GA091 Landin, 16 de septiembre de 1906 - Evolución e involución

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 RUDOLF STEINER. 

NOTAS DE MATHILDE SHOLL 1904 - 1906
   
EVOLUCIÓN E INVOLUCIÓN
 

Landin, 16 de septiembre de 1906


El reino vegetal es el símbolo de la evolución. Es el verdadero reino de la vida, del segundo Logos, del principio crístico. Cómo se desarrollan la evolución y la involución en el cosmos y en todas las partes del cosmos, lo vemos a diario ante nosotros en el reino vegetal. Una planta se desarrolla ante nuestros ojos. Partiendo de una sola semilla brota una nueva vida que antes dormía en su interior. Las fuerzas del mundo rodean la semilla, la humedad, el calor y la luz actúan sobre ella; las fuerzas vitales contenidas en la semilla responden y emergen; se revelan, pasan de la unidad a la pluralidad, al número. Las fuerzas ocultas se desarrollan cada vez más y surgen hojas y flores. Así brota ante nosotros la vida de la planta. Así es como la vida se nos revela en su forma exterior.

En esta configuración de la vida y en esta transformación de la vida en la forma externa, llega un momento en el que parece que la fuerza vital se ha agotado, ya que la planta deja de crecer, ya que aparentemente se detiene en su crecimiento; y a continuación la vemos incluso marchitarse y morir, quedarse sin vida. Pero su vida no se ha perdido, ya que deja atrás una semilla viable. Esta contiene todo lo necesario para dar lugar a una nueva forma de vida. Las fuerzas vitales de la planta muerta no han desaparecido, sino que se han incorporado a la semilla. Allí se han reunido todas las fuerzas vitales de la planta y allí descansan hasta que llega el momento de despertar de nuevo.

Así, ante nuestros ojos se desarrolla cada día el misterio de la evolución y la involución. Al igual que en las plantas, también podemos observar la evolución y la involución físicas en los animales y los seres humanos. Todas las fuerzas del animal y del ser humano, tras alcanzar la madurez en el individuo, confluyen en las semillas para dar lugar a nuevos seres físicos.

Si elevamos nuestra mirada hacia la evolución cósmica, también vemos allí cómo la evolución y la involución se suceden. La divinidad creó esta Tierra a partir del caos. Antes, la Tierra era desierta y vacía; es decir, no había vida. El espíritu de Dios se cernía sobre las aguas. Descansaba sobre las semillas de la vida para despertarlas, para que se desarrollaran y cobraran vida, para que la vida oculta en ellas pudiera manifestarse. Y así, el poder divino despertó de las semillas de vida dormidas forma tras forma, al igual que hoy el sol despierta las semillas que descansan en la tierra y las lleva a la vida.

También en el cosmos se suceden épocas de manifestación, de vida, y otras en las que la vida se retrae en sí misma. El sabio indio denomina a estos grandes períodos cósmicos «los días y las noches de Brahma», su exhalación e inhalación; también en la doctrina religiosa hebrea se habla de los días de la creación. Son grandes períodos cósmicos de revelación de la vida. Tampoco aquí se suceden los días sin interrupción, sino que entre ellos hay noches en las que la vida se retira de nuevo en sí misma para manifestarse con mayor fuerza en un nuevo día. Al igual que en matemáticas se produce el proceso de potenciación, en el cosmos y en todo lo que vive se desarrolla la vida. Del mismo modo que en matemáticas se realiza la raíz cuadrada, también en el cosmos la vida vuelve a converger en un punto. Por un lado, reconocemos la máxima manifestación, el desarrollo, la transición al número; por otro lado, la máxima acumulación de fuerza, la contracción en un punto, el desbordamiento hacia la unidad.

La expresión del máximo desarrollo de la fuerza es la mayor diversidad; sin embargo, la posibilidad de desarrollo reside en la sola raíz de la que surge toda revelación, en el 1, que es el origen de todos los números, aunque él mismo no sea un número. El 1 es la raíz de todos los números; lo no revelado es la raíz de toda revelación; la quietud es la raíz de todo movimiento; la oscuridad es la raíz de la luz, la nada es la raíz de todo ser. Que podamos observar la vida se debe a la revelación, al desarrollo, al crecimiento que nos rodea. Pero el hecho de que la vida se renueve constantemente, que su fuerza nunca se agote, se debe a la confluencia de la vida en un punto, al abandono de la periferia y al retiro al centro. Durante un día del mundo, un manvantara, la vida vive en la periferia, mientras que durante los estados intermedios, durante los pralayas, la vida vive en el centro del cosmos. Mientras vive en la periferia, se manifiesta; en el centro, se oculta. Pero aunque en la periferia muestra su máximo despliegue de fuerza, es en el centro donde posee la mayor fuerza. Al fluir hacia fuera, la vida se entrega; y al fluir hacia el centro, se recoge de nuevo para poder renovarse más tarde en mayor medida. Es precisamente esta confluencia de la vida en un centro, en un punto, lo que condiciona las nuevas y superiores posibilidades de manifestación. Así, la fuerza más elevada descansa finalmente en el punto, el átomo, en el que toda la vida se retira de la manifestación, en el que todas las fuerzas vitales manifestadas vuelven a fluir. La fuerza suprema no descansa en las hojas y flores de la planta, sino en la semilla, donde se han concentrado las fuerzas vitales. El desarrollo es una expresión de fuerza, pero la concentración es una acumulación de fuerza. Ahí reside el secreto de toda posibilidad de evolución. En cada evolución, la vida ejerce sus fuerzas y despliega todas las posibilidades de su poder. Al reunirlas de nuevo en un punto, surge una nueva fuerza mucho mayor, que ahora une todas las posibilidades de poder desplegadas en una fuerza mayor. Toda la evolución de la Tierra está organizada según este plan y se desarrolla según este plan.

