ambos casados con una mujer de nombre “María”, como los llama la Biblia. Al principio de nuestra era tenemos, pues, en Palestina, dos matrimonios, ambos con los nombres de “José” y “María”, y ellos traen su origen, uno de la línea salomónica de la estirpe de David, o sea, de la “línea real”; el otro, el matrimonio de Nazareth, de la línea natánica, o “línea sacerdotal”. Estos últimos, de la línea natánica, son los padres del niño del que he hablado en esta y en la conferencia anterior. Este mismo niño proveyó un cuerpo astral materno de tales condiciones que pudo ser recibido por el Nirmanakaya del Buda. Antes de cumplirse los días en que este niño había de nacer, sus padres - de la línea natánica - se trasladaron de Nazareth a Belén para el “empadronamiento”, como dice Lucas. En el Evangelio de Lucas se da la genealogía para este matrimonio. Al otro matrimonio que no era oriundo de Nazareth (es preciso tomar el Evangelio literalmente), sino de Belén, lo describe el autor del Evangelio de Mateo. Los Evangelios dicen siempre la verdad, y no hace falta sutilizar: la Antroposofía conducirá al lector a tomarlos según la letra. Al matrimonio de la línea salomónica nace otro niño que también se llama Jesús, y cuyo cuerpo alberga una poderosa individualidad. Pero este niño tuvo que empezar con otra misión. ¡La sabiduría del mundo es profunda!. Este niño no era llamado a dar al cuerpo astral materno las fuerzas juveniles, sino a traer a la humanidad lo que solo un alma madura puede traer. Por medio de todas las fuerzas inherentes, este niño fue guiado de tal manera que en él pudo encarnarse la individualidad que en la antigua Persia había revelado la existencia del “Ahura Mazdao”, y que pudo ceder su cuerpo astral a Hermes, su cuerpo etéreo a Moisés, para reaparecer finalmente en la antigua Caldea, como Zaratas o Nazaratos, el gran maestro de Pitágoras; no es otra, sino la individualidad de Zoroastro. La yoidad de Zoroastro se reencarnó en el niño del que nos habla el Evangelio de Mateo, diciendo que tuvo como padres a José y María de la línea real salomónica, de la estirpe de David, oriundos de Belén.
Así encontramos una parte de la verdad en el Evangelio de Mateo y la otra en el de Lucas. Ambos relatos deben tomarse literalmente, pues la verdad del mundo es complicada. Ahora sabemos qué entidad nació de la línea sacerdotal de la casa de David, y también sabemos que de la línea real nació la individualidad que como Zoroastro había actuado en la antigua Persia, y que también había fundado la magia real del antiguo imperio persa. Así vivieron, una cerca de la otra, las dos individualidades: la entidad joven de Adán, en el niño de la línea sacerdotal de la casa de David, y la individualidad de Zoroastro, en el niño de la línea real de la estirpe de David. En la próxima conferencia explicaremos cómo y por qué se ha realizado todo esto, y cómo fue guiado el ulterior curso de la evolución.
traducción Julio Luelmo sept. 2018

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El objetivo de este blog es publicar en Internet todo el material fuente existente para las transcripciones de las conferencias de Rudolf Steiner de la forma más completa posible, para que este gran tesoro esté disponible para toda la humanidad. Se trata de notas de oyentes, transcripciones de conferencias y, en su mayor parte, transcripciones en texto plano de conferencias estenografiadas, también conocidas como transcripciones en texto plano. De este modo, cualquiera puede comprobar por sí mismo, mediante comparaciones, qué dijo realmente Rudolf Steiner y cómo fue editado (y, por tanto, modificado) en las distintas ediciones. Y por último, pero no menos importante, también encontrarán mucho material inédito. La obra de Rudolf Steiner es de dominio público desde 1996 y, por tanto, pertenece legalmente a toda la humanidad. Él mismo habría elegido una fecha mucho más temprana para la publicación de su obra, como se desprende de los pasajes sobre propiedad intelectual que citamos a continuación; Incluso el período de protección de 30 años que se aplicaba entonces le parecía demasiado largo. ¿Y qué habría dicho sobre el hecho de que 85 años después de su muerte, parte de su obra docente siga inédita y acumulando polvo en los archivos? Él mismo encontró una expresión adecuada para esto: Fue puesto en un ataúd. Este sitio web está destinado a ayudar a liberarlo de este ataúd. "Lo que el hombre puede crear a partir de sus capacidades intelectuales se lo debe a la sociedad humana, al orden social humano. En realidad, no le pertenece. ¿Por qué gestionamos nuestra propiedad intelectual? Simplemente porque la produces; al producirla, demuestras que tienes la capacidad de hacerlo mejor que los demás. Mientras tengas esa capacidad mejor que los demás, gestionarás mejor esa propiedad intelectual al servicio del conjunto. Ahora la gente se ha dado cuenta al menos de que esta propiedad intelectual no se perpetúa sin fin. Treinta años después de la muerte, la propiedad intelectual pertenece a toda la humanidad. Cualquiera puede imprimir lo que yo he producido treinta años después de mi muerte. Puede utilizarlo como quiera; y eso está bien. Incluso estaría de acuerdo si hubiera más derechos en este ámbito. No hay otra justificación para la gestión de la propiedad intelectual que el hecho de que, porque se puede producir, también se tienen las mejores capacidades [...] Será una forma sana de socializar el capital si hacemos fluir en el organismo social lo que hoy se acumula como capital en el derecho de sucesiones, en el surgimiento de las pensiones, del derecho de las manos ociosas, de los derechos humanos superfluos, lo que así se acumula en capital; eso es lo que importa. Ni siquiera hace falta decir que la propiedad privada debe convertirse en propiedad social. El concepto de propiedad no tendrá ningún significado". Rudolf Steiner el 25 de abril de 1919