Las estaciones del año también ayudan a mantener la vida. Una estación es un tiempo de desarrollo de la vida, la otra un tiempo de concentración de la vida. En pleno invierno tiene lugar la fiesta de la concentración de la vida. En primavera tiene lugar la fiesta de la dispersión de la vida, de la resurrección. Así como en invierno las semillas de la vida duermen bajo tierra y en primavera se desarrollan y brotan, toda la vida del mundo pasa por períodos de ocultamiento y acumulación de fuerza, y períodos en los que se manifiesta.

 Este misterio de la evolución y la involución de la vida lo reconocemos en todo el proceso vital que se desarrolla ante nuestros ojos en el mundo, pero aún debía ser implantado especialmente en la conciencia del ser humano mediante la aparición de Cristo Jesús en la Tierra. En él confluye la vida de todo el mundo, y de él vuelve a emanar. Él contiene todo lo que significa vida. Que está en él, que la vida descansa en Cristo y que también emana de él, quedó demostrado al mundo mediante su muerte y la superación de la muerte en la resurrección. Allí se repitió todo el proceso del mundo, toda la involución y toda la evolución, en tres días.

Cristo es el Yo del mundo, la vida del mundo. Esto ha vivido visiblemente entre los seres humanos. Con su muerte y resurrección, tuvieron que reconocer que esta vida del mundo en realidad no desaparece, sino que solo se retira en sí misma, en lo oculto, para resurgir de lo oculto con nueva fuerza. El proceso de involución y evolución del mundo, que por lo demás transcurre de forma imperceptible, se desarrolló aquí ante los ojos de los seres humanos. Basándose en esta ley, la vida en el mundo se renueva continuamente; podemos observarlo en el reino vegetal, animal y humano. Pero lo que surge allí nuevo son nuevas formas físicas. Con nuestros ojos solo vemos el crecimiento de lo físico.

La vida espiritual se desarrolla según las mismas leyes que rigen la vida física. El hecho de que el espíritu del ser humano viva, se manifieste y aumente su fuerza, se basa en que todo el desarrollo de la fuerza del ser humano en las distintas encarnaciones físicas, donde se expresa su vida en el mundo, se manifiesta y se reincorpora a su yo, al centro de la vida espiritual interior. Lo que Cristo es para el mundo, lo es el yo para el ser humano. Su yo es parte de Cristo, todas las fuerzas surgen de su yo; pero para que puedan crecer y aumentar, deben converger una y otra vez en su yo. Esta convergencia de las fuerzas humanas en el yo tiene lugar en los intervalos entre las encarnaciones. Allí se acumulan las fuerzas desarrolladas durante la vida de un ser humano y se consolidan para surgir con más fuerza en una nueva encarnación. Pero cuando el ser humano alcanza un nivel de desarrollo algo más elevado, aprende cada vez más a llevar a cabo este proceso de forma consciente durante su vida terrenal. Desarrolla conscientemente sus fuerzas al servicio del mundo y transfiere conscientemente las experiencias adquiridas a su yo, al centro de su ser. Estas se implantan en el yo ya durante la vida terrenal; de este modo, se adelanta al trabajo de muchos años entre sus encarnaciones, en los que la acumulación de las fuerzas desarrolladas en el yo se produce con la ayuda de seres superiores.

 Tan pronto como el ser humano comienza a acumular y desarrollar conscientemente fuerzas de esta manera durante su vida, su espíritu crece en el mundo espiritual y transforma cada vez más todo su ser en uno inmortal. Porque lo que él mismo incorpora a su ser permanece como parte permanente de su esencia.

En los ejercicios que realiza el estudiante de yoga, aprende primero a concentrar sus pensamientos. De este modo, su espíritu adquiere nuevas fuerzas. De cada concentración de pensamientos surgen nuevas fuerzas, como de un punto focal. Así, en una etapa posterior, aprende también a concentrar su vida. Al reunir todas las fuerzas vitales de la periferia en un punto, despierta allí una fuerza vital superior. Y al aprender a concentrar toda su voluntad, hace que esta crezca.

De este modo, el ser humano se vuelve cada vez más fuerte en su pensar, en su vida y en su voluntad. Cuanto más irradia todas estas fuerzas al servicio del mundo, por un lado, y las concentra en su interior, por otro, más actúa como colaborador de la divinidad, porque de este modo se integra cada vez más en el proceso evolutivo. Todo lo que el ser humano experimenta puede utilizarse para su crecimiento. Debe participar en la vida en la periferia de la existencia para actuar y adquirir experiencia. Pero debe dejar que su pensar, su vida y su voluntad fluyan una y otra vez desde la periferia de la existencia hacia su yo, y allí unirlos con lo divino y divinizar todas las experiencias, para que puedan fluir de él como fuerzas nuevas y superiores.

De este modo, el alumno se adelanta al trabajo del devachán y, cuando se ha integrado completamente en el proceso evolutivo, ya no necesita el tiempo del devachán para su transformación. Entonces puede vivir permanentemente para el mundo. Este es el proceso mediante el cual el ser humano incorpora la vida del mundo, mediante el cual se vuelve uno con la vida del mundo; entonces él mismo se convierte en la palabra, porque todas sus fuerzas se han vuelto rítmicas y armoniosas.

Todas las desarmonías de la vida que le invaden confluyen en lo más profundo de su ser, y allí las transforma en armonía, que devuelve al mundo. Transforma el mal en bien, lo impuro en puro, la oscuridad en luz, la pasión en entusiasmo, el dolor en alegría, el odio en amor y la muerte en vida.

Por lo tanto, nuestro desarrollo depende mucho menos del lugar donde vivimos, de cómo nos tratan las personas, de cómo son las circunstancias, sino más bien de que sepamos, en cualquier entorno, en todas las circunstancias, con cualquier tipo de personas, sepamos acumular y aprovechar las experiencias adecuadas, que con todas estas experiencias llevemos a cabo de la manera correcta el proceso de transformación que conduce a nuestro propio crecimiento y al enriquecimiento de nuestro entorno, al ennoblecimiento del entorno.

El ser humano que comprende correctamente cómo llevar a cabo esta alquimia espiritual con todas las corrientes de la vida que se le presentan, independientemente de dónde viva, se convierte en un centro de paz para el mundo. Sin que su entorno sea consciente de ello, esta transformación se lleva a cabo en su interior. Gracias a él, se evita una mayor discordia, un mayor dolor y sufrimiento, porque él está ahí. Aunque a menudo sea incomprendido y menospreciado, este tipo de persona aprende a transformar todo en armonía y a transfigurar el dolor en nuevas y superiores fuerzas en su interior, que luego vuelve a irradiar a su entorno para ayudar a los demás.

Así, el mundo siempre ha sido preservado de las mayores desarmonías por aquellas personas que han aprendido a convertirse en colaboradores conscientes de la obra de la divinidad y a integrarse conscientemente en el desarrollo del mundo.

El ascenso del ser humano depende de la transformación y el aprovechamiento de las fuerzas del entorno. Cuanto más comprende el ser humano cómo hacer suyas todas las fuerzas que le llegan del entorno, más alto asciende. Son las fuerzas del entorno que confluyen en él las que lo elevan. Así podemos aprender a construirnos a partir de las fuerzas que fluyen hacia nosotros, de las fuerzas de la naturaleza que nos rodea, pero en mayor medida aún de las fuerzas de las personas que nos rodean. En el entorno, y especialmente en nuestros semejantes, reside nuestro futuro, nuestro ascenso. A través de ellos fluyen hacia nosotros fuerzas superiores. Cada individuo es, en mayor o menor medida, la expresión particular de una determinada fuerza cósmica. Si aprendemos a absorber esta fuerza y a concentrarla en nosotros, se convertirá en nuestra propiedad, como si la hubiéramos desarrollado nosotros mismos. El hecho de que vivamos entre personas también tiene la gran importancia de que acumulamos fuerzas de ellas y las incorporamos a nuestro propio ser.  Quien comprenda esto de la manera correcta, aprenderá a unir en sí mismo todas las fuerzas cósmicas que representan las personas que le rodean. Así, Cristo unió en sí mismo todas las fuerzas individuales que se manifestaban en sus doce discípulos. Él como el decimotercero, era el centro en el que confluían todas estas fuerzas para surgir de él como una fuerza superior. Así, la Tierra, como expresión del segundo Logos, es el centro que une en sí todas las fuerzas de las doce imágenes del zodíaco y que, en su momento, surgirá como algo superior a partir de estas fuerzas. En el Manvantara atraviesa siete niveles de conciencia, y en el Pralaya, cinco.

Somos los ladrillos que se utilizan para construir un templo mundial. Pero cuanto más capaces seamos de construirnos a nosotros mismos a partir de todas las fuerzas del mundo, más hermoso será este templo mundial. Debemos aprender a absorber en nosotros las fuerzas de las otras individualidades, para que podamos convertir estas fuerzas acumuladas en una fuerza superior y, en unión con nuestros hermanos, dejarlas fluir para construir seres cada vez más elevados. De esta manera se construye el templo mundial viviente. A nuestro alrededor, en los reinos de la naturaleza, vemos los escalones por los que hemos ascendido; en nuestros semejantes se esconden las fuerzas para nuestro ascenso superior; y en nuestros hermanos mayores, los maestros y guías de la humanidad, se encuentra nuestro futuro, la meta a la que debemos aspirar.

Traducido por J.Luelmo nov,2025



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